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domingo, 20 de febrero de 2022

Enfermos como nuestros ríos.

   Cuando escribí Enfermos como Ud. El dispositivo farmacológico de Foucault al coaching de salud, busqué, sin encontrarlos, estudios medianamente serios sobre el rastro ecológico que dejan los medicamentos que ingerimos habitualmente. Sólo pude hallar un par de informes, curiosamente autocomplacientes, que cifraban todo el peligro en haber conseguido que los pececitos abandonaran la binariedad de género. El próximo martes, los Proceedings of the National Academy of Science of the United States of America, publicará "Pharmaceutical pollution of the world's rivers" firmado por un equipo internacional que encabeza John L. Wilkinson de la Universidad de York. Se trata de uno de los estudios más amplios llevados a cabo hasta el momento. Analiza el agua de 258 ríos de 137 regiones geográficas de todo el mundo a la búsqueda de 61 principios activos característicos de la medicina y de nuestros estilos de vida. Hay dos modos fundamentales en que estos principios activos llegan al agua de los ríos, el vertido incontrolado de las empresas fabricantes y la metabolización por parte de quienes los ingieren. En teoría, todo medicamento que se aprueba requiere un análisis del impacto ecológico que supondría su liberación en el medio ambiente, pero, dado el desconocimiento que existe sobre los efectos reales que tienen cuando esto ocurre, las cifras límite se han elaborado más atendiendo a los intereses de la industria que a los peligros reales. Nuestras depuradoras no se diseñaron para eliminar estos residuos, de modo que acaban circulando libremente por las aguas que corren por los ríos. 

   Los resultados del estudio no dejan lugar a muchas dudas. La totalidad de los ríos presentan contaminación por un par de decenas de fármacos y una cuarta parte de los mismos se hallaban por encima de los parámetros de control. En más de la mitad de los casos esa contaminación hacía referencia a la metformina, carbamazepina y cafeína. La metformina se presenta habitualmente en los productos médicos como clorhidrato de metformina. Se trata del tratamiento oral característico para la diabetes mellitus de tipo 2. El cansancio, la debilidad y los dolores de estómago figuran entre sus efectos secundarios más habituales. La carbamazepina se ha convertido en uno de los medicamentos "mágicos" de los últimos tiempos. Se aprobó inicialmente para el tratamiento de las convulsiones producidas por la epilepsia. El mercado de la epilepsia no daba para mucho porque el porcentaje de epilépticos en la población se mantiene más o menos estable en torno a los 50 casos por cada 100.000 habitantes año tras año. Sin embargo, el número de trastornos bipolares sube como la espuma de modo paralelo al diagnóstico de TDAH, de hecho, la mayor parte de nuevos diagnósticos de bipolaridad en jóvenes procede de quienes han pasado por la medicación habitual para el TDAH. En consecuencia, las empresas farmacéuticas lograron la aprobación de la carbamazepina y sus derivados “más modernos y eficaces” para el tratamiento del trastorno bipolar como "neuroestabilizante". Desgraciadamente esa "estabilización" de las neuronas también suele producir dolor de cabeza, somnolencia y mareos. La cafeína, por su parte, constituye una sustancia asociada al estilo de vida, presente en buen número de refrescos, además de la procedente del propio café. 

   El estudio hace referencia a la presencia muy extendida de contaminación de las aguas por fluoxetina, sin pararse a valorar semejante hecho. Recordemos, la fluoxetina, por sí misma, constituyó toda una revolución farmacológica cuando se presentó como sustancia capaz de “regular los niveles de neurotransmisores del cerebro” o, más popularmente, como “pastilla de la felicidad” bajo la marca registrada Prozac. Cambió el estilo de vida de una generación y la forma en que la gente se pensaba a sí misma y a su cerebro, hasta que el aumento de las tasas de suicidio entre sus consumidores encendió una luz roja que debería haber centelleado desde la época de sus estudios clínicos. La puesta en retirada del machismo imperante y la visibilización de los problemas de la mujer, ha permitido que se vuelva a prescribir sin rubor, esta vez para aliviar los síntomas premenstruales. Su presencia en las aguas de nuestros ríos muestra o bien su permanencia en el medio ambiente mucho después de que su uso haya decrecido o bien el consumo abusivo de una sustancia cuyos peligros se han documentado amplísimamente. 

   Al menos otras 14 sustancias pudieron detectarse con diversas concentraciones en los ríos de todos los continentes. La lista incluye hipotensores, antihistamínicos, antidepresivos, anticonvulsionantes, anestésicos, anti-inflamatorios, benzodiacepinas, paracetamol y antibióticos. En la lista proporcionada por los autores faltan notables ejemplos de todas estas familias. Se supone que el cuerpo humano los ha absorbido al punto de generar metabolitos que sí pueden encontrarse en las aguas y de cuyo impacto ambiental se conoce todavía menos. Podemos decirlo a la inversa, todo lo presente en el agua debe entenderse como no (o no plenamente) metabolizado por nuestros organismos o, si quiere que lo diga de modo más claro, la mayor parte de estas sustancias se hallan en el agua porque las hemos ingerido en cantidades tan disparatadas que nuestro organismo las excreta sin usarlas. 

   Los ríos más afectados por esta contaminación pertenecen a países en vías de desarrollo, en los que la depuración de las aguas no alcanza la extensión de los más avanzados, pero el crecimiento en los niveles de bienestar de la población ha generado ya una importante medicalización de la misma o bien el traslado hasta ellos de la industria dedicada a la manufactura de dichos productos. La muestra más contaminada que cita el estudio procedía de Lahore, en Pakistán, aunque lugar de honor ocupan también La Paz (Bolivia) y Addis Abeba (Etiopía). Esa cosa que pasa por Madrid y que los madrileños aseguran que lleva agua, el Manzanares, encabeza la lista europea aunque, como digo, hasta las muestras extraídas en la Antártida presentaban contaminación más bien notable.

   Por supuesto, la existencia en el agua de los ríos de determinadas sustancias significa, ni más ni menos, que su presencia en nuestra cadena alimenticia. No existe estudio alguno de los efectos en el organismo humano de una medicación constante, desde antes del nacimiento, aunque se trate de pequeñas cantidades. No existe estudio alguno de los efectos en el organismo humano de una polimedicación constante, desde antes del nacimiento, aunque se trate de pequeñas cantidades. No existe estudio alguno de los efectos en el cerebro humano de la ingesta regular, desde antes del nacimiento, de sustancias antagónicas, tales como los “neuroestabilizadores” y la cafeína o la nicotina. Incluso si supusiéramos que todo eso contribuye a fortalecernos, a hacernos mucho más sanos que la generación de nuestros abuelos y que no provoca todo tipo de trastornos además de “nuevas enfermedades” o lo que la industria detecta como tal, queda en estos datos un inquietante indicio del tamaño de la bomba de relojería que venimos fabricando. Un medio ambiente empapado de antibióticos en cantidades extremadamente pequeñas garantiza, inevitablemente, la aparición de agentes patógenos resistentes a todos ellos. Ahora ya podemos entender qué ha hecho nacer la nueva generación de bacterias superresistentes y que, desde luego, la culpa no la tiene ese “uso excesivo” de antibióticos del que las compañías farmacéuticas, a las que nunca les interesó demasiado fabricarlos, han tratado de convencernos.

domingo, 16 de agosto de 2020

La salvación de la vacuna (y 3)

   Entender el papel de los organismos encargados de aprobar los medicamentos resulta extremadamente simple si tomamos como ejemplo la vacuna contra la Covid-19. Tenemos, de un lado, el poder inmenso de gobiernos que quieren presentarse ante sus ciudadanos como los salvadores de la pandemia. Tenemos, de ese mismo lado, poderosas industrias farmacéuticas que han tenido gastos de desarrollo y, algunas, de fabricación de una vacuna todavía no aprobada, y ante las que se extiende un proceloso horizonte de ganancias. Del otro lado, tenemos un puñado de funcionarios cuya carrera profesional sólo puede seguir una dirección ascendente bien como asesores de esos gobiernos o bien como ejecutivos de esas empresas farmacéuticas. ¿En serio alguien pretende que su decisión se base en criterios científicos, que su juicio tenga un carácter imparcial, que sopesen, pensando en el bien de todos, la contundencia de las pruebas? La “valentía” de las empresas que fabrican productos antes de su aprobación sólo demuestra su convicción de que el producto se aprobará, con independencia de lo que ocurra en la fase III. De hecho, la llegada a la fase III marca sistemáticamente el momento en que las acciones de la compañía de turno se disparan en bolsa, pues todo el mundo sabe que la “cientificidad”, la “empirie”, los hechos, no importan nada cuando del dispositivo farmacológico hablamos. Él regula qué vamos a entender como “hechos”, él decide en qué consiste la “empirie” y él dictamina qué puede considerarse “científico” y qué no. La fase III, como decíamos, como hemos podido observar estos días, forma parte de la campaña comercial de los productos aún no aprobados, marca el momento en que comienza el asalto a los organismos reguladores, el inicio de las ganancias, vía capitalización en bolsa, poco más. 

   Cuando los “expertos” hablan de la “seguridad” de las vacunas en desarrollo se refieren a la seguridad de que se las aprobará; cuando subrayan su “eficacia” se refieren a la eficacia de la maquinaria que las va a poner en el mercado;  cuando mencionan la “protección” que ofrecerán, se refieren al modo en que los Estados han protegido ya a las compañías farmacéuticas contra cualquier litigio que quieran emprender los dañados por estas vacunas desarrolladas de acuerdo con los procedimientos habituales. ¿Para qué necesitan las empresas farmacéuticas un paraguas legal contra las demandas si han actuado del modo “riguroso” y “científico” de siempre? ¿Cómo pueden temer que las vacunas acaben causando más perjuicios que beneficios si se han probado en "miles" de sujetos? ¿Acaso ni ellas mismas se creen la pretendida base empírica que sustenta su negocio?  ¿Por qué ningún “experto” ha formulado esta pregunta? ¿porque ya no queda “experto” alguno que no reciba cheques de esas mismas empresas? ¿porque “experto” puede considerarse hoy día sinónimo de “gancho de trilero”? 

   Tomemos la cuestión menos importante de todas, la menos trascendental, la única que el dispositivo farmacológico nos permite ver: el precio. Leamos lo que un medio de comunicación cualquiera dice acerca del precio de esta vacuna y podrá comprenderse fácilmente cuántas voces, de las que conforman el discurso único sobre la salud y la enfermedad, pueden considerarse independientes. Da igual qué medio de comunicación de masas consulte, siempre encontrará el mismo planteamiento. Algunas de estas vacunas “seguras”, “eficaces” y “protectoras”, saldrán al mercado con el precio de unos pocos cientos de dólares. Otras lo harán a una décima parte de ese precio. Se discute con fruición si esa diferencia no debiera desencadenar una deflación que procure vacunas al más bajo precio posible. Las voces más díscolas señalan que incluso los precios más bajos dejarán fuera de la lucha por conseguirlas a los países pobres y necesitados. Las voces más ortodoxas comparan estos precios con el de vacunas fuera del calendario oficial. Inmediatamente se desvía la atención acerca de la “gran discusión”: ¿a quién se debe administrar antes? Como siempre que hay que tapar algún muerto, aparecen los especialistas en ética para asegurarse de que no quede nada del cadáver a la vista. Mientras tanto, nadie denuncia la desnudez del rey. 

   No hay modo de comparar la vacuna contra la Covid-19 con ninguna de las vacunas en circulación. En primer lugar, como señalamos en entradas anteriores, ya hemos pagado por ella porque nuestros impuestos financiaron la investigación que ha permitido su hallazgo, así que si se nos cobra un miserable céntimo, debemos considerar excesivo su precio. En segundo lugar, esta vacuna, a diferencia del resto de vacunas, no se va a administrar a los recién nacidos, sino a todo el mundo. En consecuencia, por exiguo que resulte su precio, multiplicará por una cifra con varios ceros todo coste en investigación, desarrollo o comercialización que las empresas hayan podido llevado a cabo. Los beneficios van a alcanzar niveles desproporcionados comparados con lo poco que se nos va a ofrecer. Sobre todo porque, cuando ya todos nos hayamos vacunado, este virus que tan poca capacidad de mutación ha demostrado hasta ahora, “mutará”, obligando a renovadas campañas de vacunación a mayor gloria de quienes exigirán entonces cantidades no tan módicas para garantizar la “salud” de todo el mundo.

   Llevo ocho páginas de apretada letra escribiendo sobre el tema y no hago más que dar vueltas en torno a lo fundamental sin haberlo mencionado aún. Lo fundamental consiste en que el dispositivo farmacológico no lo conforman lo “expertos”, ni los periodistas, médicos y miembros de comités deontológicos que canalizan nuestro pensamiento "libre", ni los gobiernos, ni las empresas farmacéuticas, ni “los poderosos”. En el núcleo mismo del dispositivo farmacológico nos encontramos nosotros. Nuestro modo de pensar constituye su motor, el corazón que bombea sangre a su cerebro y oxígeno a sus músculos. Porque nosotros, todos nosotros, quienes saben esto, quienes no y quienes, de alguna manera lo barruntan, incluso Ud. que acaba de llegar leyendo hasta aquí, queremos tomar algo, funcione o no. Tomar algo, con independencia de que sirva, de que cure o de que mate, tomar algo para lo que tengo, para lo que alguien se ha inventado que tengo, para lo que creo tener o para lo que pienso que puedo llegar a tener, se ha convertido en la aspiración suprema de quienes vienen naciendo desde la parte final del siglo pasado. Y en esto, amigos míos, consiste la gran enfermedad de nuestra época.


domingo, 9 de agosto de 2020

La salvación de la vacuna (2)

   Formamos parte hasta tal punto del dispositivo farmacológico, nos conduce a pensar de tal manera, configura nuestra concepción de la salud, la enfermedad, lo conveniente, lo deseable, de tal forma, que nos ciega por completo ante los hechos más palmarios. Si alguien entra en un yacimiento arqueológico y se lleva para disfrute propio lo descubierto con el dinero de nuestros impuestos, a eso lo llamamos expolio. Pero si alguien entra en laboratorios financiados con en dinero de nuestros impuestos y se lleva lo allí descubierto para hacernos pagar nuevamente por ello un precio desorbitado, a eso no lo llamamos “expolio”, lo llamamos “colaboración del sector público con el privado”. Entendiendo por “innovación”, la capacidad para desarrollar investigaciones biomédicas que permitan la aparición de nuevos medicamentos, la élite industrial a la que suele llamarse big pharma, lleva décadas sin innovar en nada. La práctica totalidad de sus productos estrella han salido de laboratorios ajenos a esas empresas. Muchas veces de pequeños laboratorios, adquiridos por las grandes cuando el tratamiento ya ha llegado a la fase de comercialización. Otras veces de laboratorios públicos, como ocurre ahora con Moderna en los EEUU o bien de Universidades, caso de Oxford y Pfizer. Pero esta deformación sistemática de la propiedad privada que se halla en el núcleo funcional del capitalismo, no tiene un carácter universal. La Europa continental, el capitalismo renano, pertenece a otra categoría. La Unión Europea ha firmado un acuerdo con Sanofi, en la cual va a inyectar dinero a espuertas directamente. Han elegido compañero de viaje con tino. Sanofi tiene una sólida experiencia en la colaboración con los Estados para el desarrollo de vacunas. Lo ha hecho con el dengue en Filipinas. Le proporcionó al gobierno filipino viales con la vacuna doce días antes de que el organismo regulador la hubiese aprobado y sin que mediara recomendación alguna de la OMS. Ni siquiera la advertencia de este organismo sobre la posibilidad de que la vacuna no solo no evitase sino que agravase los efectos del dengue, ni siquiera semejante anuncio, digo, paró la campaña de vacunación. En 2017, la propia Sanofi reconoció los riesgos asociados a su vacuna cuando ya se había producido la muerte de al menos 9 niños. Eso sí, sigue pleiteando con el gobierno filipino sobre quién paga la factura correspondiente a todos los que acabaron en los hospitales por culpa de su vacuna.

   Insisto, este caso reciente y todavía abierto, muestra bien a las claras nuestra ceguera ante todo lo que el dispositivo farmacológico nos dice que no debemos ver. En su momento Sanofi anunció que en la fase III de Dengvaxia, su vacuna para el dengue, se probaría en 31.000 niños, una cifra extremadamente parecida a la que ahora se maneja como el conjunto de los sujetos de prueba de la fase III de las distintas vacunas contra la Covid-19. De un modo semejante, tanto Dengvaxia, como estas vacunas, desarrollarán esos estudios en diferentes países a lo largo y ancho del mundo. Y, exactamente como ocurrió en aquel caso, se ha filtrado a la prensa los excelentes resultados obtenidos en la fase II de pruebas. Este calco milimétrico de un procedimiento manifiestamente incapaz de ofrecer resultados "científicos" nos habla con claridad meridiana de a qué se refiere la “eficacia” y “seguridad” que las más brillantes mentes del área biomédica aventuran ya a la futura vacuna y de en qué reside “la valentía” de esas empresas que han fabricado una vacuna que aún no ha concluido su fase experimental. Pero vayamos por partes.

   La fase II, que las actuales vacunas han superado con éxito como lo hizo Dengvaxia va dirigida únicamente a demostrar qué dosis del producto en cuestión no mata a quien la toma. Por eso, esta fase II se lleva a cabo en grupos extremadamente reducidos, que rara vez alcanzan los 50 sujetos. De hecho, esta vacuna, esta vacuna destinada a su inoculación en 10.000 millones de personas, se ha probado en fase II en grupos de  45 individuos. ¿Qué significado tiene, pues, que ninguno de ellos se haya muerto? En realidad tiene muchísimo significado. Las pruebas de fase III, el santo grial de la cientificidad médica, el riguroso garante del doble ciego en el que ni quien administra ni quien recibe la dosis sabe si lo contenido en ella consiste en un principio activo o en un placebo, ese famoso filtro que separa tajantemente la verdad de la medicina farmacológica respecto de los bulos como la naturopatía, homeopatía y acupuntura, en realidad, forma parte de la campaña promocional de cada medicamento. Vioxx, el hipotensor que mató a varios cientos de miles de personas, abrió las puertas a este procedimiento. Los famosos 30.000 sujetos de prueba se distribuyen a lo largo y ancho del mundo, para que su seguimiento resulte impracticable por cualquier autoridad sanitaria. En lugar de una gran prueba con un centro de control único, se reparten en una multitud de pequeños grupos, cada uno a cargo de un “centro investigador” diferente, el cual, a su vez, los asignará a varios médicos. De ellos se espera que se acostumbren a recetar el medicamento y aprendan a reconocer los pacientes potenciales. Rara vez se les permitirá echar un vistazo a otros resultados diferentes de los recopilados por él mismo. Después los especialistas de la compañia de turno se encargan de utilizar todo tipo de herramientas estadísticas para montar los datos como mejor convenga, por ejemplo, seleccionando únicamente los grupos experimentales en los que los porcentajes de cura o de prevención han resultado más llamativos, amalgamando los resultados de diferentes países o continentes, agrupándolos o separándolos por sectores de edad, según interese, y, por encima de todo, encargándose de que no haya manera de rastrear la existencia de grupos de pacientes en los que todo acabó rematadamente mal. En cualquier caso, una cosa debe quedar meridianamente clara: a las autoridades encargadas de aprobar la vacuna no llegarán los resultados de los 30.000 sujetos de prueba. Con mucha suerte la aprobación se producirá teniendo en cuenta lo que pasó con el 10% de los mismos. Pero todo esto palidece ante la gran cuestión. Algo que merezca la pena llamarse “vacuna”, debe prevenir la infección, al menos durante un año. Ahora bien, para saber si un producto genera inmunidad durante un año, antes de su aprobación, debería seguirse lo que ocurre con los sujetos experimentales durante… ¿seis semanas? ¿Cómo puede alguien que se considera a sí mismo “científico”, que acumula títulos, cargos, menciones, honores y gloria en el campo de la medicina, asegurar a la opinión pública que la vacuna contra la Covid-19 “será segura y eficaz” si las pruebas de la misma en ningún caso se van a prolongar el tiempo suficiente para saber si efectivamente el potingue merece el nombre de vacuna o no? ¿En qué criterio, en qué método, en qué procedimiento “científico”, se apoya para hacer semejante aseveración? ¿En la nigromancia, en la mántica, en el Tarot? ¿Por qué entonces la multiplicación ad nauseam de estas declaraciones? ¿Porque no se trata del caso particular de esta vacuna sino del caso general de todos los medicamentos? ¿Porque ni una sola de las pócimas legalmente aprobadas en los últimos 50 años ha demostrado concienzudamente su eficacia y seguridad antes de que los pacientes comiencen a ingerirlas? 

domingo, 2 de agosto de 2020

La salvación de la vacuna (1)

   Dentro del mundo de los medicamentos, las vacunas constituyen un pequeño nicho que apenas reporta 10.000 millones de dólares anuales de beneficios en los EEUU desde 2006. Aunque una vacuna tarda de promedio diez años en obtener la autorización del organismo regulador de turno, el 70% de las líneas investigadas acaban obteniéndolo, algo inusual si se compara con otros productos farmacéuticos. Su comercialización también tiene rasgos específicos. El mercado puede considerarse en la práctica regulado, lo cual reduce sensiblemente los márgenes de beneficios, pero el 90% de las vacunas tienen un comprador predeterminado sin necesidad de campañas publicitarias. Campañas publicitarias, por otra parte, que las farmacéuticas incluyen como “costes de desarrollo” cuando nos cuentan lo que invierten para sacar cada medicamento al mercado. De todos modos, las vacunas presentan un problema. La práctica habitual en la introducción de nuevos medicamentos desde finales del siglo pasado, consiste en lograr su aprobación y su inclusión en los programas nacionales de salud para pequeños sectores de la población y, posteriormente, “descubrir” que se puede aplicar a masas mucho mayores de la misma. Por ese procedimiento, la fluoxetina, comercializada inicialmente como Prozac, acabó en el estómago de las mujeres para prevenir las molestias de la menstruación y la aspirina en el de los mayores de 40 años para prevenir los infartos cardíacos. Además, buena parte del calendario de vacunación de los países desarrollados lo copan enfermedades reconocidas como críticas mucho antes de que el dispositivo farmacológico alcanzara las dimensiones actuales. El propio calendario de vacunación parece anacrónico, pues entronca con el período en que la medicina y los medicamentos se entendían como factores de la salud productiva de un país y no, como ocurre hoy día, en tanto que motores del consumo. Si a ello añadimos que una vacuna implica, digamos dos dosis, comparadas con tratamientos de meses o de toda la vida para la enfermedad que previenen, comprenderemos la proliferación de los grupos antivacunas. Ni las vacunas encajan con los intereses de la industria ni con el dispositivo farmacológico en el que habitamos. Desde hace tiempo se viene trabajando para modificar esta situación. Por un lado, el crecimiento de bolsas de población que se niegan a vacunarse, pues prefieren incrementar las bien nutridas arcas de la industria con tratamientos más costosos que cualquier vacuna y a los que, obviamente, ésta ha financiado de un modo más o menos encubierto. Por otro lado, la aparición de vacunas contra “nuevas” enfermedades, que o bien siguen el patrón expansivo típico de las medicinas en general (caso de la vacuna del VPH que de aconsejable en las chicas jóvenes acabó recomendándose también para los varones) o bien exageran los riesgos para la población en general de enfermedades poco extendidas, caso de la vacuna contra la hepatitis-A. Pero todo este panorama también se ha visto sacudido por la COVID-19. 
   Para entender la tensión generada en el dispositivo farmacológico por la COVID-19 sólo hay que saber que uno de los primeros tratamientos contra el coronavirus que nos conmueve ha salido al mercado al módico precio de 2.000€ por paciente. Frente a eso, el centenar corto de dólares por dosis que prometen costar algunas vacunas, parece poco menos que un caramelo. Pero, a cambio, tenemos “el enorme interés” de los Estados. Naturalmente, este interés hace referencia a la enorme preocupación de nuestros gobernantes por nuestra salud y felicidad. China, por ejemplo, cifra la felicidad y salud de sus ciudadanos en poder pasar a la historia no como el gigante con pies de barro incapaz de controlar una enfermedad nueva y que la disemina por el mundo, sino como el suministrador de la salvación de la misma. En marzo ya anunciaba que tendría una vacuna a finales de abril, mostrando al mundo la superioridad de su modelo económico, científico y político. Aquella vacuna se estancó sin que se conozcan los motivos porque, en una muestra de lo que China entiende por “ciencia”, sus resultados continúan bajo el secreto de Estado. La que ahora va por detrás de otros cuatro proyectos tiene muy poco que ver con el anuncio de marzo. 
   Rusia se mueve por otros derroteros. Vladimir Putin, sin duda, puede considerarse el gobernante mundial más preocupado por el bienestar de sus ciudadanos (ricos) y les va a proporcionar una vacuna, lo más tardar, para octubre. Nadie entiende muy bien la celeridad mostrada por sus laboratorios, pero se ha anunciado que algunos científicos implicados en el proyecto se la inocularon ellos mismos como parte del desarrollo de la “fase III” de cualquier medicamento. La “fase III”, teóricamente, alude a experimentos de doble ciego, lo cual significa que ni la persona que administra el medicamento ni la persona que lo recibe saben si se le suministra el producto que se ha de probar o un placebo. Por tanto, podemos tener claro que la “fase III”, sí que se la han saltado por completo. 
   Afortunadamente, ahí tenemos a los EEUU, el imperio puntero en hallazgos científicos, la cuna de la libertad y del compromiso de los gobernantes con la felicidad y salud de sus gobernados… o al menos, de los votantes, porque se ha regado con millones de dinero público a la empresa privada Moderna para que pueda anunciar los resultados de sus investigaciones unos días antes de las elecciones. De este modo “Naranjito” Trump podría acudir a las urnas sin la pesada carga de su patente incompetencia a la hora de gestionar la crisis sanitaria. Y si no puede, se retrasarán las elecciones para asegurar su “limpieza”.
   El caso de los EEUU resulta particularmente locuaz. Los detalles del desarrollo de la vacuna manifiestan algo que en absoluto puede considerarse novedoso. Básicamente se trata de un paradigma de “colaboración del sector público y el sector privado” en el desarrollo de medicamentos. Todos los gastos corren a cargo de instituciones públicas, tales como el Instituto Nacional de la Salud (NIH) que ha creado la idea, diseñado los experimentos, seleccionado los sujetos de prueba y recogido los datos. Una vez obtenidos éstos en bruto, los técnicos de Moderna se han dedicado a darles forma para conseguir la aprobación de los sucesivos pasos por parte de la FDA, el organismo regulador. Además, se ha subvencionado descaradamente a esta empresa con dinero del Estado y de fundaciones privadas. Eso sí, Moderna se llevará todos los beneficios de la comercialización mientras los centros de investigación públicos del NIH vuelven a su lánguida existencia de “burócratas que no inventan nada”, demostrando, una vez más, la superioridad de la iniciativa privada, de la economía de mercado libre. Y ahora, ya podemos entender por qué, pese a que resulta económicamente más beneficioso el desarrollo de tratamientos que de vacunas, se ha desatado una carrera entre las empresas del sector farmacéutico por dotar a la humanidad de una vacuna que nos proporcione salud y felicidad.

domingo, 9 de septiembre de 2018

Formas de racionalidad.

   La lógica en el sentido tradicional, se halla regida por una serie de principios básicos que se consideraban absolutamente inviolables, de modo que si alguien no se atenía a ellos, simplemente, no podía decirse que sostuviera un discurso lógico. Pero la posmodernidad rompió con este modelo. La lógica del discurso no debía entenderse como un principio rector ajeno a él, sino que dimana del propio discurso. En consecuencia, puede hablarse de diferentes formas de lógica y, de un modo más común, de "diferentes formas de racionalidad". Las “diferentes formas de racionalidad” se ha convertido en un tópico típico de nuestra era en el que los filosofillos se solazan incesantemente. Hablan de ella como de los intereses ocultos en todas las formas de conocimiento, incluyendo el científico, sin jamás poner en tela de juicio el interés oculto en la coplilla que recitan. Las "diferentes formas de racionalidad" constituye un símbolo de nobleza, de progresismo tolerante con otras culturas, a la vez que en herramienta para un consumismo fuera de madre como vamos a ver. A qué se ha llegado con el borreguil cacareo de los tópicos típicos y la prohibición de una racionalidad que aspire a tener carácter universal, lo podemos ilustrar con cierto género de discurso que atenta contra la práctica totalidad de los principios de la lógica. Y no, no voy a hablar de Donald Trump.
   Comencemos por el principio de transitividad. Dice que si A, por ejemplo, tiene mayor tamaño que B y B mayor tamaño que C, entonces A debe tener mayor tamaño que C. ¿Hay algo erróneo en tal supuesto? ¿Puede hallarse algún género de atentado contra la interculturalidad en él? Vamos a poner otro ejemplo, si A puede decirse mejor que B y B mejor que C, entonces, A debe poder decirse mejor que C. ¿Algún problema? Bien, pues un metaestudio sobre 56 ensayos clínicos que comparaban medicamentos demostró que el medicamento de la empresa que pagaba el estudio siempre resultaba mejor. Así, pues, la empresa X pagaba un estudio sobre su medicamento A, que resultaba mejor que B. La empresa Y pagaba un estudio sobre su medicamento B que resultaba mejor que C. Pero cuando la empresa Z pagaba un estudio sobre su medicamento C, éste ¡resultaba mejor que A!
   Tomemos ahora el principio de identidad de los indiscernibles. Este principio tiene diferentes versiones. En primer lugar, si un individuo tiene propiedades diferentes de otro, no puede tratarse del mismo individuo. Sin embargo, las empresas farmacéuticas rara vez presentan dos veces los resultados de un ensayo clínico de la misma manera y tampoco existen criterios unificados entre todos los reguladores. El caso de Tamiflu, el famoso medicamento que habría de salvar al género humano de la letal epidemia de gripe-A que asoló el planeta (dejando una tasa de muertes por debajo de la media de las epidemias de gripe habituales) constituye un buen ejemplo. En su informe, la FDA señalaba claramente que su uso no suponía ninguna ventaja en el caso de complicaciones. El regulador japonés no mencionaba este hecho y la agencia europea afirmaba que comportaba generosos beneficios en caso de complicaciones. La página de su fabricante, Roche, daba una información diferente para cada país, en función de lo que hubiese dicho el regulador de turno. 
   Tomemos ahora una segunda versión del principio de identidad de los indiscernibles. Esta segunda versión afirma que si dos individuos tienen exactamente las mismas propiedades, se trata, en realidad, de uno y el mismo individuo. Las estatinas constituyen un buen ejemplo. Diseñadas para bajar los niveles de colesterol en sangre, la primera, fabricada por Merck, salió al mercado en 1.987 bajo el nombre de Movecor. Desde entonces han aparecido Zocor, también de Merck; Lipitor, de Pfizer; Pravachol de Squibb; Lescol, de Novartis; Crestor, de AstraZeneca y Livalo de Eli Lilly. Todas ellas se contabilizan como "nuevos" fármacos, "nuevos" fármacos que, como todos sabemos, cuesta una millonada desarrollar y de los cuales aparecen cientos al cabo del año. Pues bien, todas las estatinas mencionadas anteriormente funcionan exactamente igual obteniendo resultados virtualmente indiferenciables. 
   Al principio del tercio excluso se lo puede considerar uno de los ejes centrales de la lógica clásica. Afirma que de cualquier sujeto debe poder predicarse o bien A o bien no-A. Cuando no se acepta tal principio, surgen, por ejemplo, las lógicas difusas, en las que de cualquier sujeto se puede predicar A en cierto grado. En realidad, el discurso farmacológico, ni siquiera puede decirse que se atenga a las reglas de la lógica difusa. Tomemos el famoso estudio de fase III que comparó a Vioxx con naproxeno. En el grupo de pacientes a los que se les administró Vioxx se observó un aumento de las muertes por infarto cardíaco, cosa que no se observó en el grupo al que se le administró naproxeno. ¿Qué se concluyo, pues? ¿Que Vioxx causaba infartos cardíacos? ¿Que Vioxx no causaba infartos cardíacos? ¿Qué Vioxx causaba en cierto grado infartos cardíacos? En ninguna lógica que adoptemos existe otra posibilidad. El estudio clínico concluía, sin embargo, que naproxeno poseía una capacidad de prevenir los infartos jamás observada hasta entonces. La FDA retiró Vioxx del mercado después de calcular que había causado entre 88.000 y 139.000 infartos sólo en los EEUU, aproximadamente el 40% de ellos mortales.
   La razón médica no queda definida, como sostenía Foucault, por su oposición a la locura. Más bien al contrario, resulta indistinguible de lo que la época clásica llamó “locura”. Podemos entender ahora por qué los filósofos vigesimicos perdieron de vista los indicios que acotaban el camino hacia la razón universal: si el orden y conexión del discurso farmacológico no coincide con el orden y conexión de las cosas del mundo ni con el orden y conexión de la lógica, se debe a que el pensamiento occidental erró en su búsqueda de una razón universal. Concluir de otro modo les hubiese exigido morder la mano que les daba de comer. 

domingo, 4 de febrero de 2018

El nuevo biopoder (6)

   Los filósofos del siglo pasado creyeron haber alcanzado el más alto grado de radicalidad preguntando por aquello que sale de nuestra boca. “¿Qué es referencia? ¿qué es significado? ¿qué se puede hacer con una palabra?” así inquirían mientras parpadeaban. A la vez, el pensamiento vigesimico afirmó que lo que sale de nuestras bocas viene determinado por un esotérico balance de sustancias sutiles de nuestro cerebro. “¿Qué cantidad de serotonina se necesita para amar? ¿qué cantidad de dopamina para encontrar la verdad? ¿cuánto litio hace falta para ser feliz?” Así hablaban los hombres del siglo pasado y parpadeaban degustando la profundidad de su ingenio. A ninguno de ellos se le ocurrió preguntar por lo que entra por nuestras bocas pese a que, evidentemente, debe influir en el misterioso balance de sustancias sutiles de nuestro cerebro. Por eso, el nivel de radicalidad de la filosofía del siglo pasado apenas alcanzó el de los eslóganes para vender detergentes. Un caso palmario lo encontramos en Martin Heidegger.
   Todavía hoy, filósofos anquilosados en los problemas del pretérito, buscan proteger conceptualmente aventuras, de supuesto progresismo, con textos heideggerianos de los que sólo pueden salir proyectos de un parduzco nazilongo. Quizás la exégesis del Dasein pudo tener algo de interés en 1927, cuando apareció el primer y, a la postre único, volumen de Ser y tiempo. Yo lo dudo porque, como pudo comprobar Hannah Arendt  en sus propias carnes, Heidegger conocía muy bien un modo de ocultarnos nuestro ser-para-la-muerte sobre el que no se encontrará rastro alguno en sus textos. Sin embargo, el modo que sí tematiza, la existencia impropia del “se dice”, “se cuenta”, de las habladurías desestructuradas, ha cambiado drásticamente. Las habladurías con las que nosotros tratamos de eludir nuestra propia finitud ya no consisten en una rumorología desestructurada, sino en un discurso de pretensiones científicas pero que apenas si ha alcanzado a nombrar familias de los viejos “espíritus animales” con los que Malebranche explicaba el funcionamiento del cerebro en el siglo XVII. Los modernos frenólogos se ríen de las viejas explicaciones cartesianas mientras que hacen juegos con sustancias alquímicas tales como la dopamina, la serotonina y las endorfinas, sin que eso haya contribuido mucho a esclarecer cómo funcionan realmente y, sobre todo, ocultando al gran público, por ejemplo, que el 95% de esa serotonina que tantos pensamientos causa en nuestro cerebro, se halla en el intestino.
   Heidegger mismo constató el fracaso del proyecto que iniciaba Ser y tiempo porque el tiempo no resulta alcanzable desde el "ser". Si se quiere captar el devenir, el tránsito, el incesante cambio de la realidad, debemos abandonar el ser, cosa que Heidegger, como buen platónico, se negó a hacer. Al Dasein el tiempo le resulta ajeno, incluso su propia muerte le resulta ajena, mientras que para nosotros, occidentales del siglo XXI, el horizonte de la temporalidad no se halla marcado por una muerte que algunos papanatas amenazan aplazar sine die, sino por ese cáncer que todos habremos de pasar si la esperanza de vida se dilata más allá de los cien años. Nuestro tiempo ya no viene medido por relojes de horas indiferenciadas y calendarios de días iguales. El intervalo temporal básico lo señalan las dosis correspondientes de medicamentos que nos indican el transcurso del tiempo por las pastillas que aún quedan en el bote o la tableta y nos señalan el momento en que habremos de acudir a la farmacia o el mes en el que habremos de pedir cita para nuestra inevitable revisión.
   El Dasein de Heidegger, angustiado por su arrojo a un mundo que no ha elegido, por la posibilidad del fin de todas las posibilidades, no parece necesitar ansiolíticos, antidepresivos, ni inhibidores selectivos de la serotonina, como necesitamos todos nosotros, ni siquiera tiene el ibuprofeno que viene ya con el bolso de las mujeres cuando lo compran. Vive en el “ser”, sin razón, sin fundamento, sin pastillas. No debe extrañarnos. Primero, porque Ser y tiempo apareció 20 años antes de que comenzaran a producirse en masa medicamentos tan básicos hoy día como los antibióticos. Segundo, porque si rastreamos la superficie de afloramiento del concepto de “Dasein”, lo veremos aparecer en los textos de Hegel, de Fichte e, incluso, de Kant, referido a Dios. Y ahora podemos entender por qué al Dasein se lo arroja al mundo, porque eso hizo precisamente el Dios cristiano con su hijo, mientras que todos nosotros, en lugar de arrojársenos, se nos saca del vientre materno protegidos por un atento grupo de médicos, del mismo modo que se saca a los iniciados tras el proceso de admisión en la tribu o en la logia. El Dasein, como las palomas de Skinner, como Dios, no tiene aparato digestivo, ni sistema inmunitario, ni cerebro, porque no tiene interior. Constituye el centro, el kentron, de un horizonte que, por definición, no puede tener nada él mismo dentro. Tiene entes a-la-mano, se halla cabe-los-entes-intramundanos, puede caracterizárselo como un ser-con, pero en ninguno de estos existenciarios hay lugar para las medicinas. De un modo burdo e inexacto podemos definir a quienes vivimos en este siglo XXI antes como animales medicalizados que como animales racionales. Al fin y al cabo, se necesita como mínimo una década para que pueda apreciarse algo de racionalidad en un ser humano. Sin embargo, en ese momento, ya se nos ha vacunado múltiplemente, hemos engullido un buen montón de mucolíticos, antitusígenos y descompresores de las vías respiratorias, sin contar con que, de seguir las indicaciones de las sociedades médicas norteamericanas, llevaremos más de un lustro controlando nuestra tensión arterial.
   El ser-con heideggeriano no se refería a nuestro ser-con-las-medicinas y ni siquiera, algo que hubiese resultado de preclara brillantez, a nuestro ser-con-la-flora-bacteriana. Se refiere a ser-con-los-otros, por lo que nuestras pastillitas se hallan excluidas de esa categoría. Tampoco puede caracterizarse apropiadamente las medicinas como ser-a-la-mano, pues si bien se podría decir que nos hemos vuelto incapaces de vivir lejos de cualquier analgésico, antipirético o antihistamínico, realmente debe describírsenos en términos de quienes buscan constantemente una situación en la que tener una excusa para engullirlos. Mas que cabe-los-entes-intramundanos, el Dasein de nuestros días necesita para existir que unos entes intramundanos muy característicos, llamados medicamentos, se hallen en su interior, precisamente allí donde desaparece todo horizonte hermenéutico y comienza a funcionar la digestión, la absorción y la asimilación de esos productos ajenos a nosotros, procesos todos ellos sobre los que Heidegger no dice absolutamente nada no sabemos si por ignorancia o por connivencia con quienes han hecho de este modo de ser-para-la-muerte el único posible.
   Si la filosofía quiere tener un futuro, si quiere hablar sobre los seres humanos que poblarán este siglo XXI, si quiere dejar de dar vueltas en la vieja noria de las interpretaciones, los juegos del lenguaje y las acciones comunicativas, tendrá que negarse a escuchar la voz de ese Ser que sale por la televisión o por los canales de youtube y comenzar a desvelar de qué modo y con qué ejército de colaboracionistas el nuevo biopoder encarnado en el big pharma ha configurado nuestra manera de pensar y, sobre todo, de pensarnos.

domingo, 19 de noviembre de 2017

Hipertensos todos

   Vivimos en un mundo tan triste y con tantas malas noticias que me emociono cada vez que leo una buena, aunque afecte a un número muy reducido de personas. Y si se trata de que ese reducido número de personas lleva años luchando ferozmente para conseguir un objetivo y, al fin, lo ha logrado, casi no puedo evitar que se me salten las lágrimas. Eso me ocurrió el viernes. Ese día, cautivada y convencida la Asociación Americana del Corazón, el big pharma, alcanzó su objetivo de fijar la definición de hipertensión arterial en unos valores de 130/80 mm Hg. Una guerra ha terminado... Ahora empieza otra. Mientras tanto, la vanguardia de los defensores de la salud que conforman los altos directivos y accionistas mayoritarios de las grandes empresas farmacéuticas brinda con champán, no por la cantidad de vidas que van a salvar, desde luego, sino por la lluvia de millones que se les viene encima. Se lo tienen merecido. Han peleado con su habitual tenacidad, empleando todo tipo de métodos, desde la presión informativa al puro y simple soborno, para expandir su mercado desde un tercio de la población hasta casi la mitad de ella. Porque, en efecto, desde ayer la mitad de la humanidad se halla presa de la plaga del siglo XX (y XXI). No hemos de olvidar que al 46% de personas cuya tensión se sitúa en los umbrales del 130/80, hemos de añadir el 10-15% de personas hipotensas. Tampoco hemos de olvidar que la Asociación Americana de Cardiología, recomienda comenzar la vigilancia de la tensión arterial a los tres años. Y, finalmente, no hemos de pasar por alto que uno no “hipertensiona”, ni “tiene la tensión alta”. Si en un par de ocasiones las mediciones de su tensión arterial han sobrepasado los umbrales marcados actualmente, de modo automático, se dice de Ud. que “es hipertenso”. Se “es hipertenso” todo el tiempo que las cosas “son”, quiero decir, se “es hipertenso” todo el tiempo que se “es hombre o mujer”, “Darth Vader es el padre de Luke Skywalker”, o que “dos más dos son cuatro”. Por tanto, si le han controlado la tensión desde los tres años y con catorce unos pandilleros del barrio le dan una paliza en la esquina y el matón del instituto la toma con Ud. en el recreo y sus padres se separan, hará bien en tomar pastillas contra la tensión alta durante los siguiente 65 años de su vida. Si no me creen, hagan la prueba. Vayan a su médico y explíquenle que tuvieron una etapa en la que su tensión subió por encima de los 130/80, pero que de ese período han pasado 15 años, sin que hayan vuelto a tener la tensión alta. Pregúntenle si pueden dejar de tomar la pastillita diaria y obtendrán la misma respuesta inmisericorde: “tú sigue tomándola por si acaso”. Su médico se ahorrará terminar la frase aunque Ud. no dejará de oírla resonar en su cabeza “... porque tú eres hipertenso”.
   Ya tenemos aquí al filósofo loco de siempre diciendo las tonterías que sólo un filósofo puede decir. ¿Acaso no sé que la hipertensión aumenta el riesgo de sufrir infartos de miocardio? ¿Acaso nadie me ha explicado que los infartos constituyen la principal causa de muertes en occidente? ¿Qué pretendo, que la gente renuncie a un fácil medio a su alcance de evitar la muerte?  Me gustaría pensar que sí, que realmente pretendo el disparate de evitar que la gente renuncie a un fácil medio de evitar la muerte, me gustaría no saber que los infartos constituyen la principal causa de muerte en occidente y me gustaría no haberme preguntado nunca si la hipertensión aumentaba los riesgos de infartos de miocardio. Los filósofos del siglo XX creyeron que en nuestras cabezas hay los pensamientos provocados por ciertas moléculas que fluyen por nuestro cerebro, después se tomaban sus pastillas contra la tensión y nunca llegaron a preguntarse si acaso no pensarían todos lo mismo porque tomaban las mismas pastillas. A mí me gustaría haberme tomado también sus pastillas y pensar como piensa todo el mundo y creer lo que todo el mundo cree y leer lo que todo el mundo lee. Pero no, un día se me ocurrió leer el informe de 1985 en el que se decía que de cada 850 hipertensos medicados, uno se libra del infarto y eso con los estándares de hipertensión manejados en 1985. Con los aprobados el viernes, la cifra se puede rebajar a uno de cada mil y pico.
   Se me ocurrió leer la historia de Vioxx, el fármaco contra la hipertensión de Merck, que mató a más de 140.000 personas por infarto, efecto secundario que la empresa conocía desde las pruebas clínicas y que ocultó, pues, de acuerdo con las máximas de la industria farmacéutica, no debes dejar nunca que unas cuantas muertes te arrebaten un buen negocio. Merck ganó con Vioxx 2.500 millones de dólares y ha pagado hasta ahora 970 en indemnizaciones. En la fecha de su retirada, la empresa había comenzado a financiar estudios que demostraban su eficacia en el tratamiento del acné.
   Se me ocurrió, en fin, informarme de que la hipertensión no existe en las sociedades de cazadores-recolectores ni en las centradas en el pastoreo y que la hipertensión, como los infartos, afectan, sobre todo, a personas sometidas a discriminación, bajo estatus social y trabajos estresantes. La hipertensión no constituye la causa última del infarto, constituye únicamente una señal de alarma. Señal de que vivimos una vida muy diferente de la que vivieron nuestros antepasados, de lo que hasta ahora se había considerado una vida humana. Así pues, sólo me quedaron dos opciones, o concluir que el etiquetado como hipertensos de la mitad de los seres humanos constituye una estrategia descarada por hacer caja y que acabará por enfermarnos a todos gracias a los efectos secundarios de los modernos hipotensores o concluir que tratan de ocultarnos la morbidez de nuestras sociedades occidentales a base de empastillarnos.

domingo, 8 de julio de 2012

El nuevo biopoder (1)


   Esta semana, la empresa farmacéutica GlaxoSmithKline ha emitido un comunicado reconociendo haber alcanzado un acuerdo extrajudicial con las autoridades norteamericanas, por el cual, a cambio de paralizar las acciones legales emprendida contra ella por malas prácticas, accedía a pagar una multa récord. La multa en cuestión asciende a los 3.000 millones de dólares. ¿Qué futuro le espera a GlaxoSmithKline teniendo que afrontar un pago de este monto en plena época de crisis? Veamos, el anterior récord en cuanto a multas lo ostentaba otro honorable miembro de lo que suele llamarse el big pharma, Pfizer. En 2.009 a Pfizer le cayeron 2.300 millones de dólares de multa. ¿Se arruinó Pfizer? ¿ha dejado de existir? Según diversas estimaciones, Pfizer gana un millón de libras... a la hora. No le costó más de 2.300 horas reunir el dinero de la multa, es decir, algo menos de 100 días. En 2.009 todavía le quedaron 265 días para hacer caja. Aunque sacadas de contexto estas cifras parecen desorbitadas, en el marco de las astronómicas cifras de ganancias del big pharma son poco más que una multa de tráfico. Esto es algo así como si a Ud. le tocaran 160 millones en la primitiva y Hacienda le reclamara un pago del 25% de esa cantidad. ¿Sentiría alguna pena?
   Que una empresa farmacéutica gane una millonada a la hora da idea de cuál es realmente el problema. Y el problema es que las empresas que constituyen el big pharma tienen presupuestos anuales más elevados que los presupuestos de la mayoría de Estados del mundo. Aunque la comparación real no debe hacerse con el presupuesto de los Estados, sino con el presupuesto que éstos dedican a sus respectivas agencias para el control de fármacos. La propia FDA, el organismo norteamericano al que le corresponde esta función, reconoce no perseguir más que el 5% de los delitos por falta de personal y presupuesto.
   En esencia, a GlaxoSmithKline se la acusaba de ofrecer a los médicos suculentas "becas" para ir a congresos que, casualmente, se celebraban en paraísos turísticos de playas cristalinas. Se la acusaba, igualmente, de haber promocionado dos fármacos más allá de los límites legales establecidos para ellos, consiguiendo que se generalizara la prescripción a menores de 18 años de un antidepresivo cuyo uso había sido aprobado únicamente en adultos y que otro antidepresivo se hiciera común en el tratamiento de los problemas de erección. Finalmente, se la acusaba de haber ocultado los graves efectos secundarios de un tercer medicamento. En definitiva, a GlaxoSmithKline se la acusaba de lo que son prácticas habituales en el sector. Como digo, la cuestión es que los Estados carecen de recursos para enfrentarse al big pharma y se limitan a arañarles unos cuantos milloncejos al año. En esta ocasión le ha tocado a GlaxoSmithKline, en los próximos años la dejarán seguir haciendo las mismas cosas, hasta que le vuelva a tocar contribuir a las arcas públicas. Las empresas farmacéuticas saben que éste es el juego y lo aceptan con deportividad.
   De todos modos, lo anterior es un planteamiento demasiado simplista. No se trata de que los Estados no tengan recursos para enfrentarse al big pharma, tampoco desean tenerlos. Teniendo en cuenta la magnitud del negocio de que estamos hablando, estas empresas se aseguran de que las líneas maestras de la política vayan por el camino que les interesa en la mayor parte de los países. Numerosísimos partidos políticos del mundo, de las más diversas tendencias, reciben generosas donaciones de las grandes multinacionales farmacéuticas, simplemente, para que "comprendan" sus problemas. Un ejemplo es Europa, donde la "comprensión" con las empresas farmacéuticas es un consenso entre los políticos. No podrá esperar de ningún político europeo una sola declaración acerca de la industria farmacéutica que no pase por considerarla eso, una industria, es decir, un sector que promueve empleos y genera riqueza, sin la menor alusión a la salud de los consumidores de los productos de esta industria.
   Porque la cuestión es que, detrás de cifras millonarias y de tejemanejes políticos, están personas de carne y hueso, personas que no entienden cómo y hasta qué punto, sus vidas están tan medicalizadas a los treinta años como la de sus padres a los sesenta. Personas que están atentas a prevenir enfermedades, como la osteoporosis o la hipertensión, que sus abuelos no sufrieron. Personas que, como Ud. o como yo, tienen ya un botiquín en su casa, compuesto por medio centenar de medicamentos que, supuestamente, han contribuido a mejorar nuestra salud. Pues bien, el día en que esté particularmente aburrido, tome cada una de esas cajas, lea sus prospectos y pregúntese: ¿contiene la curación de alguna enfermedad? no; ¿contiene algún principio que contribuya sin dudas a mejorar nuestra salud? no. Tírese entonces a las llamas porque no puede contener más que publicidad y engaño. Si procediéramos a revisar las farmacias convencidos de estos principios, ¡qué estragos no haríamos!