El otro día, terminé de ver un partido de baloncesto que tenía grabado y, antes de apagar el DVD, me puse a hacer los preparativos habituales para irme a dormir. Cuando volví ante el televisor, la grabación continuaba, esta vez con una partida de billar por parejas en un duelo entre Europa y EEUU. Me quedé fascinado con la precisión de los golpes de uno de los europeos, que parecía llevar la bola exactamente donde deseaba. Dudo mucho que tenga estudios, seguro que se ha pasado las horas de clase en el bar de la esquina dándole al taco. Sin embargo, hubo una época en la que se decía que el billar era un deporte de físicos. No sé si es verdad o no, pero lo cierto es que sí configuró la manera que éstos tenían de pensar. Viendo al jugador en cuestión, es fácil imaginar por qué. Sobre el tapete, todo parece absolutamente mecánico y determinista: conociendo la naturaleza de los choques, la posición de cada bola y el impulso necesario, el resultado está dado. Obtener la posición deseada a partir de una otra cualquiera es, simplemente, cuestión de habilidad y de tiempo, no de suerte. Éste es, de hecho, el modo de entender cómo debe ser una explicación última del mundo y cómo funciona ese proceso que llamamos “causalidad”. Precisamente en torno a estas cuestiones es como aparece el billar en la filosofía.
La primera mención que conozco de este juego en un texto filosófico pertenece al Ensayo sobre el entendimiento humano de John Locke, cuya primera edición es de 1690. En el libro II, cap. XXI, 4, Locke argumenta que la idea de potencia o capacidad activa no nos viene de la sensación sino de la reflexión. Dicho de otro modo, la materia es puramente pasiva. Y aquí introduce el ejemplo del billar: las bolas, por sí mismas, no se mueven a menos que el taco las impulse. En el caso de una bola que choca con otra, hay únicamente la trasmisión del movimiento, no su producción, es decir, según Locke el paso del reposo al movimiento no es una acción.
El Ensayo sobre el entendimiento humano fue atentamente leído por G. W. Leibniz y replicado, punto por punto en sus Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano. Que la materia sea pura pasividad y toda la actividad provenga del espíritu, es una idea que satisface plenamente a Leibniz, pero anticipa claramente el peligro que la argumentación lockeana encierra. De hecho, el capítulo XXI del libro II de los Nuevos ensayos se titula “De la potencia y la libertad”. Que la bola de billar “trasmita” el movimiento, como si fuese algo exterior a ella, algo sobreañadido y “sin producirlo”, le parece a Leibniz una idea sacada de Descartes y, más en concreto de uno de sus célebres seguidores, el autor de la Recherche de la verité, Nicolas Malebranche. Recordemos que para Malebranche no ya la materia, todo ser finito es incapaz de potencia activa, dicho de otro modo, para cada relación causal se necesita la intervención de Dios, de tal modo que yo deseo mover mi brazo y es Dios quien lo mueve o una bola de billar choca con otra y es Dios quien pone la segunda en movimiento. Leibniz se pregunta si “los amigos” de Locke comparten tal idea de la interacción, alusión clara a Newton.
Llegamos, por fin, a la más famosa aparición del billar en el mundo de la filosofía, la Investigación sobre el entendimiento humano de David Hume, libro aparecido en 1748. Hume afirma que la idea de causalidad es una idea compuesta, entre otras cosas, de la idea de conexión necesaria entre causa y efecto. Como buen empirista busca a qué impresión sensible, a qué experiencia, corresponde semejante idea. Analiza, pues, el caso de las bolas de billar, pero ahora, contrariamente a Locke, no se centra en el origen del movimiento. El taco no le interesa, le interesa el choque de una bola con otra. Pues bien, ni en la bola que se mueve, ni en la que está en reposo, ni en la interacción mecánica entre una y otra (al cabo descomponible en la proximidad física primero y el alejamiento posterior) puede hallarse vestigio alguno de esa “conexión necesaria” que constituye la causalidad. Hasta aquí, como anticipó Leibniz, nada que no hubiese descubierto Malebranche, a quien Hume cita explícitamente en la sección 7 de esta primera investigación. La diferencia está en la conclusión que saca Hume. Como hemos dicho, no le interesa el taco, es decir, no le interesa quién pone el movimiento. A todos los efectos podría ser Dios (cosa que después descartará). La cuestión es: si el mundo resulta describible en los términos de Malebranche, ¿de dónde sale la idea de “conexión necesaria”? Y la respuesta es que la idea de “conexión necesaria” la ponemos nosotros como resultado del hábito que hemos adquirido a partir de la repetición de experiencias semejantes.
El punto clave de toda esta historia es que I. Kant aceptó plenamente el análisis de Hume. En efecto, dice Kant, nada hay en la interacción de las bolas de billar que fundamente el concepto de causalidad, ahora bien, eso no significa que dicho concepto carezca de fundamento. Lo que ocurre es que, en realidad, no es producto de la experiencia, sino de nuestra razón, que utiliza semejante concepto para ordenar nuestra experiencia. Kant, desde luego, salvó la “conexión necesaria” imbuida en el concepto de causalidad. A cambio, poniéndose del lado de Hume, consagró como un hecho que la causalidad no está en la naturaleza o en la experiencia, lo cual, automáticamente, la convirtió en una noción problemática a los ojos de la ciencia y de la propia filosofía. Lo divertido es cómo o por qué, Kant hizo esto.
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