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domingo, 15 de marzo de 2015

Acerca de la belleza (y 2)

   La conexión de la belleza con el mal nos permite entender por qué existe mal en el mundo: porque los seres humanos necesitamos que haya belleza en él. De hecho, la belleza o, de un modo más amplio, los ideales estéticos, son el principal motor de nuestra conducta. No creo que los seres humanos obremos buscando el bien, obramos buscando la belleza. Piensen en un fumador. Se envenena, procura la aparición de la enfermedad y el debilitamiento de su cuerpo, simplemente por el placer estético que supone arrojar humo por las ventanillas de la nariz. El bien, la acción buena, no produce la satisfacción personal que conlleva saber que se ha realizado una acción bella. Vivimos la belleza como no sabemos vivir el cumplimiento del deber. Si ayudamos a cruzar la calle a una ancianita o si nos ponemos chulos con la persona a la que impedimos sacar su coche de su cochera porque hemos aparcado mal el nuestro, es por la grandeza, o la belleza, que creemos ver en semejante pose. Una civilización entregada a la imagen, a la estética, a la apariencia bella, sólo puede ser entonces una civilización engolfada en el mal. Ahora podemos comprender a Goya. Lo que Goya vio fue que si la realidad era espantosa, buscar la belleza, refugiarse en ella, era otorgarle un respiro al mal para que siguiera avanzando, cuando no una cínica burla hacia sus víctimas. 
Francisco de Goya, Saturno devorando a sus hijos
El arte, por tanto, debía ser una indagación acerca de lo feo, de lo horrendo, para no dejar ningún resquicio a nada que no fuese la pura denuncia. En buena medida, éste es el eje rector de la Estética de Th. W. Adorno, la pregunta de si debe haber belleza después del horror o, como él la formula, si debe haber poesía después de Auschwitz. Pero, con independencia de si debe haber poesía después de Auschwitz o no, lo cierto es que sí la hubo en Auschwitz. 
   Auschwitz, Treblinka, Dachau y un número indeterminado de otros campos de concentración y exterminio nazis, tuvieron sus orquestas de prisioneros, entre cuyas funciones estaban recibir los trenes de deportados para tranquilizarlos mientras se seleccionaba a los que serían asesinados de modo inmediato, sofocar los gritos de las cámaras de gas y acompañar las ejecuciones públicas. La música de los campos ayudó a confundir no pocas inspecciones internacionales y a tranquilizar muchas conciencias de los vecinos de los mismos. El lirismo de Beethoven y, por supuesto, de Wagner, se fundieron en ellos con la cotidianidad del horror. Aún más, las SS no dejaron escapar la oportunidad de utilizar la música para humillar a los prisioneros, intentando la aniquilación completa de su personalidad mediante la traición impuesta de sus ideales. Se les obligaba, pues, a escuchar música o a cantar en condiciones infrahumanas. Pero aquí no acaba la historia de la música en los campos de concentración. En numerosas ocasiones los propios prisioneros se sirvieron de ella para mostrar un atisbo de resistencia, para insuflarse ánimos y otorgarse la esperanza de sobrevivir, renovando una ambivalencia que ya se había producido con los negros en las plantaciones de América(1). Incluso hubo quienes, en medio de las atrocidades, en medio del espanto cotidiano, fueron capaces de componer como forma de autoafirmación de su identidad. Tal fue el caso de Wladyslaw Szpilman en el gueto de Varsovia o el mucho más conocido de Oliver Messiaen, quien estrenó el Cuarteto para el final de los tiempos en el campo de prisioneros de Görlitz. El propio Pärt, tan ensimismado, tan espiritual, tan elevado, no ha dejado de producir por y contra el horror. Da Pacem Domine fue compuesta en una noche, en plena conmoción por los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid y en su encuentro con la prensa no dudó en calificar a Putin de “un verdadero peligro para cualquier país”. 
   De lo dicho hasta aquí no debe deducirse que debamos huir de la belleza. Sería como prescribirle a un pájaro que dejara de volar. Ya lo hemos señalado, los seres humanos necesitamos de la belleza y necesitamos de la melodía por mucho que se empeñen los papanatas que siguen haciendo música como en el siglo pasado. La aparición de nuestra especie, el homo sapiens sapiens, es inseparable de la aparición del arte. Decoramos, grabamos y pintamos desde el mismo día en que comenzamos a ser lo que somos. Nuestra necesidad de belleza, es por tanto, de otro orden que la necesidad que podamos tener de un móvil, de un coche lujoso o de un buen televisor. No necesitamos el arte para poseerlo, para coleccionarlo o para ponerlo en una vitrina. Necesitamos la belleza como necesitamos todas las cosas que son esenciales para nosotros, que forman parte de nuestra naturaleza: hablar, proyectar o recordar. Por eso el arte no nació como algo que hubiera de ser contemplado, como algo que pudiera existir por sí mismo y a lo que se le pudiera dedicar una visita ocasional. Tenía que estar siempre ahí, en los objetos de uso cotidiano o en las paredes de cuevas habitadas, tenía que formar parte de nuestra vida diaria porque tiene una utilidad: atestiguar la existencia del orden.
   Nuestro cerebro, este cerebro de homo sapiens sapiens, es una máquina de hacer, buscar e inventar orden. Lo bello es, precisamente, la manifestación de un orden que, con frecuencia,  permanece oculto para nosotros. La trampa del mal consiste en que nos negamos a aceptar que algo, aparentemente, arbitrario, contrario a todo orden, sin razón, lo sea verdaderamente. De ahí que nos afanemos por entenderlo, que nos quedemos absortos en su contemplación rastreando esa justificación de la cual carece. Por eso ni basta con buscar la belleza, ni es un hecho que la belleza sea una forma de protesta, ni, mucho menos, debemos conformarnos con la actitud derrotista de quien intenta refugiarse en ella. Bien al contrario, hacer de la belleza una forma de denuncia que nos saque de nuestra somnolencia mortecina es un reto, el reto de cualquier arte futuro que quiera hacer algo más que colaborar con lo dado.


   (1) Sobre el tema de la música en los campos de concentración, puede consultarse con provecho esta página.

domingo, 8 de marzo de 2015

Acerca de la belleza (1)

   Durante varias décadas fui un fiel oyente de “Diálogos 3", el programa de Ramón Trecet en Radio 3 de Radio Nacional de España. Trecet era un personaje peculiar al que se amaba o se odiaba. Yo no conseguí hacer ni una cosa ni otra, pero sí le quedé inmensamente agradecido por haber puesto en mi vida un sin fin de músicas hermosísimas. Gracias a él conocí a minimalistas como Michael Nyman (antes de que le dieran un Oscar y lo estropearan), Wim MertensPhilip GlassSteve ReichJohn Adams, o Arvo Pärt; a grupos renovadores del folclore escandinavo como Hedningarna o Värttinä; y, en fin, a inclasificables como NigthnoiseDead Can Dance o Bel Canto. La mayoría de ellos fueron ninguneados de mala manera por la industria musical y vapuleados por puristas de toda índole. Del minimalismo y de los minimalistas podrán decirse muchas cosas, pero nadie podrá negar que sus músicas están más cercanas al público de lo que Ligeti, Stockhausen y el cúmulo interminable de sus epígonos han conseguido jamás. Y si alguien no considera tal constatación un mérito, habrá que recordar que La flauta mágica fue un espectáculo concebido para las masas.
   Después de alguna de sus filípicas o en medio de alguno de sus estados depresivos, Trecet solía despedir sus programas con una orden taxativa: “buscad la belleza, es la única forma de protesta que merece la pena en este asqueroso mundo”. Me he acordado de ella escuchando el podcast del programa de “Sinfonía de la mañana” de Matín Llade en Radio Clásica (como ven, la cabra siempre acaba tirando al monte) del pasado viernes.
El protagonista de dicho programa no era otro que Arvo Pärt, que ofreció recientemente en Madrid uno de sus contadísimos encuentros con la prensa. De su actitud y sus silencios, más que de sus palabras, de la hermosa recreación que Martín Llade realizaba de ellos, se extraía la misma idea: que la belleza es el único refugio que nos queda en medio del caos. Martín Llade efectuaba, de hecho, una apología de la emoción, del estremecimiento de lo bello frente a la intelectualidad cerebral de tantas músicas contemporáneas empeñadas en echar al público de las salas. Desgraciadamente, la cosa no es tan simple.
   La identificación de la belleza con el bien y la verdad, procede de Platón. A la hora de encontrar una idea suprema a partir de la cual estructurar todas las demás, Platón se enfrentó al problema de elegir una de las tres. La tarea era poco menos que imposible, así que la eludió haciéndolas a las tres aspectos diferentes de la misma idea. Hasta donde yo recuerdo no hay una argumentación posterior que apoye tal identidad más allá de la afirmación de que el ser humano aspira a ellas y como no es posible que aspire a cosas contradictorias, hay que suponer que la verdad implica al bien del mismo modo que éste implica la belleza. Aunque esta identidad fue plenamente asumida por la filosofía cristiana y pulula por nuestras cabezas como un axioma, nunca he conseguido encontrarle mucho sentido. Me parece a mí que la verdad no tiene por qué ser buena, al menos si “bueno” y “malo” son referidos al ser humano. Pienso, por el contrario, que, como decía Nietzsche, la verdad es un veneno que sólo soportamos en pequeñas cantidades. Aún menos evidente me parece que la verdad tenga que ser bella. En cuanto a la belleza en sí misma, tiene mucho más parecido con el mal que con el bien. Como el mal es algo puntual, discreto, que si aparece continuamente dejamos de apreciarlos. Como el mal, causa fascinación y quedamos absortos en su contemplación. Como el mal, produce escalofríos pues nos muestra algo que parece estar más allá de lo que pueden hacer los seres humanos. De hecho, del mismo modo que las flores necesitan del estiércol, la belleza se empeña por surgir allí donde se niega su posibilidad, parece necesitar un sustrato terrible para salir a la luz, la propia vida de los artistas que la engendran debe ser una tortura sin par con objeto de que ella pueda nacer.