domingo, 31 de marzo de 2019

Enfermos como nosotros.

   El koro constituye una enfermedad terrible. Afecta, sobre todo, pero no exclusivamente, a hombres en la adolescencia y la juventud, los cuales experimentan un estado de pánico y ansiedad extrema al percibir que su pene va disminuyendo de tamaño como si pudiera llegar a desaparecer. La muerte les acecha si esto ocurriese, por lo que tratan de evitar la retracción atando su miembro a algún objeto, lo cual origina frecuentemente desgarros y lesiones. En el caso de las mujeres se trata de sus senos y sus genitales los que parecen ir contrayéndose. En ocasiones se presentan epidemias de koro. China, por ejemplo, las sufrió recurrentemente en 1948, 1955, 1966, 1974 y, particularmente, en 1985 con más de 3.000 afectados. Tailandia vivió una epidemia en 1976 y Singapur registró decenas de casos de koro vinculados a la ingesta de carne de cerdos vacunados contra la peste porcina. Se la puede considerar una enfermedad en expansión, frecuente en personas de origen asiático repartidas por todo el mundo, pero también en África, donde los pacientes la vivencian como un "robo del pene" y se han registrado hasta 56 casos entre 1998 y 2005. Incluso en nuestro país, hay casos reconocidos.
   El síndrome del dhat incluye ansiedad, fatiga, debilidad, pérdida de peso, impotencia, depresión y presencia de una secreción blanca en la orina o las heces, sin que exista ningún tipo de problema fisiológico observable. La sustancia blanca suele identificarse con el dhatu ayurvédico, uno de los siete fluidos esenciales cuyo equilibrio resulta necesario para la salud y al que los occidentales consideran indistinguible del semen. Resulta prevalente en varones jóvenes de extracto socioeconómico bajo, pero también se han presentado casos en mujeres. Descrito por primera vez en la India, parece haberse convertido en endémico de Pakistán y Bangladesh.
   El chacho o alkanzo o pacha se caracteriza por malestar general, decaimiento, aceleración del pulso, sueño, pérdida del apetito, pérdida de peso, dolor de estómago, tos, dolor intenso de huesos y fiebre. Cuando se agrava aparecen esputos con sangre, así como tumores malignos y dolorosos que minan el órgano afectado y hasta pueden producir la muerte. Aparece por no realizar los pagos u ofrendas a la tierra antes de iniciar los trabajos de campo, porque algún animal tumba bruscamente al paciente, por dejar caer algunas gotas de su sangre (principalmente en tierra virgen), por sentarse o recostarse con descuido en el campo o en el piso recién construido de una casa o por cambiar de casa sin pagar la ofrenda a la tierra. Endémico de los Andes, tiene una prevalencia muy variable, entre 9 y 31 casos por cada mil habitantes. Su tasa de mortalidad resulta baja, pero hay personas que mueren de alkanzo. El tratamiento con los medicamentos habituales para la neumonía, la bronquitis, la tuberculosis o el cáncer agravan los síntomas, mientras que se logra su curación mediante la medicina tradicional por la ingesta de una cucharada de gasolina, así como el pagapo o pago a la tierra (ofrenda de flores y alimentos). 
   Podríamos seguir enumerando enfermedades como el Hwa-byung  que afecta a un 35% de la población trabajadora coreana; la sangue dormido de Cabo Verde, que provoca ceguera, convulsiones, parálisis, apoplejía, temblores e infartos cardíacos; el síndrome del susto o espanto, típico de México, caracterizado por pérdida de apetito, debilidad muscular, vómitos, diarreas, fiebre, depresión y ansiedad; el piblokto característico de poblaciones del Polo Norte o el mucho más cercano a nosotros, empacho. Todas estas enfermedades, síndromes y trastornos y muchos más no mencionados aquí aparecen clasificados en el Manual Diagnóstico y Estadístico de las Enfermedades Mentales (DSM-V) bajo la etiqueta de “síndromes culturales”. Sistemáticamente caen bajo la categoría de “enfermedad mental”, trastorno psicosomático o, todavía mejor, “visión errónea” acerca de la salud, la enfermedad y/o la sexualidad. Menudean los sitios en Internet en los que muy licenciados psicólogos afirman (como otros dicen de la homosexualidad) que su curación se logra mediante terapia, mediante “una adecuada educación sexual” o, mejor aún, prescribiendo ansiolíticos. En definitiva, todo consiste en normalizar en torno a nuestra cultura, en convertir al otro, al que no podemos reconocer como occidental, al que no comparte nuestros estándares de pensamiento, en un enfermo mental, presentando bajo la capa de supuesto conocimiento la vieja sabiduría de Astérix: “están locos estos romanos”. Todo ello con un único fin, eludir las preguntas que estos males nos arrojan a la cara: ¿por qué tales reuniones de síntomas resultan menos “científicas” que los agrupamientos que nosotros realizamos? ¿por qué la “depresión” que no presenta evidencias físicas merece el calificativo de “enfermedad” y el alkanzo, que sí los presenta, no merece semejante calificativo? ¿quién lo decide? ¿en base a qué criterio? ¿Por qué nos parece lógico que la inmensidad de nuestro progreso científico haya conducido a que las personas tomen de por vida medicamentos que no les permiten aspirar a curarse alguna vez y no nos parece lógico que alguien se cure tomando algo que no consideramos un medicamento? ¿porque hay hechos que así lo demuestran o porque nos hallamos presos de un relato que deslinda lo racional de lo irracional siguiendo la línea marcada por unos intereses muy claros? Y si el DSM-V tiene razón, si los psiquiatras tienen razón, si todos esos que afirman que las enfermedades de todo género, incluyendo las mentales, poseen una base biológica tienen razón, ¿qué base biológica puede atribuírsele a un “síndrome cultural”? ¿acaso se nos pretende decir que hay ciertas conexiones neuronales erróneas, ciertos desequilibrios en los neurotransmisores, ciertas malformaciones de algunas áreas del cerebro que producen culturas distintas de la occidental? ¿o se trata exactamente de lo contrario, de que ciertas formaciones de la cultura occidental llevan a percibir malformaciones en áreas cerebrales, desequilibrios en los neurotransmisores y conexiones neuronales disfuncionales, como llevaron a no ver durante décadas las neuronas de nuestro intestino? Y, por encima de todo, una vez más, ¿cómo se contagian esas malformaciones cerebrales, esos desequilibrios en las sustancias químicas del cerebro, esas conexiones neuronales? ¿también biológicamente?

domingo, 24 de marzo de 2019

Bollería industrial.

   Netflix se ha convertido en la mayor productora mundial de contenidos audiovisuales. Su presupuesto para este fin superaba en 2018 los 12.000 millones de dólares, de los cuales el 85% se destinó a la producción propia y un 15% para la compra de contenido ya hecho que, no obstante, se presentaría como “Netflix Original”. En total, unas 700 series y 82 películas nuevas.  Goldman Sachs calcula que, de seguir esta tendencia, en 2022, Netflix gastaría más de 22.500 millones de dólares en producción. Para conseguir semejante volumen Netflix ha procedido a la descentralización, produciendo de modo independiente en cada uno de los países en los que tiene presencia y distribuyendo estos contenidos a nivel mundial. Un ejemplo, por lo demás incomprensible, lo constituye el caso de la surrealista producción española La casa de papel. Creada originalmente por Antena 3 y con una audiencia que disminuía con cada capítulo, se la vendieron a Netflix para hacer algo de caja.  Rápidamente se convirtió en la serie de habla no inglesa más vista en la historia de la plataforma. La razón del relativo fracaso en televisión y el espectacular éxito tras su paso al streaming radica en que Netflix no mide la audiencia como se hace en televisión. Las emisoras miden la audiencia en función de las personas que en cada momento se hallan sentadas delante de las pantallas, pues éste constituye el público potencial de las pausas publicitarias. Netflix calcula el número de nuevos suscriptores que recibe justo antes del estreno de una serie descontando el flujo habitual de suscriptores y posteriormente rastrea si estos nuevos suscriptores renuevan o no tras su mes gratuito y si visualizan o no otros contenidos. Ambos patrones, a nivel internacional, les dan indicaciones de cómo deben valorar dicha serie y si deben proceder a su renovación, mientras que la publicidad queda embebida en ellas. Este procedimiento les permite maximizar recursos aun con un catálogo menguante. Porque, en efecto, entre 2010 y 2018, los suscriptores de Netflix vieron reducidas sus opciones en casi 3000 películas aunque, eso sí, el número de series se triplicó. El objetivo parece claro, en 2017 los usuarios de Netflix vieron unas 1.000 millones de horas semanales, lo cual significa que cada uno de ellos dedicó más de una hora diaria a la plataforma. La multiplicación de las series sólo puede aumentar dicho tiempo y de hecho, ya no hay vidas suficientes para visualizar todo su catálogo.
   Pero el universo de Netflix no lo constituye únicamente la luz. Tiene un pasivo de varias decenas millones de dólares, series con elevados presupuestos han resultado un fiasco y muchos de sus contenidos tienen fecha de caducidad del “Netflix Original” como ha demostrado la retirada de los productos de Disney de la plataforma. Los directivos de la compañía piensan que eso no importa mucho si el número de suscriptores continúa aumentando, no tanto por los ingresos que suponen, como por el hecho de que mientras eso ocurra, las acciones continuarán subiendo en bolsa. Pero los analistas bursátiles han comenzado a decirlo con una claridad meridiana: 
"Filmes de prestigio no son el mejor uso de capital si estás tratando de construir una marca global",
   EEUU y Gran Bretaña estrenan unas 800 películas al año, lo cual significa que ni viendo dos películas al día se puede abarcar todo lo que se estrena. Pero semejantes cifras palidecen si las comparamos con Bollywood (más de 1.200 películas al año) o Nollywood (997 películas llegan cada año a las pantallas de Nigeria y, posteriormente, de toda África). 
   Aún sin producción audiovisual, seguir los lanzamientos literarios del año constituye misión imposible. El mercado anglosajón saca a las librerías alrededor de medio millón de títulos y a ellos España añade otros 80.000. Nada comparable con Amazon, en donde se publican doce libros nuevos a la hora o, dicho de otro modo, un nuevo libro cada cinco minutos. La apabullante mayoría de semejante tsunami cultural corresponde a novelas, relatos y cuentos.
   Evidentemente, 1000 nuevas series cada año, más de 3000 películas y más de 500.000 libros exigen, por encima de todo, que no haya en ellos mayores profundidades. Si un espectador tiene que ver cuatro o cinco horas diarias de producción audiovisual para abarcar todas las novedades no se le puede pedir también que necesite una o dos horas de reflexión para asimilar la densidad de referencias, el juego conceptual, la profundidad de significado de lo que ha visto. Más bien al contrario, se trata de que engulla pero no se sacie, de que el propio acto de ingerir un capítulo tras otro, un libro tras otro, le lleve a desear más, sin que nunca sienta plenificadas sus inquietudes o, si quieren, lo expreso de otra manera, para éstas, para sus inquietudes, todo lo visto, todo lo leído, debe importar literalmente nada. Aún más, si tales productos quieren conllevar un cierto éxito para quien los fabrica y distribuye, deben tener la propiedad de conservarse cierto tiempo ahí, en el catálogo, hasta acumular un número suficiente de lectores o espectadores. Si hay en ellos la más mínima referencia a la realidad, a lo acontecido históricamente, por tanto, deben narrarlo, con los tópicos habituales, del modo que la mayoría lo recuerda, para que puedan reconocerlos y, a la vez, con colores sumamente llamativos para que no coincida con la crudeza de los hechos, aunque para eso haya que pasarse la mano con el maquillaje de los protagonistas. En resumen, todo lo fabricado por la industria cultural debe abundar en conservantes y colorantes.
   Supongamos que, efectivamente, alguien se marca como reto abarcar lo inabarcable, quiero decir, alimentar sus entendederas exclusivamente con los nuevos contenidos que aparecen cada año de películas, libros y series. ¿No habría de pasarse horas y horas sentado en su sofá? ¿no acabaría teniendo problemas de obesidad? ¿qué ocurriría con su colesterol, con su hipertensión, con su sistema cardíaco? Su propio cerebro, ¿no se abotargaría, no se entumecería, no se haría como pesado?
   Pues bien, resulta de dominio público que no debe consumirse con frecuencia bollería industrial porque ni alimenta ni sacia, conduciéndonos inevitablemente a consumir más, como ocurre con los productos de la industria cultural. Resulta del dominio público que la bollería industrial hace amplio uso de conservantes y colorantes como ocurre con los productos de la industria cultural. Resulta del dominio público que el abuso de la bollería industrial conduce a la obesidad, el aumento del colesterol, la hipertensión, los problemas cardíacos, amén de los digestivos, como ocurre con los productos de la industria cultural. ¿Por qué entonces nadie nos advierte contra el riesgo de consumir más de una vez a la semana un producto cultural como se hace con la bollería industrial? ¿Porque existe verdadero interés en que padezcamos obesidad, hipertensión e hipercolesterolemia mentales?

domingo, 17 de marzo de 2019

El terror de las imágenes.

   Recordaba Mario Onaindía en sus memorias un atentado en el que participó como miembro de ETA Político-Militar. Tuvo lugar en abril de 1968 y consistió en el intento de asesinato de dos guardias civiles. Aunque los miembros del comando no tenían demasiada experiencia, no tardaron más de cinco minutos en tenerlo todo planificado. Pero la organización les había pedido algo más que matar a dos miembros de las instituciones franquistas, les había pedido que lo filmaran. Durante dos horas discutieron cómo hacerlo. Matar resulta extremadamente fácil, el juego de los símbolos contra los que se atenta no presenta mayor dificultad, convertir todo ello en imágenes constituye el gran reto de los movimientos terroristas. Los movimientos terroristas del siglo XX transformaron la propaganda por la acción que originó el terrorismo anarquista del XIX en la lucha por las imágenes. Para todos ellos, para los nacionalistas, para los izquierdistas, para los derechistas, para los islamistas y los católicos, el objetivo primario no consistió nunca en la consecución de unos logros más o menos políticos, sino en la consecución de imágenes. Un movimiento terrorista no atenta para matar, utiliza las ansias de matar de sus miembros para generar imágenes y cuantas más imágenes, mejor, con independencia de quién caiga y cómo. No se entenderá nada de los atentados suicidas si se pretende que los terroristas se suicidan para alcanzar un paraíso en el que pocos creen y en el que, de seguir los dictados de su religión, ningún suicida entrará. Se comete un atentado suicida para tener derecho a grabar un vídeo en el cual se dan explicaciones de los motivos, de las causas y se hace gala de profunda autocompasión. Que después ese terrorista mate a cien, a mil o sólo a sí mismo carece de la menor importancia, pues el objetivo primario y básico, el que permite que el movimiento terrorista siga existiendo un día más, ya se ha conseguido, las imágenes. Por eso el terrorismo del siglo pasado alternó indiferentemente los atentados contra autoridades y contra ciudadanos de a pie como no concibió hacerlo el terrorismo del XIX, porque dan igual los supermercados de comida kosher, los bares, los restaurantes, los conciertos, los mercadillos navideños o las celebraciones juveniles, lo fundamental radica en los minutos grabados, en el número de fotos tomadas, en las imágenes retuiteadas.
   Podemos decir todo lo anterior de otra manera: las imágenes matan. No se asesina a un occidental o a un musulmán para poder grabarlo y que las imágenes circulen. Las imágenes existen y circulan porque hay occidentales y musulmanes muertos, porque muestran personas heridas, atropelladas o agonizando. Si en ellas apareciera un profesor de física enseñando conceptos abstractos de un modo fácil para todo el mundo no se grabarían y de grabarse no circularían. Las imágenes necesitan algo impactante, estremecedor, pero tan simple y elemental que capte la atención hasta de un perro o, lo que viene a significar lo mismo, tantas veces repetido que cualquiera pueda entender lo que se le muestra. Toda imagen se refiere, pues, a otra imagen, de la cual toma su contenido pero de la que debe diferenciarse si quiere circular.
   La imagen se caracteriza por utilizar la magia del ser para presentarse como la realidad. A todos los efectos, los hombres del siglo XX y los de este siglo XXI, no toman imágenes de la realidad, consideran real lo que aparece en las imágenes. Por eso no creemos en Dios, porque no podemos grabarlo con nuestros móviles como a los pokémones,. Por tanto, carece de sentido preguntar quién o qué aparece en las imágenes. Aparecen las imágenes y los acontecimientos, las personas, se dicen reales porque van contenidas en ellas. Nada separa el vídeo grabado por el chalado de Christchurch de Call of Duty, Grand Thref Auto: San Andreas o cualquier otro juego electrónico al uso. Esa carnicería ya la vivimos y ya nos impactó sin necesidad de que 49 seres humanos perdieran la vida. Y aquí radica la gran paradoja, la gran mentira en la que nos mantenemos: los vídeos, las fotografías, las imágenes que “valen más que mil palabras”, por sí mismas, no dicen nada, ni siquiera nos dicen si quienes mueren en ellas tienen sangre en sus venas o algoritmos, ni dónde ocurre, ni cuándo y, mucho menos, por qué. Incluso alguien con un cerebro tan escaso como el del becerro de Christchurch, lo intuye y siente la necesidad de acompañar sus imágenes con un largo pliego de excusas en el que simula razonar algo con lógica. Las imágenes, simplemente, se imponen, se llaman a la existencia unas a otras, multiplicando sin fin la reproducción de lo mismo, pretendiendo suplantar su carencia de significado con su rápida sucesión. De un modo u otro, haciendo caso omiso de la voluntad de los sujetos, por encima de ella, la imagen adviene. Y volvemos a encontrar otra vez lo mismo. Facebook, que en cuestión de minutos bloquea la cuenta de quien retransmite un partido de fútbol de modo ilegal, se dice incapaz para bloquear las imágenes de un asesinato en masa porque necesita de él para que se multipliquen sin fin las reacciones, los posts, las imágenes de caras, las fotografías y las inevitables explicaciones que las hagan inteligibles, todo eso que, desde sus inicios, constituye la razón última de su existencia. 
   Mientras tanto, mientras tratamos de seguir su flujo incesante, se sacrifica a seres humanos reales en el ara de las imágenes para que éstas adquieran lo que ellos pierden, vida, y los mequetrefes subvencionados por el poder entonan sus cantos a la lucha de civilizaciones entre un Islam violento por sí mismo y unos “hombres blancos normales” cuya intimidad se halla a resguardo de que cualquier buen guardián del orden público la pisotee.

domingo, 10 de marzo de 2019

Ser y deber.

   Uno de los tópicos más reiterados a la hora de hablar de Kant lo constituye su afirmación de que “Hume lo despertó de su sueño dogmático”. Este enunciado resulta, sin embargo, extremadamente problemático. El primer problema radica en que Kant no leía en inglés y en la época en que elaboró su doctrina crítica no circulaba ninguna traducción de Hume al alemán. Así que con “Hume”, en realidad, Kant se refiere a “Tetens”. Y aquí viene el segundo problema, aunque Johannes Nikolaus Tetens ejerció como difusor de las ideas del empirismo inglés en Alemania, sus puntos de vista se vieron influidos por el “dogmático” Christian Wolff y por el Kant de la Dissertatio de 1770. El “Hume” que "despertó" a Kant venía reflejado en el propio espejo kantiano y esto plantea la cuestión trascendental de qué y cuánto entendió Kant de las intenciones del escocés. Ya he explicado, por ejemplo, que cuando Hume señala que el concepto de causalidad carece de “conexión necesaria”, no pretende en absoluto descartar semejante concepto, pues él mismo lo utiliza con fruición para explicar de qué modo las impresiones se relacionan con las ideas.  Hume señala, simplemente, que hay que desligar el concepto de causalidad del concepto de necesidad y, por tanto, de determinación. Y, ciertamente, una causalidad basada “en la costumbre”, en la pura empirie, tendría un carácter probabilístico. Sin embargo, Kant acudió raudo a salvaguardar esa “conexión necesaria” que no aparece por ninguna parte en la experiencia haciendo de la necesidad la necesidad trascendental de nuestro modo de conocer. Al colocarla como concepto a priori, volvía a amarrarla a la determinación, por más que después tuviera que introducir por la puerta de atrás una “causalidad libre” basada en la impensable “cosa en sí” para permitir la libertad humana, artificio absolutamente superfluo si nos quedamos estrictamente con lo que Hume dijo y no con lo que Kant creyó entender. Sin embargo, toda la filosofía posterior aceptó la línea inaugurada por Kant como la correcta y hubo que esperar hasta finales del siglo XX y, desde luego, no en el centro de la corriente principal de la filosofía, para que autores como Judea Pearl y otros mostraran el camino para conceptualizar una causalidad basada en la posibilidad y no en la determinación.
   Exactamente lo mismo nos encontramos con el famoso pasaje del Tratado de la naturaleza humana en el que Hume habla del ser y el deber. He aquí el texto de Hume:
No puedo evitar añadir a estos razonamientos una observación que quizás puede tener alguna importancia. En cada sistema de moralidad que he observado hasta ahora, encuentro siempre que el autor procede algunas veces en la forma ordinaria de razonamiento, y establece la existencia de Dios, o hace observaciones sobre asuntos humanos, cuando de repente soy sorprendido porque, en vez de las usuales copulaciones de proposiciones «es» o «no es», me encuentro con proposiciones ninguna de las cuales no está conectada con un «debe» o «no debe». Este cambio es imperceptible, pero es sin embargo de consecuencias últimas; porque como este «debe», o «no debe», expresa alguna nueva relación o afirmación, ésta debe necesariamente observarse y explicarse; al mismo tiempo debe darse una razón para algo que parece completamente inconcebible: cómo esta nueva relación puede ser una deducción de otras que son completamente diferentes de ella. Pero como los autores no toman comúnmente esta precaución, debo intentar recomendarla a los lectores; y estoy persuadido que esta pequeña atención subvertiría todos los sistemas vulgares de moralidad; y permite ver que la distinción de vicio y virtud no se encuentra simplemente en las relaciones entre objetos, ni es percibida por la razón.
   Kant (y todos los que vinieron después) entendieron que Hume había señalado la imposibilidad de pasar del ser al deber. Por tanto, una vez más, Kant convirtió al deber en un trascendental que brota de la pura razón. No se trata de algo que “sea”, sino de algo que nosotros, los seres humanos, imponemos a la naturaleza para movernos en ella, del mismo modo que imponemos los elementos a priori del conocimiento para ordenarla. Y, una vez más, Kant se vio en la obligación de enredar la situación porque, como ocurre con todos los elementos a priori, no se nos explica por qué hay estos y no cualesquiera otros. Así que Kant reintrodujo al buen Dios cristiano, expulsado de la teoría, como justificación última del deber. Dicho de otro modo, paradójicamente, Kant concluye que el deber sí se deriva del ser, del ser supremo de Dios. Semejante puzzle sedujo ya inevitablemente a los filósofos del XIX y del XX, que se lanzaron bien a reconstruir el ser a partir del deber (caso de Fichte, del idealismo alemán y del propio Nietzsche), bien a constatar “el abismo” entre ser y deber, semejante a otros tantos abismos por los que la filosofía del siglo pasado se despeñó una y otra vez. 
   Volvamos al texto de Hume. ¿Tendrían la amabilidad de indicarme exactamente en qué línea dice Hume que no se pueda extraer el deber del ser? Si en lugar de interpretar nos dedicamos a la tarea mucho más humilde y difícil de leer nos daremos cuenta de que Hume se limita a constatar en este fragmento que en los tratados de moral habidos hasta su época (y hasta la nuestra) no se explica cómo pasar del ser al deber. En ningún momento afirma que no pueda haber semejante tránsito, de hecho, en numerosos pasajes Hume muestra cómo se produce, ora por el consenso, ora por la simpatía. El tránsito del ser al deber constituye, en realidad, la norma cotidiana al menos en dos ámbitos de nuestra existencia: la guerra y la medicina. La pura descripción de los hechos marca, para el soldado y para el médico, en qué consiste su obligación. Todavía mejor, esto que la filosofía del siglo XX consideró imposible, ese “abismo” insalvable, entre su mágico “ser” y el indeseable “deber”, se salva de un modo hasta prelingüístico. Nuestros primos los chimpancés, tan graciosos ellos, patrullan con cierta frecuencia su territorio y cuando advierten la presencia en él de un individuo de otro grupo lo atacan, matándolo con cierta frecuencia. El cerebro de los monos realiza habitualmente lo que el cerebro de los filósofos vigesimicos consideró imposible, el tránsito de la constatación de los hechos a la obligación de actuar.

domingo, 3 de marzo de 2019

Los mitos y el logos.

   Todas las disciplinas tienen una narración acerca de su origen muy parecida. Se trata de la noble historia de un Proteo que, en la noche de los tiempos, arrebató el fuego de la verdad a los dioses para entregárselo a los hombres. Aunque normalmente no pueden reconocerse en él, los miembros de esa disciplina se confortan en semejante historia, sabiéndose partícipes de una comunidad de elegidos que, en realidad, nació en tiempos mucho menos remotos, aflorando más entre intereses creados que en la noble lucha contra la ignorancia. La narración del origen cumple el papel en las diferentes disciplinas de los mitos fundacionales de tribus, pueblos y naciones. La filosofía no constituye a este respecto una excepción, pero una de sus notas más conspicuas consiste, precisamente, en que esa narración mítica originaria cuenta cómo ella nació en el momento en que se produjo la separación respecto de los mitos. De este modo, sesudos académicos, nobles versados y licenciados en general, relatan todo lo que separó a Tales, Anaximando y Anaxímenes de Homero y Hesíodo, cuando, en realidad, los textos de estos autores milesios se perdieron mucho antes de que nadie pudiera establecer con certeza qué semejanzas y diferencias los separaban de los poetas que sacaron a Grecia de la Edad Oscura. Todavía mejor, Parménides y Heráclito, cuando ya hasta se había inventado el adjetivo “filósofo”,  escribieron en verso, con estructuras, vocabulario y expresiones que sólo una mente prejuzgadora puede pretender separar de los de sus honorables predecesores. Recordemos a este respecto las dos “vías” del poema parmenídeo, con sus musas que nos acompañan en un extraño viaje, a la guerra como “el padre de todas las cosas” o la oscuridad reconocida por todos en los escritos heraclíteos. ¿De verdad hay aquí una separación entre mito y “logos”?
   El tránsito desde el pensamiento mítico al racional que, se supone, había realizado la filosofía hacia el siglo VI a. de C. continúa apareciendo como extremadamente problemático un siglo más tarde cuando la filosofía griega ya había alcanzado esa cumbre que supuso Platón. Platón, el maravilloso poeta que acusó a todos los poetas de mentir, utiliza, retuerce, crea, confunde y reutiliza mitos de todos los tipos y colores con finalidades infinitas. En sus manos los mitos recuerdan la masa de un panadero, continuamente plegados y replegados, vueltos sobre sí, a veces con un claro afán burlón, a veces con la ferocidad de quien parece querer sacarles las entrañas y mostrárselas a la cara. A Homero y Hesíodo se los cita sin piedad y con profundo conocimiento, pero el modo en que usa de los clásicos de su época supera todo lo imaginable, poniendo a veces en su boca mitos cuya procedencia desconocemos, como esa extraordinaria historia de los hombres esféricos que relata Aristófanes en el Banquete. Todavía mejor, hay otro Platón, un Platón analítico, enteramente racional, que no usa de mitos ni de leyendas, ajeno a cualquier poetizar y que, precisamente por todo ello, forma parte del Platón que no entendemos, que no solemos impartir como “Platón” y con el que no tenemos una idea muy clara de qué hacer, el Platón del Parménides o el Sofista. Y es que hemos omitido algo.
   Entre tanto pensador supuestamente sometido a los dictámenes de la razón que utilizaba desaforadamente los mitos, destaca una corriente que huyó sistemáticamente de ellos y que puede considerarse el primer intento del pensamiento occidental por pensar en términos exclusivamente racionales: el atomismo. Los griegos desligaron tajantemente al atomismo de la religión, de los mitos y de las leyendas, preparando el camino para el primer sistema filosófico racional, libre, por fin, de consideraciones mitológicas: las iracundas tentativas de Aristóteles para librarse de la influencia de su maestro. Aparentemente nuestra historia ha llegado a su fin. Con Aristóteles, la filosofía comienza a elaborar tratados y no poemas, explicaciones y no cautivadores imágenes míticas, pautas de razonamiento y no formas de imitar el diálogo de personajes vivos. Pero la historia no termina aquí. La filosofía de Plotino casi parece quejumbrosa por una mitología en la que ampararse y, naturalmente, no tardó mucho en venir. 
   No entraré en detalles sobre si la conquista de Troya parece más fiel a los datos históricos o no que la de Jerusalén, si Ulises vagó más o menos que Moisés, ni si Jesús provocó más o menos transformaciones que Zeus, a los efectos que nos interesa constatar, el cristianismo ejerció como la mitología dominante del pensamiento filosófico occidental hasta, como poco, finales del siglo XIX. Después vino Nietzsche, proclamó la muerte de Dios, que todo, incluso los conocimientos más aparentemente sólidos, constituían formas mitológicas y un enjambre de piojillos se dedicaron a dar saltitos por la filosofía creyéndose superhombres cuando Nietzsche ya había acuñado un término que los atrapaba tan bien como el alfiler a la mariposa: los últimos hombres. Si, efectivamente, todo conocimiento tenía el carácter de mito, ¿qué desventaja presentaban los mitos cristianos sobre cualesquiera otros? ¿la pura elección?
   Desde entonces nuestras novelas, nuestros periódicos, nuestras radios y nuestras pantallas nos anegan con todo tipo de historias imaginarias que alteran la realidad y a las que no identificamos como mitos porque no reconocemos la religión a la que sirven. Pues bien, tomen los libros, los artículos, los ensayos de filosofía publicados en los últimos cien años, ¿cuántos de ellos evitan enredarse en los mitos habituales de la tribu? ¿cuántos han nacido directamente de narraciones míticas, escritas, representadas o televisadas? ¿cuántos se limitan a esclarecerlas? ¿cuántos han seguido el dictamen exclusivo de la razón aunque eso significara alejarse de la aplaudida interpretación de los consabidos personajes simbólicos? La filosofía del siglo pasado, la filosofía que se creyó hija de la sospecha para acabar como sierva de la mentira, olvidó aquello de lo que pretendió advertirnos Nietzsche, a saber, que romper con el mito no constituye el acto fundacional de esta disciplina, sino el reto cotidiano de su existencia.