domingo, 24 de abril de 2022

La estupidez de los estúpidos (2 de 2).

   En su informe, sobre lo acontecido el 13 de abril de 1919, Dyer afirmó haber disparado contra "potenciales" integrantes de una insubordinación armada, versión aceptada por el gobernador del Punjab, Michael O'Dwyer, que calificó su acción de "correcta". A la prensa británica llegó una nota del gobierno de Lloyd George de la que se había caído la palabra "potenciales". Dyer habría protegido la vida de sus hombres de una turba armada disparando contra ella. El recuento de muertos y los detalles del "heroísmo" de Dyer, comenzaron a llegar lentamente a la prensa británica en los días siguientes. Winston Churchill y Herbert Henry Asquith encabezaron la reacción política que acabó desembocando en la "comisión Hunter", encargada de establecer una verdad que nadie desconocía a las alturas del mes de junio de 1919 en que se constituyó. Por si acaso, el propio Dyer se encargó de ratificarla. Ante la comisión Hunter declaró que no recibió ninguna provocación por parte de la multitud concentrada en el jardín de Jallianwala, sino que había acudido allí con la intención de disparar contra ella; que, de haber podido, habría utilizado las ametralladoras de sus vehículos blindados para hacerlo; y que el objetivo de su acción era dar al Punjab en particular y a la India en general, una lección que no olvidase para que se mantuviera "en paz". Dyer nunca cambió esta versión, aunque, posteriormente, trató de embellecerla aduciendo justificantes variopintos que iban desde el asalto a la misionera británica de las vísperas hasta una genérica "violación de nuestras mujeres". El gobernador O'Dwyer pidió para él, no un castigo sino una condecoración y a esta idea se unieron numerosos miembros del ejército británico, intelectuales y hasta una cuestación pública de un periódico que logró reunir para él 26.000 libras de la época y que Dyer recogió tranquilamente a su llegada a Inglaterra, por supuesto, sin castigo alguno. Aunque la comisión Hunter condenó unánimemente su acción, no era una corte de justicia. Los encargados de hacer efectivo un castigo, el  gobernador, el ejército, el virreinato o el gobierno de Londres, miraron para otra parte. Eso sí, le dejaron bien claro a Dyer que no había puesto para él en la India en la que había nacido y en la que vivía su familia. Se marchó a la metrópolis, donde pudo recibir de primera mano los aplausos que le dedicaron, entre otros, Rudyard Kipling. El propio Parlamento había votado contra la condena de Dyer después de un enardecido discurso de Churchill, a la sazón, Secretario de Estado para la Guerra, en el que describió la matanza en sus términos más crudos y la calificó como “una monstruosidad increíble”. Buena parte de la opinión pública en Gran Bretaña y casi todos los británicos de la India consideraban a Dyer un héroe por haber salvado el gobierno de su graciosa majestad sobre la India. El ínclito O’Dwyer citó reiteradamente la tensa calma que sucedió a la matanza como una demostración de que era eso precisamente lo que el pueblo de la India pedía. No queda claro si trató de explicárselo también al sij que lo asesinó en 1940, en pleno centro de Londres, y que había sido herido por los hombres de Dyer. Dyer no llegó tan lejos, moriría en 1921 tras una sucesión de derrames cerebrales y sin haberse retractado jamás de sus decisiones.

   La “paz” que O’Dwyer y otros consideraron ganada con la sangre de los hombres, mujeres y niños inocentes, la “paz” consistente en que la población de la India mostrara el debido respeto a sus sanguijuelas blancas, la pax britannica, duró bien poco. En realidad, el 13 de abril de 1919 puede considerarse el inicio de la cuenta atrás para el fin del Raj. Después de aquello, el mosaico de opositores al gobierno británico comprendió que tenían una causa común prioritaria, que en el futuro inmediato de la India no podía haber gobernante blanco alguno, que su vínculo de siglos con Gran Bretaña se había roto y que ninguna persona que quisiera aspirar a un cierto género de dignidad podía defender su restauración. La animosidad contra el poder colonial se convirtió en desprecio y odio. El período de relativa calma que siguió a 1919 se debió a un reagrupamiento del campo independentista en el que el centro de la discusión pasó de ser si los británicos debían marcharse o no a la cuestión de cuándo y cómo lo harían. Dyer dejó muy claro, con la sangre de muchísimos inocentes de por medio, lo único que el gobierno de su graciosa majestad tenía que ofrecerles a los habitantes de la India: balas.

   Ahora cambien esas balas por misiles, cambien a Dyer por Putin, cambien a los ciudadanos de la India por los de Ucrania, cambien el dominio de su graciosa majestad sobre la India por las relaciones entre Rusia y Ucrania, cambien a las mujeres y niños de entonces por los de ahora, cambien la paranoia de los soldados británicos del Punjab, que los llevaba a ver conspiraciones por todas partes, por la de los altos cargos del gobierno ruso y podrán entender por qué comencé diciendo que todos los estúpidos eran estúpidos de la misma manera.

domingo, 17 de abril de 2022

La estupidez de los estúpidos (1 de 2).

   A finales del siglo pasado, los psicólogos descubrieron ¡oh maravilla de las maravillas! que existían diferentes tipos de inteligencia, que la inteligencia consiste en hallar caminos nuevos y que, en consecuencia, no hay dos personas inteligentes que sigan el mismo trayecto. Las preclaras lumbreras de la psicología todavía no han logrado alcanzar la conclusión simétrica, también verdadera, que todos los estúpidos son estúpidos de la misma manera, que la imbecilidad sólo tiene un camino y que los tontos se copian sus tonterías, tal cual, los unos a los otros. Como la ambición forma parte de la estulticia humana, el resultado es que los peores gobernantes calcan sus decisiones de las que tomaron sus antecesores en el ranking de incapacidad y, en consecuencia, la historia de la humanidad parece dar vueltas y más vueltas en torno a lo mismo, los famosos "ciclos" glosados, entre otros, por Toynbee y que se resumen en el hecho de que las personas inteligentes van tropezando de una piedra en otra, pero los tontos tropiezan, una y otra vez, con la misma piedra.

   En plena guerra de Ucrania, el pasado lunes, se cumplieron 103 años de la masacre del Jallianwala Bagh. En 1919, la India era un polvorín. Como otros territorios del imperio de su graciosa majestad británica, el Raj había aceptado la petición de Londres de mantenerse en relativa tranquilidad mientras se desarrollaba la Primera Guerra Mundial y proporcionar carne de cañón para ella. Una vez terminada, pidieron justa compensación por no traicionar los intereses de la corona, mientras el gobierno británico miraba para otra parte. En qué debía consistir exactamente esa compensación era un tema de debate en las propias filas de los líderes políticos de la India. Había quien solo pedía el reconocimiento como ciudadanos de pleno derecho de los habitantes de la joya de la corona. Había quien consideraba necesario un gobierno autónomo. Algunos iban más allá y pedían un estatuto semejante al de Canadá. Por supuesto, estaban los que querían que los británicos abandonaran el subcontinente. De un modo transversal, había quienes reivindicaban una cosa u otra para toda la India y quienes lo pedían para su región, etnia o religión. Y, finalmente, a modo de tercera dimensión, estaban quienes quedaron deslumbrados con la desobediencia pacífica de Gandhi y quienes preferían la vieja tradición de las revueltas sanguinolentas. Para los británicos la cosa era muchísimo más fácil. Si queremos entender su postura debemos tener en cuenta dos factores característicos de su colonialismo. En primer lugar que, por su duración, había ya ingleses de padres ingleses y abuelos ingleses, nacidos en la India. Y, en segundo lugar, que a diferencia de las colonias españolas, la población mestiza formaba una parte insignificante de la población total. En definitiva, la cuestión de la India, desde el punto de vista de la potencia colonial, no se dirimía ni en términos económicos, ni políticos, ante todo, era una cuestión racial, era la cuestión de la superioridad de la raza blanca (aunque nacida en la India), sobre todas las demás. Los británicos querían una India en paz, pero "India en paz", para ellos significaba una India en la que todos los que no fuesen blancos puros mostraran de modo cotidiano su respeto y subordinación a la raza blanca. A la inversa, todo el que faltase, de un modo u otro, el respeto a la superioridad de los blancos, quería la guerra. Las diferencias de trato, lenguaje y tono dialéctico con la infinidad de facciones surgida de la matriz que dibujamos anteriormente en la sociedad India, se debían únicamente a puras maniobras estratégicas, porque en Nueva Delhi y, algo menos, en Londres, desde Gandhi hasta los movimientos terroristas más extremos, todos, habían declarado por igual "la guerra" al imperio.

   De entre todas las regiones, las etnias y las religiones de la India, pocas causaron más quebraderos de cabeza al poder colonial que los sijs del Punjab. Hermanados por su religión, aferrados a sus ritos y costumbres, buenos conocedores de su agreste territorio y famosos por no olvidar una afrenta, los británicos los admiraban cuando estaban en el frente y les tenían pavor cuando estaban en sus casas. El miedo a una conjura sij fue una constante del Raj. A veces se comentaba unos minutos a la hora del té y a veces, como en 1919, era el único tema de conversación a lo largo de días. En el Punjab bajo dominio británico de esas fechas, pocos, si acaso alguno de los miembros de la maquinaria colonial, era capaz de distinguir los hechos de las alucinaciones causadas por su propia paranoia. El 10 de abril, una protesta por la liberación de dos líderes independentistas partidarios de la resistencia pacífica acabó con los ingleses disparando contra la multitud y matando varios manifestantes. La protesta del día siguiente por esos hechos ya no fue pacífica y una misionera británica fue derribada de su bicicleta y maltratada por la turba, noticia que dio la vuelta al mundo y en la que nadie leyó la parte que decía que ciudadanos del Punjab no británicos, la salvaron de la masa, la escondieron y acabaron por llevarla a un acuartelamiento del ejército. Ese comportamiento, pareció pensar todo el mundo, era lo que se esperaba de los “ciudadanos de segunda” de la India.

   El 13 de abril de 1909 se celebraba el Año Nuevo sij, concentrando, como siempre, grandes masas de fieles en Amritsar. Unos miles de ellos se reunieron en el jardín Jallianwala, anexo al templo dorado, lugar sagrado que todo sij debe visitar al menos una vez en su vida, escuchando algunos oradores más o menos improvisados. De los cinco accesos al jardín, particularmente estrechos, varios habían sido cerrados por la policía local. A las 17,30 de aquel día, el brigadier Reginald Dyer se presentó en el lugar con 90 soldados y dos vehículos blindados con ametralladoras. Los vehículos no pudieron acceder al jardín, de modo que Dyer desplegó a sus soldados frente a la multitud y, sin advertencia previa, dio órdenes de disparar contra la masa de hombres, mujeres y niños desarmados. Tardaron 10 minutos en agotar las 1650 balas que llevaban. Dyer dio instrucciones de que sus hombres se tomaran el tiempo necesario para apuntar y hacer blanco y fue dirigiendo el tiro para hacerlo lo más eficaz posible. Se suele cifrar en 379 el número de muertos por los disparos y la estampida subsiguiente, mientras que los heridos rondarían los 1200. Dyer ordenó que sus soldados abandonaran el lugar sin prestar ningún tipo de ayuda a los heridos. Esa noche, la ley marcial declarada desde unos días antes en el Punjab, se vio reforzada por una ordenanza que obligaba a andar a gatas a todo ciudadano indio que pretendiera transitar por la calle en la que fue asaltada la misionera británica.

domingo, 10 de abril de 2022

Shannon en Las Vegas.

   Se entiende por wearable computer un ordenador lo suficientemente pequeño como para integrarse en nuestra ropas y complementos. Los relojes y pulseras de actividad se han convertido en el paradigma de estos dispositivos, aunque tienen posibilidades, evidentemente, mucho más amplias. En 1998, durante el segundo congreso dedicado a ellos, Edward O. Thorp, presentó una ponencia, "The Invention of the First Wearable Computer", en la que se atribuyó la coautoría del primero fabricado en la historia, reivindicación que la comunidad científica le reconoció de inmediato, dados los autores de la misma. Para cuando Edward O. Thorp entró en la leyenda, allá por finales de los 50, nadie recordaba ya que su afición a las ciencias y los experimentos, lo convirtieron en el radioperador más joven de los EEUU con 12 años. Tampoco debía fama ni fortuna a su ejercicio como profesor de matemáticas. A Thorp le fascinó la posibilidad de matematizar las apuestas y se lanzó a ello. Armado con un IBM 704, creó una estrategia para contar las cartas en el blackjack y obtener ventaja sobre la casa. Tras establecer una sociedad con un jugador profesional, consiguieron duplicar su capital inicial. Pero, como siempre en estos casos, no debía su fortuna a lo conseguido apostando con su método, sino a la venta de su método a otros a través de un libro del que se publicaron más de 700.000 ejemplares.

   Rico, famoso, pero científico, Thorp nos se acomodó sobre su método y sus ganancias. Buscó un nuevo reto recuperando su viejo proyecto de asaltar la ruleta. Según cuenta, el físico Richard Feynman le desanimó en este intento recordándole el cálculo del famoso matemático francés Henri Poincaré que demostraba que la casa siempre acabaría ganando en series largas de apuestas. Pero en 1960 encontró a quien sí consideraría realizables su propósito: Claude E. Shannon. Shannon, conocido como "el padre de la teoría de la información", demostró ya en su tesis doctoral la aplicabilidad de los circuitos electrónicos a la resolución de problemas en el álgebra de Boole, trabajó para el ejército de los EEUU en el desarrollo de sistemas criptográficos para las telecomunicaciones y hacia finales de los 40 había mostrado cómo abordar los problemas relativos a la transmisión de informaciones mediante herramientas de teoría de las probabilidades. Mucho menos se conocía su éxito en el mundo de las inversiones. En este punto Thorp realizó en su conferencia una reconstrucción muy racionalizada de los hechos. Pasa de puntillas sobre el que, por su posición y trayectoria, Shannon tenía información, poco menos que privilegiada, de unos mercados (como el de las empresas del mundo informático), por otra parte, en plena expansión. Insinúa, por contra, que sus éxitos se debieron a sus conocimientos de teoría de probabilidades, conocimientos de los que habría hecho partícipe a Thorp, algo, sin duda, muy favorable para sus intereses porque, en el momento de presentar su ponencia, encabezaba un fondo de inversiones. En cualquier caso, no resulta difícil entender que a Shannon le entusiasmara la idea de asaltar el juego de la ruleta.

   Entre 1960 y 1961, Thorp y Shannon desarrollaron un método consistente en un sistema de transmisión de informaciones y un pequeño ordenador, capaz de calcular probabilidades. El ordenador tenía apenas el tamaño de una caja de cigarrillos, recibía señales eléctricas y devolvía tonos musicales. Éstos se transmitirían hasta el oído del operador (Thorp) y le indicarían el grupo de ocho números próximos en los que había más probabilidades de que cayese la bola. Por su parte, Shannon se dedicaría a accionar un emisor de señales con el dedo gordo de su pie mediante un dispositivo colocado en su zapato. Indicaría con ellas el momento en que se lanzaba la bola y en el que ésta atravesaba una marca, elegida de antemano, en la ruleta. Tras numerosos ensayos para disminuir el margen de error y un cálculo matemático exacto de su distribución, Thorp, Shannon y sus respectivas esposas emprendieron el viaje con el que todo norteamericano que se precie sueña: ir a Las Vegas para saltar la banca. La ponencia de Thorp en el congreso sobre wearable computers, amena y rica en enseñanzas y anécdotas, se vuelve descacharrante en este punto. Cuenta cómo Shannon y él se dejaron largas greñas para disimular el cableado, cómo lo pintaron del color de la piel, cómos sus esposas ejercían de vigilantes para avisar si alguien de seguridad se daba cuenta de lo que ocurría y, sobre todo, el miedo que, excepto Thorp, que ya tenía experiencia en el tema, sentían porque los mafiosos dueños de los casinos les dieran pasaporte si los descubrían. Las pruebas que realizaron en casa de Shannon les otorgaban una tasa de acierto entre un 43 y un 44% y Thorp asegura que esa tasa de acierto se repitió en sus pruebas en casinos, pero que sufrieron numerosas roturas de los cables de los audífonos y un ataque de pánico cuando una cliente se los quedó mirando de modo horrorizado. No obstante, a diferencia de lo ocurrido con el blackjack, Thorp no dio cifras de sus ganancias reales. En boca (letra) de un apostante, 44% de aciertos puede significar muchas cosas, que se empezó la serie de apuestas con 100 dólares y se terminó con 144 ó que se empezó la serie de apuestas con 100 dólares y se terminó con 44. Pero lo importante no radica ahí. Thorp y Shannon habían visto un camino que muchos otros siguieron con modelos de ordenadores más capaces y acercamientos más sofisticados. En 1985, el Estado de Nevada aprobó una ley por la que se prohibía el uso de ordenadores por parte de los clientes de los casinos. Y aquí llegamos al punto que pocos apostantes tienen en cuenta cuando inician sus andanzas, que no luchan contra las probabilidades, no luchan contra unas cuotas manipuladas que los hacen perder incluso cuando ganan, luchan contra todos aquellos que reciben el dinero que ellos pierden y eso incluye a las fuentes de información patrocinados por las casas de apuestas y, habitualmente, a nuestros legisladores.


domingo, 3 de abril de 2022

Terapia de choque.

   En contra de la conclusión que sacan algunos de mis lectores, nunca he pretendido sostener que la psiquiatría es algo así como una astrología sin matemáticas. Muy al contrario, siempre he argumentado que, como otras disciplinas médicas, se halla imbuida de un riguroso procedimiento científico que consta de los siguientes pasos:

  1º) Descubrimiento de una terapia.

  2º) Aplicación al mayor número posible de sujetos.

  3º) Búsqueda de una justificación de la misma.

   4º) Análisis de su eficacia cuando ya lleva varias décadas utilizándose.

  5º) Si del paso anterior se deduce que no hay motivos para seguir aplicándola, volver al primer paso.

   Un ejemplo característico de este método lo constituye el ECT, electroterapia convulsiva o, como se lo denomina vulgarmente, los electroshocks. A principios del siglo XX, Sigmund Freud predicó una religión profana llamada psicoanálisis, revelada a él por Dios padre inconsciente. La idea de poseer algo sobre lo que no teníamos control y a lo que poder echarle la culpa de nuestros males, cautivó a la humanidad y las conversiones se multiplicaron por doquier. Lo bueno de las religiones es que nadie te pide algo así como historiales médicos con curaciones reales que apuntalen tus prédicas. Todo es cuestión de fe y, ya se sabe, a quienes el inconsciente les concedía la gracia de la fe, se salvaban y a quienes no les otorgaba la gracia, pues, hale, ajo y agua. Lo malo de las religiones es que mucha gente queda fuera del negocio y no está dispuesta a reconocer al papa de turno ni a compartir con él los beneficios. Eso ocurrió con un buen número de psiquiatras que decidieron emprender un camino verdaderamente “científico”, lejos de las patochadas freudianas. Sin embargo, dada la popularidad de sus ideas, necesitaban algo espectacular en el doble sentido de algo que conmocionara y que produjera escalofríos. 

   En los tiempos en que Freud revolucionó la capital del imperio austro-húngaro, Julius Wagner-Jauregg observó que algunos enfermos mentales mejoraban su estado tras sufrir fiebres severas. Siguiendo la rigurosidad del método antes señalado, Wagner-Jauregg se lanzó a inyectar agentes transmisores de la erisipela, la tuberculosis y la malaria a pacientes con degeneración neuronal causada por la sífilis. Las extraordinarias tasas de curación de las que dio cuenta Wagner-Jauregg le proporcionaron prestigio, la popularización de la “piroterapia” y el premio Nobel de medicina de 1927. Con todo esto en el bolsillo se dedicó a esterilizar a quienes habían caído en la esquizofrenia por masturbarse demasiado (sic) y al apoyo decidido de los que persiguieron a rivales teóricos como Freud, quiero decir, apoyó el nazismo. Fiel defensor de la eugenesia, multitud de hospitales, calles y plazas siguen llevando su nombre en Austria, pese a que las revisiones de su trabajo mostraron tasas de mortalidad entre sus pacientes que llegaban al 20% y recaídas tras la terapia del 60% de ellos. Por supuesto, jamás explicó cómo ni por qué las fiebres “curaban”.

   Una cosa es que el bacilo de la tuberculosis no fuera eficaz y otra, muy diferente desde el punto de vista científico, que el procedimiento de medio matar a los pacientes no tuviera futuro. El año en que Wagner-Jauregg recibió el premio Nobel, Manfred Sakel descubrió un agente mucho más “científico” para obtener el mismo resultado: la insulina. Sakel, en efecto, inducía un coma insulínico en los esquizofrénicos, atribuyéndose con ello tasas de curación en ningún caso inferiores al 80%. El motivo era “fácil” de entender, 100 ó 150 dosis de insulina administradas a un paciente reforzaban hasta tal punto su “fuerza anabólica” que ésta “depuraba” las células nerviosas. En los tiempos de Sakel ya circularon rumores de que sus cifras de “curaciones” se debían a que seleccionaba sus sujetos de estudio entre aquellos cuyo trastorno tenía mejor pronóstico. Científicamente se llegó al consenso de que la tasa de curación debía andar por el 50%, lo suficiente como para que la terapia de choque insulínico se practicara con fruición en los hospitales psiquiátricos entre 1940 y 1950. Cuando ya había caído en desuso, comenzaron a alzarse voces denunciando que solía matar al 5% de pacientes, causando daños irreversibles a un porcentaje indeterminado de ellos, además de que su tasa de eficacia real era mucho más un mito que una cifra concreta. 

   Aunque Ladislas Joseph Meduna realizó muchos experimentos tratando de inducir convulsiones en los pacientes psiquiátricos utilizando alcanfor, estricnina o dióxido de carbono, por aquel entonces, la psiquiatría ya se había hecho con un procedimiento de curación a la altura de los tiempos, la electricidad. La epifanía que acabó dando lugar a los electroshocks la tuvo Ugo Cerletti, director del Departamento de Enfermedades Mentales y Neurología de la Universidad de Roma, en un matadero. Viendo cómo los carniceros dejaban tiesos a los cerdos con unas pinzas eléctricas antes de proceder a rajarlos, comprendió que, obviamente, había encontrado un procedimiento para la curación de los enfermos mentales. Tras probar el procedimiento en numerosos animales sin que nos haya quedado constancia de qué enfermedades mentales sufrían éstos y qué tasa de curación logró Cerletti en ellos, decidió que con una descarga de entre 50 y 150 voltios, se podían inducir curaciones en humanos. Se la proporcionó a todos los infelices que cayeran en sus manos, ya padecieran depresión, esquizofrenia, desórdenes afectivos o simple conducta disoluta. Una vez más, la explicación de por qué funcionaba y, sobre todo, por qué funcionaba en semejante arco de trastornos, gozó de una claridad tan meridiana que nadie ha tratado de mejorarla hasta el día de hoy. La electricidad, decía Cerletti, “vitalizaba” unas sustancias, las “agro-agoninas”, que remediaban el mal funcionamiento de las neuronas. Por si fuera poco, el tratamiento de Cerletti tenía la extraordinaria ventaja de que puede (de hecho, debe) repetirse 10 ó 20 veces antes de esperar ninguna mejoría. De este modo, los psiquiatras se garantizaban visitas reiteradas de sus pacientes al igual que los psicoanalistas. Con semejantes credenciales, huelga decirlo, se convirtió en una terapia rutinaria por parte de la psiquiatría durante décadas. Sin embargo, muy pronto, surgieron voces, ya se sabe, “anticientíficas”, denunciando que su carácter inespecífico permitía su administración arbitraria como mecanismo disciplinario. La película de Milos Forman, “Alguien voló sobre el nido del cuco” (1975), marcó el apogeo del movimiento antipsiquiátrico en general y contrario a la terapia de los electroshocks en particular. Cualquier pseudociencia habría llegado a la fácil conclusión de que había que buscar procedimientos nuevos. Pero la psiquiatría y, más en concreto, la Asociación Americana de Psiquiatría (APA), extrajo la mucho más científica consecuencia de que necesitaban un lavado de cara. Desde entonces, un millón de personas al año recibe tratamiento de electroshock. Eso sí, se requiere el consentimiento previo de un paciente al que su psiquiatra le ha asegurado que “es la única salida”, se le administra humanitaria anestesia y todo el procedimiento queda científicamente asistido por ordenador. Nadie parece haber emprendido la poco científica tarea de determinar si semejante puesta en escena mejora o empeora los resultados que se obtenían con los antiguos mordedores. Y, por supuesto, a estas alturas, después de utilizar semejante técnica curativa durante 70 años, la cuestión de su eficacia real, resulta insignificante para una disciplina tan seria como la psiquiatría.