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domingo, 30 de diciembre de 2018

Para una filosofía de la psiquiatría (1. Spitzer y Habermas)

   Dentro de la filosofía existen diferentes ramas. Tenemos, por ejemplo, la filosofía de la ciencia, la filosofía de la física, la filosofía de la biología, la filosofía de la matemática y, orientadas hacia las humanidades, la filosofía del arte o estética, la filosofía del derecho, la filosofía de la historia, etc. Sin embargo, de la filosofía de la economía apenas si hay retazos y todo lo que Foucault dijo (y lo que no dijo) en su Historia de la locura, no ha bastado para asentar una filosofía de la psiquiatría. Haberse dedicado al ser de los entes y no a una crítica del conocimiento psiquiátrico, marcando hasta dónde puede llegar y en base a qué método, constituye otra de las anotaciones que hacer en el debe de la filosofía vigesimica, sobre todo porque nos hubiese aclarado mucho más acerca de uno de sus queridos temas, el de la racionalidad, que todo lo que puede hallarse en esa mercancía estandarizada a la que llamaron sus libros. Si alguien quisiera, en un futuro sin duda lejano, empezar de nuevo a hacer filosofía en condiciones y no a lo que se dedicaron los hombres del siglo pasado, podría tomar The Loss of Sadness. How Psychiatry Transformed Normal Sorrow Into Depressive Disorder, de Allan V. Horwitz y Jerome C. Wakefield, (Oxford University Press, 2007), como sucinto catálogo de cuestiones a tratar por una filosofía de la psiquiatría.
   El mismo prólogo del libro merece toda una suerte de consideraciones pues lo firma nada menos que Robert L. Spitzer. Casi una década antes de que Jürgen Habermas señalara como uno de los méritos de su teoría de la acción comunicativa que en ella podía hallarse una fundamentación del psicoanálisis freudiano, Spitzer elevó a los foros de la Asociación Americana de Psiquiatría (APA) la voz de numerosos colectivos gays para que dejara de considerarse la homosexualidad como un trastorno psiquiátrico de acuerdo con los que Habermas consideraba “emancipadores” criterios de Freud (un ejemplo de lo designado por el adjetivo “emancipador” en los escritos del emérito profesor de Chicago). La psiquiatría, en plena crisis por los ataques recibidos, entre muchos otros, de Foucault, vio con buenos ojos la campaña de Spitzer, que contribuía a limpiar su imagen de estructura de poder normalizador dedicado al control y la opresión. En el marco de ese intento, la APA consideró que nadie mejor que él podría encargarse de la reedición de su marco teórico y conceptual, el Manual Diagnóstico y Estadístico de los trastornos mentales, (DSM).
   Spitzer situó en el departamento de psiquiatría de la Washington University en St. Louis y al New York State Psychiatric Institute los dos centros de reclutamiento para la creación de los grupos que habrían de redactar las diferentes secciones del DSM. El requisito básico de cualquier candidato a integrar uno de esos grupos consistía en tener una sólida carrera profesional que permitiera considerarlo como prototipo de un sector importante de la psiquiatría norteamericana y haber dado muestras suficientes de fidelidad a una visión biologicista de la enfermedad mental. Los vínculos con la industria farmacéutica, simplemente, no entraron en consideración. Para dejar claro que no pretendía excluirse a nadie, Spitzer reclutó, incluso, a un psicoanalista. Dicho de otro modo, en la época en que Habermas teorizaba acerca de una “comunidad ideal de los hablantes”, en donde exclusivamente la fuerza de la razón llevara al consenso, dejando bajo la mesa cualquier interés particular, quiero decir, cualquier contrato vigente o pasado con la industria, Spitzer construía una tal comunidad. Por supuesto “todos los interesados en el tema a tratar” a los que hacía referencia la propuesta habermasiana, no podía incluir a los enfermos mentales, dado que ellos, por definición, no manejan un discurso racional. La “comunidad ideal de habla”, en su misma constitución, deja nítido quién no va a hablar, quién va a quedar excluido del consenso y, eo ipso, a quién se declara sujeto de discurso no racional. La racionalidad del consenso se garantiza no por algún criterio objetivo, ajeno al consenso mismo, sino por el acto en el cual éste se alcanza, pues los hablantes tienen la potestad de decidir entre ellos qué puede considerarse racional igual que deciden qué tiene “fuerza argumental” y qué no. Donald Klein, integrante de uno de los grupos de trabajo le contó a James Davies, que, en cierta ocasión, mientras se leía la enumeración de comportamientos que iban a considerarse síntomas de una enfermedad, alguien dijo: “¡oh, no! No podemos incluir eso, yo lo hago”. Dado que formaba parte de la comunidad ideal de los hablantes, a salvo, por definición, de cualquier comportamiento irracional, se consideró un argumento con suficiente fuerza como para excluir ese comportamiento de la lista de síntomas del trastorno en cuestión (1) .
   Pero me he alejado del tema. Pretendía subrayar que el DSM-III, la base de todo lo que vino después, no se apoyó en ningún hecho “científico”, en ningún descubrimiento, en ningún hallazgo que hubiese exigido un cambio en la manera de pensar, sino, simplemente, en el consenso alcanzado por un grupo que sólo podía llegar a acuerdos basados en la fuerza de la razón porque en lo fundamental, a saber, en el carácter estrictamente biológico de las enfermedades mentales, no podían disentir. Pretendía señalar que el consenso sólo puede hacerse si se olvidan las teorías y las causas, si se adopta por toda explicación una ristra de síntomas sin criterio de enumeración, sin delimitación del contexto en el cual suceden y sin cláusula de exclusión alguna, lo cual convierte a las categorías así forjadas, simplemente, en redes para atrapar clientes. Pretendía denunciar que la filosofía viegsimica, tomó una y otra vez como hechos irrebatibles simples productos de las campañas de imagen lanzadas por todo género de instancias de poder. Pretendía, en definitiva, mostrar que un consenso como el deseado por cualquiera de los que afirman que las relaciones humanas han de entenderse en términos de acción (y su consiguiente reacción), parió algo que recuerda enormemente la enciclopedia china con la que se abre Las palabras y las cosas de Foucault y que, sin embargo, asfaltó el camino para un tratamiento explosivamente medicalizado de la enfermedad mental. Y quería centrarme en estos puntos porque a ellos, hablando del tema de la depresión, se dirigen las críticas de Horwitz y Wakefield.


   (1) James Davies, Cracked. Why Psychiatry is doing more harm than good, Icon Books, London, 2013, pág. 31.

domingo, 19 de agosto de 2012

Una historia que es una bomba (3. Hechos, leyendas y moralejas)

   El año 1941 fue crucial para el proyecto nuclear alemán. Por un lado tenemos a un Hitler deseoso del arma definitiva y por otro a unos científicos erráticos que avanzan al paso de una tortuga con reúma. En octubre de ese año Heisenberg se entrevista con Niels Bohr. Hay dos versiones de esa entrevista. Una es la de Heisenberg, según la cual, le contó a Bohr su frustración por un programa nuclear que iba de cabeza hacia el fracaso. Otra es la de Bohr, que llega a EEUU alarmado por lo extraordinariamente cerca que están los alemanes de la bomba atómica. ¿Qué fue lo que le contó de verdad Heisenberg a Bohr? En sus memorias Heisenberg asegura que sólo le insistió sobre su intento de reconducir el proyecto nuclear hacia usos civiles, algo, desde luego, nada alarmante. Pero quizás, también deslizara su preocupación por no ser el único que estaba investigando la energía nuclear en Alemania...
   En efecto, un poquito hartos ya, la verdad, los nazis llegan a la consecuencia que también habían pergeñado los japoneses, a saber, que si uno quiere fabricar algo, lo mejor es ponerlo en manos de ingenieros y no de científicos. Justamente cuando Speer está entregando una enorme suma de dinero para su proyecto a Heisenbreg, se crean dos grupos paralelos al proyecto "oficial" para la fabricación de la bomba atómica. Uno, a cargo de Manfred von Ardenne, progresa vertiginosamente en la producción de Uranio 235, entre otras cosas. El otro, liderado por un misterioso general Kammler, no se sabe muy bien qué hacía, pero termina por fusionarse con el primero en 1944. A partir de aquí es difícil desligar lo que son hechos, de lo que son teorías, de lo que son simples leyendas urbanas.
   Es un hecho que el general Kammler nunca estuvo enterrado en la tumba que llevaba su nombre. Es un hecho que von Ardenne acaba siendo pieza clave en la fabricación de la bomba atómica soviética. Es un hecho que, en los últimos días de Hitler, un submarino, el U-234, zarpa rumbo a Japón cargado de material nuclear y de un detonador ideal para hacer explotar una bomba de Plutonio. El detonador acabará llegando a Japón, más en concreto, a Nagasaki... ¡dentro de Fat boy, la bomba de Plutonio de los americanos! El submarino acabó entregándose a éstos tras la rendición de Alemania.
   Si el submarino portaba un detonador para una bomba de Plutonio y si fue fabricado por von Ardenne, cabe teorizar que éste, en realidad, acabó aceptando las conclusiones de Bolthe y que su contribución consistió en suministrar combustible nuclear y preparar la fabricación de un ingenio que utilizase los residuos de la fisión nuclear que se producen en un reactor. Pero por aquí aparece un periodista italiano que asegura haber asistido a una prueba nuclear alemana en la isla de Rügen en 1944, prueba que se mantuvo en secreto a la prensa alemana para... ¿no subir los ánimos de la tropa? No es algo muy original, otro periodista adjudica una prueba nuclear (también exitosa, claro) a los japoneses y no en una isla remota, no, en las mismas barbas del ejército ruso al que le faltó tiempo para hacer prisioneros a todos los científicos japoneses. ¿Qué queda? ¡Ah sí, el avión! Hubo, efectivamente, un modelo modificado de avión a reacción del que, dicen, de haber volado alguna vez, hubiese podido bombardear New York. Y eso, sin necesidad de que una escuadrilla de cazas le diera protección de ningún tipo y saltándose a la torera la aplastante superioridad aérea que los aliados tenían desde principios de 1944. Pero este avión no es que pudiera volar, es que lo hizo efectivamente y no hacia el Oeste, no, sino hacia el Este, es decir, hacia donde la guerra aérea era más desfavorable. Piénselo bien, es Ud. Hitler, tiene una bomba atómica, está decidido a lanzarla contra los rusos, ¿dónde la lanza? Pues en Tunguska, claro, en plena Siberia, no vaya a ser que lanzándola en Moscú, mate a Stalin, algo que podría haberlo molestado un poco (1).
   En fin, esto es lo que tienen las leyendas, que cualquier mente golosa acaba atrapada en ellas como las moscas en la miel. Pero lo que me gusta de toda esta historia no son las leyendas a las que ha dado pie. Lo que realmente me fascina es la actitud de Heisenberg, de Hahn, de Bolthe y quienes con ellos trabajaron. Tuvieron extraordinariamente fácil declarar, tras la guerra, que siempre habían sido opositores, desde dentro, al régimen nazi. Muchos otros, en Francia y en Alemania, con menos méritos objetivos, se convirtieron de la noche a la mañana en resistentes contra el nazismo en cuanto vieron ondear la bandera norteamericana. Y es que, si uno se ciñe a los hechos, la conclusión inevitable es que hicieron todo lo posible por sabotear el proyecto nuclear alemán desde el primer día. Sólo hay un pequeño detalle que no encaja con esta manera de interpretar los hechos: las propias declaraciones de Heisenberg y de Bolthe. Cada vez que tuvieron ocasión, insistieron en que no hubo sabotaje alguno por su parte, simplemente, cometieron errores, errores incomprensibles y sistemáticos. Esta generación de científicos en particular y de alemanes en general, fue educada en la creencia de que tenían una deuda para con su país y que esa deuda tenían que pagarla aunque el país estuviese gobernado por una camarilla de sinvergüenzas. Para ellos "traidor" siempre fue un insulto peor que "colaborador", aunque esa colaboración fuese la colaboración con un gobierno criminal. Ni siquiera en el caso de que hubiesen saboteado el proyecto, cosa que no creo que hicieran deliberadamente, lo hubiesen reconocido.
   No obstante, es innegable, que durante su desarrollo, nunca mostraron la mejor versión de sí mismos. Y ésta es la primera moraleja que quisiera sacar de esta historia. Como los libros de management empresarial insisten en subrayar, está muy bien centrar todo el negocio en el cliente, pero si los empleados no son capaces de mostrar la mejor versión de sí mismos, ningún negocio dura más de seis meses. Da igual las bondades del producto, da igual la capacidad de liderazgo de la dirección, da igual los mecanismos de control, al final todo depende de que el empleado sonría, o no, al cliente, de que notifique, o no, que las bolsas de pipas no se están cerrando correctamente, de que se dé cuenta, o no, de ese tornillito más flojo de lo normal que puede parar toda la cadena de montaje. Cada uno de nosotros conoce esa multitud de pequeños detalles que, con buena voluntad, corregimos cada día y que, si no lo hiciésemos, acabarían por echarlo todo a perder. Y, a lo mejor, como Heisenberg, como Hahn, como Bolthe, deberíamos comenzar a preguntarnos si de verdad todo este proyecto nos entusiasma tanto como para que sigamos teniendo buena voluntad. Si el ideal de nuestros empresarios y políticos es sumirnos a todos en la esclavitud, quizás debamos complacerles. Seamos esclavos. Y como esclavos, dejemos de arrastrar los pies únicamente cuando azoten nuestra espalda. Habrá que contratar muchos capataces y que comprar muchos látigos para azotar tantas espaldas. Ya veremos si les salen las cuentas.
   Sí, lo sé, no son éstas las cosas que se espera oír a un filósofo. No es de extrañar, los filósofos ni siquiera se han enterado de que la ciencia necesita comunicación, intercambio de ideas, de teorías, flujo de información y que si no se quiere eso, si lo que se quiere son patentes y mantener los secretos, entonces es mejor echar a los científicos y contratar ingenieros. Pero entonces, entonces queridos lectores, ya no es de ciencia de lo que estamos hablando, estamos hablando de tecnología. Porque (y ésta es la segunda moraleja que quería sacar de esta historia), lo cierto es que, si uno deja de aprenderse de memoria párrafos enteros de los escritos de Heidegger y de Habermas y le echa un vistazo, aunque sea somero, a cómo han llegado hasta nuestras manos los aparatos que manejamos, descubrirá, inevitablemente, que ciencia y tecnología no son lo mismo.
  


   (1) Pueden leer más sobre estas historias aquí y, particularmente, aquí.



domingo, 15 de abril de 2012

Las falacias del inventor

   ¿Se imaginan que ingresaran un céntimo en su cuenta por cada neumático que rodara por el mundo? ¿Cuántos ceros acabaría teniendo a final de mes? ¿y a finales de año? Montañas inmensas de esta naturaleza aparecieron ante los ojos de un hombre llamado Charles Goodyear, un buen día de 1834. Si Ud. es filósofo, no necesita leer más, se lo puede imaginar. Una vez encontró su visión y, echando mano de sus profundos conocimientos científicos, Goodyear buscó la manera de transformar el caucho en alguna de las muchas formas en que lo emplea la industria hoy día. Hay que recordar que todo conocimiento está movido por un interés, especialmente, el conocimiento científico, cuyo interés último es el desarrollo de nuevos productos tecnológicos. Tal vez, a estas alturas, este filósofo del siglo XX, teóricamente educado en la escuela de la sospecha, debería haberse preguntado cuál es el interés último de quien propuso esta teoría sobre conocimiento e interés pues, pese a que su autor es el padre ideológico de la nueva socialdemocracia alemana, sus ideas coinciden, curiosamente, con uno de los padres fundadores del liberalismo moderno, Joseph Schumpeter.
   Cuando en 1912, Schumpeter publicó su Teoría de la evolución económica, propuso que la posibilidad de que una innovación se expanda en una sociedad depende de la relación entre costes e ingresos previstos. El coste depende de los tipos de interés, de los salarios y de los precios. Naturalmente, éstos dependían de la demanda, con lo que la posibilidad de introducir innovaciones no estaba vinculada con la situación efectiva de la época en cuestión, ya que las variables presentes en ella estaban interrelacionadas en una dinámica que tendía al equilibrio. El único factor que podía desestabilizar la situación en favor de la innovación era, por tanto, la previsión de ingresos, esto es, las perspectivas del inventor de incrementar sus beneficios. Por la puerta de detrás, esta teoría introducía una imagen sumamente cara a Schumpeter y al liberalismo en general, la imagen del innovador heroico que, en la más completa soledad y en lucha contra los elementos, se lanzaba a cambiar el mundo y, finalmente, gracias al justo reparto de beneficios que ejecuta el libre mercado y las leyes sobre propiedad intelectual, acababa recibiendo su recompensa.
   Schumpeter y Habermas, socialdemocracia y liberalismo, conocimiento e interés económico, se aúnan, pues, en una teoría simple y hermosa en la que el inventor y el científico quedan equiparados con el empresario. Esta teoría unificada ha servido, de hecho, para que, desde las diversas administraciones y desde la propia universidad, se haya animado a muchos científicos a prostituirse al mercado, perdón, he querido decir, a convertirse en emprendedores. Pero esta teoría acerca de cómo se producen las innovaciones tiene un pequeño inconveniente: no casa con los hechos. La línea que lleva de la pizarra del científico al producto que cae en nuestras manos, no es, ni por asomo, recta. Rara vez triunfan las mejores innovaciones y, habitualmente, el que recibe la recompensa no es el inventor. Si el impulso que lleva a alguien a inventar debiera ser la contrastación histórica de que va a ser recompensado por ello, nadie inventaría. Tomemos el caso de Goodyear.
   Para empezar, la base de la invención del procedimiento que le daría fama, no fueron sus conocimientos científicos, pues carecía de ellos. En realidad, carecían de ellos todos los empeñados en la misma búsqueda a la que él se dedicó. La estructura molecular del caucho fue un hallazgo del siglo XX. Esto es una constante en la industria química, a la que todo tipo de personas hicieron aportaciones hasta que la ciencia se hizo cargo de ella, ya bien entrado el siglo pasado. Tampoco tenía Goodyear conocimientos significativos del campo en el que se estaba adentrando. Como bien señala Charles Slack en su libro Noble Obsession (Hyperion, New York, 2.002), la industria del caucho había sufrido en el siglo XIX un boom y un crack muy semejantes al de las empresas .com en los años 90 del siglo XX. Avaladas por las predicciones de los expertos de que el caucho sería el material que definiría ese siglo, multitud de empresas hallaron fondos para comercializar todo tipo de productos basados en él. Pero el caucho resultó un material indomable, tan pronto se volvía una gelatina con el calor, como se endurecía y resquebrajaba con el frío. Por si fuera poco, las investigaciones para hacer de él algo más manejable  se convirtieron en un inmenso pozo sin fondo que se tragaba cuantos recursos dedicaban a ellas las empresas. La industria se vino abajo tan pronto como había surgido y sólo algunos despabilados, caso de Thomas Hancock en Inglaterra, lograron sobrevivir. Sin embargo, fue en esa resaca en la que Goodyear encontró su visión y se lanzó en pos suya.
   ¿Cómo puede alguien que carece de conocimientos sobre un área concreta triunfar allí donde gran número de empresas fracasaron? La respuesta es simple, por ensayo y error a lo largo de más de diez años. Es un bonito ejemplo de lo equivocado de otro lugar común cuando se habla de ciencia y técnica, a saber, que si en ellas jugaran un papel destacado la inducción, todavía andaríamos por ahí conduciendo nuestro coche de caballos. En lo que sí acierta la visión que tienen los filósofos actuales sobre la invención es en la lucha titánica contra todo tipo de elementos que tiene que afrontar el innovador. En el camino hacia el éxito Goodyear perdió a su mujer, una hija de corta edad y su propia salud por culpa de los agentes químicos con los que experimentó. Vivió al borde de la ruina o en ella, sufrió penalidades sin cuento y cambió en múltiples ocasiones de residencia para escapar de las deudas.
   Goodyear tampoco estaba solo. En realidad, la clave de todo el proceso de vulcanización que convierte al caucho en el material que conocemos hoy, no fue suya, la halló por su cuenta Nathaniel Hayward. Goodyear había llegado hasta el tratamiento del caucho con ácido nítrico. La importancia del ácido sulfúrico y del calor fueron obra de Hayward. Pero Hayward tampoco había ido más allá. La cantidad exacta de ácido sulfúrico y de calor que era necesario aplicar estaba en un estrecho margen del que Hayward no tenía una idea muy clara. Sólo la perseverancia de alguien como Goodyear podía encontrarla. Hacia 1839, la sociedad entre ambos había permitido alcanzar, por fin, los primeros resultados satisfactorios. ¿Habían terminado los problemas de Goodyear? Ni de lejos. Una cosa es hallar un nuevo producto y otra muy diferente comercializarlo. Hay que convertir una técnica de invención en una técnica de fabricación, diseñar las máquinas adecuadas y, con frecuencia, como le ocurrió a Goodyear con Hancock y Horace H. Day, vencer a competidores dispuestos a hacer valer  patentes de mala fe.
   Goodyear murió en la misma situación económica precaria en la que había estado toda su vida. Al final no comercializó su procedimiento, otorgó licencias sobre él a diferentes empresas por un monto que apenas si bastaba para cubrir las deudas que había ido acumulando. Mucho más tarde, en 1898, Frank y Charles Seiberling, fabricantes de ruedas para bicicletas, decidieron fundar una compañía a la que darían el nombre del descubridor del proceso de vulcanización, la Goodyear Tire & Rubber Company. Fueron ellos y sus descendientes los que acabaron viendo incrementado su patrimonio con cada rueda de su marca que se vende en el mundo. Con los herederos de Goodyear hubo un acuerdo para utilizar el nombre familiar, pero las relaciones entre los Goodyear y la empresa no han sido, tradicionalmente, cordiales.
   Esta es la historia real de Goodyear, historia, por lo demás, no muy diferente de otros innovadores, historia de la que los filósofos del siglo XX no han querido saber nada, pues tienen bien aprendido que no hay que dejar que los hechos estropeen una teoría con la que todo el mundo está satisfecho.