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domingo, 15 de abril de 2012

Las falacias del inventor

   ¿Se imaginan que ingresaran un céntimo en su cuenta por cada neumático que rodara por el mundo? ¿Cuántos ceros acabaría teniendo a final de mes? ¿y a finales de año? Montañas inmensas de esta naturaleza aparecieron ante los ojos de un hombre llamado Charles Goodyear, un buen día de 1834. Si Ud. es filósofo, no necesita leer más, se lo puede imaginar. Una vez encontró su visión y, echando mano de sus profundos conocimientos científicos, Goodyear buscó la manera de transformar el caucho en alguna de las muchas formas en que lo emplea la industria hoy día. Hay que recordar que todo conocimiento está movido por un interés, especialmente, el conocimiento científico, cuyo interés último es el desarrollo de nuevos productos tecnológicos. Tal vez, a estas alturas, este filósofo del siglo XX, teóricamente educado en la escuela de la sospecha, debería haberse preguntado cuál es el interés último de quien propuso esta teoría sobre conocimiento e interés pues, pese a que su autor es el padre ideológico de la nueva socialdemocracia alemana, sus ideas coinciden, curiosamente, con uno de los padres fundadores del liberalismo moderno, Joseph Schumpeter.
   Cuando en 1912, Schumpeter publicó su Teoría de la evolución económica, propuso que la posibilidad de que una innovación se expanda en una sociedad depende de la relación entre costes e ingresos previstos. El coste depende de los tipos de interés, de los salarios y de los precios. Naturalmente, éstos dependían de la demanda, con lo que la posibilidad de introducir innovaciones no estaba vinculada con la situación efectiva de la época en cuestión, ya que las variables presentes en ella estaban interrelacionadas en una dinámica que tendía al equilibrio. El único factor que podía desestabilizar la situación en favor de la innovación era, por tanto, la previsión de ingresos, esto es, las perspectivas del inventor de incrementar sus beneficios. Por la puerta de detrás, esta teoría introducía una imagen sumamente cara a Schumpeter y al liberalismo en general, la imagen del innovador heroico que, en la más completa soledad y en lucha contra los elementos, se lanzaba a cambiar el mundo y, finalmente, gracias al justo reparto de beneficios que ejecuta el libre mercado y las leyes sobre propiedad intelectual, acababa recibiendo su recompensa.
   Schumpeter y Habermas, socialdemocracia y liberalismo, conocimiento e interés económico, se aúnan, pues, en una teoría simple y hermosa en la que el inventor y el científico quedan equiparados con el empresario. Esta teoría unificada ha servido, de hecho, para que, desde las diversas administraciones y desde la propia universidad, se haya animado a muchos científicos a prostituirse al mercado, perdón, he querido decir, a convertirse en emprendedores. Pero esta teoría acerca de cómo se producen las innovaciones tiene un pequeño inconveniente: no casa con los hechos. La línea que lleva de la pizarra del científico al producto que cae en nuestras manos, no es, ni por asomo, recta. Rara vez triunfan las mejores innovaciones y, habitualmente, el que recibe la recompensa no es el inventor. Si el impulso que lleva a alguien a inventar debiera ser la contrastación histórica de que va a ser recompensado por ello, nadie inventaría. Tomemos el caso de Goodyear.
   Para empezar, la base de la invención del procedimiento que le daría fama, no fueron sus conocimientos científicos, pues carecía de ellos. En realidad, carecían de ellos todos los empeñados en la misma búsqueda a la que él se dedicó. La estructura molecular del caucho fue un hallazgo del siglo XX. Esto es una constante en la industria química, a la que todo tipo de personas hicieron aportaciones hasta que la ciencia se hizo cargo de ella, ya bien entrado el siglo pasado. Tampoco tenía Goodyear conocimientos significativos del campo en el que se estaba adentrando. Como bien señala Charles Slack en su libro Noble Obsession (Hyperion, New York, 2.002), la industria del caucho había sufrido en el siglo XIX un boom y un crack muy semejantes al de las empresas .com en los años 90 del siglo XX. Avaladas por las predicciones de los expertos de que el caucho sería el material que definiría ese siglo, multitud de empresas hallaron fondos para comercializar todo tipo de productos basados en él. Pero el caucho resultó un material indomable, tan pronto se volvía una gelatina con el calor, como se endurecía y resquebrajaba con el frío. Por si fuera poco, las investigaciones para hacer de él algo más manejable  se convirtieron en un inmenso pozo sin fondo que se tragaba cuantos recursos dedicaban a ellas las empresas. La industria se vino abajo tan pronto como había surgido y sólo algunos despabilados, caso de Thomas Hancock en Inglaterra, lograron sobrevivir. Sin embargo, fue en esa resaca en la que Goodyear encontró su visión y se lanzó en pos suya.
   ¿Cómo puede alguien que carece de conocimientos sobre un área concreta triunfar allí donde gran número de empresas fracasaron? La respuesta es simple, por ensayo y error a lo largo de más de diez años. Es un bonito ejemplo de lo equivocado de otro lugar común cuando se habla de ciencia y técnica, a saber, que si en ellas jugaran un papel destacado la inducción, todavía andaríamos por ahí conduciendo nuestro coche de caballos. En lo que sí acierta la visión que tienen los filósofos actuales sobre la invención es en la lucha titánica contra todo tipo de elementos que tiene que afrontar el innovador. En el camino hacia el éxito Goodyear perdió a su mujer, una hija de corta edad y su propia salud por culpa de los agentes químicos con los que experimentó. Vivió al borde de la ruina o en ella, sufrió penalidades sin cuento y cambió en múltiples ocasiones de residencia para escapar de las deudas.
   Goodyear tampoco estaba solo. En realidad, la clave de todo el proceso de vulcanización que convierte al caucho en el material que conocemos hoy, no fue suya, la halló por su cuenta Nathaniel Hayward. Goodyear había llegado hasta el tratamiento del caucho con ácido nítrico. La importancia del ácido sulfúrico y del calor fueron obra de Hayward. Pero Hayward tampoco había ido más allá. La cantidad exacta de ácido sulfúrico y de calor que era necesario aplicar estaba en un estrecho margen del que Hayward no tenía una idea muy clara. Sólo la perseverancia de alguien como Goodyear podía encontrarla. Hacia 1839, la sociedad entre ambos había permitido alcanzar, por fin, los primeros resultados satisfactorios. ¿Habían terminado los problemas de Goodyear? Ni de lejos. Una cosa es hallar un nuevo producto y otra muy diferente comercializarlo. Hay que convertir una técnica de invención en una técnica de fabricación, diseñar las máquinas adecuadas y, con frecuencia, como le ocurrió a Goodyear con Hancock y Horace H. Day, vencer a competidores dispuestos a hacer valer  patentes de mala fe.
   Goodyear murió en la misma situación económica precaria en la que había estado toda su vida. Al final no comercializó su procedimiento, otorgó licencias sobre él a diferentes empresas por un monto que apenas si bastaba para cubrir las deudas que había ido acumulando. Mucho más tarde, en 1898, Frank y Charles Seiberling, fabricantes de ruedas para bicicletas, decidieron fundar una compañía a la que darían el nombre del descubridor del proceso de vulcanización, la Goodyear Tire & Rubber Company. Fueron ellos y sus descendientes los que acabaron viendo incrementado su patrimonio con cada rueda de su marca que se vende en el mundo. Con los herederos de Goodyear hubo un acuerdo para utilizar el nombre familiar, pero las relaciones entre los Goodyear y la empresa no han sido, tradicionalmente, cordiales.
   Esta es la historia real de Goodyear, historia, por lo demás, no muy diferente de otros innovadores, historia de la que los filósofos del siglo XX no han querido saber nada, pues tienen bien aprendido que no hay que dejar que los hechos estropeen una teoría con la que todo el mundo está satisfecho.