domingo, 29 de marzo de 2020

Chomsky (2 de 2)

   Que alguien se lleve 50 años perfilando una teoría y continúe sin responder a los problemas originales que dieron lugar a dicho perfilamiento, puede formar parte de muchos intentos teóricos notables. Que después de tantas idas y venidas el número de aciertos reconocibles por la comunidad de sus pares continúe listado en los escritos seminales, puede constituir la maldición de algunos niños prodigio. Que a estas alturas nadie tenga demasiado claro qué queda de la gramática generativa en la mente de su padre fundador, puede resultar algo más confuso. Pero que, conforme los logros en su disciplina hayan resultado menos evidentes, esa figura se haya ido agrandando por sus posicionamientos políticos, dice bastante poco acerca de la credibilidad de la figura de la que hablamos. Sin embargo, Chomsky constituye a este respecto un paradigma. A estas alturas, sus escritos sobre lingüística y  psicología cognitiva, palidecen frente a su producción dedicada a las críticas del imperialismo norteamericano y la defensa de cualquier cosa que pueda considerar “de izquierdas”, con independencia de su procedencia. De la misma mente que brotó la aplicación al lenguaje de los formalismos recursivos, salieron afirmaciones como que el comunismo conduciría a Vietnam a la democracia y el progreso, que el Vietcong constituía un movimiento popular sin vínculos con el régimen de Vietnam del Norte o que dicho país no recibía apoyo de China ni de la URSS.
   Chomsky, en efecto, cobrando de un MIT volcado en el perfeccionamiento de la maquinaria bélica de los EEUU de cara a Vietnam, inició su activismo político con las movilizaciones contra aquella guerra. Como buen intelectual acomodado, se declara partidario del anarcosindicalismo, pese a que sólo tiene contacto con los obreros cuando alguno tiene que acudir a reparar su váter. Frente al supuesto rigor cientificista de sus planteamientos lingüísticos, sus escritos políticos se mantienen al nivel del panfleto, desmenuzando y ensalzando a unos y otros más al ritmo de sus pulsiones que de algo que pueda considerarse una propuesta teórica concreta. De este modo, Obama se convierte en un “homicida global” que ha desarrollado la mayor campaña terrorista que ha existido jamás. Sin embargo a Stalin, que en sus escritos de 1905-7 ya demostraba su animadversión por los anarquistas y que resulta fácil imaginar qué tipo de sindicalismo defendía, lo considera Chomsky el padre de un régimen económico al que imitar. Estas simpatía no la extiende a Lenin ni Trotsky, a los que, pese a compartir con Stalin sus deseos de laminar el anarquismo, los ha llamado reiteradamente “los peores enemigos del socialismo”. Pero todo esto palidece comparado con el asunto Pol Pot.
   En 1977, Chomsky y  Edward S. Herman publicaron un artículo en el que criticaban duramente los testimonios que habían comenzado a aparecer sobre las atrocidades del régimen de los jemeres rojos en Camboya. Del mismo modo que recomendaría a quienes hablen de la grandeza de la fenomenología que comiencen por leer el escrito de Husserl La tierra no se mueve, a cualquiera que utilice a Chomsky como soporte para sus afirmaciones políticas le recomendaría que empezara por leer este texto. La idea de Chomsky y Heman resulta enfermizamente simple: dado que EEUU intervino criminalmente en Vietnam, cualquier experimento social que llevaran a cabo sus enemigos en ese entorno geopolítico resulta defendible. A partir de aquí, quienes argumentasen acerca de la barbarie de los jemeres rojos o mentían o cobraban de los servicios secretos norteamericanos, aunque se tratase de refugiados camboyanos que escaparon de los campos de “reeducación” tras perder en ellos a familiares y amigos. A Heman se la ha oído alguna vez balbucir una cierta excusa en el sentido de que se trataba de un análisis llevado a cabo con la información que había en la época (quiere decir, con la información que les dio la gana admitir), Chomsky jamás ha llegado tan lejos.
   Sólo hay dos constantes en los escritos chomskyanos acerca de política. Una, su crítica feroz y sistemática de todas las intervenciones de los EEUU en cualquier parte del mundo, más por el hecho de que se trate de los EEUU que por la naturaleza o los resultados de dicha intervención. La otra, relacionar todo cuanto ocurre con la utilización del mercado libre como una herramienta norteamericana para gobernar el mundo, incluyendo la creación de la OTAN, la globalización y, su última perla, el virus de Wuhan. A estas alturas puede entenderse la idolatría que sienten hacia Chomsky "progres" incapaces de adentrarse en sus propuestas lingüísticas. La renuencia de los lingüistas a matar a un padre que lleva décadas pareciendo chocho, como hicieron los psicólogos con Freud, resulta, sin embargo, un poco más sorprendente. 

domingo, 22 de marzo de 2020

Chomsky (1 de 2).

   En 1957, un jovenzuelo llamado Avram Noam Chomsky, publicó Estructuras sintácticas, un apresurado resumen de su tesis doctoral, poniendo patas arriba el campo de la lingüística. Frente al conductismo imperante, Chomsky proponía que en el aprendizaje de la lengua materna intervienen una serie de mecanismos innatos que permitirían adquirir competencias lingüísticas a una velocidad que ningún conductista podía explicar. Pero Chomsky también se opuso al estructuralismo europeo, señalando la necesidad de contar con la creatividad del sujeto hablante para entender cómo surge el significado. En esta primera fase, la teoría de Chomsky acertaba a elaborar una dicotomía destinada al éxito obtenido por muchas otras tales como infra y superestructura o paradigma y anomalía, la distinción entre estructura profunda y estructura superficial. Si decimos, por ejemplo, “Juan le ha puesto los cuernos a Pepita y ella se ha enterado”, “Pepita ha descubierto que Juan la engaña” y “Juan es un adúltero y su esposa lo sabe”, suponiendo que la esposa de Juan se llame Pepita, tenemos tres enunciados con una misma estructura profunda y diferentes estructuras superficiales. Hasta aquí, todo muy fácil, muy intuitivo y muy simple. El problema, como siempre, aparece si uno comienza a escarbar en los detalles. Para empezar, ¿a qué se le puede llamar “la misma estructura profunda”? Dado que no resulta observable, la estructura profunda se convierte en un constructo, constructo en el que todos podemos coincidir a la hora de caracterizarla, pero, del hecho de que todos coincidamos en describir esa estructura profunda no se deduce ni que esa estructura profunda exista, ni que esa estructura profunda constituya la única posible, ni que tengamos algún modo de dilucidar cuál de las estructuras profundas imaginables resulta la correcta. Todavía peor, aunque Chomsky nunca dejó de señalar al sujeto que profiere un enunciado como el detentador último de lo que dicho enunciado significa (y a ello dedicó largos estudios sobre las ambigüedades lingüísticas), queda la nada despreciable tarea de establecer en qué consiste la creatividad de dicho sujeto si, como también afirma Chomsky, se limita a utilizar reglas inexorables.
   A matizar su teoría hasta encontrar una solución precisa a dichos problemas ha dedicado Chomsky el resto de su vida. Se puede discutir largamente acerca del éxito de semejante empresa, pero resulta difícil mostrar desacuerdo en que las sucesivas matizaciones, más que un afinamiento de las ideas iniciales para dotarlas de rigor y precisión, han mostrado un movimiento de ida y vuelta sobre determinadas cuestiones, contribuyendo a hacerlo todo más confuso. A partir de 1965, por ejemplo, Chomsky introdujo lo que se llama la teoría de la “X-barra” que, para decirlo de un modo rápido, descompone los sistemas categoriales en árboles de decisión cada uno de cuyos ramales añade una mayor determinación a los anteriores. Presentado como un gran progreso y adoptado incluso por desarrollos ajenos a la gramática generativa, desde 1973 se le introdujeron sucesivas limitaciones hasta que el propio Chomsky la abandonó en su programa minimalista de 1995. Este programa minimalista, de hecho, suponía una reelaboración crítica de su teoría de revisión y ligamento que, a su vez, suponía una reelaboración crítica de la gramática transformacional. De este modo, Chomsky, que irrumpió cual profeta, prometiendo rigor, cientificidad y casi matematización en el siempre confuso terreno de la lingüística, ha ido dejando un rastro de herejías cada vez más proclives a la guerra santa en algo que se parece ya a una sucesión interminable de trincheras y campos minados. Y, entre tantas vueltas y requiebros, las cuestiones originales, a saber, la de cuánta creatividad añade el sujeto y la de qué leyes inmutables y comunes, comparables con las leyes perceptivas de la Gestalt, hay en el lenguaje, permanecen sin responder. 
   Pese a ello, nadie puede negar la influencia de Chomsky. Más que darle la razón el tiempo puede decirse que los tiempos se han vuelto a su favor. El innantismo, tan enquencle a principios de los 60 del siglo pasado, ha ido ganando vigor, casualmente, de modo paralelo al desmadramiento de la industria farmacéutica. Que haya algo innato en el lenguaje ha alentado la búsqueda de un gen encargado precisamente de él y su promesa cientificista no sólo arrebató a los lingüistas, sino que a ella intentaron subirse desde los psicólogos cognitivos hasta los fundadores de la Programación Neurolingüística, como ya conté aquí hace algún tiempo. Chomsky, además, ha empleado sin pudor, modelos cuya apariencia formal les da cierto carácter esotérico en un campo donde la masa la constituyen gente de formación humanística a los que una variable les produce un mareo asemejable al éxtasis. Los que se inician en el generativismo lingüístico, por tanto, se dotan de un lenguaje que sólo ellos parecen entender y que el resto prefiere no discutir para no confesar que no entienden nada, mientras piensan para sus adentros que se hallan ante un ejemplo palmario de cómo alguien puede forjarse una carrera exitosa cogiendo enormes puñados de aire.

domingo, 15 de marzo de 2020

El papel higiénico, ese desconocido.

   El filósofo alemán Martin Heidegger llamaba a los útiles que nos rodean cotidianamente, los entes-a-la-mano. El ser-a-la-mano se convertía así en un existenciario habitual de cada uno de nosotros. En estos entes-a-la-mano sólo reparamos cuando no se hallan ahí, a-la-mano. Como hemos comprobado esta semana, también en esto se equivocaba Heidegger, pues hemos podido ver, un ente que todos tenemos a-la-mano, que no le falta a nadie y que no ha dejado en ningún momento de ser-ahí, convertido en el gran protagonista: el papel higiénico.
   El papel higiénico debería constituir uno de los ejes centrales de esa disciplina llamada escatología, que designa tanto la parte de la teología que trata del destino último del ser humano y del universo, como la parte del saber dedicada a los excrementos. En él, efectivamente, han quedado depositados los más decantados productos de nuestro cerebro y de nuestro intestino, ambos órganos controlados por neuronas. De hecho, durante muchísimo tiempo, el mismo papel que servía para acoger a unos terminaba acogiendo a otros, muestra de un saber confuso y no manifiesto acerca de su origen común. Los chinos, que inventaron el papel para dejar constancia de los conocimientos de sus sabios, utilizaron aquellos pliegos para eliminar de sus traseros cualquier constancia de haber ido a reservados. Aunque muy pronto en China se desarrolló una especialización, con diseño propio para cada uso, la comodidad que proporcionaban las hojas de los libros para el entretenimiento y la limpieza en el mismo lugar, hizo que semejante costumbre tardase mucho en desaparecer. En el siglo XVIII, sin embargo, comenzó una nueva era, la era de la información, en la que los periódicos se extendieron hasta el punto de invadir los sitios en los que se hacían cosas de las que no debía informarse.
   Joseph Gayetty introdujo hacia 1857 en EEUU un producto, destinado exclusivamente a la limpieza, aromatizado con aloe vera y que se vendía como “papel medicinal”, pues, “aliviaba las hemorroides”. Además, la campaña comercial de este “papel medicinal”, advertía de los peligros de envenenamiento asociados al uso de papel con tinta impresa. No obstante, la mayor parte de los usuarios no entendieron muy bien qué sentido tenía pagar por dos tipos de papel diferente, cuando los libros viejos, las ediciones baratas, los periódicos y, últimamente, los folletos publicitarios, suplían con creces todas las necesidades que pudiera haber en un hogar. Y aquí es donde intervienen en esta historia los hermanos Clarence e Irvin Scott. Frente a las hojas de Gayetty, los Scott crearon el rollo de papel higiénico, además dirigieron sus esfuerzos hacia un sector muy concreto, hoteles y hospitales de alcurnia que buscaban algo especial que ofrecer incluso en sus rincones más íntimos. Para sortear el rechazo victoriano a hablar de ciertas cosas, evitaron asociar su nombre al papel, lo envasaron sin alusión alguna a su uso y utilizaron una pudorosa señorita como imagen de marca. El truco les salió bien, su papel higiénico comenzó a considerarse un signo de distinción social y todos los que aspiraban a ser “clase media”, hicieron lo posible por sostener el gasto que significaba utilizar rollos propensos a acabarse en el momento más inoportuno. La Gran Depresión, que para muchas empresas supuso el fin, vino, sin embargo a favorecer el proyecto de los hermanos Scott pues, por esa fecha, los incipientes departamentos de marketing de muchas empresas decidieron imprimir sus catálogos en el más glamuroso papel satinado, lo cual estuvo a punto de provocar manifestaciones de protesta. 
   En España se hizo popular, también sin marca, sin indicación de cómo usarlo y sin otro logo que un elefante rojo. Así fue como comenzó su expansión por nuestro país en los años 50 del siglo pasado. Hasta entonces, personas como mi abuelo materno, usaban periódicos, folletos o, un poco como castigo, décimos de lotería no premiados. En todo caso, si la histeria colectiva le ha dejado sin papel higiénico, siempre podrá volver a nuestros orígenes y limpiarse con hojas de lechuga, mucho más ecológicas y refrescantes… Por cierto, ahora que lo he dicho, voy a comprar antes de que se agoten.

domingo, 8 de marzo de 2020

Mal empezamos (2 de 2)

   Un medio tan poco refractario al gobierno como El País, publicó que Asuntos Exteriores temía desde el verano la visita de la vicepresidenta de Venezuela Delcy Rodríguez. ¿No se pudo impedir? ¿tanto poder tiene en este país? ¿y la Sra. Ministra de Exteriores no pudo armonizar sus horas de peluquería con la visita de la Sra. Rodríguez pese a saberlo con tanta antelación? Con ese carácter previsto del vuelo encaja que el “casual” encuentro del Sr. Ábalos con la vicepresidenta Venezolana consistió, en realidad, en una larga velada en dos actos que duró hora y media en el avión en la que aquella viajaba y un tiempo no determinado en la sala VIP de la compañía aérea fletada por el vierno venezolano en Barajas. Naturalmente los policías presentes en el encuentro no le pidieron a la Sra. Rodríguez que se identificara, como resulta preceptivo, para no certificar su estancia en territorio que le había sido prohibido. Tras la despedida del Sr. Ministro, la vicepresidenta venezolana durmió plácidamente en una habitación de la mencionada sala VIP. Sobre medio día de la fecha siguiente, vicepresidenta y avión que la había llevado hasta Madrid siguieron caminos diferentes. El segundo hacia Turquía, la  vicepresidenta hacia Doha. Este periplo parece compatible con el hecho de que la Sra. Rodríguez traía una misión específica que cumplir en Madrid, misión que la unía al vuelo hasta la capital de nuestro país y que, después, el avión podía continuar su curso porque seguía un cauce ya establecido que no requería su presencia en él.
   Medios de comunicación que citan fuentes del aeropuerto de Barajas afirman que, con la Sra. Rodríguez, bajaron del aparato 40 maletas de equipaje, que un vehículo de la embajada esperaba para recogerlos y que, dada su naturaleza diplomática, abandonó la terminal sin que nadie registrase el contenido de las maletas mientras el Sr. Ministro departía alegremente con la vicepresidenta. Malas lenguas aseguran que las delegaciones diplomáticas de Venezuela están atravesando momentos complicados, que tienen dificultad para pagar a sus trabajadores y que la de Madrid, por ejemplo, casi se ha enfrentado a un motín cuando, pese a ello, se ha dedicado a contratar como asesores a miembros de cierto partido morado a los que sí que ha pagado puntualmente. Dichas malas lenguas aseveran que miembros del muy bolivariano gobierno de Venezuela están fundiendo el oro de las reservas nacionales en Turquía. Lo hacen para eliminar el número identificatorio de los lingotes y, de esta manera, poder venderlos sin que nadie conozca su procedencia. Este tránsito, obviamente, no se realiza a bordo de aviones oficiales, sino de vuelos privados como el que trajo a la Sra. Rodríguez y, habitualmente, acompañados con personas muy cercanas al Sr. Maduro a bordo. Hay quien llega a afirmar que en dichos vuelos no sólo se transporta oro, sino también divisas. No cabe duda de que un gobierno que tan ferozmente defiende a los humildes contra los embates del imperialismo capitalista pagará bien a sus trabajadores. No obstante, cuarenta maletas parecen muchas maletas para pagar atrasos de los empleados. 
   Desde el incidente del Sr. Ábalos en Barajas, se ha podido observar un curioso giro en la política exterior de nuestro país. Para empezar, nos hemos desenganchado del eje franco-alemán de la UE, que tanto dinamismo promete ahora que se han ido los británicos, para alinearnos no se sabe muy bien con quién ni para qué. Y tal desenganche se ha producido justamente antes de negociar la redistribución del actual presupuesto, negociación en la que tanto tenemos que perder. Por otra parte, Pedro “el renacido” ha degradado al hasta hace muy poco legítimo presidente autoproclamado de Venezuela, Juan Guaidó, a la categoría de “líder de la oposición”. Obviamente, no voy a decir que este giro se ha producido como consecuencia de esas cuarenta maletas que se bajaron del avión de la Sra. Rodríguez. No voy a decir que habrá muy pronto un vicepresidente del país que cancelará su hipoteca. No voy a decir que el Sr. Ábalos negoció durante hora y media el giro de las posturas en política exterior del partido que él organiza a cambio de algunas de esas maletas y que después se quedó en la zona VIP de cierta compañía aérea hasta que le confirmaron que las maletas no contenían recortes de periódico. No voy a decir que hay quien está vendiendo las políticas de Estado al mejor postor y que lo que se obtiene por esas ventas va a las cuentas de altos cargos del gobierno. Ni se me ocurriría decir semejantes cosas. Pero, por amor de Dios, ¿hay alguien que me pueda dar un motivo, uno solo, para no pensarlo?

domingo, 1 de marzo de 2020

Mal empezamos (1 de 2)

   Es norma de cortesía en política no comenzar las labores de acoso y derribo contra un gobierno hasta transcurridos, al menos, cien días desde su constitución. Esta norma suele respetarse, con mayor o menor rigor, dependiendo de las circunstancias. De modo general, se sigue si el principal partido de la oposición ha perdido las elecciones y, desde luego, no por cortesía, sino porque suele ser el tiempo que tarda en depurar responsabilidades por la derrota y tener nuevas caras que asuman el discurso crítico. Por contra, si el partido que no ha conseguido gobernar se halla cerca de hacerlo o si, como es el caso, el partido en el gobierno lo ha logrado por una coalición en el alambre, rara vez suele esperarse tanto tiempo. En ocasiones, como le ocurrió a Churchill, la propia toma del poder corre paralela a un desastre y, apenas sin tiempo para sentarse en la poltrona, tiene que afrontar una tragedia como la de Dunkerque. Cosa muy parecida le ha ocurrido a Pedro “el renacido”.
   El 8 de enero de este venturoso 2020 Pedro y Pablo formaban un gobierno al que muchos conocen como el gobierno Picapiedra, pues la popular serie de dibujos animados de los años 60 The Flintstones, la protagonizaban en España dos cavernícolas con dichos nombres. Once días después, ya tenía en Barajas su particular Dunkerque. Aterrizaba allí un avión fletado por el gobierno de Venezuela en escala técnica hacia Turquía. Lo esperaba a pie de pista el Ministro de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, D. José Luis Ábalos. La primera versión oficial señalaba que su presencia se debía a que en el avión viajaba el Ministro de Turismo venezolano, Félix Plasencia. Tras unas revelaciones periodísticas, el Sr. Ábalos admitió que también se hallaba a bordo la vicepresidenta de Venezuela, Dña. Delcy Rodríguez a la que la Unión Europea ha prohibido, junto a otros miembros del gobierno venezolano, pisar suelo europeo bajo amenaza de detención. Según esta nueva versión oficial, el encuentro revistió un carácter “casual” y el Sr. Ábalos, sorprendido por el hecho, se limitó a saludarla brevemente sin que la Sra. Rodríguez llegara a pisar suelo europeo, dado que no se bajó del avión. En una tercera versión oficial, la mantenida días después en el Congreso de los Diputados, se señalaba que el Sr. Ábalos, héroe de la Patria, había realizado una delicadísima tarea diplomática en la que, sin desagraviar al gobierno de un país en el que numerosas empresas españolas tienen presencia, había evitado el incumplimiento del mandato europeo. A falta de una medalla al mérito civil, la bancada Picapiedra brindó un sonoro aplauso a un modesto Sr. Ábalos que se declaró dispuesto a cualquier otro sacrificio que la nación le reclame.
   Apañados vamos si este gobierno necesita tres intentos para conseguir algo así como la versión que defendió en sesión parlamentaria. Experta en temas de comercio y ejerciendo un cargo relacionado en el área de las políticas exteriores tenemos a la Sra. González Laya, a la sazón Ministra de Asuntos Exteriores. ¿No confía el Sr. Sánchez en ella o es que tenía hora en la peluquería? Y si el Sr. Ábalos posee cualidades que no posee la Sra. González, ¿qué hace en un ministerio tan gris como el de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana? Por otra parte este gobierno cuenta con vicepresidencias suficientes como para afrontar tareas delicadas con personajes de su mismo rango, así que no hay más remedio que concluir que esta tarea no se le encargó al Sr. Ábalos en tanto que Ministro de este gobierno, que lo es, sino en tanto que número dos del PSOE, algo que también es. Da la impresión, pues, que al avión en el que no debía estar él ni la persona con la que se entrevistó, no lo condujo un asunto de Estado, sino de partido. Semejante impresión resulta la única conclusión imaginable si tenemos en cuenta que el Sr. Ministro no acudió al aeropuerto en ningún vehículo del ministerio, sino en el coche privado de uno de sus asesores. Pero esta conclusión, como digo inevitable, conduce a otra pregunta igualmente inevitable: ¿qué cuestión de partido podrían tener que dilucidar el Secretario de Organización del PSOE y la vicepresidenta de Venezuela?