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domingo, 17 de julio de 2016

Tras la máscara dorada.

   Existe un procedimiento muy habitual entre las empresas farmacéuticas para promocionar un producto a cierto nivel. En esencia consiste en encargarle a alguno de los redactores en nómina la elaboración de una reseña en la que se glosen los estudios que muestran los logros del producto en cuestión. Acto seguido se paga a personalidades del área de investigación de que se trate para que firmen como “autores” de dicha reseña. Por supuesto, lo ideal es contar con algún premio Nobel o galardonado de ese género. Una vez conseguido, se envía el artículo a alguna revista de prestigio. En el supuesto de que los comités de redacción de las revistas médicas fuesen objetivos e imparciales, tendrían dificultades para rechazar semejante escrito. De este modo, el médico que quiere estar por encima de la media e informarse de los nuevos avances, se traga, como verdad científicamente conseguida, lo que no deja de ser una hábil maniobra del departamento de marketing de una empresa farmacéutica. En realidad la cosa va más allá, pues los propios comités de redacción de las revistas médicas son meros apéndices de los departamentos de marketing y las grandes empresas farmacéuticas “colaboran” con  el entramado de fundaciones que se halla tras los premios Nobel. Ciertamente, la firma de un Nobel no se cotiza tan cara como pudiera parecer. 109 de ellos han firmado una carta acusando a Green Peace de “crímenes contra la humanidad”. Causalmente la carta llegó a la redacción de los periódicos el 1 de julio, es decir, en fin de semana y en el inicio del período estival, en el cual las noticias comienzan a escasear y los periódicos hablan hasta del monstruo del lago Ness. La carta es para leerla. Comienza hablando de la urgente necesidad de aumentar la producción de los cultivos a nivel mundial porque, de lo contrario, el crecimiento de la población provocará formidables hambrunas, algo que el muy reaccionario Malthus ya predijo en 1798 como un acontecimiento a la vuelta de la esquina y que, cada vez que se desata una ola conservadora, se nos vuelve a recordar. A renglón seguido y sin más explicación, la muy laureada carta, comienza a hablar de los cultivos transgénicos  y de lo triunfalmente que han superado todas las pruebas de salubridad, de hecho, han conseguido superar semejantes pruebas de un modo casi tan inmaculado como lo hicieron los barbitúricos antes de ser lanzados en masa al mercado, barbitúricos que hubieron de ser retirados de él pues, como se comprobó posteriormente, constituyen una de las sustancias más adictivas jamás fabricadas por la humanidad. Por supuesto, la carta no pierde la ocasión de mencionar el “arroz dorado”, un arroz modificado genéticamente para incorporar vitamina A y salvar a  medio millón de niños al año de la ceguera. De aquí que Green Peace haya cometido un “crimen contra la humanidad”. 
   Que yo sepa, Green Peace no ha asesinado a ningún niño ciego ni ha quemado cosechas de arroz dorado, producto, que dicho sea de paso, sigue en el limbo de las posibilidades, pues aún no se ha comercializado. Todo lo más, se puede acusar a Green Peace de oponerse sin fundamento a él, lo cual, a lo sumo, constituye un delito de opinión, es decir, en un país libre, algo que no es delito. De hecho, la ciencia se supone que funciona porque cualquiera, con independencia de su rango en la disciplina en cuestión, puede argumentar y criticar lo que considere oportuno siempre que justifique sus puntos de vista. Y el punto de vista de Green Peace resulta extremadamente claro, a saber, que el arroz dorado constituye únicamente la cara amable de un proyecto más vasto que consiste en levantar las restricciones para la comercialización de todo tipo de alimentos transgénicos. Detrás de esta cara tan amable está, por supuesto, Sauron, popularmente conocida como Monsanto. 
   Monsanto, la otrora fabricante del “agente naranja” utilizado por los EEUU en Vietnam, ha mostrado una meticulosidad cercana a la paranoia persiguiendo judicialmente a cualquier agricultor que se guardase un puñado de semillas obtenidas de la cosecha para sembrarlas al año siguiente. Sus contratos de venta prohíben explícitamente cualquier intento en este sentido. Obviamente, se encontró con ciertos jueces reticentes a condenar pobres agricultores por estas prácticas, así que inició hace décadas una campaña de patente de cualquier cosa que pudiera introducirse en la tierra y florecer. La llegada de los transgénicos supuso para ellos poco menos que la segunda venida de Cristo y, como es obvio, la empresa tiene actualmente como único objetivo que todas y cada una de las semillas que comercializa acabe siendo producto de una modificación genética.
   Casualmente Monsanto tendrá que afrontar este año un juicio por “crímenes contra la humanidad” en el Tribunal Internacional de la Haya. La razón es que otra de las fuentes de ingresos de la compañía son los herbicidas y pesticidas, algunos de los cuales, como el PCB o el herbicida Lasso, han acabado en la lista de productos agrícolas prohibidos por sus efectos tóxicos en animales y humanos. Efectos, todo hay que decirlo, que parecieron no existir durante el período de testeo “científico” antes de su comercialización. Pero el caso paradigmático es el glifosato, comercializado por Monsanto en exclusividad durante 20 años. Este herbicida es el complemento ideal para todo tipo de cultivos modificados genéticamente... para resistirle. Se creó soja, maíz, algodón, modificados genéticamente, no para evitar que los niños cegaran, sino para evitar que estas plantas muriesen tras rociarlas con glifosato, el cual arrasa con todo lo que no ha sufrido esta manipulación genética. ¿Qué ocurría con las plantas modificadas genéticamente? Muy fácil, todas las pruebas con ellas demostraban su inocuidad para los seres humanos. Ahora bien, estas plantitas venían aderezadas con fuertes cantidades de gliofosato, cuyo potencial cancerígeno fue reconocido por la Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer (IARC). Para entonces su uso estaba tan extendido que prohibirlo conduciría a una notable reducción de las cosechas, así que la OMS, con los mismos datos “científicos” utilizados por la IARC,  decidió que era “poco probable”, que su inclusión en la dieta pudiera provocar cáncer. A todo esto, la National Academy of Sciences de los EEUU, a la cual, hay que suponer, pertenecen muchos de los firmantes de la carta a favor de los transgénicos, informó en marzo de este año “que no hay evidencias de que los alimentos modificados genéticamente hayan originado aumentos en la productividad”. Dicho de otro modo, nada ha demostrado hasta el momento que la modificación genética de las semillas permita una multiplicación de los alimentos en el mundo, aunque sí está “científicamente” comprobado que producen una multiplicación estratosférica de los beneficios de las empresas que las comercializan. Y es que la salud de los consumidores finales, la biodiversidad, ya saben, los beneficios para la humanidad, no cotizan en bolsa.