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domingo, 23 de noviembre de 2014

Personal branding (1)

   Acabo de leer un libro(1) escrito por
“un grupo de amigos de las ideas. Son, somos, un grupo de personas convencidas de una idea, a saber, que una sociedad mejor sólo es posible gracias a la suma de mejores personas. Personas que gestionan eficaz e inteligentemente su propia identidad para construir un mundo mejor” (pág. 177). 
Se trata de un libro financiado con dinero público, en concreto de la Comunidad de Madrid, bajo el sello de “Madrid Excelence” y que el propio Consejero de Economía y Hacienda, el señor Beteta, se permitió prologar hace tres años. Su tema es el personal branding. Hace ya un cuarto de siglo, Charles Hardy creó el concepto de organizaciones en trébol. Según Hardy, las empresas que quisieran adaptarse a los tiempos modernos debían abandonar la idea de que fuesen eso, una empresa y deslabazar sus habilidades en tres compartimentos estancos. Por una lado, un pequeño núcleo de empleados vinculados a la firma matriz por contratos blindados y que se ocupasen de las tareas más cercanas al núcleo mismo de la organización. Dicho en plata, por una lado tendríamos los que se encargan de firmar las cartas. Por otro lado estarían los profesionales altamente especializados, de gran capacidad creativa y vinculados a la empresa por contratos puntuales, pues su empleo sería a tiempo parcial, únicamente para idear y desarrollar productos concretos. Finalmente, existiría una masa de subcontratados en pésimas condiciones laborales y peor pagados, que se encargarían de “las tareas repetitivas”, es decir, de fabricar lo que otros van a vender.
   Al bueno de Hardy nadie le explicó que los tréboles son considerados malas hierbas por los campesinos y que hacen cuanto pueden por erradicarlos. De hecho, su invento causó furor entre tantos otros que lo ignoraban todo acerca del cultivo personal, profesional o de pimientos. Desaparecida la empresa, era necesario deshacerse del concepto de carrera profesional. Lo mejor que podemos conseguir laboralmente es una sucesión interminable de contratos puntuales que nos proporcionarán un exiguo porcentaje de nuestros ingresos anuales a cambio de entregarles todo el entusiasmo imaginable en un ser humano. Desde luego, no se nos dijo que semejante visión de las organizaciones virtuales conllevaba tirar por la borda la noción de que, como denota el término “empresa”, todos los embarcados en ella deben tener un objetivo común. El sentido último de las decisiones, que los seres humanos tanto necesitamos tener presente, dejaba así paso a una estandarización imprescindible y laminadora de cualquier atisbo de creatividad. Tampoco se nos mencionó el hecho de que hace décadas que los estudios empíricos comenzaron a demostrar que la falta de compromiso de los empleadores con sus trabajadores es sistemáticamente devuelta por éstos con una disminución de su eficacia y/o rendimiento. ¿Por qué habrían de poner todo su ingenio y entusiasmo al servicio de un proyecto por el que no pagan lo necesario para llegar a fin de mes los trabajadores a tiempo parcial? Pues por el personal branding. Cada uno de nosotros debemos convertirnos en autónomos, en emprendedores, en explotadores de una microempresa cuyo único activo seremos nosotros mismos. Se trata, pues, de posicionar nuestro nombre, de hacer que nuestras capacidades nos diferencien del resto, de construir una marca identificable en el mar inmenso de profesionales que se ocupan de lo mismo que nosotros. Y aquí comienza la ceremonia de la confusión en la que unos consejos útiles para sobrevivir a la crisis se convierten en una máquina trituradora de individuos.
   En efecto, el origen del concepto es significativo. Aunque los autores de este texto se cuidan muy mucho de decirlo, el padre del cordero no es otro que Tom Peters, el hombre que sirvió en el ejército norteamericano matando “charlies” hasta que se le abrieron las puertas del Pentágono y la Casa Blanca durante la administración Nixon. Ya hemos hablado de él por su faceta más popular, la de autor de ese bestseller del neoconservadurismo que fue En busca de la excelencia (quizás ahora entiendan lo de “Madrid Excelence”) y que recopilaba las fórmulas que habían llevado al éxito a un puñado de empresas que, precisamente por seguir las recomendaciones de Peters, acabaron desapareciendo una tras otra pocos años después de que él se hiciera famoso. Cuando quedó claro que Peters era tan veraz como la administración para la cual sirvió, huyó hacia delante montándose en un nuevo concepto, el de personal responsability que en 1999 acabó convirtiéndose en personal branding
   Personal branding es fácilmente traducible al español. Sin  embargo, si Ud. lee el volumen del que estamos hablando, encontrará que no se lo hace equivaler con “marca personal”, como parece obvio, sino con “reputación”. ¿Por qué? Personal responsability, responsabilidad personal, es ciertamente ambiguo, alude tanto a la necesidad de responder de lo que uno ha hecho, como a la exigencia de veracidad en los datos que se aporta en una biografía, como, aún peor, al compromiso, tácito o explícito que adquirimos con todo lo que nos rodea. Todo ello muy ético, tanto que resulta poco aplicable al mundo empresarial. “Marca personal” es algo mucho más adecuado al management. Implica que, a todos los efectos, somos lo que le parecemos a los demás, que una persona es el conjunto de sus actos y, en consecuencia, que firmar un contrato con alguien implica el compromiso íntegro de esa persona con la empresa. Dicho de otro modo, el trabajador ya no vende su fuerza de trabajo, se vende él, en su total integridad, pues, a todos los efectos, es lo que el contratante percibe. La marca personal, se convierte exactamente en lo contrario de lo que Kant llamaba “dignidad”, es decir, el hecho de que el ser humano tiene algo que no puede ser intercambiado por dinero. Alguien con dignidad tiene reputación. La reputación es algo que tiene una persona, no algo que la persona sea. Puede apoyarse en ella para conseguir un trabajo. Marca personal y reputación no son dos términos sinónimos como se nos está colando de estraperlo en este libro (porque no se puede argumentar nada que contribuya a asemejarlos), son dos términos antónimos, designan dos modos contrapuestos de entender al ser humano, como una mercancía que se compra y se vende y como un ser digno con un sólido fundamento.
   La propia historia de Peters puede usarse como ejemplo de lo que acabamos de decir. Si la marca personal fuese lo mismo que la reputación, nadie hubiese comprado jamás un libro suyo tras la estafa que supuso En busca de la excelencia. Sin embargo, Peters ha podido continuar su exitosa carrera como gurú del management precisamente porque se ha convertido en una marca, la marca que siguen tantos neoconservadores deseosos de repetir eslóganes. Si tiene la paciencia de rastrear lo poco que, después de todo, se nos dice en este libro de la marca personal, comprobará que estamos ante una destilación metafísica de lo que podía encontrarse en los anuncios de contactos de la prensa madrileña hace unos años. En ellos, ante la imposibilidad de adjuntar fotos, cada meretriz contaba una minihistoria que iba desde la descripción de sus habilidades amatorias hasta los motivos por los que su marido la dejaba insatisfecha, pasando por incitantes relatos de colegialas aburridas, de ninfómanas ardientes, o de candorosas principiantes, ejemplos prácticos, al cabo, de los consejos que aquí se vierten a la hora de redactar un curriculum. Tan obvias son las semejanzas que los diferentes autores no se cansan de advertirnos que crear una marca personal no significa venderse. Y es verdad, porque no se trata de fingir, se trata de entregar, a cambio de algo que no merece ni el nombre de salario, aquello que hay en nosotros de personal, único e irrepetible, es decir, lo que nos hace seres humanos. 


   (1) Personal branding... hacia la excelencia y la empleabilidad por la marca personal, Madrid Excelente, Madrid, 2011.

domingo, 19 de agosto de 2012

Una historia que es una bomba (3. Hechos, leyendas y moralejas)

   El año 1941 fue crucial para el proyecto nuclear alemán. Por un lado tenemos a un Hitler deseoso del arma definitiva y por otro a unos científicos erráticos que avanzan al paso de una tortuga con reúma. En octubre de ese año Heisenberg se entrevista con Niels Bohr. Hay dos versiones de esa entrevista. Una es la de Heisenberg, según la cual, le contó a Bohr su frustración por un programa nuclear que iba de cabeza hacia el fracaso. Otra es la de Bohr, que llega a EEUU alarmado por lo extraordinariamente cerca que están los alemanes de la bomba atómica. ¿Qué fue lo que le contó de verdad Heisenberg a Bohr? En sus memorias Heisenberg asegura que sólo le insistió sobre su intento de reconducir el proyecto nuclear hacia usos civiles, algo, desde luego, nada alarmante. Pero quizás, también deslizara su preocupación por no ser el único que estaba investigando la energía nuclear en Alemania...
   En efecto, un poquito hartos ya, la verdad, los nazis llegan a la consecuencia que también habían pergeñado los japoneses, a saber, que si uno quiere fabricar algo, lo mejor es ponerlo en manos de ingenieros y no de científicos. Justamente cuando Speer está entregando una enorme suma de dinero para su proyecto a Heisenbreg, se crean dos grupos paralelos al proyecto "oficial" para la fabricación de la bomba atómica. Uno, a cargo de Manfred von Ardenne, progresa vertiginosamente en la producción de Uranio 235, entre otras cosas. El otro, liderado por un misterioso general Kammler, no se sabe muy bien qué hacía, pero termina por fusionarse con el primero en 1944. A partir de aquí es difícil desligar lo que son hechos, de lo que son teorías, de lo que son simples leyendas urbanas.
   Es un hecho que el general Kammler nunca estuvo enterrado en la tumba que llevaba su nombre. Es un hecho que von Ardenne acaba siendo pieza clave en la fabricación de la bomba atómica soviética. Es un hecho que, en los últimos días de Hitler, un submarino, el U-234, zarpa rumbo a Japón cargado de material nuclear y de un detonador ideal para hacer explotar una bomba de Plutonio. El detonador acabará llegando a Japón, más en concreto, a Nagasaki... ¡dentro de Fat boy, la bomba de Plutonio de los americanos! El submarino acabó entregándose a éstos tras la rendición de Alemania.
   Si el submarino portaba un detonador para una bomba de Plutonio y si fue fabricado por von Ardenne, cabe teorizar que éste, en realidad, acabó aceptando las conclusiones de Bolthe y que su contribución consistió en suministrar combustible nuclear y preparar la fabricación de un ingenio que utilizase los residuos de la fisión nuclear que se producen en un reactor. Pero por aquí aparece un periodista italiano que asegura haber asistido a una prueba nuclear alemana en la isla de Rügen en 1944, prueba que se mantuvo en secreto a la prensa alemana para... ¿no subir los ánimos de la tropa? No es algo muy original, otro periodista adjudica una prueba nuclear (también exitosa, claro) a los japoneses y no en una isla remota, no, en las mismas barbas del ejército ruso al que le faltó tiempo para hacer prisioneros a todos los científicos japoneses. ¿Qué queda? ¡Ah sí, el avión! Hubo, efectivamente, un modelo modificado de avión a reacción del que, dicen, de haber volado alguna vez, hubiese podido bombardear New York. Y eso, sin necesidad de que una escuadrilla de cazas le diera protección de ningún tipo y saltándose a la torera la aplastante superioridad aérea que los aliados tenían desde principios de 1944. Pero este avión no es que pudiera volar, es que lo hizo efectivamente y no hacia el Oeste, no, sino hacia el Este, es decir, hacia donde la guerra aérea era más desfavorable. Piénselo bien, es Ud. Hitler, tiene una bomba atómica, está decidido a lanzarla contra los rusos, ¿dónde la lanza? Pues en Tunguska, claro, en plena Siberia, no vaya a ser que lanzándola en Moscú, mate a Stalin, algo que podría haberlo molestado un poco (1).
   En fin, esto es lo que tienen las leyendas, que cualquier mente golosa acaba atrapada en ellas como las moscas en la miel. Pero lo que me gusta de toda esta historia no son las leyendas a las que ha dado pie. Lo que realmente me fascina es la actitud de Heisenberg, de Hahn, de Bolthe y quienes con ellos trabajaron. Tuvieron extraordinariamente fácil declarar, tras la guerra, que siempre habían sido opositores, desde dentro, al régimen nazi. Muchos otros, en Francia y en Alemania, con menos méritos objetivos, se convirtieron de la noche a la mañana en resistentes contra el nazismo en cuanto vieron ondear la bandera norteamericana. Y es que, si uno se ciñe a los hechos, la conclusión inevitable es que hicieron todo lo posible por sabotear el proyecto nuclear alemán desde el primer día. Sólo hay un pequeño detalle que no encaja con esta manera de interpretar los hechos: las propias declaraciones de Heisenberg y de Bolthe. Cada vez que tuvieron ocasión, insistieron en que no hubo sabotaje alguno por su parte, simplemente, cometieron errores, errores incomprensibles y sistemáticos. Esta generación de científicos en particular y de alemanes en general, fue educada en la creencia de que tenían una deuda para con su país y que esa deuda tenían que pagarla aunque el país estuviese gobernado por una camarilla de sinvergüenzas. Para ellos "traidor" siempre fue un insulto peor que "colaborador", aunque esa colaboración fuese la colaboración con un gobierno criminal. Ni siquiera en el caso de que hubiesen saboteado el proyecto, cosa que no creo que hicieran deliberadamente, lo hubiesen reconocido.
   No obstante, es innegable, que durante su desarrollo, nunca mostraron la mejor versión de sí mismos. Y ésta es la primera moraleja que quisiera sacar de esta historia. Como los libros de management empresarial insisten en subrayar, está muy bien centrar todo el negocio en el cliente, pero si los empleados no son capaces de mostrar la mejor versión de sí mismos, ningún negocio dura más de seis meses. Da igual las bondades del producto, da igual la capacidad de liderazgo de la dirección, da igual los mecanismos de control, al final todo depende de que el empleado sonría, o no, al cliente, de que notifique, o no, que las bolsas de pipas no se están cerrando correctamente, de que se dé cuenta, o no, de ese tornillito más flojo de lo normal que puede parar toda la cadena de montaje. Cada uno de nosotros conoce esa multitud de pequeños detalles que, con buena voluntad, corregimos cada día y que, si no lo hiciésemos, acabarían por echarlo todo a perder. Y, a lo mejor, como Heisenberg, como Hahn, como Bolthe, deberíamos comenzar a preguntarnos si de verdad todo este proyecto nos entusiasma tanto como para que sigamos teniendo buena voluntad. Si el ideal de nuestros empresarios y políticos es sumirnos a todos en la esclavitud, quizás debamos complacerles. Seamos esclavos. Y como esclavos, dejemos de arrastrar los pies únicamente cuando azoten nuestra espalda. Habrá que contratar muchos capataces y que comprar muchos látigos para azotar tantas espaldas. Ya veremos si les salen las cuentas.
   Sí, lo sé, no son éstas las cosas que se espera oír a un filósofo. No es de extrañar, los filósofos ni siquiera se han enterado de que la ciencia necesita comunicación, intercambio de ideas, de teorías, flujo de información y que si no se quiere eso, si lo que se quiere son patentes y mantener los secretos, entonces es mejor echar a los científicos y contratar ingenieros. Pero entonces, entonces queridos lectores, ya no es de ciencia de lo que estamos hablando, estamos hablando de tecnología. Porque (y ésta es la segunda moraleja que quería sacar de esta historia), lo cierto es que, si uno deja de aprenderse de memoria párrafos enteros de los escritos de Heidegger y de Habermas y le echa un vistazo, aunque sea somero, a cómo han llegado hasta nuestras manos los aparatos que manejamos, descubrirá, inevitablemente, que ciencia y tecnología no son lo mismo.
  


   (1) Pueden leer más sobre estas historias aquí y, particularmente, aquí.