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domingo, 20 de mayo de 2018

Capitalismo e inteligencia (2 de 2)

   A mediados de los 60 del siglo pasado, Beldoch y Leuner introdujeron el concepto de “inteligencia emocional” sin conseguir atraer la atención de la mayoría de los psicólogos. Estos habían quedado escaldados por lo ocurrido con los test de inteligencia, así que prefirieron hacer como si no hubiesen oído nada. Además, el intento  parecía un suicidio conceptual, pues había unido dos agujeros negros de la psicología, la inteligencia y las emociones. El Tratado sobre las pasiones del alma de Descartes, aparecido en 1649, abrió, en efecto, una de las más largas y aburridas contiendas de la psicología, la de cuántas emociones hay, cómo pueden clasificarse y cuáles pueden considerarse básicas, elementales o primarias. En los años 80 una acertada elección de colores en las ilustraciones que acompañaban una clasificación de las emociones, permitió cierto acuerdo por desgaste, al menos, entre los psicólogos no daltónicos. 
   Sin embargo, en 1985 Goleman se atrevió a publicar un libro titulado, precisamente, Inteligencia emocional. Conocía muy bien a su público objetivo y se dedicó a llamar a las puertas de las grandes empresas para explicarles que sí, que, desde luego, sus directivos carecían de inteligencia entendiendo por tal cosa  algo vinculado al razonamiento lógico, pero que destacaban en otro tipo de inteligencia, la inteligencia emocional. Hábilmente descrita como la inteligencia de la que hacen gala los líderes y las personas con influencia social, resultó que casualmente, el concepto encajaba como un guante con el modo genérico en que se veían a sí mismas las élites políticas y económicas. El dinero comenzó a afluir a los cursos que se impartían en las empresas sobre inteligencia emocional y, siguiendo su fino instinto científico, los psicólogos acudieron en tropel. De hecho, hallaron la forma de ampliar el mercado, pues, aun con los test de Goleman, creados ex post, muchos directivos y dirigentes seguían sin poder destacar de la media. Toda la palabrería golemaniana acerca de la identificación de las emociones, del reconocimiento de las mismas y su manejo, se diseñó para dejar fuera del campo visual el hecho de que la emoción básica que recorre muchas empresas, especialmente, muchas empresas líderes en su sector, por no hablar de los organismos oficiales, se llama miedo. Saber a quién aterrorizar, cómo, cuándo y en qué medida, constituye la habilidad fundamental que debe manejar quien aspire al mando en las sociedades capitalistas. Y si no me creen, pregúnteles a los empleados de Steve Job o de Travis Kalanick. Ciertamente, si muchos jefes destrozaran cuerpos con la misma asiduidad con que destrozan vidas, los psicólogos que ven en ellos las características definitorias de los líderes, los etiquetarían como psicópatas. 
   Las ideas de Goleman, desde luego, tienen un inmenso poder explicativo. Si, efectivamente, nuestros líderes han llegado a los puestos que ocupan gracias a sus habilidades emocionales, eso permite entender por qué nuestras sociedades capitalistas parecen encarriladas hacia el precipicio, pues las emociones, frente a la razón, se caracterizan por su incapacidad para tener en cuenta el medio o largo plazo. Las emociones constituyen respuestas a lo inmediato, a lo presente aquí y ahora, procurando una salida para dentro de un instante, no pregunten por los resultados que acarrearán mañana. Ahora podemos ver, además, el motivo último de ese empeño en aterrorizarnos de modo continuo, de bombardearnos con noticias de atentados, asesinatos y enfermedades. Atraparnos en el temor y la ansiedad, además de incentivar el consumo como ya expliqué, nos condena a “elegir libremente” líderes muy duchos en manejar nuestros miedos, pero carentes no ya de inteligencia, sino de los más elementales conocimientos que se les suponen a los escolares. En fin, no hay más que observar quiénes dominan el panorama político contemporáneo para entender de qué modo las emociones, las emociones primarias, configuran nuestras democracias mucho más allá de la libertad de voto. Pero, claro, describir esto con todas las letras, conducía a los psicólogos a hablar acerca de la realidad, trago por el que pocos querían pasar, así que rescataron del olvido un sucedáneo mucho más edulcorado de las teorías de Goleman, la teoría de las inteligencias múltiples de Howard Gardner, que, como decía, les permitió, además, ampliar el mercado para sus sermones.
   Un Gardner, ya más allá del bien y del mal, confesaba a cierto programa de televisión que en los primeros borradores de sus escritos hablaba de “talentos múltiples”, pero, como nadie le echaba cuenta, utilizó la función “buscar y reemplazar” de Word para cambiar “talento” por “inteligencia”. A partir de entonces le quitaron los libros de las manos. Para los psicólogos resultaba algo genial, habían encontrado una razón de por qué no se habían puesto de acuerdo acerca de en qué consistía la inteligencia. El problema no radicaba en que hicieran ciencia del mismo modo que los autores de ciencia ficción, que nunca se ponen de acuerdo sobre las características que tienen los marcianos, el problema radicaba en que había muchos tipos de inteligencia. Aún más, ahora ya podemos entender por qué nos dirige quien lo hace: Puigdemont tiene inteligencia delirante; Rajoy, inteligencia inactiva; Donald Trump, inteligencia degradante, etc. etc. etc. Quien manda lo hace porque tiene una inteligencia especial. Dicho de otro modo, la teoría de las inteligencias múltiples no permite hacer predicciones, pero sí justificar los hechos una vez han sucedido. Todavía mejor, permite justificarlos “científicamente”. Nos hallamos, pues, ante un ejemplo palmario de lo que Marx llamaba una ideología, un conjunto de ideas destinadas a justificar lo dado. ¿Entienden ahora toda la presión existente para convertir a la inteligencia emocional y a la teoría de las inteligencias múltiples en el eje vertebrador mismo de los sistemas educativos?

domingo, 24 de enero de 2016

Descartes y nosotros

   Siguiendo una larga tradición platónica, Descartes trata la intuición como algo que aparece de un modo instantáneo, inmediato. A ella se llega por un tránsito gradual, pero, en último término, hay un momento en el que no se tiene e, inmediatamente después, hay un momento en que se tiene, sin que entre ambos medie nada. La regla tercera lo dice al distinguir entre intuición y deducción apelando al carácter sucesivo, al ir paso a paso de ésta frente a la inmediatez de aquélla. Naturalmente, al poseer un carácter sucesivo, la deducción depende de la memoria, dependencia de la cual está libre la intuición, radicalmente aferrada al presente. Por eso, casi todo lo que se nos dice de ella es lo que no es. No es el testimonio de los sentidos, no es el producto de la imaginación, no es un proceso o una sucesión como la deducción, no puede ser una concepción errada, sino una concepción no susceptible de duda, por parte de una mente no nublada. Tantas negaciones tienen un fin muy concreto, a saber, dibujar con total nitidez una línea que separe el instante en el que se produce de todo lo demás.
   En los Principios de filosofía, el último e inacabado escrito de Descartes, el movimiento es tratado de un modo semejante a como se ha hecho con la intuición. Su recorrido configura un continuo sin paradas instantáneas de ningún tipo, pero la adquisición del movimiento, la impulsión, el choque, los elementos que introducen temporalidad en ese recorrido, serán todos procesos instantáneos en los que se adquiere súbitamente una velocidad. Las siete reglas que introduce para entender los choques entre los cuerpos, separan los diferentes casos de un modo tajante y exclusivo en función del tamaño de los cuerpos y sus respectivas direcciones, sin que sea posible caso intermedio alguno entre ellas.  
   La consecuencia lógica de lo anterior es su concepción del tiempo, en la que cada instante está cerrado en sí mismo, es completo y, por tanto, independiente de los demás. Aunque un tiempo discontinuo, por su simple transcurso, podría ser razón explicativa de la transformación de las cosas, una consecuencia de tal planteamiento es que el presente es el punto desde el que se va a entender todo. Por tanto, argumenta Descartes, el instante presente no puede encontrar su causa en la propia serie temporal. La capacidad para introducir innovaciones, la causa de lo que ha llegado a acontecer, no radica en el tiempo mismo. Es Dios, quien, al conservar el mundo, produce las modificaciones que considera oportunas en él. Conservar, mantener y crear son, para Descartes, sinónimos. En este sentido, la creación continua no es, en realidad, un proceso continuo. Lo que de continuo tiene es la dependencia del mundo respecto de Dios, pero el "proceso" de creación y recreación no tiene nada de continuo. Nosotros sólo podemos comprenderlo como una fulguración seguida de una caída en la nada y una nueva fulguración. Desde el punto de vista de Dios ni siquiera es un proceso, ya que, insistimos, no hay diferencia entre creación y conservación. 
   La concepción cartesiana entronca curiosamente con una visión cosmogónica tradicional, a la que ya me referí en una entrada anterior, a saber, que el tiempo, el mundo, para ser mantenido, tiene que ser re-creado al término de cada ciclo. Ciertamente en Descartes, el tiempo se caracteriza por su linealidad, pero ésta sólo contribuye a que haya de ser creado continuamente a cada instante en lugar de una vez al término de cada ciclo. Esta concepción atávica, que Descartes recupera para la modernidad, ha adquirido múltiples formas en nuestros días a manos de muchos que se creen no ya modernos, sino postmodernos e incluso postmodernísimos. 
   Asistí a un Macbeth que no sé si decir de Shakespeare o de Calixto Bieito, en el que el rey escocés cantaba Mamma Maria, Banquo tenía frenillo y algún personaje resultaba asesinado con una botella de Coca-Cola de dos litros. Todavía me acuerdo de la señora que se marchó a mitad del espectáculo gritando “¡mamarrachos!”, aunque nunca me ha quedado claro si era parte del montaje. Más recientemente, el muy progre consistorio de Madrid, decidió entregar la cabalgata de los reyes magos a cierto “artista alternativo” que la había calificado de “casposa” (curiosamente, ni los progres del consistorio ni el postmodernísimo “artista alternativo”, consideraron que hubiera nada de “casposo” en encargar a dedo que un amiguete organizara un evento así). Tras manifestarse dispuesto a apechugar con un reto (y unos emolumentos) de este género, el modelnísimo artisa vistió a los reyes con las antiguas cortinas de su piso de soltero y los rodeó de espermatozoides impacientes por hacer el mayor spoiler de la historia. Aún estamos por ver cómo, en el último y decisivo acto de mantenimiento de la Constitución y la unidad de España, ésta será re-creada, es decir, re-actualizada, por obra y gracia de todos estos que muestran cada día estar más interesados por su sardina que por gobernar.
   La idea de que conservar y crear son lo mismo, la idea de que para mantener algo hay que (re)actualizarlo, es interesante y merece la pena ser pensada, pararnos a degustar su reflexión. Eso es una cosa y otra cosa muy diferente despreciar como insignificante la trampa que encierra. Porque si las reglas que explican el choque no dejan lugar a casos intermedios, si la intuición es instantánea y si para Dios conservar el mundo y crearlo son lo mismo, entonces el movimiento es algo ajeno a la materia, el pensamiento ajeno al cuerpo y Dios está radicalmente separado del mundo, del mismo modo que Calixto Bieito pretende presentársenos como alguien a quien no le ha dicho nada el Macbeth de Orson Welles, nuestro ya adinerado “artista alternativo” pretende hacernos creer que ha superado el trauma que le supuso saber quiénes eran los reyes de Oriente y los padres del próximo Estado nacional y su Constitución no dudarán en colocarse más allá de las leyes. La trampa de la re-actualización es el disparate de que quien reinterpreta a su antojo el pasado, eo ipso, queda libre de él. 
   No somos creadores de la tradición por mucho que nos empeñemos en ello. Quien conserva, quien trasmite, quien re-crea el pasado, adquiere por ello mismo un papel ambiguo porque no se puede decir propiamente que esté dentro de la tradición que está intentando conservar ni fuera de ella. Pero ese ambiguo papel es el único que nos puede corresponder precisamente porque cada uno de nosotros, al incorporar a nuestra historia personal y, aún más, al transmitir la herencia del pasado, la estamos transformando. Ahora bien, si esos cambios que todos introducimos de un modo más o menos consciente, más o menos deliberado, no hallan su justificación última en la letra de lo que intentamos transmitir, entonces no merecemos otro calificativo que el de impostores. Por eso, si se quiere ser verdaderamente creativo no hay truco mejor que desempolvar el original que se trata de transmitir para dejarlo tal y como fue escrito, estratagema mediante la cual, con mucha frecuencia, queda claro cuánto hay de extraño, de ajeno, en lo que reconocemos como propio.      

domingo, 30 de septiembre de 2012

Monadología como mercadología (1)

   Este viernes he terminado de leer el libro de Leigh Stevens, Essential Technical Analysis. Tools and Techniques to Spot Market Trends (John Wiley & Sons, 2002). Es un libro magnífico. Da gusto leer algo escrito de un modo tan claro por una persona inteligente, especialmente, si el tema no es baladí. Y, desde luego, el tema de este libro no lo es. A lo que hace referencia el "análisis técnico" es al conjunto de técnicas estadísticas para predecir el comportamiento de un mercado, sea de acciones, de futuros o de cualquier otro bien negociable. Dicho de otro modo, son las herramientas con las cuales los actores que conforman "el mercado" toman sus decisiones. Existe toda una panoplia de ellas. La más elemental es el trazado de "canales" por los que circula el precio de un valor, enlazando al menos tres mínimos o máximos. Se supone que, al llegar al borde inferior de ese "canal", el precio "rebotará" y otro tanto, aunque en sentido inverso, ocurrirá cuando llegue al borde superior. No obstante, hay que vigilar el valor medio entre ambos extremos, pues marca la tendencia y ésta puede desembocar en nuevos valores mínimos y máximos del "canal". También hay que tener en cuenta el volumen total negociado, ya que, como estableciera el padre de todo esto, un tal Charles Dow (fundador de Dow, Jones & Co.), el volumen precede al precio. Además, hay que vigilar otro género de gráficas, como uno ideado por un japonés del XVIII, conocido popularmente como el modelo de "velas". "Velas" que, por supuesto, pueden ser blancas o negras (les juro que no estoy de coña). Por si fuera poco están los ángulos y arcos que es preciso reconocer en las gráficas, las islas, los rectángulos, las banderas, las oscilaciones, cuándo un mercado es un "toro" y cuándo un "oso", etc. etc. etc. Si ahora ponemos todo esto a funcionar tomando un valor cualquiera y realizando su análisis técnico, indefectiblemente, un tercio de los resultados le dirán que el valor bajará sin duda, el otro tercio le indicará un alza más que probable y el tercio restante no le señalará ni en una dirección ni en otra. Stevens cuenta una anécdota esclarecedora al respecto. Dicen que si uno hace meditación trascendental durante cinco años, las casas dejan de parecer casas y los árboles dejan de parecer árboles. Pero si se sigue haciendo meditación trascendental cinco años más, al final, las casas vuelven a parecer casas y los árboles, árboles. Algo muy semejante puede decirse del análisis técnico. ¿Cómo toman entonces sus decisiones los actores económicos? ¿cómo saben de qué elementos del análisis han de fiarse? Para ello es necesario un buen conocimiento del mercado o, dicho de otro modo, una mezcla de suerte y corazonadas. En definitiva, las decisiones se toman, habitualmente, por motivos que no pueden calificarse de racionales. Digo "habitualmente", porque hay casos en los que todos los parámetros están de acuerdo en que habrá subidas o bajadas. Son esos casos en los que Ud. y yo también somos capaces de augurar una subida o bajada sin necesidad de ningún análisis técnico.
   Stevens es inteligente y no deja de advertir contra el uso "mecánico" de las herramientas que él proporciona. Llega, incluso, a calificar de "ideología", el aferrarse a la pura matemática (pág. 306). No obstante, todo este conjunto de precauciones, resultan un tanto misteriosas. Su punto de partida era la ya consabida "eficiencia de los mercados", esto es, la inconmobible fe neoliberal en que el precio acabará por reflejar toda la información que existe sobre un activo. Si los mercados son eficientes, ¿por qué no son tan predecibles como la trayectoria de una bala de cañón? La razón es que hay dos errores en esta manera de enfocar las cosas, errores que, sin duda, Stevens conoce, pero que, de aclararlos, harían inútil este libro.
   El primero es un error básico de planteamiento. El punto de partida es la idea de que hay, por una parte, un sujeto y, por otra, un objeto, llamado "el mercado". La realidad es muy diferente. No se trata de un sujeto confrontado a un objeto, sino de una multiplicidad de sujetos que interactúan de forma compleja entre sí. Por poner un modelo filosófico, no estamos ante en sujeto cartesiano, que trata de conocer un mundo absolutamente diferente de sí mismo. Más bien, estamos ante la mónada leibniciana. Leibniz definía su mónada como un reflejo del universo, pero este "universo" no era sino una pluralidad de mónadas que se reflejaban unas a otras. Exactamente eso es el mercado, una pluralidad de sujetos en todo momento pendientes de todos los demás. Ahora bien, la pregunta que cabe plantear respecto de esta manera de entender las cosas es, precisamente, la inversa de la que vimos anteriormente, a saber, cómo puede haber pautas de regularidad en el comportamiento de una masa de sujetos, todos pendientes unos de otros, dispuestos a reaccionar el menor síntoma de pánico o de euforia. Y la respuesta está en Leibniz y en el análisis técnico. El universo leibniciano era un todo ordenado porque todas las mónadas estaban constituidas de la misma manera y el mercado presenta regularidades porque todos sus actores utilizan las mismas herramientas para analizarlo. Son estas herramientas las que conducen a soluciones equivalentes y las que garantizan una cierta homogeneidad de comportamientos. Evidentemente, no todos los actores van a una porque, como hemos visto, estas herramientas proveen soluciones dispares y dependerá de a cuál de ellas se le preste atención preponderante. Estamos, en cualquier caso, lejísimos del modelo clásico de un sujeto que tiene que conocer un objeto llamado "mercado". Esta es la razón del éxito de los paseos aleatorios por la bolsa.
   Hace ya tiempo, unos periodistas demostraron que, vendándose los ojos, lanzando dardos sobre las páginas de cotizaciones del Wall Street Journal y comprando las acciones así "seleccionadas", se podían obtener beneficios superiores a los obtenidos mediante la utilización de cualquier método de análisis. Es significativo que Stevens dedique un considerable esfuerzo a demostrar que los instrumentos por él descritos proporcionan resultados mejores que un paseo aleatorio. A tal efecto cita muy pronto un estudio del MIT que vendría en apoyo de sus procedimientos aunque, como acabaremos descubriendo si seguimos leyendo, los resultados del MIT sólo dicen que el análisis técnico es mejor que un paseo aleatorio para ciertos mercados, bajo ciertas condiciones y a largo plazo, cuidándose mucho Stevens de cuantificar el porcentaje de aciertos (por no mencionar de dinero) del que estamos hablando.
   Que las herramientas de análisis son la causa de los resultados y no, simplemente, el método que conduce a ellos, explica una curiosa paradoja. Charles Dow, Muchisa Homma, W. D. Gann y otros padres del análisis técnico, fueron exitosos inversores que lograron obtener notables fortunas personales utilizando algunos instrumentos de su invención. En realidad, nunca se nos aclara, ni se nos aclarará, si esa fortuna se debió a su éxito como inversores o como escritores de libros que se vendieron como rosquillas, pero, bueno, supongamos lo primero. Todos los que vinieron después, usaron sus herramientas, progresivamente con menos éxito. Ninguno de ellos logró repetir la acumulación de dinero de que hicieron gala los fundadores del método. ¿Por qué? Pues porque cuando todo el mundo utiliza las mismas herramientas de análisis, la ventaja que éstas proveen desaparece, pasando a integrarse como canales reguladores del propio flujo económico. Con ello, dejan de ser parte de la solución y se convierten en parte del problema. La prueba más simple de lo que venimos diciendo es que cuando los análisis coinciden en que un valor debe subir o bajar, éste sube o baja, sin que haya necesariamente nuevas informaciones sobre él, simplemente, porque las herramientas de análisis conducen a una profecía que se autocumple.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Por qué soy un privilegiado

   Pertenezco a la privilegiada clase de los funcionarios. Si bien cíclicamente me planteo dedicarme a otras cosas, todavía no he encontrado nada mejor. A este respecto, debo insistir en el motivo central de este blog. Aunque parezca que la filosofía está muy alejada de la vida cotidiana, lo cierto es que nunca deja de vigilarla con un ojo. En contra de lo que suele decirse, el primer motivo de reflexión de los filósofos no fue la naturaleza, el ser o la realidad, sino cómo ganarse la vida (para dedicarse a pensar sobre esas cosas). Del que comenzó todo esto, Tales de Mileto, se cuenta que primero se procuró un buen pelotazo financiero y después se dedicó a estudiar las estrellas y esas cosas. Desde entonces la gente intentó seguir muy de cerca las inversiones de los filósofos, así que esta vía de ingresos quedó cerrada por unos siglos. En cuanto a un filósofo se le ocurrió pedir el subsidio de la democracia se lo cepillaron. Es lo que se conoce como la muerte de Sócrates. Un ejemplo para los filósofos del porvenir, sin duda. De modo unánime, los filósofos llegaron a la conclusión de que las democracias preferirían siempre emplear el dinero en cosas más útiles: bacanales, circos romanos o fútbol y buscaron el mecenazgo de los tiranos o bien dedicarse a la enseñanza. Algunos, más listos, buscaron ambas fuentes de financiación, caso de Platón o de Aristóteles. A este último le cabe el honor de haber sido el primero en dejar negro sobre blanco este tipo de preocupaciones filosóficas. Si uno se quiere dedicar a la teoría, dice Aristóteles, lo mejor es que satisfaga antes sus necesidades primarias, comida, vestimenta, etc. Quien pasa hambre y no tiene ropa que ponerse difícilmente se va a dedicar a preguntarse por qué existe el ser y no la nada. Él desde luego lo hizo. Se casó con la sobrina de un gobernador y completó los ingresos derivados de la dote aceptando la oferta para educar al Ale, el hijo del rey de Macedonia después conocido como Alejandro Magno. Aunque el Ale no aprendió gran cosa de su maestro, cosa típica de todos los alumnos/as, le permitió entrar a lomos de la victoria en Atenas. En un principio no lo pareció, pero Aristóteles creó el estilo de vida característico de los filósofos: vivir a costa del Estado y no tener que preocuparse por la cesta de la compra.
   Antes que aceptar plenamente las doctrinas de Aristóteles, una serie de filósofos encontraron otra manera de hacer fortuna. Consistía en ofrecer una cajita que encerraba todos los bienes de este mundo. A cambio de abrirla al pobre incauto de turno se le pedía la cesión de toda su fortuna o, al menos, la realización de "tareillas". Una vez enganchado el sujeto, daba básicamente igual qué hubiese en la cajita, porque, habiéndolo perdido todo, difícilmente reconocería que el maestro estaba desnudo. Este modelo de negocio es lo que actualmente se llama secta y, en buena medida, no es un modelo de negocio, es el modelo de negocio ideal que persiguen un buen número de multinacionales. Sus creadores fueron estoicos y epicúreos, pero fue rápidamente perfeccionado en Oriente. Hasta tal punto fue perfeccionado, que los filósofos acudieron en manada a aliarse con el chiringuito financiero más exitoso de la historia, quiero decir, con la religión. La simbiosis pareció, ciertamente, productiva. Los filósofos se encargaron del departamento de marketing de este chiringuito. Acuñaron eslóganes imperecederos (como el de "creo en el absurdo"), formaron una imagen de marca y elaboraron todo tipo de argumentos para estampárselos en la cara a los clientes insatisfechos (algo así como la atención al cliente de las compañías telefónicas). A cambio, la religión les ofreció comida, alojamiento y, en muchos casos, cerveza de gran calidad. No se pueden Uds. imaginar lo creativo que se vuelve un filósofo cuando se le ofrecen esas cosas.
   Pero, todo lo bueno se acaba. La religión fue perdiendo importancia y los filósofos tuvieron que volver a buscarse las papas. En general eso supuso hallar una buena corte a la que alagar oportunamente. El problema es que los filósofos, a diferencia de los bufones, no siempre tienen gracia diciendo las cosas. Bueno, la verdad es que casi nunca tienen maldita la gracia. Resultaban, pues, más molestos que otra cosa y este tipo de contratos acabaron muy mal, piensen en Descartes. En honor a la verdad hay que decir que no tan mal como aquellos que pretendieron trabajar como autónomos, caso de Spinoza. Con la generalización de la enseñanza, surgió al fin, ya en el siglo XIX, el modelo que todos aceptamos como la conformación estándar, es decir, el filósofo profesor.
   Ser profesor y filósofo no es ningún chollo y, si no que se lo digan a Moritz Schlick. El Estado pide lo más preciado para alguien que estudie filosofía, su tiempo. Tiempo que, como es normal en cualquier funcionariado, hay que emplear en no importa qué. Por ejemplo, este comienzo de curso viene marcado por la imprescindible realización de pruebas iniciales para determinar el nivel de los alumnos/as. Es algo perfectamente comprensible para los alumnos/as de nuevo ingreso en un centro. Un poco menos comprensible resulta para los niveles en los que se hallan implicados los profesores de filosofía. Una consulta de cinco minutos con cualquier compañero que haya conocido a los alumnos/as con anterioridad bastaría. Aún menos comprensible es que se obligue a realizar este tipo de pruebas cuando cada curso termina con el relleno sistemático de todo tipo de informes acerca de las aptitudes y actitudes demostradas por el alumno/a con anterioridad. Y todavía menos comprensible es la exigencia de que cada prueba vaya acompañada de un informe cualitativo del alumno/a y de la introducción de una nota numérica (es decir, cuantitativa) en el correspondiente programa. Se puede resumir de un modo breve, el Estado nos ve como a simples burócratas que hemos de rellenar papeles cuya única utilidad es que otros justifiquen su salario comprobando que han sido rellenados de modo correcto. Las actuales y draconianas medidas de varias autonomías españolas lo muestra bien a las claras, se exigen más horas de docencia, como si impartir clase fuese el mismo tipo de actividad que atender a los ciudadanos en una ventanilla. A efecto de los intereses del Estado, la docencia o la consulta del médico, son ventanillas en las que se dispensan papeles, papelillos y papelotes con los que ir a otras ventanillas a realizar trámites.
   El licenciado en filosofía metido a burócrata intenta racionalizar su kafkiana tarea como buenamente puede, en general, trashumando de un clásico en otro a la búsqueda de una respuesta que dé algo de sentido a la pantomima cotidiana. Mientras tanto se consuela pensando que el Estado, a la vez que rellena su cabeza con tareas absurdas, rellena su estómago y que fuera de sus acogedoras alas, se pasa mucho más frío y es mucho más difícil hacer filosofía. Esas son las ideas que se pretenden inculcar con la especie de que los funcionarios son unos privilegiados. Diría que este argumento es de tontos, de no ser porque se le ha ocurrido a alguien que no llega ni siquiera a eso, es decir, al amiguete de toda la vida de un político, enchufado a dedo como "asesor". Vamos a ver, Ud. tiene que operarse a vida o muerte, ¿quién desea que le opere, una persona muy satisfecha con el trabajo que tiene, un privilegiado, o alguien amargado con su trabajo? ¿Y si se trata de educar a su hijo? ¿Qué hace Ud. cuando su jefe lo trata mal? ¿devuelve ese maltrato con una atención exquisita a los clientes? ¿Qué espera que haga un funcionario cuando sus jefes lo tratan mal? ¿y va a dejar a su tierno infante en manos de alguien pisoteado por sus superiores? ¿De verdad le gustaría acabar con los privilegios de los funcionarios? ¿Qué nos interesa realmente, que los servidores del Estado sean los mejores posibles o que sean los peores posibles? ¿y cómo se consigue atraer a los mejores funcionarios posibles, con buenas condiciones de trabajo o con malas condiciones de trabajo?
   Como decía, yo pertenezco a la privilegiada casta de los funcionarios. Soy un privilegiado porque no comencé a ganar dinero a los 16 años como cualquier buen autónomo, sino que tuve que esperar bastante más allá de los 24. Soy un privilegiado porque he accedido al puesto que tengo gracias a mis conocimientos en una materia concreta. Soy un privilegiado porque dediqué más de un año de mi vida a preparar unas oposiciones, sin la menor certeza de poder aprobarlas y sin ganar un sólo euro mientras lo hacía. Soy un privilegiado por haber aprobado esas oposiciones libres. Soy un privilegiado por hacer algo que nadie puede hacer con ocho meses de aprendizaje. Soy un privilegiado por haberme llevado buena parte de mi juventud más preocupado por prepararme que por hacer caja. Y si por ser un privilegiado así tengo que pedir perdón, pues perdonen Uds.