domingo, 29 de abril de 2018

Cervera, la genealogía, los males de España (2)

   No resulta fácil ponerse en el lugar de un militar que, tras jugarse la vida por el imperio en sus confines selváticos de Mindanao, regresa a su patria chica para enfrentarse a tiros con sus conciudadanos defendiendo un arsenal. Probablemente pensaba por aquellas fechas algo muy parecido a lo que le dijo una vez el contralmirante Miguel Lobo, el hombre que, sable en mano, había disuelto el Comité de Salvación Pública de Cádiz:
"cuando llegue a Madrid, verá cómo el Ministro le comienza a pronunciar un discurso sobre política, sobre sus deberes y sus compromisos de partido, etc. etc. Pues bien, va a prometerme ahora que, cuando salga él por el registro, le contestará de parte mía, ha de ser de parte mía, pero con todas sus letras, que yo me cago en toda la política".
   Cervera pudo entrar en política bien pronto, cuando su pariente, el Almirante Topete, se enroló en las huestes revolucionarias de 1868, pero éste, conociendo quizás su descontento con las idas y venidas de los asuntos públicos por aquella época, lo envió a Cuba. Allí Cervera obtuvo su primera medalla al mérito naval, no por apiolar “republicanos anticolonialistas cubanos”, mucho menos visibles por aquel entonces de lo que llegarían a serlo treinta años más tarde, sino por salvar del naufragio dos buques de vapor en condiciones verdaderamente difíciles. Por supuesto, como siempre, podemos interpretar la salvación de vidas humanas y el no oponerse a que le dieran una condecoración como demostración de su irreductible facherío, pero, insisto, aquí no vamos a interpretar. Nos limitaremos a constatar lo que dicen los documentos de la época y que no dejan de atestiguar su desmoralización, el lamentable estado de ánimo en el que sus enfermedades y los acontecimientos políticos lo habían colocado. De hecho, cuando Cánovas gestionó un puesto para él en el Ministerio de Marina como asesor para asuntos filipinos, Cervera acariciaba la idea de pedir el retiro y pasar el resto de sus días con su familia.
   La carrera política de Pascual Cervera permite explicar muchísimas cosas, sobre su persona y sobre tanto “progre” cuyo único mérito progresista consiste en tachar de facha a todos los que no hacen genuflexiones ante sus componendas. Como miembro de la Comisión de Justicia y Recompensas, por ejemplo, tuvo que lidiar con el expediente de cierto político, por lo que se ve, antepasado de Cifuentes, que solicitaba nada menos que la Gran Cruz del Mérito Naval por algo más que haberse mojado los tobillos en la playa. Como Inspector de las obras del acorazado Pelayo, se opuso a todas las componendas, artimañas y chapucerías que concurren en cualquier obra de envergadura de este país desde la construcción del teatro romano de Cadiz y que, temía Cervera, acabarían dando un disgusto el día en que la nave tuviera que entrar en combate. Incluso se atrevió a remitir un informe a sus superiores dando cuenta de que la mayoría de operarios civiles a sueldo de la Armada, carecían de los conocimientos y habilidades para reparar las más simples averías de los barcos, pero, eso sí, sabían perfectamente a quién tenían que votar en las próximas elecciones. Cuenta el anecdotario familiar que cuando don Práxedes Mateo Sagasta le nombró ministro, poco menos que a traición, la hija pequeña de Cervera se puso a llorar desconsoladamente porque “a papá se lo llevan a Madrid para hacerle Gobierno” (sic).
   Y aquí tenemos, en 1892, mucho antes de los hechos históricos que se asocian habitualmente al nombre de Cervera, la exacta medida de la catadura moral de este “facha”. Recordemos, se salvó por muy poco de la muerte en la desembocadura de Río Grande, enfermó durante su estancia en Joló, tuvo que pelearse con todo el mundo para que los barcos de la marina no se hundieran el día mismo de su botadura... ¿Qué haría cualquier hijo de vecino si se encontrara, por fin, en un despacho ministerial, con buen sueldo y poco trabajo? Pues lo que han hecho todos los que han pasado por allí, llevarse hasta los ceniceros. ¿Qué hizo Cervera? Dimitir a los tres meses. ¿Dimitió porque un juez amenazaba con encarcelarlo? ¿Dimitió porque tenía un máster sin haber hecho exámenes ni haber ido a clase? ¿Dimitió porque le pillaron robando un kit de afeitado de 40€? No, dimitió porque le pidieron que recortara, una vez más, el presupuesto de la marina, pese a haber defendido su aumento. 
   Cervera conocía los datos:
“En 1788 disponía la marina española de un presupuesto de 75.056.514 pesetas. En 1887 a 88, se había disminuido a pesetas 44.572.322. Al estallar la guerra con los americanos, el presupuesto de ese año era de 28.344.971 pesetas. El de Italia en el mismo año era de 96.899.646 más un extraordinario de 4.276.00 liras. Chile, con tres millones de habitantes en 1899 dispuso de 42.734.919 pesetas. Argentina con 58.131.593 pesetas y Brasil con 132.196.232 pesetas”.
Presentó un presupuesto que rebajaba en cuatro millones el anterior eliminando partidas superfluas, gastos innecesarios y taponando fugas de dinero a los bolsillos de los de siempre. Cuando “su” presupuesto llegó al Consejo de Ministros, había perdido casi dos millones más y, naturalmente, la línea de los recortes se había desplazado hasta los gastos esenciales. Así que no se lo pensó, dio un portazo y se marchó a su casa, convenciendo a todo el mundo político de la época de que “había que darle una solución a lo de Cervera”.

domingo, 22 de abril de 2018

Cervera, la genealogía, los males de España (1)

   Foucault calificaba de gris a la genealogía. En ella no existen el blanco ni el negro, sino gamas de gris que van desde el color de la nieve al oscuro azabache. El gris que tenemos que enseñar a manejar a nuestros escolares si no queremos que se traguen todos los eslóganes que se fabrican para ellos. Por eso, cuando los palmeros habituales acuden a tapar la estulticia de quien ha calificado a Cervera de “facha”, acusándole de “haber participado en la represión del movimiento cantonalista gaditano, durante la I República, haber combatido a los republicanos anticolonialistas filipinos y cubanos”, y de que “fue incapaz de idear una estrategia militar coherente y estructurada” en la bahía de Santiago de Cuba, el genealólogo no interpreta tales afirmaciones como símbolo de la penosa miseria intelectual que atenaza nuestro país, sino que lee sobre el tema. Y cuando uno lee, a diferencia de lo que ocurre cuando uno interpreta, descubre cosas.
   Descubre, por ejemplo, que Filipinas constituye un mosaico de islas, etnias, culturas y, por si no bastara, partido por dos religiones. La presencia española resultó aplastante en las grandes ciudades e inexistente en muchísimos territorios. Hubo grupos étnicos muy receptivos a su presencia y grupos que le cortaban la cabeza a cualquier extranjero que pisara sus tierras, entendiendo por “extranjeros” también a los filipinos no nacidos en su isla. En la isla de Mindanao (a 1300 Kilómetros de Manila, algo más de la distancia que separa Madrid de París), menudeaba la piratería y el tráfico de esclavos, pues la agricultura sólo se practicaba de modo intensivo en la parte norte de la isla. Como consecuencia, los habitantes del sur nunca vieron con buenos ojos la presencia de una marina que impedía el normal desarrollo de sus negocios. En 1861, cierto  dato (sultán) se declaró en rebeldía de un poder que no aparecía por allí desde hacia tiempo y sus secuaces se dedicaron a atacar poblaciones vecinas. Los españoles se resistieron tanto como les resultó posible a intervenir pues se sabía que el dato rebelde tenía más de 1000 piratas atrincherados en la fortaleza de Pagalungan, cerca de la desembocadura del Río Grande. Las reiteradas quejas de los filipinos hizo inevitable una intervención militar que se llevó a cabo con éxito y por la que recibió su ascenso a teniente Pascual Cervera y Topete. Ya como capitán de navío, Cervera intervino también en la toma de Joló, isla nominalmente bajo poder español, pero en la que el dato local daba cobertura a piratas, esclavistas y traficantes que suministraban armas a unos y otros igual que si el poder español terminara en Finisterre. Lo que sabemos del resto de sus andanzas filipinas abunda más en trabajos administrativos, hidrográficos y cartográficos que en imperialismo represivo. Ciertamente, las expediciones punitivas contra piratas bajo el mando de sultanes y los trabajos cartográficos pueden interpretarse como “represión de los republicanos anticolonialistas filipinos”, igual que puede interpretarse como expresión de sentimientos homófobos o como violento genocidio de marcianos, pues la regla básica de la interpretación dice: todo vale.
   Algo muy parecido encontramos en la “represión del movimiento cantonalista gaditano”. Citemos, como hace nuestro anónimo opinador a Salvochea, quien acusaba a la marina de: “tiranizar al pueblo, concluir con las libertades patrias y obtener ascensos y condecoraciones a costa de nuestra sangre”. Si uno lee, en lugar de interpretar, se entera de que esta declaración del Comité de Salvación Pública de Cádiz, no pertenece al momento en que Pavía llega a la ciudad y se inicia la represión, sino a la apertura de hostilidades entre los cantonalistas y los soldados fieles al gobierno republicano, asediados en el arsenal de la Carraca, entre los cuales se hallaba Cervera. Durante once días, 1.500 voluntarios cantonalistas y 600 soldados republicanos intercambiaron 6.200 cañonazos, causando más muertos y heridos que la toma de Cádiz, durante la cual hubo que lamentar 13 muertos y un centenar de heridos. El fin del asedio del arsenal de la Carraca se produjo el mismo día de la caída de Cádiz, el 3 de agosto de 1873. Aquí podríamos anotar muchos detalles, por ejemplo, que los “insignes representantes del republicanismo libertario” gaditano decidieron declararse cantón independiente porque, a su juicio, eso les permitiría enriquecerse más rápidamente que cargando con el entorno agrícola de las localidades vecinas (a este respecto, resulta aleccionador seguir la lógica crematística tras las proclamas revolucionarias en las actas de la discusión acerca de qué territorios debían considerarse integrados en el naciente cantón), O podríamos constatar que ninguna ciudad de Cataluña apoyó el levantamiento cantonal. Pero nos alejaríamos del tema. Y el tema, una vez más, consiste en que, para el genealólogo la defensa de un enclave y la represión de un movimiento insurreccional implican actividades diferentes, diferencias que, obviamente, se laminan cuando de interpretar se trata.

domingo, 15 de abril de 2018

Recordando a Thomas Austin

   He tenido la inmensa suerte esta semana de escuchar, aunque parcialmente, la conferencia que el Prof. Miguel Angel Moreno Mateos, actualmente en el Departamento de Genética de la Universidad de Yale, pronunció en nuestro instituto, gracias a la mediación de nuestros compañeros Rosa Cortés y Francisco Javier Matías. Para mi fortuna y, me temo, para la desgracia de los alumnos allí convocados, la conferencia brilló más a la altura de las investigaciones que el Prof. Moreno realiza, que de los conocimientos que nuestros alumnos manejan. Debo decir que aguantaron durante casi dos horas como campeones y plantearon preguntas de gran interés. Hubo, sin embargo, dos cosas que llamaron poderosamente mi atención. La primera, citada apenas como anécdota por el Prof. Moreno, la presencia de miembros del ejército norteamericano en cada congreso sobre el tema que se realiza en los EEUU y, segunda, la frecuencia con la que se mencionó la competencia de laboratorios chinos.
   ¿De qué trataba la conferencia? ¿cuál constituye el centro de interés de las actuales investigaciones del Prof. Moreno? La tecnología CRISP-Cas9. Esta confusión de letras designa un mecanismo de defensa de las bacterias contra los virus que las infectan y que consiste, simplemente, en cortar su DNA para volverlo así inactivo. Ahora bien, en la medida en que el cromosoma de las bacterias no se halla confinado en un núcleo, deben poner especial cuidado en que este mecanismo reconozca secuencias específicas de DNA vírico y que no corte el DNA propio. Cuando a mí me enseñaron biología, me hablaron de las nucleasas, proteínas de las células animales que hacían exactamente lo mismo. El problema radicaba en que diseñar una nucleasa para cortar un sitio concreto del DNA costaba años. La comprensión de cómo funciona el sistema CRISP-Cas9 de las bacterias, ha llevado a reducir drásticamente el tiempo que se necesita para producir tales tijeras moleculares. Pero aquí no termina la cosa. En las células animales existe un mecanismo que permite reparar el DNA fragmentado, de modo que si tenemos la capacidad para cortar un gen concreto del DNA y reemplazar lo cortado por un gen con otras características, hemos encontrado la manera de introducir mutaciones a nuestro antojo en los seres vivos. Todavía mejor, en 2016, un equipo chino demostró que el mecanismo CRISP-Cas9 puede evitar la expresión de un gen sin ni siquiera alterar el DNA, actuando sobre los RNA mensajeros codificados a partir de ese gen.
Ayer me encontré esto en mi cuenta de twitter: 
Y ahora ya podemos atar todos los cabos. Acabo de decir que la tecnología CRISP-Cas9 reduce drásticamente el tiempo necesario para introducir modificaciones en el genoma de un ser vivo (algunos cálculos afirman que lo reduce en un 99%). Podemos decir lo mismo de otra manera: se ha vuelto un 99% más barato fabricar organismos modificados genéticamente. O si lo quieren de un modo más tajante, cualquier laboratorio de medio pelo tiene ahora a su alcance fabricar organismos modificados. China, Pakistán, Irán, Rusia, Corea del Norte o cualquiera con dinero para contratar una pequeña empresa de investigación genética podrá hacerlo. El año pasado, después de un informe secreto del Comité Jason dirigido al gobierno norteamericano, DARPA puso sobre la mesa 100 millones de dólares para “tecnologías de extinción genética”. Rápidamente se calmaba a los lectores aclarándoles que se trataba de eliminar los mosquitos que transmiten la malaria por el sutil procedimiento de impedir que nazcan hembras. DARPA figura en los libros de historia como la agencia que inventó Internet. No se suele mencionar que lo hizo con el fin de crear una estructura de defensa descentralizada que permitiera lanzar la respuesta a un ataque nuclear aunque éste acabara con la jerarquía de mando del ejército. DARPA, en efecto, forma parte de la nebulosa de agencias militares de los EEUU. Frente a esos cien millones para “tecnologías de extinción genética”, su aportación para el tratamiento de enfermedades específicas no llega a los 65 millones. Más de uno ha denunciado ya que se ha iniciado una caza de talentos con objeto de alejarlos de la consabida “curación de enfermedades”, con la que se va a vender todo esto, y centrarlos en investigaciones, como poco, de doble uso, civil y militar. 
  Tras conseguir un contrato con DARPA por 2,5 millones de dólares, Andrea Crisanti, profesor de parasitología molecular del Imperial College de Londres, ha declarado que los temores de que esta tecnología pueda derivar en la creación de armas biológicas constituyen “pura fantasía”. 
"No hay manera de que esta tecnología pueda ser usada para ningún propósito militar. El interés general es desarrollar sistemas para contener los efectos no deseados de la deriva genética. Nunca se nos ha pedido considerar ninguna aplicación que no sea eliminar plagas".
No hace falta. Hay sistemas biológicos que, por su importancia, se han mantenido inalterados a lo largo de la evolución desde los mosquitos a los hombres. Si poseemos la tecnología para alterar el balance de sexos en los nacimientos de mosquitos poco o nada habrá que cambiar para aplicarlo a los seres humanos. Incluso una herramienta tan burda causaría enormes perturbaciones sociales y políticas. ¿Han visto las reuniones del partido comunista chino? ¿Cuántas mujeres hay en ellas? ¿Y en el ejército? ¿Se imagina que la etnia han sólo tuviera hijas? ¿Qué ocurriría en un país con tendencia a la despoblación como Rusia si nacieran únicamente varones? ¿Seguiría amenazada demográficamente la mayoría blanca de los EEUU si una agencia gubernamental pudiera modificar el balance de niños y niñas que nacen de las minorías negra e hispana?
   Quizás no conozcan la historia de Thomas Austin. Este buen hombre, se asentó con su hermano en las tierras de lo que ahora se conoce como el estado de Victoria en Australia. Aburrido por no poder practicar el entretenimiento de sus ratos libres, la caza, en las yermas tierras australianas, tuvo la ocurrencia de pedir que le mandaran unos cuantos conejos desde Inglaterra. Su liberación en el verano de 1859 constituyó el inicio de una plaga de dimensiones bíblicas en la que los sucesivos gobiernos australianos han gastado miles de millones hasta el día de hoy. Pues bien, nosotros, entre peces cebra, mosquitos y curación de enfermedades, nos aprestamos a poner en manos de gente justamente reputada por su intelecto, los militares, algo muchísimo más peligroso y letal que los inocentes conejitos liberados por Thomas Austin.

domingo, 8 de abril de 2018

La guerra infinita

   El 19 de mayo de 2009 el ejército de Sri Lanka cercó en las playas de Mullaitivu a los últimos combatientes de los Tigres de Liberación de la Tierra Tamil (LTTE) y los aniquiló, poniendo fin, con un coste de vidas de civiles aún por determinar, a un enfrentamiento que había durado 26 años. La victoria visitó en diferentes ocasiones a Saddam Husein, por ejemplo, en febrero de 1991. Justo en las postimerías de la entrada de las tropas de la coalición en la invadida Kuwait, el dictador iraquí declaró en un discurso que su pueblo había alcanzado la victoria por resistir los bombardeos occidentales sobre su territorio. Doce años más tarde, el primero de mayo de 2003, mientras Irak se hundía en una espiral de violencia de la cual no ha acabado de salir, el presidente norteamericano George W. Bush proclamó desde la cubierta del portaaviones Abrahm Lincoln, anclado frente a las costas de California, la “victoria contra el terrorismo”. Podría seguir enumerando hechos de la historia reciente, pero no merece la pena, estos tres bastan para plantear con claridad la cuestión de qué puede significar “victoria” en el contexto de nuestras guerras contemporáneas.
   Si le preguntamos a cualquier filósofo vigesimico, rápidamente contestará que el significado de un término “es su uso”. Sin embargo, acabamos de ver tres usos muy diferentes del término “victoria” en el seno de un mismo juego del lenguaje. Nuestro filósofo, siguiendo las consignas que le dieron en el siglo pasado, rápidamente argumentaría que, en realidad, no se trata del mismo juego del lenguaje. Se trata, nos diría, de tres juegos del lenguaje diferentes, uno dentro de la cultura cingalesa de la primera década de este siglo, otro dentro de la cultura iraquí de la última década del siglo pasado y otro dentro de la cultura norteamericana. A continuación, con gesto muy serio, nos soltaría la consabida perorata con todos los lugares comunes típicos del discurso acerca de la inconmensurabilidad cultural. El problema radica en que esta misma semana, en un magnífico artículo del Washington Post, Greg Jaffe planteaba si “victoria” significaba lo mismo para el equipo del presidente Trump y sus generales. Según parece, el inefable Donald Trump considera alcanzada la victoria en Siria, Irak y Afganistán y arde en deseos de proclamarlas a los cuatro vientos, algo a lo que se oponen los altos mandos del ejército. Aunque la existencia de inconmensurabilidades culturales en las jerarquías del poder norteamericano pueda parecer sorprendente y preocupante, en realidad las grietas de "inconmensurabilidad" pueden seguirse en el seno de los estamentos militares mismos, divididos entre tres concepciones antagónicas de la victoria. 
   Por una parte, tenemos a los seguidores de filosofías del pretérito, que consideran que los términos carecen de significado hasta que, por arte de birlibirloque, un conjunto de personas comienza a usarlos. Así pues, los ejércitos se lanzarían a los campos de batalla a realizar operaciones militares hasta que la generación espontánea hace que comience a utilizarse la palabra “victoria”. Como sabemos todos, cuando una palabra no se usa no deja de tener significado, sino que éste se contagia a otras. Para esta escuela de pensamiento, por tanto, “victoria” se podría equiparar a la simple voluntad de combatir. Planteada la cuestión en tales términos resulta que no existe superioridad alguna del ultratecnológico ejército norteamericano sobre los guerrilleros pastunes armados con sus AK-47 de fabricación propia, pues ambos persisten en su voluntad de combatir. La conclusión lógica de tales planteamientos ha comenzado a ganar terreno en los pasillos del Pentágono: nos hallamos en la era de las guerras infinitas.
   Desde la Rand Corporation y las academias militares, se aboga, sin embargo, por una visión mucho más tradicional del asunto, que se halla a la base de la anterior y según la cual, puede considerarse alcanzada la victoria si se ha logrado dominar el 80% del territorio enemigo. Tal manera de entender las cosas se enfrenta con el problema de que históricamente nadie ha conseguido nunca dominar el 80% de Afganistán, ni siquiera los propios gobiernos afganos, así que la victoria se hallaría tan lejos como todos los acontecimientos únicos en la historia. Naturalmente, por encontrarnos en una manera diferente de presentar la misma teoría, parecemos abocados, de nuevo, a una guerra infinita. Existe, no obstante, una tercera opción manejada en los mismos ambientes y que expresó con toda claridad Siegel en su informe sobre las operaciones psicológicas de la OTAN durante la aplicación de los acuerdos de Dayton en Bosnia-Herzegovina:
“many officers are convinced that victory is no longer determined on the ground, but in media reporting. This is even more true in peace support operations (PSO) where the goal is not to conquer territory or defeat an enemy but to persuade parties in conflict (as well as the local populations) into a favored course of action.” (1)
   Supongamos que abandonamos la vieja perorata de que “el significado es el uso” y decimos que las palabras designan posiciones mentales. La victoria consistirá entonces en ocupar las posiciones mentales de una población objetivo conduciéndola hacia comportamientos deseados por quien puede decirse a partir de ese momento victorioso o, de un modo más simple, la victoria consistirá en que la población objetivo acepte la realidad que hemos preparado para ella. A veces, como en el caso del LTTE, tales posiciones se ocupan mediante la aniquilación física de quienes combaten sobre el terreno, pero no resulta imprescindible llegar a tal extremo. Para Saddam Husein conseguir la victoria consistía simplemente en seguir ocupando aquellas posiciones mentales de su población que hacían de su figura alguien a quien temer y para George W. Bush la victoria comprendía las posiciones mentales capaces de tranquilizar a sus votantes. Donald Trump no haría sino, continuando la línea del anterior, ocupar una serie de posiciones mentales entre sus electores que justificarán la retirada masiva de tropas de todos los frentes. De un modo semejante, los altos mandos del ejército norteamericano se resisten a proclamar la victoria en Afganistán porque no perciben de ninguna manera que se hayan alcanzado las posiciones objetivo en las mentes de los habitantes de aquel país. De hecho, ahora nos hallamos en condiciones de comprender que el territorio físico y los píxeles de nuestras pantallas de 4K constituyen dos modos diferentes de acceder a lo que de verdad importa, nuestras mentes. Aún más, si asumimos la idea de considerar que la victoria se relaciona, ante todo, con posiciones mentales, comprenderemos que tanto Trump, como el Pentágono, como toda la estrategia norteamericana en Afganistán, se han enfocado erróneamente, pues la población objetivo cuyas posiciones mentales se deben asaltar no la conforman los votantes del presidente ni los habitantes del país asiático, los miembros del servicio secreto paquistaní, auténtica retaguardia de los talibanes desde el acto mismo de su creación.

   (1) Pascale Combelles Siegel, Target Bosnia: Integrating Information Activities in Peace Operations. NATO-Led Operations In Bosnia-Herzegovina December 1995-1997, Departament of Defense Command and Control Research Program, s/l, 1998, pág. 1.

domingo, 1 de abril de 2018

Teoría de la imposición comunicativa

   Supongamos que nos muestran las imágenes de una chica paseando por el parque. Se aleja de la cámara mientras mira distraídamente a la izquierda y bosteza de un modo casi imperceptible. Supongamos que nos pidiesen explicar el significado de tal escena, ¿qué diríamos? Poca cosa desde luego. Probablemente lo primero consistiría en negar que encierre significado alguno. Si se nos insistiera, a lo sumo acabaríamos diciendo que hemos visto una mujer aburrida o cansada. Imaginemos ahora que nos proyectan la misma secuencia pero con un enfoque más amplio, que permite entrar en el encuadre a un joven que se ha acercado a la chica en una dirección perpendicular desde su derecha y que le ha dicho “¡hola!” La secuencia sigue exactamente igual, la mujer mira distraídamente a su izquierda y bosteza de modo casi imperceptible. Si ahora nos pidiesen explicar el significado de lo que hemos visto, tendríamos dos marcos teóricos posibles con los que proporcionar una respuesta. En uno de ellos se considera que las sociedades humanas se hallan compuestas por relaciones. Este marco teórico tampoco nos suministra muchas profundidades a la hora de hablar de un significado. Hemos visto, de acuerdo con él, a un hombre que proponía una relación en forma de diálogo a una mujer y el rechazo de esta propuesta. Más que hablar de significado, tendríamos que decir que se ha negado la posibilidad de todo significado y si se nos insistiera en que explicásemos el significado de lo visto, probablemente diríamos que todo equivale a un simple “no”. De hecho, ni siquiera podríamos dar las razones de ese “no” sin incurrir en especulaciones. Tal vez la chica estaba cansada, tal vez ya conocía a su interlocutor y no quería volver a dirigirle la palabra, tal vez no entendía su idioma, tal vez no se dio cuenta de que intentaba abordarla sumida en sus pensamientos... Pero, como digo, cualquiera de estas posibilidades no deja de constituir una pura especulación sin fundamento en los hechos.
   Adoptemos ahora el otro marco teórico para explicar lo sucedido. Según él, las sociedades humanas no se basan en relaciones sino en la tercera ley de Newton, quiero decir, en acciones y sus correspondientes reacciones. Podemos observar ahora cómo, de pronto, la escena contemplada aparece preñada de significados. El joven no ha propuesto una relación, ha efectuado una acción y, a resultas de este cambio en el modelo teórico, todo lo que viene después constituye una reacción a esa acción. El hecho de que la chica siga caminando como si tal cosa, mire distraídamente a su izquierda y bostece de modo imperceptible, ya tiene un significado, se trata de la reacción a la acción del joven, significado que puede haber surgido sin voluntad alguna por parte de la joven. Aún más, este marco teórico nos permite dar una explicación de por qué ha ocurrido esto y, quiero llamar la atención sobre este punto, una explicación en la que resulta por completo superfluo considerar qué ha pasado por la mente de la chica. Esa reacción se ha producido, dice este marco teórico, porque no se ha llevado a cabo la acción adecuadamente. A una mujer no se la debe abordar desde una trayectoria perpendicular a su camino, sino de frente. Hay que plantarse ante ella para ponerla en la tesitura de pararse o alterar bruscamente su camino. Los Hare Krishna lo entendieron muy bien. Cuando nuestros aeropuertos no parecían campos de batalla, solían pasear por ellos con sus túnicas naranjas y sus canciones en busca de dinero. Saltaban gritando delante de un desprevenido viajero para, a continuación, del modo más humilde y cortés posible, pedirle unas monedas. Sabían la propensión de los seres humanos a hacer lo que se les pide cuando pasan rápidamente de lo que parece una agresión a una situación que creen dominar.
   Repitamos, de nuevo, la diferencia entre un marco teórico y otro. El primero considera que en nuestras sociedades se proponen relaciones, el segundo afirma que debemos realizar acciones y que, cuanto más contundentes resulten éstas, con mayor facilidad obtendremos la reacción que deseamos. Por supuesto, los defensores de tal postura (en España la práctica totalidad de filósofos académicos), pretenden que no hay nada de malo en tal imposición, pues ésta consiste en la imposición de un diálogo racional. Con absoluto desconocimiento de la naturaleza humana pretenden que quien ha descubierto que puede conseguir cosas mediante la imposición, abandonará rápidamente tal proceder para entregarse dócilmente a un diálogo libre de coerciones. Todavía mejor, con cinismo digno de estómagos agradecidos, consideran que no hay nada de malo en obligar a alguien a entrar en un diálogo cuyas reglas las ha puesto otro, pues, ya si eso, se alterarán en el transcurso del mismo. Por tanto, de acuerdo con semejantes afirmaciones, nada hay que reprocharle a la empresa que, tras beneficios históricos y subidas de sueldo a los directivos, plantea a los sindicatos la necesidad de negociar el despido de un millar de trabajadores, dado que, en el diálogo racional y libre de coacciones que llevarán a cabo, los sindicatos podrán reducir el número de despedidos hasta la cifra realmente deseada por la empresa y acordar el modo en que se van a realizar éstos. Tampoco hay nada de reprochable en el diálogo racional, libre de coacciones y en pie de igualdad con el poder central que un ente autónomo fuerza a través de todo tipo de acciones que rompen las más elementales reglas de convivencia. Igual que no hay nada de reprochable en que mediante acciones de todo género se obligue a todos y cada uno de los ciudadanos a manifestar su adscripción a tal o cual forma de robar, quiero decir, a tal o cual nación.
   Como no podía ocurrir de otra manera, los partidarios de la teoría de la imposición comunicativa se rasgan hipócritamente las vestiduras cuando contemplan las consecuencias últimas de lo que han venido defendiendo con tanto énfasis desde hace décadas hasta el punto de que lo han convertido en el modo único de pensar las relaciones humanas. Si ahora recordamos a Deleuze y su afirmación de que en los sistemas represivos, lejos de impedirse el diálogo se exige, podremos entender muy bien a qué se ha debido semejante triunfo y la obligación que sufre todo aquel que quiera existir de contar continuamente cuanto le sucede, por ejemplo, en las redes sociales.