domingo, 29 de noviembre de 2020

La ciencia de la creatividad (1. Análisis morfológico)

   Fritz Zwicky nació en Bulgaria en 1898, aunque estudió en Suiza, país de su padre, y acabó adquiriendo la nacionalidad norteamericana. Formado como astrónomo, ganó fama por haber anticipado el problema de la materia oscura, la conexión entre supernovas y estrellas de neutrones y por localizar gran número de ellas. Pero menciono a Zwicky aquí en tanto que creador del análisis morfológico, una metodología para el estudio sistemático de todas las soluciones posibles a problemas no estrictamente cuantitativos. En los años 40, enfrentado a la tarea de catalogar galaxias y cuerpos celestes, Zwicky se dio cuenta de que los criterios utilizados habitualmente para tal catalogación se podían emplear de modo prospectivo. Digamos, en un ejemplo tan inadecuado como simple, que las galaxias pueden tener forma espiral, barrada, elíptica o lenticular y que entre sus estrellas puede haber predominancia de las que se encuentra en su secuencia principal, en sus etapas incipientes o en sus etapas finales. Tendríamos así una tabla con doce casillas. Ahora bien, las galaxias lenticulares se caracterizan por la escasa presencia de gas y polvo interestelar, lo cual significa que sus estrellas deben hallarse bien avanzadas en su secuencia principal o bien a punto de abandonarla. Por tanto, no tiene sentido hablar de galaxias lenticulares con estrellas jóvenes. Eliminado lo imposible, nos quedan todas las formas posibles de galaxias, así que tenemos una lista de soluciones a la pregunta ¿cuántos tipos de galaxias hay en función de las estrellas que predominan en ellas? 

   De un modo más general, suponiendo que un problema queda correctamente caracterizado por tres parámetros A, B, C y que A puede presentar tres estados, B cinco y C cuatro, tendríamos entonces una matriz del siguiente tipo:



Parámetros





Estados

A

B

C

A1

B1

C1

A2

B2

C2

A3

B3

C3


B4

C4


B5



Tenemos 60 estados posibles en esta matriz. Debemos ahora proceder a un análisis que nos reduzca ese campo de posibilidades a uno más restringido. Supongamos que el estado A2 del parámetro A constituye el único estado compatible con los del resto de parámetros en concreto, con B1 y B4 y que ambos, A2 y B1 sólo pueden presentarse con C2 mientras que con A2 y B4 se muestran incompatibles todos los estados de C salvo C1 y C3. Tendríamos ahora tres configuraciones que se convierten en soluciones posibles a nuestro problema: A2, B1, C2; A2, B4, C3 y A2, B4, C1. Probablemente alguna de estas tres configuraciones no se había tenido en cuenta hasta ahora en los intentos de abordar nuestro problema.



Parámetros





Estados

A

B

C

A1

B1

C1

A2

B2

C2

A3

B3

C3


B4

C4


B5



Cuando Zwicky aplicó esta estrategia a la búsqueda de combustibles para propulsar misiles, encontró que existían setenta candidatos más allá de los tres que se empleaban habitualmente en aquel momento, incluyendo la energía nuclear que causa furor en las vanguardias de investigación sobre el tema hoy día. Desde entonces, el análisis morfológico se viene utilizando ampliamente en defensa, para construir carreteras y, en general, en la empresa privada para la exploración de nuevos productos. Presenta la ventaja de que si existe una solución a nuestro problema, nos la entregará sin duda. A cambio nos exige un análisis desprejuiciado de los parámetros que lo configuran así como de la relación que guardan entre sí. Pero su mayor dificultad se encuentra en que, casi siempre, las configuraciones que nos entrega como respuesta constituyen un espacio muestral excesivamente amplio. Los 76 compuestos capaces de propulsar misiles, por ejemplo, los encontró Zwicky después de recorrer las más de 30.000 soluciones posibles que le arrojaba su matriz morfológica. De hecho, hemos presentado aquí una tabla bidimensional en la que los seres humanos nos movemos con facilidad. El hábito puede facilitar el análisis de matrices de tres dimensiones, pero, para adentrarnos en las cuatro, cinco o más dimensiones, necesitamos enormes esfuerzos. Sin embargo, un problema habitual como el tipo de envase necesario para un nuevo refresco, obliga a movernos en ellas. De un modo general, el análisis morfológico nos recomienda introducir en una matriz con nuevas restricciones las configuraciones obtenidas en la primera e iterar el proceso hasta quedarnos con un número razonablemente abarcable de soluciones posibles. Se han desarrollado, además, todo tipo de programas de ordenador que permiten la formulación, estructuración y resolución de matrices morfológicas, pero ni eso evita que nos hallemos ante un método excesivamente costoso en términos de tiempo para problemas de solución única o de un número muy reducido de soluciones.
   Pese a los límites señalados, el análisis morfológico tiene dos significativas consecuencias desde un punto de vista filosófico. En primer lugar, indica claramente un campo de aplicaciones muy poco explorado hasta ahora. No parece difícil construir una matriz morfológica con, digamos, todos los materiales utilizados en obras de arte, todos los tamaños, el tipo de cosa representados en él (seres humanos, animales, plantas, artefactos, etc.) su propia naturaleza representativa o abstracta, etc. Tendríamos así una matriz morfológica que nos arrojaría todas las configuraciones artísticas posibles. Sin duda tendría un tamaño enorme. Más restringida resultaría una que abarcase todos los versos que podrían seguir a uno dado y no parece tarea especialmente compleja la elaboración de un software de ayuda a la composición poética basado en una matriz de este tipo. Pensemos ahora en esa teoría del genio ínsita en nuestra forma habitual de considerar las cosas desde Kant. Podríamos entender el genio de un modo más riguroso que como lo hizo el filósofo de Königsberg diciendo no que el genio crea reglas, sino que tiene una intuición certera para hallar en el espacio de configuraciones posibles, la más innovadora. Ahora bien, precisamente esto se dijo en su momento de los jugadores de ajedrez y se dijo igualmente que esta intuición los diferenciaba de los programas de ordenador. Hoy los programas de ordenador parecen dotados también de esa “intuición” que hace posible abreviar las búsquedas en el espacio de configuraciones para encontrar la mejor solución posible. ¿Implica el análisis morfológico que la genialidad tal y como la describió Kant se hallaba destinada a su programación computacional?
   En segundo lugar, desde Gadamer, los filósofos del siglo pasado no se cansaron de vitorear los prejuicios, de glosarnos todo el bien que vertían sobre nosotros al guiarnos en nuestras vidas, de lo fácil que resultaba exorcizar cuanto de mal pudiera haber en ellos declarándolos por anticipado. Sin embargo, aquí tenemos a Zwicky quien nos ha demostrado los beneficios de describir desprejuiciadamente los problemas, de señalar del modo más desprejuiciado posible las incompatibilidades entre los parámetros que lo componen y, en definitiva, del obstáculo que suponen los prejuicios para hallar solución a los problemas. Dicho en breve, con su insistencia en las bondades de los prejuicios, declarados o no, los filósofos del siglo pasado no hicieron otra cosa más que contribuir eficazmente a ocultar soluciones creativas a las cuestiones de nuestra época.

domingo, 22 de noviembre de 2020

"¡Fraude!¡Fraude!", gritó la posverdad.

   En el siglo XVII comenzaron a proliferar en los escritos matemáticos unos entes extraños, las raíces cuadradas de números negativos. Imbuidos en un platonismo más o menos tácito, según el cual los números naturales designaban “algo”, los matemáticos se resistieron a admitirlos como hijos legítimos, hasta que en Euler demostró su enorme utilidad. Se los colocó entonces en la categoría de “ficciones útiles”, categoría de enorme interés, entre otras cosas, porque hablaba por sí misma de la utilidad de las ficciones. Desde entonces, se han mostrado tan “útiles” en aeronáutica, diseño de circuitos, acústica, sismología, ingeniería biomédica, sistemas de generación y distribución de energía, y procesamiento de señales, entre otras muchas áreas, que más que “útiles” merecen el calificativo de “necesarios” o “imprescindibles”. Si algún filósofo del siglo pasado hubiese tenido conocimientos aun remotos de matemáticas, hubiese cargado contra ellos, porque la filosofía vigesimica se caracterizó, precisamente, por su fobia a todas las ficciones necesarias e imprescindibles, por no decir, por su fobia a la ficción en general. Esa fobia, desde luego, no puede atribuirse a quien reconocía como padre, pues Nietzsche no dejó de exigirnos capacidad inventiva. Precisamente su ataque a la verdad no se debió a que pudiera reconocer en ella una “ficción necesaria”, sino a que le parecía poco ficticia, poco imaginativa, poco creativa. Sus herederos, en su nombre, se dedicaron no a inventar o a crear, sino a repetir como papagayos el mantra de que “todo son interpretaciones”. Aún más divertido, “todo son interpretaciones” pasó a formar parte de los eslóganes coreados por quienes ansiaban el calificativo de “progresista”, mientras que la defensa de esa ficción necesaria llamada “verdad” se convirtió en la etiqueta identificadora de cierta escolástica caduca y reaccionaria. Nació así el rebaño de los Übermenschen progres que dominaron la filosofía vigesimica, y que, obviamente, ya no tuvieron inconveniente en tragarse que el lenguaje contiene en sí mismo todo un catálogo de interpretaciones, que las lenguas “son” inconmensurables y que, en definitiva, no hay nada más revolucionario que defender el mantenimiento en su estado prístino de la propia cultura y de las tradiciones, por muy oscurantista que pudiera resultar su origen. Encarnaron, efectivamente, el hombre que Nietzsche previó que llegaría, pero no aquel que venía a reinar en el mundo mediante la transmutación de todos los valores, sino lo que Nietzsche llamaba "el último hombre", un hombre tan débil, tan incapaz de tomar cualquier iniciativa, tan inerme, que sólo tiene fuerzas para parpadear ante lo que le cae encima. Sus parpadeos llenaron las estanterías de elogios a los sofistas, de vítores al relativismo y de cánticos extáticos a los tipos de racionalidad.

   Después vino la posverdad y nuestras pantallas se llenaron de discursos basados en interpretaciones, en defensas de la inconmensurabilidad entre laicismo e islam y en el celo por preservar las buenas tradiciones cristianas. Para entonces, poco parapeto tenían nuestros progres ante la tormenta cuyos vientos ellos mismos habían sembrado. La seca objetividad de los análisis de la posverdad muestran con claridad meridiana la absoluta carencia de cualquier cosa que oponerle. Lisa y llanamente, en el “todo son interpretaciones”, no hay lugar para considerar a una más acertada, verdadera o mejor que otra y quien enarbole una diametralmente contrapuesta a la que nosotros sostenemos siempre podrá encontrar amparo en la inconmensurabilidad de los mundos. Confrontados con las consecuencias últimas de sus palabras, nuestros “progres” montaron entonces en cólera, como ya habían hecho en aquella ocasión en que una ikastola propuso como ejercicio para aprender vasco planificar un secuestro. Sí, parecieron decir, desde luego, habían dicho todo aquello, pero únicamente para medrar, para darle a las editoriales lo que pedían, para que los pares dieran el visto bueno a sus artículos y mantener la apariencia de un cierto saber académico. Pero más allá de lo escrito, más allá de su postureo nietzschiano, más allá de lo que convenía sostener, existía otra cosa, otra cosa, dura como una roca e inamovible como una montaña, a la que ni siquiera podían señalar.

   Donald Trump llegó a la Casa Blanca enarbolando “hechos alternativos”, utilizando interpretaciones delirantes como verdades inconmovibles, cuarteando la política norteamericana con abismos de inconmensurabilidad y leyendo la máxima feyerabeniana del “todo vale” en el artículo 2 de la Constitución. Él también se ha tropezado con la misma roca dura e inamovible, esa roca a la que en otro tiempo se llamó “verdad” y que, como hemos visto, resulta muy fácil encontrar entre números. El cuadrado de un número nunca puede producir una cantidad negativa y eso no depende de interpretaciones, culturas, inconmensurabilidades, lenguajes ni demás zarandajas. Del mismo modo, el número de enfermos y muertos por una enfermedad tampoco tiene muchas apelaciones. Se pueden juzgar alto, se pueden juzgar bajo, se pueden restar de aquí para ponerlos allí, pero, al final, al final de todo, la imprescindible ficción del número de ataúdes vendidos, de cremaciones efectuadas, seguirá señalando como un dedo acusador a todos los políticos ineptos. Y, por supuesto, tenemos el número de votos. Se pueden contar de una manera y se pueden contar de otra, se puede aceptar un voto que tiene una manchita insignificante de bolígrafo o se puede no contarlo, incluso se puede hacer desaparecer de la mesa un par de votos inoportunos que no permiten cuadrar las cuentas a la hora de cerrar un acta, pero, al final de todo el proceso, hay un número, un número ficticio, un número imaginario, pero un número necesario e imprescindible para que la farsa de los votos pueda seguir cimentando una apariencia de democracia. Las interpretaciones, los juicios, los comentarios sobre él, permitirán pasar jornadas de lluvia muy entretenidas, pero se discutirá sobre ese número y no el número mismo. Sin eso, sin esas verdades primeras, sin esos hechos inapelables, sin esas ficciones necesarias e imprescindibles, sin esas invenciones felices, el lenguaje humano pierde pie con la realidad y se convierte en el relato de una alucinación, los autócratas aniquilan cualquier límite a su actuación y la imposición de la barbarie por la fuerza bruta se convierte en inapelable. Y aquí encontramos otra verdad tan eterna como que dos más dos suman cuatro: que eso, amigos míos, no puede llamarse “progresista” en ningún sentido que quiera darse a esa palabra.

domingo, 15 de noviembre de 2020

Consejos de la abuela para pensar creativamente (2 de 2)

   Como dije, si después de pasar veinte años intentando vender humo, comienzan a llamarte las agencias, gobiernos y empresas más poderosas del mundo, resulta comprensible y hasta perdonable, que a uno lo ciegue cierta hýbris. Más criticable parece que la cosa llegue al nivel de proclamarse el profeta de una nueva religión (De Bono, H+ (Plus): A New Religion 2006) y rellene libros y libros con no importa qué. Las primeras páginas de Aprende a pensar por ti mismo, brillan como ejemplo de lo que decimos. Se inician con el patético intento de De Bono por presentarse a sí mismo como la figura encargada de sacar al pensamiento occidental de un error catastrófico. Saldremos de él, gracias al “pensamiento lateral” o, al menos, mediante la autoglosa continuada de su creador. El “error” lo provocó Aristóteles al considerar que el pensamiento debe regirse por categorías en las que las cosas entran o no. Ese principio de exclusión en el que las cosas son o no son (por supuesto De Bono ni se huele que el problema pueda radicar, precisamente, en el "ser"), ha generado la pobreza y miseria del pensamiento occidental, atrapado en un sistema categorial que sólo le ha permitido el desarrollo científico y tecnológico en el que nos hallamos inmersos. Aristóteles debería haber aprendido de De Bono, quien, antes de acusar al estagirita de pensar de modo encasillado, afirma: “Platón era un fascista” (Aprende a pensar por ti mismo, Paidós, Barcelona, 1995, pág. 21). De seguir a nuestro ínclito gurú, deberíamos considerar al concepto de causa una casilla cuya utilización ha tenido la nefasta consecuencia de parir buena parte de nuestras producciones culturales. Por contra, “fascista” ni conforma una casilla ni conduce a ninguna catástrofe cuando se hace caer en ella a alguien que propuso la abolición de la propiedad privada, la prohibición de que los fabricantes influyeran en las decisiones políticas y el gobierno de los sabios. De Bono viene a sumarse así a la gruesa caterva de quienes creen que pensar sin casilleros, abrazar la lógica difusa y reformular el principio de tercio excluso, significa lo mismo que “todo vale” y que si “todo vale”, el “credo quia absurdum” debe convertirse en la profesión de fe de un pensamiento del futuro que se limita a repetir lo más rancio del pasado. 

   De acuerdo con esta “lógica fluida” de De Bono, un pensamiento creativo debe:

   1º) Atravesar las etapas TO (¿Qué quiero hacer?), LO (¿Qué información tengo y necesito?), PO (¿Cómo llego hasta allí?), SO (¿Qué alternativa elijo?) y GO (¿Cómo pongo esto en práctica?) Anotemos, de paso, que, como puede apreciarse sin mucho esfuerzo, tenemos aquí otra vez, cinco de los famosos seis sombreros, ahora sin colores.

   2º) No atravesar sucesivamente estas etapas porque hay que volver a etapa(s) anterior(es) siempre que resulte necesario.

   3º) No volver de una etapa a la anterior indefinidamente porque entonces no se hace nada.

   A estas alturas no puede sorprender que estas tres indicaciones contradictorias figuran en la misma página de Aprende a pensar por ti mismo (pág. 213). Una vez más, si, después de haber seguido estos consejos, no consigue llegar a pensar con claridad en nada (lo cual resulta mucho más que probable), sólo a Ud. cabe atribuirle la culpa, porque como ya sabemos “a muchísima gente le ha funcionado”. Siempre le queda el recurso de acudir a una de las herramientas de la creatividad que él propone.

   Una de las que ensalza con mayor énfasis se llama “provocación” y consiste en desafiar las ideas preestablecidas sobre un determinado problema. ¿Cómo? muy fácil, desafiando las ideas preestablecidas sobre el problema que nos atañe. De Bono no da mayores explicaciones de dónde debemos buscar tales provocaciones, simplemente, deben plantearse. Dicho de un modo resumido, para tener un pensamiento creativo hay que… tener ideas creativas. No obstante, aunque las explicaciones brillan por su ausencia en los escritos de De Bono, abundan los ejemplos o, mejor dicho, abundan las citas del mismo ejemplo: un coche con ruedas cuadradas. Este ejemplo, que a De Bono le sirve para atribuirse la idea del tipo de suspensiones que utilizan los vehículos todoterreno, aparece una y otra vez como ejemplo de “provocación”. ¿Debemos extraer la conclusión de que la solución a mi problema, que consiste en que mi empresa de pintalabios se ha venido abajo con las mascarillas, pasa porque le ponga ruedas cuadradas a mi coche? No, nos dirá De Bono, porque debemos buscar una provocación “pertinente”. 

   Esta misma cuestión, en los mismos términos, se repite una y otra vez con cada método, cada herramienta, cada consejo que De Bono tiene la bondad de compartir con nosotros por el módico precio de sus libros. Tomemos el caso de una “muy potente”: el azar (sic). El “método” consiste en lo siguiente, se escriben seis palabras en una página. A cada una de ellas se le asigna un par de cifras de las que aparecían los relojes con manecillas. Miramos el segundero y elegimos aquella que corresponda a la cifra a la que éste se halla más próximo. Elijamos, por ejemplo avispa, coleóptero, mantis religiosa, ciempiés, libélula y hormiga. Da igual la que salga, ¿de qué modo podré relacionarla con mi negocio de pintalabios? Veamos cómo lo hace De Bono. Tiene que resolver un problema de aparcamiento de coches, le sale la palabra “lentejuela”. El razonamiento transcurre como sigue: 

"Es obvio que nunca se habría seleccionado esta palabra para resolver un problema relacionado con un aparcamiento. Las lentejuelas son útiles cuando hay muchas de ellas. Así que dividamos el aparcamiento en secciones y asignemos una a cada departamento. Dejémosles decidir cómo van a utilizarlas" (Op. cit. 152)

 Supongamos que se trata de evitar que alguien pinte graffitis en una pared. La palabra que surge por azar es “bikini”, luego

“Esto sugiere inmediatamente que si en la pared hay algo atractivo es más probable que la gente no gire la cara. Otra sugerencia es convertir la pared en un lugar para poner carteles. La organización que venda las parcelas para poner carteles se encargará del mantenimiento. Esto podría aplicarse aunque sólo se utilizara una parte de la pared” (Ib. 153).

¿De qué modo, qué deducción lógica, qué proceso mental que pueda seguir todo el mundo, ha conducido desde “lentejuela” a asignar las plazas a los departamentos? ¿y del bikini a una empresa que se encargue del mantenimiento de una pared? ¿Alguien no especialmente dotado para la creatividad podría obtener mediante este procedimiento ideas creativas como estas? Digamos, en nuestro ejemplo, que ha salido “libélula” ¿debo fabricar pintalabios estilizados como el cuerpo de las libélulas? ¿debo regalar mascarillas transparentes, como las alas de las libélulas, con cada barra que compren las clientas manteniendo su precio? Dado que las libélulas suelen merodear por las piscinas, ¿debo fabricar una línea de pintalabios para las bañistas? ¿Todo ello? ¿nada? Una vez más, la respuesta de De Bono nos mostraría la exactitud de las herramientas para la creatividad con que su talento incomparable ha tenido a bien bendecirnos: depende. Debemos elegir la respuesta más “pertinente”, “razonable” o “adecuada” para nuestro caso. En ningún momento se nos explicará cómo debemos entender lo que significa “pertinente”, “razonable”, “adecuado” porque ellos, y no toda la palabrería de De Bono, encierran la clave de lo que puede considerarse “creativo”. Obviamente, para un negocio de pintalabios la solución no puede hallarse ni en la forma de las ruedas de los coches ni en las libélulas, ya que no proporcionan modelos de pensamiento “pertinentes”. Sin embargo, James Clark Maxwell dedujo las ecuaciones que rigen los campos electromagnéticos suponiendo que el espacio lo rellenaban celdas hexagonales elásticas entre las cuales circulaban bolitas, un modelo ni “pertinente”, ni “adecuado”, ni “razonable”. Por tanto, el verdadero reto que afronta cualquier procedimiento que quiera merecer el calificativo de “ciencia de la creatividad” consiste en acotar de un modo tan nítido lo “pertinente”, “adecuado” y “razonable”, que hasta un egresado de la Universidad de Oxford pueda encontrar la solución al problema de que se trate.


domingo, 8 de noviembre de 2020

Consejos de la abuela para pensar creativamente (1 de 2)

   Para quienes nunca se han sentado en el consejo de dirección de una empresa, en la junta directiva de una organización con ánimo de lucro o una reunión de ministros, resulta difícil imaginarse las dinámicas que se esconden tras la toma de decisiones sobre algún tema juzgado estratégicamente importante. En primer lugar hay que tener claro que al sillón que ocupa cada uno no suele llegarse con la edad en la que otra organización del mismo nivel pueda mostrar interés en contratarlo llegado el caso. De allí, por tanto, se sale o envuelto en el éxito hacia arriba o sin esperanza de que alguien abra ninguna puerta a la que se llame. La prioridad ante cualquier decisión consiste, por tanto, en conservar el propio pellejo. Si hablamos de iniciar una nueva línea de productos, de introducir una innovación, de hacer algo no hecho hasta ese momento, pueden producirse dos cauces de desarrollo. El primero consiste en que en dicho órgano de dirección exista un líder o un grupo de dos o tres personas que ejerzan como tal, absolutamente entusiasmados con el proyecto y al que todos los demás van a seguir sin ejercer el menor atisbo de crítica. Si la cosa sale bien, los mayores parabienes les corresponderán a ellos, pero el resto de integrantes del órgano de decisión en su conjunto recibirá también su cuota parte. Por contra, si la cosa sale mal, se puede señalar con el dedo a quienes tomaron la iniciativa y sólo ellos perderán sus asientos. Por tanto, esta situación no resulta problemática. El problema surge cuando, quienes ejercen como líderes, no tienen interés, ganas o convicción para arriesgar sus poltronas o cuando, lisa y llanamente, no existen semejantes líderes. Comienza entonces una interminable cadena de reuniones, cada vez más largas y frecuentes, en las que todo el mundo enarbola un discurso del tipo “sí, pero no”, o como suele decirse en inglés, donde no hay mancos (“on the one hand..., on the other hand…”)  La claridad de cualquier asunto resulta inversamente proporcional al número de reuniones en las que se trata, de modo que, muy pronto, todo parece extremadamente confuso y enrevesado. A nadie se le escapa que el meollo de la cuestión radica en obtener una decisión de consenso, pues si el órgano rector, por unanimidad, adopta una resolución, difícilmente acabarán todos en la calle con independencia de la catástrofe a la que haya conducido la opción elegida. Sin embargo, nadie quiere hacer una propuesta clara que facilite el consenso, pues de lo contrario, él se convertiría en el chivo expiatorio.

   En 1983, el psicólogo Edward de Bono dio forma a la técnica de los seis sombreros. Cada uno de los sombreros consiste en una perspectiva diferente para abordar un problema. Así por “sombrero blanco” se entiende la recogida de toda la información existente sobre el tema a tratar, tanto a favor como en contra de la solución propuesta. El “sombrero rojo” alude a los sentimientos, las corazonadas, las intuiciones que despierta una determinada idea y que deben exponerse de un modo lo más pormenorizado posible pero sin necesidad de justificación alguna. El “sombrero negro” señala la exigencia de ejercer una crítica severa sobre la posible solución. El “sombrero amarillo” indica la necesidad de expresar todas las posibilidades positivas encerradas en la idea en cuestión. El “sombrero verde” introduce la creatividad en el proceso y enlaza con los escritos de De Bono anteriores a los años 80, en los que se insistía sobre el “pensamiento lateral”. Finalmente, el “sombrero azul” denota todos los aspectos formales del proceso, el tiempo durante el cual hay que colocarse cada sombrero, el orden de los mismos y la necesidad de respetar ambos. Debe entenderse que la clave de todo esto no radica ni en el color de los sombreros, ni en lo que se hace con cada uno de ellos, la clave reside en que todos y cada uno de los miembros del órgano rector en cuestión tienen que jugar a lo mismo mientras dura el tiempo en que "tienen puesto” el sombrero en cuestión. De este modo, quien propone una idea, durante el tiempo en que todos “llevan” el sombrero negro, tiene que someter su idea a crítica feroz y, a la inversa, quienes se oponen a ella, durante el tiempo que dura el sombrero amarillo tienen que apreciar las ventajas que comporta semejante idea. Puede entenderse fácilmente que empresas, instituciones y gobiernos de todo el mundo, encontraron en este procedimiento exactamente lo que necesitaban, un modo rápido y sencillo de llegar a soluciones de consenso porque todo el mundo se había opuesto y había defendido la misma idea con la misma fuerza y durante el mismo tiempo. 

   Ciertamente, ninguno de los seis sombreros evitaron el catastrófico lanzamiento de Barbie en China, ni el tortazo comercial de Nintendo con Virtual Boy, ni el desastre de la Crystal Pepsi, ni el ridículo de Apple con su Newton PDA, ni el McDonald's Arch Deluxe, por no hablar de meteduras de pata políticas. Nadie ha escrito sobre las empresas que se hundieron usando el método de los seis sombreros porque los miembros de sus consejos de dirección obtuvieron una salida más que digna antes de que éste se produjera gracias al Prof. De Bono. El bueno de De Bono comenzó a recibir halagos y citas de los cuatro puntos cardinales, los gobiernos acudían a él como a un oráculo, las empresas se lo rifaban para que les ofreciera charlas, cursos y seminarios poniendo sobre la mesa cheques cada vez con más ceros, las academias se rendían a sus pies abrumadas por las cifras de ventas de sus libros y él, que como buen maltés lleva en la sangre hacer negocios con humo, hizo de sí mismo una marca y, claro, la hýbris se le subió a la cabeza. En sus libros los “seis sombreros” ya no aparecen como el jueguecito con el que los altos directivos pueden salvar su pellejo, sino, nada menos, que como     

“una alternativa al razonamiento occidental tradicional” (Aprende a pensar por ti mismo, Paidós, Barcelona, 1995, pág. 49). 

Como todas las técnicas propuestas por De Bono, esta técnica funciona porque él lo dice y si a Ud. no le funciona es su culpa porque 

“hay muchísima gente que ha descubierto que para ellos dan resultado” (El pensamiento creativo, Paidós, Barcelona, 1994 pág. 276). 

Eso sí, de acuerdo con la pauta de los libros de autoayuda, la “muchísima gente” se convierte después en “cierta empresa”, “cierto laboratorio de IBM”, “cierto miembro de un gobierno” y el equipo australiano que ganó la regata de la Copa de América en 1983.

   La inabarcabilidad de las 20.000 páginas publicadas por De Bono presenta la ventaja de que, en realidad, no tiene tanto que decir. Las mismas anécdotas, las mismas preguntas, las mismas soluciones, se repiten una y otra vez ordenadas de otra manera ad nauseam. Todo consiste en ir transmutando los sombreros en otras prendas (Seis pares de zapatos para la acción, 1991, Six Value Medals, 2005), lateralizar el pensamiento lateral (The Use of Lateral Thinking, 1967, Lateral Thinking: Creativity Step by Step, 1970, Lateral Thinking - An Introduction, 2014) y, lo que humorísticamente podemos considerar “el núcleo conceptual del pensamiento de De Bono”, no decir ni sí, ni no, sino todo lo contrario (Beyond Yes and No, 1973, I Am Right, You Are Wrong: From This to the New Renaissance: From Rock Logic to Water Logic, 1968, Water Logic: The Alternative to I am right You are Wrong, 1993). A De Bono, en efecto, se le pueden atribuir muchas faltas, excepto que sea manco. Le sobran manos. De hecho, tiene varias manos izquierdas. Por ejemplo, ante la pregunta de en qué orden deben usarse sus famosos sombreros y durante cuánto tiempo, la respuesta de De Bono emerge con una claridad meridiana: depende. Depende de las circunstancias, del problema, de la persona, del grupo, en definitiva, de si sale bien o mal. Las veces en que salga mal muestran claramente que no se han seguido los pasos descritos en los textos de De Bono y las veces que salga bien sí se han seguido correctamente. Si desea indicaciones más precisas, en cada libro figura una dirección de contacto que le permitirá, tras el pago de una cuota nada módica, inscribirse en un curso de pensamiento lateral donde gustosamente se le proporcionará… la cuenta corriente en la que ingresar su cuota de inscripción en un curso de nivel superior.

domingo, 1 de noviembre de 2020

Modelos.

   En ciencia, se entiende por “modelo” una representación más o menos abstracta, más o menos numérica y más o menos fiel, del sistema que se quiere estudiar. El modelado constituye una etapa clave en el desarrollo de cualquier teoría, primero, porque se exige necesariamente un ir y venir de él hacia la realidad y de vuelta al modelo hasta que ambos tengan un parecido considerado suficiente; segundo porque de acuerdo con los trabajos de Nancy J. Nersessian y otros, en ese proceso de modelado se produce el nacimiento de nuevos conceptos. Difícilmente podrá forjarse una teoría con bases sólidas si el proceso de modelado se conduce erróneamente y, si de nuestra teoría han de derivarse acciones, entonces un modelado incorrecto conduce inevitablemente a una errónea toma de decisiones. 

   Hace unos días, El País, publicó una serie de modelos de cómo se transmite el virus de la Covid-19, en tres entornos. Su referencia última la constituían artículos publicados en prestigiosas revistas científicas. Hago un inciso aquí para aclarar qué significa “prestigiosa revista científica”. El día 8 del presente mes, la revista Science of The Total Environement perteneciente al sacrosanto grupo Elsevier hpublicó “Can Traditional Chinese Medicine provide insights into controlling the COVID-19 pandemic: Serpentinization-induced lithospheric long-wavelength magnetic anomalies in Proterozoic bedrocks in a weakened geomagnetic field mediate the aberrant transformation of biogenic molecules in COVID-19 via magnetic catalysis”, artículo en el que se defiende que los talismanes protegen contra la infección de coronavirus. Y tengan cuidado con reírse porque el autor principal ya ha contestado que las críticas a su artículo se deben a su pertenencia a la minoría afroamericana.

   Volvamos a los modelos de los que se hace eco El País. Comencemos por el último, la transmisión del coronavirus en un aula. Se representa un aula de 54 m2 para 24 alumnos, lo cual indica claramente que se trata de un centro privado porque no hay centro público en España en el que un aula de 54 m2 acoja menos de 35 alumnos. A continuación se nos explica que la situación más peligrosa se produce cuando el paciente 0 se identifica con el profesor porque éste “habla mucho más tiempo, elevando la voz para ser escuchado, lo que multiplica la expulsión de partículas potencialmente contagiosas. En comparación, un posible escolar enfermo habla muy esporádicamente”. Después de dos horas de clase sin ventilación en el aula y sin que nadie llevase mascarilla, doce alumnos habrían resultado contagiados.

   Veamos, en primer lugar, ¿para qué va a “elevar la voz” el profesor si los alumnos sólo hablan “esporádicamente”? En buena lógica, el profesor deberá elevar la voz si hay constantemente alumnos hablando, pues se trata de un aula de 54 m2 con únicamente 24 personas en su auditorio. En segundo lugar, ¿qué clase dura dos horas ininterrumpidas? En tercer lugar, ¿existen en España aulas con puertas y ventanas que cierren tan herméticamente que impidan la circulación del aire? En cuarto lugar, ¿se supone que hay en este país aulas sin ventilación, quiero decir, por definición, insalubres, en las que se encierra a nuestros jóvenes seis horas al día, cinco días a la semana, pretendiendo decirles que se los prepara para un futuro mejor? En definitiva, ¿cuánto de “cercano a la realidad” hay en este modelo?

   Segundo modelo, un bar o un restaurante. Observamos, en primer lugar, cómo se nos compara un “bar de aforo reducido” con “una discoteca cordobesa, con 73 infectados tras una noche de fiesta”. ¿En serio hay algo que permita establecer esa comparación? ¿a qué bar acude el redactor del artículo que la gente se dedica a moverse, sudar y empujarse pese a lo reducido del aforo? Después de cuatro horas, 14 de los 15 clientes de “un bar vietnamita” sin ventilación adecuada se han infectado con un solo paciente 0. Inmediatamente salta la pregunta: ¿cuántas horas tardan los vietnamitas en comer? Hablamos de un local de 55 m2, tiene la mitad del aforo de nuestro aula anterior ¿y el porcentaje de contagiados ha subido del 50% al 93%? ¿cómo? ¿qué supuestos no explicitados hay en semejante modelo? ¿y los camareros? ¿ninguno se infectó? Ahora bien, si los clientes hubiesen usado mascarilla mientras comían, los contagios no hubiesen pasado de 8, ¿a pesar de que hubiesen tardado más tiempo en comer teniendo que subirse la mascarilla después de cada bocado? Nuestro preclaro reportero propone como solución “ventilar adecuadamente” con “buenos equipos de acondicionamiento del aire”. ¿Se nos insinúa ahora como solución el dispositivo que el seis de junio, este mismo diario, identificaba como el causante directo del contagio de 9 pacientes en un restaurante en China?

   Finalmente, tenemos el caso, de una reunión de amigos o familiares en una vivienda. Un salón medio en este país de 20 m2 en el que charlan siete personas (es decir, el máximo aconsejado para las reuniones sociales) sin mascarilla. Después de cuatro horas, cinco de las siete se han contagiado. Nueva sorpresa en cuanto a los números. Los metros cuadrados por persona han caído desde los 3,3 en el restaurante a los 2,8 en la vivienda. Sin embargo, pese a hallarse más próximos unos de otros, también el porcentaje de contagios ha caído, desde el 93% al 71%, ¿por qué? Si, por el contrario, todo el mundo llevase mascarilla, sólo uno se habría librado del contagio y se nos explica “las mascarillas por sí solas no evitan los contagios si la exposición es muy prolongada”. Pues en el restaurante bien que evitaba que seis personas se contagiaran. Eso sí, con ventilación y menor duración sólo una persona se contagiaría, ¿la misma persona que se contagiaba en un aula casi tres veces más grande con las mismas condiciones? 

   El virus, se nos “explica”, no se contagia por “gotículas”, sino por “aerosoles” que “quedan suspendidos en el aire durante horas”. Después de una hora hablando, una persona infectada satura hasta habitaciones de 55 m2. Los aerosoles se condensan (¿pero siguen flotando?) y causan la infección. ¿Qué conclusión podemos sacar de todo esto? ¿Que una carga vírica insignificante basta para infectar a una persona, pero que se necesita una reiterada exposición a ella durante horas porque una carga vírica insignificante no basta para infectar a una persona? ¿Que las mascarillas van a parar esta enfermedad pero que las mascarillas que utilizamos habitualmente no sirven de nada en las situaciones de verdadero riesgo? ¿O quizás que los modelos que se han elaborado hasta ahora carecen todavía de datos fundamentales y hacen suposiciones que los mantienen demasiado alejados de la realidad como para utilizarlos en la toma de decisiones?

domingo, 25 de octubre de 2020

¡Contagiaos pero trabajad!

   Lo bueno de las crisis consiste en que ponen en su sitio a cada cual. Cuando las cosas van bien el capitalismo casi parece amable, existe preocupación por la salud, la cultura y la educación, y cualquier gestor puede pasar la criba de un análisis. Cuando las cosas se tuercen todo queda mucho más claro. Los sondeos vienen enseñándoles esta dura realidad a Donald Naranjito Trump desde hace meses. Mientras tuvo que gobernar un país más o menos estable y colocado por su antecesor en la senda que cualquier economista señalaría como correcta, pudo ir resolviendo los problemas que él mismo creaba sin demasiados contratiempos. Pero, ¡ay! llegó el coronavirus. Lo ha intentado todo contra él, ha avivado el resentimiento racial para aterrorizar a sus más fieles votantes y amarrarlos a su causa, ha sacado las tropas a las calles mostrándose como el protector de quienes más tienen que perder ante una revuelta social, ha acusado a chinos, a sus asesores científicos y a los gobernadores demócratas de haberlo causado todo y hasta ha fingido haber contraído el virus para demostrar que, en realidad, éste no existe, que él tenía razón y que es una gripe, aunque asiática. Negar los hechos, buscar “verdades alternativas”, afirmar que todo son interpretaciones, está muy bien.. hasta que contraes una enfermedad sin cura. Y una enfermedad sin cura amenaza ahora a toda la población mundial. La vergonzosa incapacidad de un gobernante para dar una respuesta, con independencia de su utilidad o coherencia, un plan, unas directrices, un gesto siquiera, de que semejante catástrofe importaba algo a la Casa Blanca, ha sumido a la primera potencia mundial en el caos de 50 modelos de gestión, de contabilización, de detección, de rastreo y de tratamiento de la pandemia ante los ojos atónitos de media humanidad.

   Pero si algo ha dejado en claro esta crisis es que Naranjito Trump apenas si constituye la parte visible de un enorme iceberg. Socialdemócratas, sindicalistas más o menos revolucionarios, “progres” de toda calaña, han venido repitiéndonos hasta la saciedad que teníamos que agradecer a sus luchas del pasado, su genuflexión ante el capitalismo, su olvido de las viejas soflamas marxistas, haber superado condiciones laborales terribles. Gracias a ellos las clases más desfavorecidas habían alcanzado el paraíso del estado del bienestar, la salubridad se había extendido en los lugares de trabajo y había nacido una conciencia generalizada de la necesidad de invertir en la salud entre los trabajadores. Hasta Foucault creyó ver en la extensión de la sanidad un modo de mantener en estado óptimo la fuerza laboral de Europa. Ahora podemos apreciar el alcance de semejantes logros. “Comunistas” como los que según muchos “liberales” gobiernan España no se cansan de repetir que los trabajadores deben acudir a sus puestos de trabajo aunque se contagien, enfermen y mueran. El descontrol absoluto de la pandemia en España sólo podría solucionarse mediante otro confinamiento general durante meses, pero tal confinamiento no se va a llevar a cabo porque es necesario insuflar en las venas productivas del país la cuota parte de sangre obrera habitual. “Contagiaos pero trabajad”, constituye el lema que puede oírse por doquier, desde Washington hasta Pekín. Únicamente ciegos y colaboracionistas continuarán negando que los sistemas de salud universal, que nuestra muy científica medicina, que nuestra farmacología, punta de lanza del progreso obtenible mediante la economía de mercado, sólo constituyen un gigantesco dispositivo de consumo y control por el que existe la decidida voluntad de hacernos pasar a todos, si es que alguien queda aún fuera de él. Cada uno de nosotros debe tomar algo contra todo, contra nada y contra esta enfermedad, la pasemos o no, porque, de lo contrario, temblarían los pilares mismos de la economía. Por eso tenemos que acudir a nuestros puestos de trabajo. No para realizar una labor que, en la mayoría de los casos, cualquier máquina mal montada puede hacer ya, sino para contagiarnos y convertirnos irremisiblemente en masa mórbida de una vez.

   Por supuesto, esta crisis ha denudado también la imagen que muchos países se habían formado de sí mismos. La China que aspira llegar a Marte no es capaz de controlar lo que ocurre en sus mercados de abasto, los EEUU camino de ser grandes de nuevo encabezan las listas de contagios y muertes, la Gran Bretaña a la que sólo le podían aguardar tiempos mejores fuera de la Unión Europea, sucumbe en el marasmo… España, sin embargo, una vez más, es diferente. Lo que llevamos visto en este 2020 sólo puede compararse a lo que este país vivió en 1898. Ni el repugnante espectáculo de madrepatrias arrojándose ciudadanos para que se les pasasen por alto sus corruptelas del 1 de octubre, ni el endeudamiento de todo un país para que un puñado de familias de banqueros no tuvieran que despedir a sus ayudas de cámara de la anterior crisis, ni la bochornosa bronca política empapada con la sangre de los muertos de los atentados del 11 de marzo, ni las orondas barrigas de los jerifaltes franquistas, nada ha habido más denigrante para la imagen que un país puede hacerse de sí mismo que las decisiones políticas que se han ido tomando aquí en los últimos seis meses.

   Cuando era evidente que el modelo de gestión de la crisis sanitaria en febrero y marzo había brillado por su improvisación, ausencia de cálculo y precipitación, se decidió empeorar las cosas. Como la gestión centralizada europea parecía haber obtenido mejores resultados que el caos sanitario norteamericano, se decidió copiarlo. Cataluña había demostrado que entregar competencias a las autonomías sin ponerles límite legal alguno sólo puede conducir al desastre. El PP y Vox, cargaron con ferocidad contra el independentismo cerril. Ahora el virus se ha cebado con la Comunidad de Madrid en la que ha circulado sin control desde el primer día. La señora Ayuso, contra la que no quiero cargar demasiado las tintas porque me enseñaron a ser respetuoso con los enfermos mentales, decidió hacer como su ídolo Naranjito Trump, pillar el virus y mirar para otro lado. Llegó un punto en que el gobierno central pareció amenazar con el artículo 151, mientras el PP y Vox clamaban contra el maltrato de Madrid por parte del gobierno central. “Madrid nos roba” estuvieron a punto de decir los políticos madrileños de derecha. 

   Si todavía quedaba alguien que no hubiese visto en este ignominioso espectáculo, mientras las morgues de los hospitales se saturaban, los barcos de madera de Cavite, le aguardaba lo de esta semana. Los contagios se multiplican cada día que pasa. Nuestros políticos, una vez más a la altura de las circunstancias, han necesitado largas negociaciones, las declaraciones televisadas de una decena de presidentes de autonomía, la aquiescencia de un gobierno catalán que se ha quejado de la necesidad de actuar de acuerdo con los demás integrantes del mercado que tienen sus productos y la apelación al estado de alarma… para cerrar los bares más temprano. Exactamente, ¿qué estudio científico demuestra que la escalada de contagios se debe a lo que ocurre a partir de las diez de la noche en bares y restaurantes? A la inversa, si los bares y restaurantes se han convertido en centros de contagio, ¿por qué no clausurarlos? Y las mascarillas, ¿no iban a parar esta enfermedad o sólo sirven en el trabajo? Porque, dado el número de muertos habidos y por haber, la otra opción, la de que estemos hablando de la típica solución política que consiste en aparentar que se hace algo sin cambiar nada, conllevaría responsabilidad criminal. 

domingo, 18 de octubre de 2020

Inventando la ciencia (2 de 2)

   Dede luego, pueden encontrarse en Leibniz textos en los que critica con dureza la alquimia y sus pretendidos conocimientos, pero esas críticas resultan indisolubles de sus propios estudios alquímicos y de su correspondencia con los más notables versados en tan antigua disciplina. Más que de un rechazo de la alquimia como tal, hay en Leibniz un rechazo de determinados estudios alquímicos muy cercanos al puro engaño y, por tanto, la decidida voluntad de convertirla en un cuerpo de conocimientos fiables, aprovechando lo mejor de la misma. No debe sorprendernos, pues, que se dirigiera a Homberg en 1711, pidiéndole que publicara sus resultados sobre la transmutación del plomo en oro. Quiero decir, Leibniz le escribió a “un” Homberg, el Homberg dedicado a la búsqueda de la piedra filosofal. También existió “otro” Homberg, el Homberg en el que los químicos se reconocen como uno de los primeros que puso los cimientos de su disciplina. Este segundo Homberg dirigió la sección química de la Académie Royale des Sciences de París entre 1695 y 1715, favoreciendo enormemente la creación de laboratorios de “química mecánica”. El primero de estos Hombergs se hallaba extremadamente próximo al que en su tiempo se consideró el polo de atracción de todo el hermetismo francés: el duque de Orléans. En los laboratorios privados de éste, según la madre de Felipe I, ambos fabricaron oro. Sin duda, el antecesor de Homberg en la Académie y padre fundador de los laboratorios de química en la misma, Samuel Cottereau Duclos, hubiese sentido envidia de escuchar semejantes noticias, pues a esta búsqueda se dedicó durante toda su estancia en la muy científica academia como cabeza visible de la “química oficial”, quiero decir, “mecánica”. Esta situación, de científicos con doble personalidad se prolongó durante mucho tiempo en el caso de la química. 

   En Alemania, se buscaba oro en el plomo todavía en 1750, algo que ha solido excusarse apelando a la inexistencia de un poder centralizado que permitiera poner orden científico en el proceloso mundo de las retortas. Pero en Suecia existía un remedo de la Académie francesa desde 1739. Entre quienes la impulsaron se encontraban el conde Gustav Bonde, una de las figuras prominentes de la política de aquella época que ya en 1730, como rector de la Universidad de Uppsala, había propuesto la creación de un laboratorio químico. Bonde favoreció como ningún otro la implantación de una química “mecánica” que en apenas dos generaciones eliminaría cualquier práctica alquímica de las instituciones oficiales. Pero ni Bonde ni sus inmediatos sucesores pertenecieron a esa generación. De hecho, hablamos de uno de los más afamados alquimistas y estudiosos del hermetismo de Suecia. A su muerte en 1766, cuando Daniel Tilas, director de la Junta General de Minas, tuvo que hacer su panegírico ante una Academia Sueca de las Ciencias, ya repleta de químicos que aborrecían las oscuras superficies por entre las cuales surgió su disciplina, hizo uso precisamente del modelo de Mandeville que ya hemos citado: a Bonde le adornaron todo tipo de virtudes en su vida pública, lo que hiciera en las profundidades de sus aposentos no le incumbía a nadie. Dada la dimensión del personaje, todo el mundo tomó la argucia de Tilas por un acierto y se llegó al acuerdo de no escarbar más allá, siguiendo una línea marcada por Fontenelle en Francia más de cuarenta años y que podía remontarse al mismo acto fundacional de la Académie francesa. Jean-Baptiste Colbert prohibió expresamente dos frutos a quienes, a partir de entonces, encarnarían de cara al público lo que se iba a considerar de modo oficial la “ciencia”: la transmutación de los metales y la astrología. Con extraordinario acierto, Lawrence M. Principe (2008, 24) nos previene sobre lo obvio que pueda parecernos semejante advertencia. Nosotros vemos en la prohibición de estos fines el modo cierto de separar la “ciencia” verdadera de la “pseudociencia”. En Colbert habría, pues, la voluntad explícita de atenerse a los hechos y olvidar las consideraciones metafísicas y morales implícitas en toda alquimia. En realidad, aceptando tal idea, nos limitamos a interpretar sus palabras. En 1666, la química no tenía más “hechos” que los hechos alquímicos, más datos “científicos” que los derivados de los escritos de "Hermes Trismegisto", ni más procedimiento que los seguidos durante siglos por una pléyade de aficionados incapaces de articular el más mínimo protocolo o estándar. Colbert y este constituye el punto al que queríamos llegar, no defiende la ciencia, la hace nacer. Defiende, en realidad, unos poderes establecidos que entendían sus umbrales de posibilidad en términos de simbolismo, exactamente los mismos símbolos en los que se habían demostrado duchos Dee, Cardano, Hombeg, Duclos y Bonge, los símbolos de los que quería apropiarse en exclusiva. La prohibición de investigar la transmutación de los metales y la astrología significa arrebatar a los “científicos” los dos terrenos en los que de un modo más inmediato podían intervenir a favor o en contra de los poderes establecidos. Se pretendía, en definitiva, forjar una ciencia inarme a partir de lo que hasta ese momento había constituido un saber nómada y selvático. 

   Quienes hablan de la ciencia como algo libre de prejuicios metafísicos o morales, aún más, quienes cifran en esa libertad el secreto de su triunfo, se limitan a repetir las consignas de Colbert y de los sucesivos gobiernos nacionales para traer a capítulo a academias siempre predispuestas a obviar los límites marcados en sus actas fundacionales. El poder y, particularmente, los poderes políticos, tratan desde el siglo XVII de construir una ciencia a imagen y semejanza de la política creada por Maquiavelo. El éxito de semejante empresa, sin embargo, sigue lejos de poderse considerar asegurado. Tal vez una ciencia libre de metafísica, de moral y hasta de consideraciones políticas, podría avanzar más rápido o, tal vez, más lento. En cualquier caso, carecería del menor poder vocacional. No hay científico de mediano prestigio que haya llegado a enredarse en fórmulas sin responder previamente a la cuestión metafísica de qué debe considerarse un hecho y a la cuestión moral de a qué tipo de explicación de los hechos debe entregar lo mejor de su vida. No obstante, que los filósofos del siglo pasado aceptaran como rasgo descriptivo de la ciencia el discurso emanado del poder, que hayan interpretado los escritos del pasado como obras de casos clínicos de personalidad múltiple, que se empeñen por ver mitades de realidad para no extraer la conclusión de que magia, ciencia, matemáticas, filosofía, metafísica, moral y aún política, formaron parte de un mismo impulso, de una misma corriente que vivificó todas las formas de saber que han llegado hasta nosotros, el que, a la inversa, se hayan empeñado en defender la interesada miseria de que sólo puede haber metafísica y moral en los libros de filosofía, todo eso, demuestra que a este discurso oficial ya no le queda mucho para imponerse.



   REFERENCIAS

   Lawrence M. Principe, “Transmuting Chymistry into Chemistry: Eighteenth-Century Chrysopoeia and Its Repudiation”, y Hjalmar Fors, “Speaking About the Other Ones: Swedish Chemists on Alchemy, c. 1730-70”, en José Ramón Bertomeu-Sánchez, Duncan Thorburn Burns y Brigitte Van Tiggelen (Editors), Neighbours and Territories, the Evolving Identity of Chemistry. Proceedings of the 6th International Conference on the History of Chemistry, Mémosciences, Louvain-la-neuve, 2008, págs. 21-35 y 283-91 respectivamente.