domingo, 28 de julio de 2013

Rugby

   Me gustan todos los deportes que no practicaría ni loco. El rugby es uno de ellos. Como la mayoría de los españoles lo descubrí con las retransmisiones del torneo de las (por entonces) Cinco Naciones en La 2. Me fascinó aquella mezcla de caballerosidad, honor y brutalidad. Por aquel entonces, el rugby era un deporte amateur hasta límites insospechados para alguien acostumbrado al fútbol. Recuerdo imágenes del vestuario de Escocia tras una impresionante victoria sobre Inglaterra. Los jugadores trataban de localizar sus carteras para comprar las camisetas con las que habían jugado. Como aficionados, su indumentaria pertenecía a la federación y si querían llevársela a casa, tenían que comprarla. 
   Poco a poco, con las retransmisiones televisivas, el dinero comenzó a afluir y empezaron a menudear los jugadores de “profesión no declarada”, eso sin contar que las ligas de rugby profesional hacían estragos llevándose a las grandes figuras. Hoy día no queda prácticamente nada de aquel juego de aficionados. No se trata ya de las grandes potencias. Si uno va descendiendo por el ranking mundial, países como Samoa, Tonga, Fiji, incluso Georgia, tienen un buen número de sus jugadores en las ligas francesa o inglesa. Inevitablemente, el rugby se debate entre caer en el mercantilismo o devenir puro espectáculo, debate que, más para mal que para bien, ya han resuelto el resto de los deportes multitudinarios. Hace unos años, se cambiaron algunas reglas para hacer los partidos más espectaculares. Se permitió el uso de estrategias en los lanzamientos de banda y se exigió que el jugador caído soltase inmediatamente el balón. Desde luego, los partidos se han hecho más vistosos, pero hubo que vencer la resistencia de los puristas que se habían atrincherado contra los cambios. Ahora mismo hay una comisión para reformar las melés y no parece que haya generado ningún resquemor. La propia aceptación de Italia como sexta nación en el famoso torneo del hemisferio Norte, fue, en buena medida, por cuestiones de ingresos televisivos, pues quien merecía ese honor, según los expertos, era Rumanía.
   Pese a ello, sigue estando prohibido engañar al rival, discutir con el árbitro, perder el tiempo, intentar cobrar cualquier ventaja que no sea por el uso de la inteligencia o de la fuerza, no dejar lugar para las pillerías. Las aficiones siguen bebiendo juntas (y revueltas) en las gradas, mientras animan a sus equipos sin que haya incidentes, sigue existiendo el tercer tiempo, siguen existiendo los Barbarians y los British & Irish Lions. ¿Se lo imaginan Uds? Un combinado formado por los mejores jugadores de Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda. Los jugadores que se enfrentan a muerte en el Cinco Naciones forman un equipo y hacen una gira, cada cuatro años, por una de las potencias del Sur: Australia (este años), Nueva Zelanda y Sudáfrica. Pues bien, olvídense del fútbol y esas pachangas llamadas "partidos amistosos". Los jugadores son capaces de renunciar al Cinco Naciones por acudir a esa gira. Aún más, los British & Irish Lions son uno de los conjuntos que más aficionados mueven. Ingleses, galeses, escoceses, irlandeses, uniformados todos con camisetas rojas, han llegado a formar amplia mayoría del público en los partidos contra Australia, bebiendo y animando juntos a su equipo.
   Durante las retransmisiones del Cinco Naciones oí hablar por primera vez de una selección apodada los All Blacks que bailaban una danza de guerra maorí antes de los partidos y de otra, famosa por sus delanteros, en aquellos momentos excluida de las competiciones internacionales por culpa del apartheid. Algunos  años después, Nelson Mandela fue liberado, el régimen racista se fue, por fin, a las cloacas de las historia y pudimos disfrutar de la primera Copa del Mundo de rugby. TVE hizo una de sus famosas jugadas arrebatándole a Canal + la retransmisión del evento a base de poner millones sobre la mesa para emitir después únicamente dos partidos, una semifinal y la final. Afortunadamente la semifinal fue el Australia-Francia, uno de los mejores partidos que yo había visto hasta ese momento.
   Después he ido descubriendo competiciones por mi cuenta, la Heineken Cup, la Premiership, el Tres Naciones (Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica), que el año pasado admitió, por fin, a Argentina y ahora se llama Rugby Championship y, por encima de todo el Super XV (antes Super XIV, y antes Super XIII y al principio de todo Super XII). El Super XV es un torneo de clubes de Nueva Zelanda, Australia y Sudáfrica. En mi opinión, es el torneo más divertido de todos. No tiene el “Tierra de mis padres” cantado por todo un estadio, como ocurre en Gales durante el Cinco Naciones, no tiene hakas, no tiene Calcuta Cup, pero juegan delanteros espectaculares, se prima el juego a la mano y los ensayos, se busca siempre la ruptura de la línea contraria... Este fin de semana se juegan las semifinales y el próximo la final. Si están interesados por el rugby, se lo recomiendo.
   Veo mucho rugby, he visto mucho rugby, de modo que tampoco nadie tiene que descubrirme la cara oculta de este deporte. El famoso tercer tiempo, esa quedada de los jugadores para beber juntos después de los partidos, se ha vuelto peliagudo. Son públicos y notorios los problemas con el alcohol de más de un jugador de talento, como Zac Gildford o Kurtley Beale. Alguna gira de un combinado maorí por Sevilla ha terminado con la intervención de la policía. Claro que, para batalla en la capital hispalense, la que protagonizaban día sí, día también, jugadores de rugby y lanzadores de peso que compartían pista de entrenamiento. Aún recuerdo a un delantero de Gales al que su homólogo inglés (de profesión policía por más señas) le partió la nariz por dos sitios de un puñetazo.
   En fin, aquí les dejo las dos hakas que bailan habitualmente los neozelandeses. La más habitual es la Ka mate, cuya letra dice algo así como “venid que todos somos hermanos y vamos a darnos la mano”. La otra, Kapa o pango, creo que se puede traducir como “Démonos un abracito y después un besito”. El último vídeo es una nueva técnica inventada por George North en la última gira de los British & Irish Lions que podría calificarse como “placa a tu placador”. Que lo disfruten.








domingo, 21 de julio de 2013

Bye, bye Wittgenstein's Pie

   Hacia principios de los ochenta, cierta empresa automovilística se encontró en una extraña situación. Los informes que obraban en su poder indicaban una expansión del mercado de los todoterreno, particularmente en los países de habla hispana. Habían diseñado un producto con notables innovaciones tecnológicas que causó expectación en las ferias por las que pasó. Su lanzamiento al mercado resultó brillante en los países asiáticos, no tanto en EEUU y fue un auténtico fracaso de ventas en Hispanoamérica. La casa matriz solicitó todo tipo de informes a sus filiales, pero ninguno de ellos explicaba el origen del problema. Se realizaron múltiples reuniones con los responsables en España e Iberoamérica, igualmente infructuosas. Finalmente, en una de ellas, con seguridad alguien joven que desconocía lo que no se de debe decir en una reunión de estas características, levantó la mano e indicó que, simplemente, era imposible vender un producto con ese nombre en un país donde se hablase español. Los directivos nipones sonrieron con suficiencia y le espetaron que el nombre había sido elegido pensando precisamente en esos países, de hecho, pertenecía a un felino de Sudamérica. “Bien, debió insistir el joven, ¿y cómo se llama ese felino?”. “Pues, Leopardus, Leopardus pajeros”. “De eso se trata, concluyó el joven, no es fácil conseguir que alguien que hable español se suba a un Pajero”. Los directivos acabaron por darle la razón al joven y así fue como el Mitsubishi Pajero pasó a denominarse Mitsubishi Montero. “Milagrosamente”, el cambio de nombre hizo que su ventas subieran como la espuma. Por desgracia, en Mazda nunca hubo un joven de estas características para explicarles por qué no se vendía entre las mujeres hispanas su modelo Laputa, ni en Toyota para explicar el fracaso en Francia del Toyota MR-2 (léase “merdeux” y recuérdese que en francés existe la palabra merde de obvio significado), ni en Lexus para explicar que ninguno de sus modelos debía llevar el nombre LF-A (léase “lefa”).
   Cambiemos de tercio. Supongamos ahora que vive Ud. en Milán y que tiene una hija de pocos meses a la que quiere dar una educación de élite desde su más tierna infancia. Una educación, por ejemplo, bilingüe. Así aprenderá español en casa, italiano e inglés. Le hablan muy bien de una guardería con esas características y decide ir a verla. ¿Se molestaría en traspasar el umbral de la Follador Nursey School? Follador es un apellido como otro cualquiera en Italia. De hecho, existen las bodegas Follador. Ud. puede pedirse un Follador en cualquier restaurante de postín y comprobará su solera, “Follador since 1769" podrá leer en la etiqueta. No siempre es buena idea ponerle el apellido familiar o cualquier otro nombre al que se está emocionalmente unido a unos vinos, en especial si uno vive en un Estado hispano como Texas y quiere llamar a sus vinos como a su barco, porque el resultado puede ser los vinos Kagan.
   A veces el problema está en una palabra que cambia de significado con el tiempo. “Gay”, por ejemplo, era un adjetivo que significaba “alegre” hasta los años 60 del siglo XX. De ahí el helado Golden Gaytime australiano. Hartos de ver caer las ventas, la empresa que lo comercializa, Streets, decidió coger el toro por los cuernos y relanzarlos con su eslogan original: “It’s hard to have a Gaytime on your own!” Esto debe contextualizarse, en Australia existe una potente comunidad gay y a ella se dirigía como público objetivo los anuncios de Streets. Ni que decir tiene que en otros países, como la vecina Nueva Zelanda, lo comercializan con otro nombre. No sabemos si el agua Sogay pretende seguir esa estrategia, tampoco sabemos si sus anuncios son del tipo: “Bebe Sogay”. La mayoría de las empresas son mucho más precavidas. Knorr, por ejemplo, no ha comercializado (todavía) en España sus sopas de verdura Pota, cosa que sí hace en Japón (1). 
   Encontrar el nombre adecuado para un producto es hasta tal punto difícil que se ha creado toda una rama del marketing, el naming. Es fácil de entender, ¿compraría Ud. el suavizante Rasrras? ¿la secadora Chofchof? ¿el sistema operativo Colga-2? ¿por qué si no los ha probado? En cambio sí está dispuesto a pagar por obtener “inmunitas”. El nombre es lo que hace oler a una rosa, saber bien a un refresco y curar a un medicamento. El problema está en que si intenta Ud. encontrar una explicación a estos hechos en la filosofía del lenguaje contemporánea, no la hallará. Toda esta disciplina está dominada por la doctrina de Wittgenstein de que el significado de una palabra es su uso y que el uso se produce en un contexto no exclusivamente lingüístico, lo que suele llamarse un juego del lenguaje. Aún más, Wittgenstein señalaba que las palabras no tienen “un” significado, tienen tantos significados como juegos del lenguaje de los que forman parte. A lo sumo, puede decirse que entre esos juegos del lenguaje hay cierto “parecido de familia”, pero no puede hablarse ni de evolución de un juego del lenguaje ni puede explicarse cómo y por qué una determinada palabra adquiere un significado o lo pierde.
   Nuestros políticos son todos wittgenstenianos convencidos y creen que si usan muy a menudo términos como “daños colaterales”, “contratos de formación” o “violencia de género” nos olvidaremos de los inocentes asesinados, del empleo precario o de las mujeres maltratadas. Si, efectivamente, el significado de una palabra dependiera de su uso en un juego del lenguaje, nadie se acordaría del onanismo, ni de prostitutas al hablar de coches, ni del priapismo al hablar de guarderías ni de vinos, ni de la homosexualidad paladeando un helado o refrescándose con una botella de agua. En este mundo en el que el centro de atención de los filósofos es lo que ocurre con sus cátedras, nadie parece haber descubierto lo que saben los especialistas en marketing desde hace décadas, que hay algo en las palabras que las aferra a significados concretos y que las lleva a arrastrar ese significado, digamos, plegado en su interior, por todos los juegos del lenguaje en los que van participando. Y ese algo no es otra cosa que la posición que ocupan en nuestras mentes. Pero, claro, para sacar este género de conclusiones hay que hacer lo que Wittgenstein pedía, pensar con él y no interpretarlo.


   (1) Pueden encontrar muchos más casos en la siguientes páginas:
   http://www.motorpasion.com/industria/nombres-de-coches-poco-afortunados-ford-corrida-mi
tsubishi-pajero
   http://www.comandopollo.com/2013/04/29/curiosiosidad-del-d%C3%ADa-productos-con-nombres-poco-afortunados/
   http://blogs.elpais.com/el-comidista/2013/04/nombres-inapropiados-comida.html
   http://ziza.es/2012/09/11/nombres_poco_afortunados.html

domingo, 14 de julio de 2013

Una de viajes

   Hubo una etapa en mi vida en la que solía viajar al extranjero con cierta regularidad. En aquella primera época de la aviación comercial, los cielos estaban dominados por las compañías de bandera, que trataban a sus clientes a cuerpo de rey. Iberia solía dar un rancho medianamente apetecible,  Lufthansa te cebaba. Recuerdo que en vuelos que no llegaban a las tres horas, te daban cinco comidas, incluyendo un refresco acompañado de anacardos. Más de uno aprovechaba para pedir champán y no solía faltar la prensa del país de partida y del país de destino. Las autoridades aeroportuarias iban en la misma línea. Una vez me perdí en Heathrow y, con mi inglés macarrónico, sacado de las películas, conseguí que una empleada me diera acceso a un pasillo prohibido a los viajeros para acceder a la terminal en la que debía estar. Pasé varias veces por el aeropuerto de Frankfurt, un aeropuerto en permanente alerta roja por los atentados que había vivido en los 70. Allí la policía patrullaba habitualmente con perros y con el dedo apoyado en el gatillo de los subfusiles. Pero si uno obviaba estas circunstancias, aquel aeropuerto no era en nada diferente de los demás.
   Cualquier pasajero que se preciara hacía gala de sus horas de espera en un aeropuerto como los pilotos lo hacen con sus horas de vuelo. No obstante, a poco que uno se supiera mover y tuviera ganas de conversación, la estancia en las salas de espera era una experiencia provechosa. En el aeropuerto de Barcelona aprendí el truco de irme hasta el puente aéreo con Madrid, porque allí podía obtenerse El País gratuitamente. Llegase donde llegase, me daba mi paseíto hasta la sala de espera del puente aéreo para conseguir mi periódico gratis si no me lo habían dado durante el vuelo. Pero la cosa iba más allá. En cierta ocasión me fue imposible encontrar billete para ir de Barcelona a Hannover, así que tuve que realizar un curioso periplo Sevilla-Madrid-Frankfurt-Sttutgart-Hannover. En esencia, todo un largo día volando o, mejor dicho, esperando en los sucesivos aeropuertos. A Frankfurt ya llegué cansado,  pero las sorpresas comenzaron en Stuttgart. Iba con la idea de buscar alguna tienda donde poder comprar algo de comida porque en Hannover me esperaba un frigorífico vacío. Apenas desembarqué, me vi conducido a la sala de espera de mi vuelo. Era una sala de reducidas dimensiones y cerrada, con lo que se esfumaba la posibilidad de buscar una tienda. En medio de la sala había una enorme fuente de varios pisos con sándwiches, yogures, fruta, barritas energéticas, alguna chuchería... Nada tenía precio. No había báscula alguna donde pesarlo. Ningún cartel que hiciera referencia a la fuente, ningún empleado estaba presente. Estaba solo allí. Como buen español, mi primer impulso fue abalanzarme sobre la fuente y coger un poco de todo. Me contuvo la idea de que entrase de repente un alemán y pensase precisamente eso: “ya está aquí el típico español arramblando con todo”. Me senté a observar qué ocurría. Durante largos minutos no ocurrió nada. Se acercaba la hora de mi vuelo y no entraba nadie. De pronto comenzaron a llegar alemanes. Los primeros mostraron ante la fuente el típico gesto de sorpresa alemán, es decir, no movieron ni una pestaña. Al cabo, uno se acercó y cogió algo. Fueron llegando cada vez más alemanes que cada vez se lo pensaban menos a la hora de coger cosas. Uno encontró algo en lo que yo no había reparado: ¡había bolsas de papel para quien quisiera llevarse más de un producto! Tomó su bolsa y bien que la llenó. Como mi madre me había enseñado que allí donde fuese hiciera lo que viese, lo imité. Me llevé comida para la cena, para el desayuno del día siguiente y casi para el almuerzo. 
   Pero las sorpresas no habían terminado. De todos los que acabamos por estar en aquella sala de espera, sólo cinco o seis íbamos a Hannover. El resto tenía por destino un vuelo posterior. En el avión nos aguardaban cuatro azafatas, como las que se gastaba la Lufthansa por entonces, con unas ganas soberanas de cachondeo porque llegaríamos a Hannover en pleno sábado por la noche. En fin, no sé si el Alzheimer logrará borrar de mi memoria aquel vuelo.
   La última vez que estuve en Heathrow un calvete me hizo quitarme los zapatos y me magreó entero. Si mi inglés me lo hubiese permitido le habría dicho que lo que él quería se pide en mi país de otra manera. Espero que fuese policía porque no iba de uniforme e igual es que le gusté a uno que pasaba por allí. Peor fue en Orly, un tipo con aspecto de hindú estuvo a punto de reconocerme la próstata. Por cierto, Orly es ese modelo de edificio por el que a los arquitectos les dan premios pero que son insufribles para quienes tienen que utilizarlo. Muy bonita la idea de hacer una terminal con forma de ameba, pero ¿alguien ha estudiado cómo se orientan los seres humanos en el interior de un ameba o cómo puede organizarse óptimamente la circulación por su interior? Por mi propia experiencia la respuesta es: muy mal. En el Charles de Gaullle tuvieron la brillante idea de retirar las papeleras. Me tiré una hora con una lata de Coca-Cola vacía en la mano, de hecho, la tuve que pasar por un detector de metales. Es cierto que con tanto registro, tantos impedimentos, tantas colas ante los controles, uno no tiene tiempo de aburrirse con las interminables esperas. De hecho es todo lo contrario, resulta casi milagroso poder enlazar dos vuelos. Y lo de conocer a gente en los aeropuertos ya pueden olvidarlo, después de que te hayan sobado tantos desconocidos, ¿para qué vas a hablar con uno/a más?    

domingo, 7 de julio de 2013

El panóptico global (y 4): La ejecución de Snowden.

   Michel Foucault abría su Vigilar y castigar, con una pormenorizada descripción del modo en que fue ejecutado Robert François Damiens el 28 de marzo de 1757. Cierta profesora de facultad tuvo a bien leérnosla un día a primera hora de la mañana, justo cuando nuestro desayuno comenzaba a ser digerido. Creo recordar que hubo quien se salió de clase. No tendré yo el mal gusto de repetir lo que cuenta Foucault, que, además, lo cuenta mucho mejor de lo que yo podría reproducirlo. Baste decir que Damiens atentó contra Luis XV causándole heridas leves y que, a consecuencia de ello, fue juzgado sumariamente, condenado y ejecutado de un modo tan brutal como simbólico. Foucault lo pone como ejemplo del poder barroco, desmesurado, ostentoso, recargado de simbolismo. A partir de ese momento comienza una evolución que pretende hacerlo menos aparente, menos llamativo, menos puntual y lo lleva actuar de modo continuo, sin por ello perder su capacidad para doblegar voluntades, someter a las mayorías, homogeneizarnos a todos. Si el poder barroco se ejerce sobre los cuerpos, grabando a fuego las marcas de su dominio, el panóptico es ya una demostración de cómo, a través de los cuerpos, se puede ir más allá. El panóptico no deja trazas en los cuerpos sino en el aire, en la luz, en lo que se ve.
   Los clásicos son clásicos porque, aunque estén alejados en el tiempo, siguen siendo actuales y Foucault lo es, el panóptico lo es, Vigilar y castigar lo es y mucho. A los asesinos en serie se les proporciona un abogado de oficio que los defiende con todas las garantías ante un tribunal. Los miembros de una banda terrorista gozan de juicios cubiertos por los medios de comunicación en los que hasta les es dado señalar con el dedo a sus jueces y amenazarlos. Pero si alguien atenta contra el poder, quiero decir, si alguien atenta realmente contra el poder, será perseguido sin piedad, encarcelado violando las más elementales normas del derecho penal, sentenciado de antemano, condenado a las más elevadas penas y cumplirá íntegramente su castigo si no acaba muriendo olvidado en el archivo de algún juzgado. Hoy podemos ver, (quiero decir, no ver, porque los medios de comunicación lo están ignorando bochornosamente) el juicio que se está celebrando contra el soldado Bradley E. Manning.
   Manning “clavó un alfiler” (como dijo Voltaire de Damiens) en el costado del actual Luis XV, arrojó luz sobre el modo en que se hace política internacional, sobre los procedimientos reales del ejército de los EEUU en sus victoriosas guerras de liberación y documentó algunas de sus matanzas. Los apaños, los chanchullos, el compadreo generalizado con el imperio global, el modo absolutamente sistemático en que los Estados violan sus propias leyes, la más absoluta carencia de dignidad, de vergüenza, de respeto a los seres humanos por parte de gobernantes de todas las tendencias políticas, quedó plenamente al descubierto. Pudimos tener constancia de cómo ministerios de asuntos exteriores aconsejaban a las autoridades norteamericanas esperar a que determinado juez, fácilmente influenciable, estuviese de guardia para presentar sus demandas legales. Supimos cómo las máximas autoridades de la muy libre Europa miraban hacia otro lado cuando ciudadanos de sus respectivos países eran secuestrados, torturados y hechos desaparecer en cárceles secretas. Alcanzamos a entender hasta qué punto todo código jurídico, toda legislación, toda ley fundamental de una democracia es una pura tela de araña para atrapar a ciudadanos de a pie mientras quienes las tejen atraviesan sus huecos como el aire puro de la mañana. Nadie dimitió, ninguna estructura de poder, ningún organismo, ningún político, revisó sus protocolos habituales de actuación, ninguna nueva ley ha sido puesta en vigor para limpiar de una vez las podridas cañerías de nuestros supuestos Estados libres y democráticos. Eso sí, Manning fue detenido, mantenido durante meses en aislamiento absoluto sin que se formularan acusaciones contra él, sometido a una presión psicológica brutal y, finalmente juzgado, en una pantomima de procedimiento legal.
   Ahora Edward Snowden se ha atrevido a clavar otro alfiler en el costado del nuevo monarca absoluto. Que llegue a ser detenido o no es indiferente, está condenado a vivir en un agujero, bien para esconderse, bien porque haya sido apresado. Son los nuevos Damiens, los regicidas frustrados contra los que el poder tiene que demostrar todo su exceso, toda su infinita gama de modos de tortura para escarmentarnos por adelantado a todos nosotros, los que todavía no hemos hecho nada por desmontarlo. De este modo espera mantenernos a raya. Pero para quienes están hartos de que se recorten sus libertades en nombre de la libertad, para quienes no toleran que haya gente por encima de la ley con objeto de mantener la ley, para quienes pretenden, un día, elegir entre posibilidades que no vengan impuestas por quienes saben que, sea cual sea la elección, ellos ganarán, Manning, Snowden, sólo pueden merecer el calificativo de héroes. Héroes que generan el imperativo moral de actuar como ellos, cada uno en la medida de sus posibilidades, hasta donde sienta que alcanza su compromiso. Porque, queridos amigos míos, se acerca el momento de cambiar algo para que todo cambie.