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domingo, 15 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (3)

   Supongamos que algo de lo que he dicho hasta ahora tiene sentido. Supongamos que, efectivamente, los libros de ética serían más leídos y seguidos si comenzaran dando la receta para la felicidad y, después, explicando en qué consiste ser bueno. ¿Cuál podría ser esa receta? Debe ser algo simple y alcanzable por la inmensa mayoría de los lectores, de lo contrario, perderíamos clientela. De hecho, si quitamos todas las teorías que sitúan la felicidad en el otro mundo, el resto no piden demasiado para ser felices. ¿Cómo podríamos caracterizar la felicidad para que estuviese al alcance de la mayoría? Por varias razones, que sería aburrido argumentar aquí, me inclino a pensar que la felicidad es un estado. Si ahora seguimos a Aristóteles, podemos decir que es el estado superior al cual puede aspirar el ser humano, por tanto, debe apoyarse en lo mejor que tenemos: la mente. La felicidad es un estado mental. Realmente acabamos de descubrir el Mediterráneo. La práctica totalidad de los filósofos lo habían dicho ya. Pero si la felicidad es un estado mental, entonces, no hace falta que ocurra nada en nuestras vidas, no hace falta que consigamos nada, no hace falta que compremos nada para alcanzarlo, basta con pensar de la manera adecuada. ¿Cuál es la manera adecuada de pensar? Vayamos por partes.
   Difícilmente se puede ser feliz durante largo tiempo si se va en contra de los hechos. En concreto hay dos hechos de los que no se puede escapar. El primero es que nuestra especie logró sobrevivir esencialmente gracias a esa singular característica de nuestro cerebro que consiste en ser capaz de ver señales allí donde el ninguna otra especie puede verlas. Sin tener gran olfato, sin ser grandes corredores, sin capacidad para mimetizarnos demasiado con el medio, adquirimos la habilidad de dotar de sentido a una huella, algo de pelo animal atrapado en una zarza o unos arañazos en un tronco. El resultado es que tenemos un cerebro que ama el orden, busca continuamente el significado de las cosas, trata de hallar un sentido en todo lo que le rodea, incluyendo las cosas más peregrinas. Existe un arte adivinatorio chino que utiliza palillos arrojados al azar, todos descubrimos caras y figuras en las nubes, aunque el mejor ejemplo de cómo hallar un sentido en algo que, objetivamente, carece por completo de él, son las constelaciones.
   El otro hecho insoslayable es que los acontecimientos del universo carecen de un sentido aparente más allá de lo que marca el segundo principio de la termodinámica, a saber, que la energía se transforma en formas menos utilizables o, dicho de otro modo, que la naturaleza tiende al desorden o, todavía, que la información siempre se degrada. Así que tenemos un cerebro al que le complace el orden en un mundo que hace todo lo posible por alejarse de él. Cómo habérnoslas con esta circunstancia es clave para la felicidad pues, in nuce, aquí está ya la intranquilidad que produce la muerte. Esencialmente existen tres posibles soluciones. La primera es la que bendecimos todos cuando consideramos que los tontos son más felices, esto es, dado que el universo carece de sentido, lo mejor es desconectar los intentos de nuestro cerebro por encontrar un orden en él. La segunda es decir que si bien el universo carece de un sentido aparente, en el fondo, contra toda lógica, sí lo tiene. Esto es lo que hacen los creyentes. Pero hay todavía una tercera opción.
   A Kant corresponde el enorme mérito de haber descubierto el valor filosófico de la expresión "como si". En efecto, el "como si" es la base del deber kantiano. ¿Qué es lo que debemos hacer? Lo que debemos hacer es actuar como si deseáramos que nuestro modo de comportarnos se convirtiese en una regla de carácter universal. Y aquí es donde interviene Nietzsche. Lo que Nietzsche propone no es que nos comportemos como si todo el mundo estuviese mirándonos para tomar nota de qué hacemos e imitarnos. De lo que se trata es de hacer como si el mundo tuviese efectivamente un sentido. ¿Cuál? Muy simple, el que nosotros queramos inventar. Podemos decir que el sentido del universo es hacer la revolución. O podemos decir que consiste en fabricar pececitos de oro para, una vez hechos, desmontarlos escama a escama, fundirlas y volver a empezar el proceso. O, incluso, podemos decir que radica en hacer lo primero hasta que alcancemos una determinada edad y pasar a hacer lo segundo a partir de entonces, que es lo que elige el coronel Aureliano Buendía en Cien años de soledad. Lo importante no es qué se elija, lo importante es que se elija, que sea una elección personal y que hagamos de ella el sentido pleno y absoluto de nuestra vida. Con esto ya hemos recorrido la mitad del camino hacia la felicidad.

domingo, 8 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (2)

   Quizás, la razón por la que tememos tanto a la felicidad es porque los cuentos terminan, precisamente, cuando ésta comienza. Parece que todo lo interesante, todo lo que merece la pena ser contado, ocurre mientras los personajes son infelices, porque cuando son felices lo único digno de mención que hacen es comer perdices. ¿Creen de verdad que Blancanieves vivió toda su vida feliz mientras perdía la línea de tanto comer tiernas avecillas? Tras unos meses comprendería que bueno, que sí, que era feliz, pero que lo sería realmente si tuviera azulados hijos del príncipe. ¿Por qué? Pues porque éste es el procedimiento básico para alejar la felicidad durante años y, quizás para siempre. Todo el tiempo que la mujer quiere quedarse embarazada sin conseguirlo es tiempo de rabiosa intranquilidad (“¿y si no puedo?”) ¿Alcanza la felicidad cuando, efectivamente lo consigue? A lo mejor, si no tiene mareos, ni vómitos, ni le prohíben comer algo, ni le da pánico el dolor, ni el embarazo le impide descansar por las noches, ni... A los pocos meses, la joven madre primeriza, se descubrirá llorando una noche y no de felicidad, no, llorará de agobio, de angustia, al comprobar cómo ha cambiado su vida y hasta qué punto se siente desbordada.
   ¿Y qué decir del príncipe azul? Este es el primero en descubrir que lo de vivir con Blancanieves está bien, pero que, quizás por su prolongado letargo, la noche que no está cansada, le duele la cabeza y si no le duele la cabeza, tiene la regla y si no tiene la regla, es domingo y hay fútbol. Así que, más pronto que tarde, llega a la conclusión de que, en realidad, lo suyo, no era comer perdices para siempre, sino ir besando por ahí a jóvenes narcotizadas de piel pálida. Tanto tiempo portándose bien para llegar a ser feliz y, al final, resulta que la felicidad no merece la pena y que lo mejor es portarse muy, pero que muy mal. Es la historia de todos nosotros. Comenzamos a leer los libros de ética y éstos, indefectiblemente, nos dicen que nos van a enseñar a ser buenos para que seamos recompensados con la felicidad. Llegados a este punto pensamos: “pero, si yo no quiero ser feliz, ¿para qué voy a seguir leyendo?” Esta es la razón por la que tan pocas personas intentan ser buenas en el sentido en que lo proponen los tratados de ética.
   Si queremos que la gente lea los manuales de ética y apliquen los principios que en ellos se describen, quizás deberíamos invertir los términos. En primer lugar, habría que explicar qué hacer para ser felices y, después, explicar cómo debemos comportarnos para actuar bien. Platón lo sabía. Siempre me ha sorprendido el enorme realismo que existe en su teoría erótica. Platón no pretende que debamos ser buenos, comportarnos de modo generoso, hacer el bien, para enamorarnos. Es justamente al contrario. Primero nos enamoramos y es el amor el que saca de nosotros lo mejor que hay. Implícito queda que nunca nos enamoramos de un ser humano real. Nuestro amor se dirige en primer lugar, hacia un ideal, una ficción que, por pura coincidencia o ceguera deliberada, creemos encontrar en un ser humano de carne y hueso. Pero ésta es otra historia.
   Lo cierto, es que, la mañana siguiente al primer beso, los pajarillos cantan, el tiempo es magnífico y la vieja cascarrabias que siempre empujamos porque está en mitad de la entrada del metro, se convierte en una débil ancianita a la que nos produce enorme satisfacción ayudar. Ignoro si alguien ha conseguido, a lo mejor en la otra vida, ser feliz tras largos ejercicios de bondad. Sin embargo, todos nosotros nos hemos portado mejor cuando nos hemos sentido queridos. Esto es algo que se puede generalizar. En las ocasiones en que, por un cierto azar, las cosas nos salen bien, todo parece encajar, el mundo tiene trazas de estar encaprichado en que los acontecimientos fluyan a nuestro favor, sentimos algo así como que el universo nos quiere y tratamos de devolverle ese cariño con un comportamiento más que correcto. Esa sensación de que estamos en lo alto de una ola universal, es algo muy cercano a la felicidad. Pues bien, el funcionario feliz no llega tarde, el empleado feliz rinde por encima de lo exigido, si todos fuésemos felices, las cárceles estarían vacías. Nadie hace el mal siendo feliz. Otra cosa es que haya una minoría que halle su felicidad en meterle el ojo al vecino. Pero ésta no es ninguna refutación, pocos son los que llegan hasta ahí habiendo tenido una infancia feliz.
   Ahora estamos en el extremo diametralmente opuesto a Aristóteles. Ser feliz ha dejado de ser una finalidad, cabe preguntar para qué queremos ser felices. Y la respuesta a esta cuestión es: para ser buenos.

jueves, 5 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (1)

   Aunque Aristóteles me parece un filósofo muy interesante, hay un punto en el que nunca he conseguido estar de acuerdo con él. Decía Aristóteles que los seres humanos buscan por naturaleza la felicidad y que no cabe preguntar para qué queremos ser felices, pues la felicidad se busca por sí misma. Si bien es cierto que eso es lo que solemos responder cuando nos preguntan cuál es el objetivo último de nuestras vidas, rara vez hacemos algo para conseguirlo. Me costaría trabajo decir si he conocido a alguien que, de un modo consciente y deliberado, haya dado un paso tras otro, sin descanso, en el camino hacia la felicidad. De la mayor parte de las personas que conozco, o que he conocido, puedo decir exactamente lo contrario, hacen todo lo que está en sus manos para no ser felices. Existen multitud de hechos que avalan esta tesis. Para empezar, ser felices no puede ser tan complicado. El propio Aristóteles explica que basta con tener las necesidades básicas cubiertas y dedicarse a la contemplación. Con tales presupuestos, media humanidad está en condiciones de ser absolutamente feliz.
   Pero la realidad es otra. Habitualmente, la inmensa mayoría de los eventos que recordamos son tristes, dolorosos o humillantes y este tipo de recuerdos acude de modo espontáneo a nuestra mente. Con independencia de cómo le haya ido en su vida, tendrá que hacer un esfuerzo, en ocasiones intenso, para recordar un buen momento. Nuestra memoria es, de hecho, un maravilloso pretexto para que nuestra felicidad no dure más de unos minutos. Probablemente, sólo se trate de un mecanismo evolutivo que estamos empleando mal. Nuestra memoria se agarra a los malos momentos para que no perdamos la tensión, para que no nos relajemos, algo que, en los bosques en los que nuestra especie ha vivido la mayor parte de su existencia, debió ayudarnos a estar alerta y evitar situaciones peligrosas. Ya no vivimos acechados por depredadores y este mecanismo es más una molestia que otra cosa.
   Encuestas hechas entre universitarios demuestran que, alrededor del 90% de los jóvenes, están descontentos con su apariencia física. Si hacemos un cuerpo con la media de las proporciones de los jóvenes de esa edad, es imposible que el 90% de ellos esté significativamente alejado de esa media. Esta desproporción es un filón para los cirujanos plásticos. Son multitud los clientes que, en realidad, no van a ganar nada importante (físicamente hablando) con la operación en la que van a invertir los ahorros de una vida. Lo explicaré de otra forma. Esas actrices, actores y modelos, que sirven de prototipo de belleza y cuyas narices, pechos y barbillas son copiados mediante cirugía en los rostros de tantas personas, se sienten tan o más insatisfechos con su cuerpo como la media de los ciudadanos.
   Probablemente hubo un momento en su vida en el que Ud. bien podría haberse enamorado de dos personas distintas. Una era una buena persona, generosa, amable, que hubiese estado en todo momento pendiente de sus necesidades. La otra era una persona destinada a martirizarle de todos los modos posibles. ¿De quién acabó por enamorarse? En el amor buscamos siempre la persona de la que no debemos enamorarnos o de la que sabemos que nos va a maltratar. Por eso existen tantos flechazos en el trabajo, nos atrae lo extraordinariamente difícil que se volvería la situación si saliera mal.
   La primera imagen de la felicidad que llega a nuestras cabezas es la de una vida sin problemas. Una vida sin problemas es una vida feliz... o aburrida. A los seres humanos nos gustan los problemas, de modo que hacemos todo lo posible por tenerlos en abundancia, es decir, hacemos todo lo posible para no ser felices. Hemos inventado infinidad de estrategias para sentirnos profundamente infelices. La más fácil es poner un nivel de exigencia tal que haga imposible alcanzar la felicidad. Por ejemplo, podemos pedir que se acabe el hambre del mundo, que no haya niños o animales que sufran, o podemos recordar, como decía Adorno, que cualquier atisbo de felicidad es obsceno después de Auschwitz. Más sutil es considerar que no podemos ser felices si las personas de nuestro entorno inmediato (padres, pareja, familiares) no lo son. En esta estrategia se esconde la secreta esperanza de que alguno de ellos cifre en nuestra propia felicidad la imposibilidad para alcanzar la suya. De este modo el círculo vicioso está servido y nuestra infelicidad garantizada.
   La península ibérica goza de buen clima y de abundantes suelos fértiles, el agua no es demasiado escasa, las mujeres guapas y la gente alegre por naturaleza. A poco que nos hubiésemos descuidado podríamos haber sido un pueblo feliz. Por eso inventamos una estrategia infalible para impedir la felicidad, se llama envidia. Al envidioso no le basta con tener o ser tal o cual cosa. Además, nadie que él o ella conozca debe tenerlo siquiera sea en un grado mínimo. La envidia garantiza la infelicidad perpetua. Así hemos salido todos los que vivimos en este bonito territorio: cejijuntos y con aire cabreado.
   A veces, los seres humanos se encuentran en una situación terrible, por más que busquen, no consiguen encontrar ningún problema a su alrededor. Enfrentados a la posibilidad de ser felices, conseguimos eludirla por el procedimiento de inventarnos los problemas. Hay multitud de ejemplos de problemas inventados. Uno muy típico es buscar una infidelidad de nuestra pareja, infidelidad que, de tanto buscarla, acaba por existir. Otras veces es una enfermedad, esa molestia de estómago después de comer, ese reiterado dolor de cabeza, esa punzada del oído, ese síntoma que es lo más normal del mundo y que carece de toda importancia... a menos que se investigue. Pero el problema inventado más generalizado de nuestra sociedad es la depresión. La depresión puede aparecer por tres motivos: ingesta de algún tipo de medicamento o droga; que, en realidad, no haya ningún motivo para estar deprimido; o que se haya pasado una etapa tan difícil, que, cuando se sale de ella, se teme poder ser feliz y todo. Y, ya lo hemos dicho, si tenemos que elegir entre ser felices o pasarlo fatal, los seres humanos rara vez dudamos, ¡a sufrir que son dos días!