lunes, 29 de abril de 2019

El fin de la dialéctica.

   La dialéctica tiene un origen mítico en Platón, que la hizo ocupar la posición de ciencia suprema, encargada de tratar con las ideas o, quizás, en Sócrates y su perseverante manía de establecer conversación con todos los que iba encontrando a su paso. Kant la recuperó en su sentido original platónico y puede que Fichte la convirtiera en el método propio de la filosofía, pero corresponde a Hegel el haber hecho de ella la piqueta con la que desmontar el principio de no contradicción. Decía Hegel que a toda posición le sucede una oposición y que, de la confrontación de ambas, surge la síntesis, una forma superior que integra y a la vez supera la oposición previa. En un ejemplo que debería haber alertado a muchos, al ser se lo hacía referirse inevitablemente a la nada, la cual no quedaba descrita más que por su contraposición al ser y esta referencia mutua se hacía coincidir con el movimiento, tránsito del ser al no-ser o viceversa. Un ejemplo destinado al éxito aparece en las páginas de la Fenomenología del Espíritu, en las que se describe la dialéctica del señor y el esclavo, presentación depurada de la imagen romántica de la Edad Media, con sus duelos medievales, en los que los caballeros competían por, digamos, su derecho a atravesar un puente. Cada uno de los caballeros hallaba su identidad, precisamente, en la negación del otro. El motivo real del duelo no consistía, en pasar o no el puente. El motivo real del duelo radicaba en obtener el reconocimiento del otro, anulando la negación de sí mismo que suponía. Ahora bien, una vez que le vencía, automáticamente dejaba de tener el carácter de señor para convertirse en vasallo de su vencedor. Como vasallo, el caballero triunfante ya no podía obtener reconocimiento de él, pues no lo identificaba como su igual. De aquí que continuase su peregrinar en busca de otro puente, de otro camino, de otro castillo, defendido por un señor. Esta dialéctica, que sigue funcionando en toda forma de sacrificio, despertó a Marx, pues, al fin y al cabo, el trabajo constituye una forma de esclavitud temporal, como decía Aristóteles. Marx hizo de la dialéctica el motor de la realidad y pensó que, a sus lomos, el proletariado acabaría dominando el mundo (productivo). Afortunadamente, no contaminó con ella lo más salvable de sus planteamientos.
   Si ahora abandonamos los orígenes míticos y elegimos, arbitrariamente, los textos de Descartes como el lugar en el que aflora la época de la representación, podremos observar cómo ya hay en ellos la necesaria referencia de toda representación a un otro, a algo que queda fuera y respecto de lo cual se define, precisamente, por negar su identificación con ello. Las ideas de Descartes, constituyen representaciones de un mundo con el que no podemos tratar directamente y eso, el hallarse en lugar del mundo, las define. La negación, la oposición, ese “ser” que se refiere necesariamente a algo que no “es”, no conforma un carácter de la realidad, ni del mundo, sino de las representaciones. No hay representación posible sin esa relación respecto de un exterior que esencialmente resulta negado. No podemos identificar a los representantes del pueblo con el pueblo, ni al representante de un deportista con el deportista, ni al cuadro con el modelo, ni a la puesta en escena de la obra de teatro con la obra de teatro. Y, sin embargo, todos ellos se hallan en el lugar de aquello que dicen representar. Aquí aparece la naturaleza dual de la representación. Por un lado no habría nada en ella sin esa referencia a algo exterior. Por otro, la representación sustituye, niega ese exterior al que necesariamente se tiene que referir. La dialéctica resulta, por tanto, pura expresión del carácter negativo de la representación, de la exclusión a la que lleva toda representación. Fuera del marco representativo, carece de valor. Y eso precisamente, constituye el rasgo distintivo de nuestra época. Ya no vivimos en la era de la representación, sino en una nueva era en la que domina un género específico de esas representaciones, las imágenes.
   Las imágenes, como cualquier representación, se hallan en lugar de aquello de lo cual constituyen una imagen. Pero, a diferencia de las representaciones, no se definen por negar aquello de lo cual provienen, bien al contrario, se comportan como si aquello de lo cual provienen no tuviera otra realidad más que la presente en ellas. Para nosotros las imágenes resultan indiferenciables del “ser”. Identificamos a una persona por su fotografía, a una empresa por su imagen corporativa, a un hecho con un gráfico, a un adulterio con una grabación y a Cleopatra con Liz Taylor. Existe de nosotros lo que de nosotros aparece en Facebook, en Instragram, en las fotografías de nuestras vacaciones, en los vídeos de nuestros hijos, en las imágenes que tomamos de nuestro cuerpo, vestido o no. Ahora bien, no hay negación en las imágenes, ninguna imagen puede decirse la negación de otra, ninguna imagen viene a contraponerse a otra, sino, todo lo más, a complementarla. La dialéctica, que tan bien se las apañaba con las representaciones, no sirve en el mundo de la imagen. El “ser” de la imagen no puede referirse a la nada, porque entonces, la imagen tendría que reconocer la existencia de algo más allá de ella y ya no podría presentarse como “la realidad”, sino como simple copia. El “ser” de la imagen  excluye la nada al rango de lo inexistente, pues sólo existe lo que se emite y retransmite, quiero decir, salta directamente al movimiento. Ahora los señores se embarran en duelos de imágenes proyectadas como torrentes a través de los medios de comunicación que dominan y de los que, sin perder su carácter de amos, ambos salen esclavizados por una imagen en la que nadie puede montarse, como ha ocurrido con Jeff Bezos y Mohamed Bin Salmán. No puede extrañarnos, por tanto, que muchos hablen de esta época como de tiempos “líquidos”, “híbridos”, “confusos”, como los tiempos, en definitiva, en los que las representaciones que utilizaban como conceptos dejaron de valer.

domingo, 21 de abril de 2019

Imagen y responsabilidad corporativa.

   Hace unos años, mi amigo Joaquín García Cruz, profesor de la Universidad Pablo de Olavide, me invitó a una conferencia sobre imagen corporativa que iba a dar cierto catedrático de la Universidad de Sevilla. Aprendí bastante y, además, me resultó muy amena, pero todo cuanto dijo el ponente radicaba en un supuesto, supuesto que comparten todos los que trabajan en este sector, a saber, que las empresas tienen en sus manos forjarse, transformar y administrar su imagen. Obviamente, quien pretenda ganarse las habichuelas con la imagen corporativa y reconozca que, probablemente, el margen de maniobra de las empresas con su imagen resulta más bien estrecho, tiene menos futuro que una persona inteligente en VOX. Por otra parte, existe cierta confluencia de intereses que lleva a fabricar una especie de apoyo a semejante supuesto. Se puede citar, por ejemplo, el derecho a la propia imagen, que crea la ficción de que poseemos algo así como unas imágenes sobre las que tenemos uso exclusivo y que a todos los efectos podemos considerar privadas. Si ahora  identificamos cada una de esas imágenes con un signo, tendremos ya un lenguaje privado, como el que Wittgenstein declaraba imposible, sancionado por la ley. Pero me he alejado del tema. La cuestión radica en que si hubo una época en que semejante derecho podía considerarse garante de algo, dicha época pasó hace tiempo cuando las cámaras y demás dispositivos de registro de imágenes se popularizaron hasta devenir de uso común. Cualquier imagen que se tome, corre el riesgo de circular y una vez en circulación, como ha quedado demostrado tantas veces en los últimos años, ninguna legislación podrá impedir que siga circulando. De hecho, si se quiere entender algo de lo que ocurre a nuestro alrededor, debemos abandonar la pretensión de que hay sujetos que crean imágenes utilizando un dispositivo para generarlas o mostrándose ante semejante dispositivo. Bien al contrario, corresponde a las imágenes crear sujetos, sujetos presidenciables como Zelenski, sujetos aterradores como ése que induce a los niños al suicidio en Youtube o sujetos en los que confiar, como se pretende que ocurra con ciertas empresas.
   Si ahora trasladamos ese supuesto tácito, que una empresa puede controlar plenamente su imagen, al campo de la responsabilidad corporativa, nos encontramos con una especie de  reflejo especular de algo que vimos hace poco, el paso del ser al deber. En multitud de libros sobre responsabilidad corporativa, uno puede leer consejos para que las empresas se impliquen en la mejora de comunidades más o menos alejadas de su público objetivo, consejos sobre cómo debe organizarse tal implicación y consejos sobre la propia estructura y funcionamiento de las empresas. Después, sin que medie tránsito ni explicación alguna, se habla acerca de cómo la responsabilidad corporativa mejora la imagen de la empresa. Desde luego, no digo que la responsabilidad corporativa no contribuya a que una empresa mejore su imagen; sí digo que no he hallado ningún texto que explique cómo ocurre esto, aún más, tengo la profunda convicción de que no lo encontraré. En efecto, quien trate de explicar cómo y en qué medida la responsabilidad corporativa mejora la imagen de la empresa tendrá que entrar en el delicadísimo tema de si se puede considerar la responsabilidad corporativa una cuestión de imagen o no. 
   Ph. Kotler y Nancy Lee daban un precioso ejemplo de cuanto venimos diciendo en Corporate Social Responsibility. Doing the Most Good for Your Company and Your Cause. A principios de este siglo, la empresa de yogures y helados Dreyer’s decidió unirse a la ola de lazos rosas que periódicamente recuerdan a las norteamericanas la necesidad de realizarse chequeos para prevenir el cáncer de mama. Pero Dreyer’s quería algo más que poner lacitos en las etiquetas de sus productos, así que se dirigió a la matriz misma de estas campañas, la Susan G. Komen Breast Cancer Fundation (por cierto que "Susan G. Komen" constituye una marca registrada) para encontrarse con la sorpresa de que su competidor Yoplait había firmado un contrato exclusivo con dicha fundación para figurar como “el único fabricante de yogur comprometido con la causa” de la prevención del cáncer de mama. Planteemos ahora las cuestiones que hemos ido horneando: ¿para qué quiere una fundación para la prevención del cáncer un contrato en exclusiva con un fabricante de yogures? ¿para qué quiere un fabricante de yogures un contrato en exclusiva con una fundación para la prevención del cáncer? ¿para que sus miembros coman en exclusiva yogures de su marca? ¿para que sus yogures figuren como los únicos que previenen el cáncer? ¿Siguió colocando Dreyer’s lazos rosas en las etiquetas de sus productos? ¿qué ocurriría si esta anécdota se convirtiera en un hecho de dominio público? ¿acaso no afectaría a la imagen de Dreyer’s? Obviamente, como señalan Kotler y Lee, Dreyer’s cometió un error estratégico al enrolarse en una campaña sin tener todos los datos, pero ¿qué error cometió Yoplait? Y, sin embargo, preguntemos, ¿qué intereses protegía Yoplait al firmar un contrato en exclusiva con la Susan G. Komen Breast Cancer Fundation? ¿los de la prevención del cáncer de mama? ¿no acabamos de afectar su imagen?

domingo, 14 de abril de 2019

¡Campaña por fin!

   Por fin, la pre-campaña electoral que comenzó en junio del año pasado con la llegada al poder de Pedro Sánchez ha terminado. Han sido diez interminables meses de amagos, golpes de efecto y requiebros con la única finalidad de llegar hasta aquí. El gobierno del PSOE en ningún momento disimuló sus ansias de dar fuelle a un partido, en aquel momento sin aire, y que, tras vencer las disputas internas ha logrado el apoyo de El País. Ahí está el periódico de referencia de la izquierda sacando un día sí y otro también supuestos sondeos que le dan al PSOE ora la mayoría relativa ora la mayoría absoluta. Otra cosa es que eso vaya a atraer de verdad a los tradicionales votantes socialistas, especialmente, teniendo en cuenta lo que han sido sus carteles electorales.
   Cualquier manual de marketing explicará que si se quiere construir un lema de marca resulta imprescindible crear uno que diferencie de la competencia, que la posicione como inferior, que exprese una promesa, que genere emociones, que apele claramente al público objetivo y que no ofrezca malas interpretaciones. Sin embargo, ya hemos explicado que, con frecuencia los lemas de campaña brotan del inconsciente colectivo de los partidos y permiten adivinar sin dificultades cómo se ven a sí mismos. Tomemos de entrada, como digo, la campaña del PSOE. 

De todas las fotografías que podían haberle hecho a Pedro Sánchez, alguien a quien, seguramente, no le han pagado trabajos anteriores, eligió una en blanco y negro en la que más que el presidente en funciones parece un prófugo de la justicia. Al lado (o sobreimpreso), aparece un lema en letras rojas “Haz que pase”, que parece invitar claramente a que los votantes den el carpetazo definitivamente al Sr. Sánchez. La conjunción de una cosa y otra no deja mucho lugar a dudas, se pide que, por fin, pase de una vez el gobierno socialista a la historia, ésa que vemos en los libros con fotos en blanco y negro. Por si fuera poco, todo ello se acompaña de un segundo eslogan, “La España que quieres” y junto a unas imágenes en una de las cuales se ve a un niño agarrando del cuello a un señor mayor, insinuando, tal vez, que España desea estrangular a los pensionistas para librarse de tan pesada carga económica. Otra secuencia nos muestra el mismo eslogan con una joven que lleva escrito en la cara “No es no”, quizás porque se nos insiste en que hay que decirle que no al Sr. Sánchez o quizás recordando sus afirmaciones para con los independentistas, pero que, en cualquier caso, no queda claro qué emoción quiere despertar en los que tengan la dudosa gratificación de contemplar estas imágenes. Por si no se habían incumplido todas las recomendaciones del marketing, queda la guinda: resulta que el lema “Haz que pase” ya había sido registrado por una empresa. En lugar de retirar su campaña, los socialistas han emitido un comunicado con la boca pequeña por el que se comprometen a “no volver a utilizar este lema”. Ya se sabe, nos han venido a decir, esto son cosas de la campaña, pero en quince días nos olvidamos de todo, como de “La España que quieres”.
   Pero si desean originalidad no hay nada como el PP:

“Contamos contigo”, dicen. ¿Seguro que saben contar? Porque a mí me parece que éstas son las cuentas del Gran Capitán. Sin embargo, ellos están convencidos de hacerla muy bien, tan convencidos que, por sus cálculos, han adquirido un “Valor seguro”, el Sr. Casado, el mismo que tuvo que llamar a capítulo al Sr. Illana veinticuatro horas después de nombrarlo número 2 en la lista por Madrid, el mismo que, como secretario de comunicación del PP, dijo que la corrupción era “la seña de identidad” de su partido, el mismo que afirmó que “nadie habla bable en Asturias”, el mismo que calificó la conquista de América como “la etapa más brillante de la humanidad”, el mismo que declaró que en mayo del 68 “destrozaban las calles porque se aburrían” o que la ocupación de viviendas constituyen una “falta” (figura desaparecida del Código Penal en 2015), etc. etc. etc. Pues si a esto lo consideran un valor seguro no me quiero imaginar lo que consideran “cierto riesgo”. En cualquier caso, queda bien claro que al partido le importa el dinero, las acciones, los valores y no las personas. Y para remacharlo, de fondo de cartel, un muro, que no sabemos si es el de Berlín, el de Pink Floyd o el de la cárcel en la que piensan encerrarnos a todos, pero del que el Sr. Casado, sin duda alguna, constituye una ladrillo más.
  Y, por fin, llegamos a los sospechosos habituales.

Ciudadanos presenta a Albert Rivera exactamente como salía reiteradamente el diabólico mafioso Keyzer Söze en la película del mismo título de 1995, sobre una especie de fondo en llamas dispuesto a pegarle cuatro puñaladas al que se le ponga por delante. 

Eso sí, su lema es original con narices: “¡Vamos!” Les falta el “¡A por ellos! ¡Oe!” Para animar a la militancia no está mal, como lema de posicionamiento hubiese puesto enfermos a Ries y Trout.
  Imagínense que han nacido en Francia, Inglaterra o Alemania y que han aprendido español a conciencia. Les han enseñado que la “-o” final, suele indicar masculino y la “-a” femenino, “-os” constituye una desinencia para indicar el genérico en un grupo formado por hombres y mujeres o bien por hombres solos y que “-as” corresponde a un plural cuando se trata de un grupo formado sólo por mujeres. Ahora vienen a España y se encuentran un cartel con un señor con barba y cara de estreñido de nombre Alberto Garzón encabezando una formación llamada Unidas Podemos. ¿Cuántos tornillos se les saltarían? 

Por si fuera poco esta formación, tan femenina ella, tacha a todos los votantes de fachas, pues se declara estar a “Tu izquierda”. Si están a la izquierda de todos los que vean los carteles ¿quién va a votarles? 
  Y todo esto sin que ninguno de ellos haya abierto todavía la boquita en un mitin. Después preguntarán por qué emigran los jóvenes de este país...

domingo, 7 de abril de 2019

A vueltas con la historia.

   Aunque la paz de Augsburgo había puesto término al enfrentamiento del emperador Carlos V con los príncipes luteranos, los inicios del siglo XVII no presagiaban nada bueno. El acuerdo que terminó las guerras religiosas del siglo anterior vinculaba a católicos y los protestantes existentes en aquel momento, quiero decir los luteranos, que adquirieron con ello el estatuto de forma alternativa de entender el cristianismo respecto de lo predicado desde Roma. Desde entonces, sin embargo, habían comenzado a expandirse otras iglesias protestantes, particularmente el calvinismo y el anabaptismo, que amenazaron la hegemonía luterana e, incluso, en el caso de éste último enarbolando de nuevo el omnia sunt communia, los fundamentos sociales mismos en los que arraigó la doctrina de Lutero. A partir de ese momento, la fractura del campo protestante hizo que los partidarios de entender la Reforma de un modo u otro compitieran entre sí por demostrar quién merecía el calificativo de más acérrimo enemigo del emperador y de los católicos, generando un rápido proceso de radicalización. Del lado católico las cosas no transcurrieron de un modo muy diferente. Desde la firma del mencionado tratado, los príncipes católicos bajo el amparo del emperador y del Papa, habían pugnado por ir arrancando trocitos cada vez menos pequeños de la libertad religiosa conquistada por los reformistas. La quema de iglesias protestantes se había convertido en un ejercicio habitual entre los católicos y, del mismo modo, abortar cualquier manifestación de culto católico constituía moneda corriente en los principados protestantes. En 1606 la mayoría luterana de Donauwörth impidió que los católicos de la ciudad realizaran una procesión, éstos pidieron la ayuda del Maximiliano I de Baviera y los protestantes reaccionaron creando la Unión Evangélica o Unión de Auhausen en 1608, liderada por el muy calvinista y anticatólico Federico IV del Palatinado. La respuesta católica no se hizo esperar y un año después, en 1609 crearon la  Liga Católica encabezada por el ya mencionado Maximiliano I. En los años siguientes Unión y Liga hicieron todo cuanto humanamente tuvieron a su alcance por exacerbar el odio entre católicos y protestantes. Con sus proclamas, amenazas y acciones no dejaron lugar a que nadie, de un bando u otro, pudiera mostrar el más mínimo grado de mesura sin que se lo acusada de traidor. Jamás, en ninguno de sus días de existencia, hicieron el menor intento por calmar los ánimos, tender puentes o comprender al otro. Aplaudieron cada salvajada hecha por los suyos y magnificaron cada una de las hechas por los del otro bando hasta que la situación devino absolutamente insostenible. Hacia 1618 resultaba para todos evidente que se avecinaba una catástrofe, aunque nadie pudo vaticinar cómo se iniciaría. Y lo inevitable, aquello por lo que los miembros de la Unión y de la Liga se habían esforzado tanto, acabó por ocurrir. La guerra de los Treinta Años asoló los territorios del Sacro Imperio Germánico. Las armas de fuego quizás no causaran más de cinco millones de muertos, pero los ejércitos constituían plagas que arrasaban por completo los territorios en los cuales se asentaban para pasar los largos inviernos, dejándolos sin comida, sin cultivos y sin hombres. Las hambrunas y las enfermedades camparon a sus anchas hasta el punto de que tuvieron que pasar más de 300 años para que Europa se enfrentara a una devastación semejante.
   Pues bien, lo más terrible de toda esta terrible historia radica en que ni los miembros católicos de la Liga, ni los protestantes de la Unión parecieron darse cuenta del desastre al cual arrastraban a aquellos a los que decían defender. Cuando la guerra estalló ni uno ni otro bando se hallaba preparado para la contienda ni política ni militarmente. Incluso después del levantamiento de Bohemia que inició la carnicería, los miembros de la Unión se reunieron como si nada hubiese ocurrido planteándose qué medidas debían tomar. Las desconfianzas entre luteranos y calvinistas la hicieron completamente inoperante y la improvisación militar que les llevó a la derrota de la Montaña Blanca tres años después del inicio de las hostilidades, condujo a su disolución y a la primera intervención directa de una potencia extranjera en la guerra. Peor destino vivió la Liga. Hacia 1618 se hallaba virtualmente extinguida pues hacía años que sus supuestos miembros no aportaban dinero alguno a ella. Con el inicio de la guerra, el emperador movió sus hilos para restaurarla y la coalición que batalló durante la guerra de los Treinta Años con el nombre de Liga Católica, sólo mantenía una continuidad nominal con la que hizo inevitable la catástrofe. Si uno sigue detenidamente el devenir de la Unión y de la Liga, la sucesión interminable de provocaciones, incidentes y coacciones y, a la vez, su completa y absoluta falta de preparativos para lo que se avecinaba, se llega a la fácil conclusión de que aquellos fervientes defensores de la causa de Lutero y de Roma, en ningún momento se dieron cuenta del abismo hacia el que conducían a sus conciudadanos. Llegamos, pues, a la pregunta que estos hechos históricos debieran plantearnos cada día: ¿le importa algo a los que medran expandiendo el odio (hacia el español, hacia el catalán, hacia el vasco, hacia el inmigrante, hacia Europa) el abismo al cual nos conducen?