domingo, 18 de octubre de 2020

Inventando la ciencia (2 de 2)

   Dede luego, pueden encontrarse en Leibniz textos en los que critica con dureza la alquimia y sus pretendidos conocimientos, pero esas críticas resultan indisolubles de sus propios estudios alquímicos y de su correspondencia con los más notables versados en tan antigua disciplina. Más que de un rechazo de la alquimia como tal, hay en Leibniz un rechazo de determinados estudios alquímicos muy cercanos al puro engaño y, por tanto, la decidida voluntad de convertirla en un cuerpo de conocimientos fiables, aprovechando lo mejor de la misma. No debe sorprendernos, pues, que se dirigiera a Homberg en 1711, pidiéndole que publicara sus resultados sobre la transmutación del plomo en oro. Quiero decir, Leibniz le escribió a “un” Homberg, el Homberg dedicado a la búsqueda de la piedra filosofal. También existió “otro” Homberg, el Homberg en el que los químicos se reconocen como uno de los primeros que puso los cimientos de su disciplina. Este segundo Homberg dirigió la sección química de la Académie Royale des Sciences de París entre 1695 y 1715, favoreciendo enormemente la creación de laboratorios de “química mecánica”. El primero de estos Hombergs se hallaba extremadamente próximo al que en su tiempo se consideró el polo de atracción de todo el hermetismo francés: el duque de Orléans. En los laboratorios privados de éste, según la madre de Felipe I, ambos fabricaron oro. Sin duda, el antecesor de Homberg en la Académie y padre fundador de los laboratorios de química en la misma, Samuel Cottereau Duclos, hubiese sentido envidia de escuchar semejantes noticias, pues a esta búsqueda se dedicó durante toda su estancia en la muy científica academia como cabeza visible de la “química oficial”, quiero decir, “mecánica”. Esta situación, de científicos con doble personalidad se prolongó durante mucho tiempo en el caso de la química. 

   En Alemania, se buscaba oro en el plomo todavía en 1750, algo que ha solido excusarse apelando a la inexistencia de un poder centralizado que permitiera poner orden científico en el proceloso mundo de las retortas. Pero en Suecia existía un remedo de la Académie francesa desde 1739. Entre quienes la impulsaron se encontraban el conde Gustav Bonde, una de las figuras prominentes de la política de aquella época que ya en 1730, como rector de la Universidad de Uppsala, había propuesto la creación de un laboratorio químico. Bonde favoreció como ningún otro la implantación de una química “mecánica” que en apenas dos generaciones eliminaría cualquier práctica alquímica de las instituciones oficiales. Pero ni Bonde ni sus inmediatos sucesores pertenecieron a esa generación. De hecho, hablamos de uno de los más afamados alquimistas y estudiosos del hermetismo de Suecia. A su muerte en 1766, cuando Daniel Tilas, director de la Junta General de Minas, tuvo que hacer su panegírico ante una Academia Sueca de las Ciencias, ya repleta de químicos que aborrecían las oscuras superficies por entre las cuales surgió su disciplina, hizo uso precisamente del modelo de Mandeville que ya hemos citado: a Bonde le adornaron todo tipo de virtudes en su vida pública, lo que hiciera en las profundidades de sus aposentos no le incumbía a nadie. Dada la dimensión del personaje, todo el mundo tomó la argucia de Tilas por un acierto y se llegó al acuerdo de no escarbar más allá, siguiendo una línea marcada por Fontenelle en Francia más de cuarenta años y que podía remontarse al mismo acto fundacional de la Académie francesa. Jean-Baptiste Colbert prohibió expresamente dos frutos a quienes, a partir de entonces, encarnarían de cara al público lo que se iba a considerar de modo oficial la “ciencia”: la transmutación de los metales y la astrología. Con extraordinario acierto, Lawrence M. Principe (2008, 24) nos previene sobre lo obvio que pueda parecernos semejante advertencia. Nosotros vemos en la prohibición de estos fines el modo cierto de separar la “ciencia” verdadera de la “pseudociencia”. En Colbert habría, pues, la voluntad explícita de atenerse a los hechos y olvidar las consideraciones metafísicas y morales implícitas en toda alquimia. En realidad, aceptando tal idea, nos limitamos a interpretar sus palabras. En 1666, la química no tenía más “hechos” que los hechos alquímicos, más datos “científicos” que los derivados de los escritos de "Hermes Trismegisto", ni más procedimiento que los seguidos durante siglos por una pléyade de aficionados incapaces de articular el más mínimo protocolo o estándar. Colbert y este constituye el punto al que queríamos llegar, no defiende la ciencia, la hace nacer. Defiende, en realidad, unos poderes establecidos que entendían sus umbrales de posibilidad en términos de simbolismo, exactamente los mismos símbolos en los que se habían demostrado duchos Dee, Cardano, Hombeg, Duclos y Bonge, los símbolos de los que quería apropiarse en exclusiva. La prohibición de investigar la transmutación de los metales y la astrología significa arrebatar a los “científicos” los dos terrenos en los que de un modo más inmediato podían intervenir a favor o en contra de los poderes establecidos. Se pretendía, en definitiva, forjar una ciencia inarme a partir de lo que hasta ese momento había constituido un saber nómada y selvático. 

   Quienes hablan de la ciencia como algo libre de prejuicios metafísicos o morales, aún más, quienes cifran en esa libertad el secreto de su triunfo, se limitan a repetir las consignas de Colbert y de los sucesivos gobiernos nacionales para traer a capítulo a academias siempre predispuestas a obviar los límites marcados en sus actas fundacionales. El poder y, particularmente, los poderes políticos, tratan desde el siglo XVII de construir una ciencia a imagen y semejanza de la política creada por Maquiavelo. El éxito de semejante empresa, sin embargo, sigue lejos de poderse considerar asegurado. Tal vez una ciencia libre de metafísica, de moral y hasta de consideraciones políticas, podría avanzar más rápido o, tal vez, más lento. En cualquier caso, carecería del menor poder vocacional. No hay científico de mediano prestigio que haya llegado a enredarse en fórmulas sin responder previamente a la cuestión metafísica de qué debe considerarse un hecho y a la cuestión moral de a qué tipo de explicación de los hechos debe entregar lo mejor de su vida. No obstante, que los filósofos del siglo pasado aceptaran como rasgo descriptivo de la ciencia el discurso emanado del poder, que hayan interpretado los escritos del pasado como obras de casos clínicos de personalidad múltiple, que se empeñen por ver mitades de realidad para no extraer la conclusión de que magia, ciencia, matemáticas, filosofía, metafísica, moral y aún política, formaron parte de un mismo impulso, de una misma corriente que vivificó todas las formas de saber que han llegado hasta nosotros, el que, a la inversa, se hayan empeñado en defender la interesada miseria de que sólo puede haber metafísica y moral en los libros de filosofía, todo eso, demuestra que a este discurso oficial ya no le queda mucho para imponerse.



   REFERENCIAS

   Lawrence M. Principe, “Transmuting Chymistry into Chemistry: Eighteenth-Century Chrysopoeia and Its Repudiation”, y Hjalmar Fors, “Speaking About the Other Ones: Swedish Chemists on Alchemy, c. 1730-70”, en José Ramón Bertomeu-Sánchez, Duncan Thorburn Burns y Brigitte Van Tiggelen (Editors), Neighbours and Territories, the Evolving Identity of Chemistry. Proceedings of the 6th International Conference on the History of Chemistry, Mémosciences, Louvain-la-neuve, 2008, págs. 21-35 y 283-91 respectivamente.

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