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domingo, 18 de octubre de 2015

Para una filosofía de la enfermedad (1 de 2)

   De l’Éthique de Spinoza à l’éthique medicale, es un libro publicado en 2011 por Éric Delassus con la intención de mostrar de qué modo los planteamientos de Spinoza pueden ayudar a crear un nuevo marco ético para la enfermedad. El intento es, desde luego, proteico y no es de extrañar que Delassus haya buscado la solidez de un sistema filosófico ya constituido para emprenderlo. Se trata, en efecto, de orientar al paciente sobre cómo debe entender la enfermedad sobrevenida, se trata de buscar los principios básicos que deben fundamentar la relación con su médico y se trata, entre otras cosas, de comprender en qué consiste la praxis médica. Que alguien haya tenido el valor de sacar la filosofía de la bonita torre de marfil en la que fue enclaustrada durante el siglo XX y volver a hacer de ella lo que siempre fue, una guía para la vida, es algo que no puede merecer otra cosa que nuestro encendido aplauso. Por si fuera poco, Delassus deja claro que, tal y como lo vive el enfermo, su cuerpo y su enfermedad son, ante todo, ideas con las que tiene que habérselas, destaca que la enfermedad es resultado de (y agente productor de) una historia en trance de hacerse y que, por tanto, considerar al paciente un número más en una estadística es resultado de una praxis médica castradora. Incluso halla valor y apoyos para oponerse al aplauso general que las leyes sobre la eutanasia provocan en cierta intelligentsia más preocupada por parecer progresista que interesada en conocer el género de progreso que están promoviendo.
   Desgraciadamente, ya se han enumerado todos los méritos de este libro. Y lo peor no es que el proyecto fuese demasiado ambicioso, lo peor es que resulta demasiado ambicioso para los presupuestos de los cuales parte. En efecto, por más que Delassus se empeñe en ello, el hecho de utilizar la filosofía de Spinoza no deja de parecer una decisión arbitraria. El “Spinoza” de Delassus es, en realidad, una filosofía determinista y, en consecuencia, un ideal de sabiduría entendida como el abandono de la búsqueda del sentido y del punto de vista del sujeto individual para centrarse en la totalidad de la naturaleza. Cuando se intenta ir un poco más allá e implicar otras ideas “de Spinoza” como la noción de conatus, Delassus topa rápidamente con una serie de límites que le llevan a reformular las nociones espinocistas hasta hacerlas difícilmente reconciliables con el filósofo de holandés. Llegados a este punto uno se pregunta qué necesidad había de acudir a Spinoza y qué se hubiese perdido apelando a los estoicos, en los que aquél se inspiró para todos los temas de los que Delassus saca provecho. Con todo, no es el peor problema del libro.
   Si bien es en el pensamiento francés en el que con más insistencia se ha tratado el tema de la medicina, existe en él un curioso desenfoque del que este libro es un ejemplo más. “Medicina” para los filósofos franceses parece significar “lo que se hace en los hospitales y en las facultades dedicadas a dicha disciplina”. Si hemos de atender al consumo de medicamentos, esta “medicina” ocupa actualmente menos del 30% de la praxis médica. De hecho, la tendencia es a volver puntual, casi instantáneo, el paso del paciente por los hospitales. Este desenfoque origina otro, a veces irónico y a veces sarcástico, el de considerar que la medicina tiene por objetivo acabar con la causa de las enfermedades (pág. 126). Si hemos de tomar al pie de la letra tal definición, se convertiría en un higienismo que ya Foucault criticó por devenir uno de los instrumentos del poder para penetrar los intersticios de la vida social. Así que sólo queda la otra opción, añadir el adjetivo “inmediatas” a las causas sobre las que debe actuar la medicina. El estrés, la contaminación, la proliferación de agentes químicos cuyo efecto a medio y largo plazo sobre el organismo humano es desconocido y, lo que es aún mejor, la ingesta habitual de medicamentos con todo género de efectos secundraios, deben ser adecuadamente alejadas de cualquier intervención médica y colocadas en una tierra de nadie sobre la que ninguna ciencia y, mucho menos, ningún poder político, debe ser competente. Pretender, por tanto, que la medicina cura o, todavía mejor, sacar del hecho de que para los pacientes la enfermedad es algo vivido, es decir, pensado y percibido, la conclusión de que “c’est tout d’abord le malade qui définit la maladie en fonction de ce qu’il ressent” (págs. 179-80), es, como digo, cruel sarcasmo. La enfermedad la definen los mismos que se aseguran de que los médicos no puedan curarla para que no les estropeen el negocio y que, sin duda, habrán aplaudido la aparición de este libro porque escamotea vilmente una de las cuestiones centrales de cualquier cosa que quiera llamarse hoy día una ética médica o, de un modo más amplio, una filosofía de la enfermedad, a saber, si hay ya argumentos éticos más que suficientes para prohibir que las empresas farmacéuticas sigan existiendo.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Por qué soy un privilegiado

   Pertenezco a la privilegiada clase de los funcionarios. Si bien cíclicamente me planteo dedicarme a otras cosas, todavía no he encontrado nada mejor. A este respecto, debo insistir en el motivo central de este blog. Aunque parezca que la filosofía está muy alejada de la vida cotidiana, lo cierto es que nunca deja de vigilarla con un ojo. En contra de lo que suele decirse, el primer motivo de reflexión de los filósofos no fue la naturaleza, el ser o la realidad, sino cómo ganarse la vida (para dedicarse a pensar sobre esas cosas). Del que comenzó todo esto, Tales de Mileto, se cuenta que primero se procuró un buen pelotazo financiero y después se dedicó a estudiar las estrellas y esas cosas. Desde entonces la gente intentó seguir muy de cerca las inversiones de los filósofos, así que esta vía de ingresos quedó cerrada por unos siglos. En cuanto a un filósofo se le ocurrió pedir el subsidio de la democracia se lo cepillaron. Es lo que se conoce como la muerte de Sócrates. Un ejemplo para los filósofos del porvenir, sin duda. De modo unánime, los filósofos llegaron a la conclusión de que las democracias preferirían siempre emplear el dinero en cosas más útiles: bacanales, circos romanos o fútbol y buscaron el mecenazgo de los tiranos o bien dedicarse a la enseñanza. Algunos, más listos, buscaron ambas fuentes de financiación, caso de Platón o de Aristóteles. A este último le cabe el honor de haber sido el primero en dejar negro sobre blanco este tipo de preocupaciones filosóficas. Si uno se quiere dedicar a la teoría, dice Aristóteles, lo mejor es que satisfaga antes sus necesidades primarias, comida, vestimenta, etc. Quien pasa hambre y no tiene ropa que ponerse difícilmente se va a dedicar a preguntarse por qué existe el ser y no la nada. Él desde luego lo hizo. Se casó con la sobrina de un gobernador y completó los ingresos derivados de la dote aceptando la oferta para educar al Ale, el hijo del rey de Macedonia después conocido como Alejandro Magno. Aunque el Ale no aprendió gran cosa de su maestro, cosa típica de todos los alumnos/as, le permitió entrar a lomos de la victoria en Atenas. En un principio no lo pareció, pero Aristóteles creó el estilo de vida característico de los filósofos: vivir a costa del Estado y no tener que preocuparse por la cesta de la compra.
   Antes que aceptar plenamente las doctrinas de Aristóteles, una serie de filósofos encontraron otra manera de hacer fortuna. Consistía en ofrecer una cajita que encerraba todos los bienes de este mundo. A cambio de abrirla al pobre incauto de turno se le pedía la cesión de toda su fortuna o, al menos, la realización de "tareillas". Una vez enganchado el sujeto, daba básicamente igual qué hubiese en la cajita, porque, habiéndolo perdido todo, difícilmente reconocería que el maestro estaba desnudo. Este modelo de negocio es lo que actualmente se llama secta y, en buena medida, no es un modelo de negocio, es el modelo de negocio ideal que persiguen un buen número de multinacionales. Sus creadores fueron estoicos y epicúreos, pero fue rápidamente perfeccionado en Oriente. Hasta tal punto fue perfeccionado, que los filósofos acudieron en manada a aliarse con el chiringuito financiero más exitoso de la historia, quiero decir, con la religión. La simbiosis pareció, ciertamente, productiva. Los filósofos se encargaron del departamento de marketing de este chiringuito. Acuñaron eslóganes imperecederos (como el de "creo en el absurdo"), formaron una imagen de marca y elaboraron todo tipo de argumentos para estampárselos en la cara a los clientes insatisfechos (algo así como la atención al cliente de las compañías telefónicas). A cambio, la religión les ofreció comida, alojamiento y, en muchos casos, cerveza de gran calidad. No se pueden Uds. imaginar lo creativo que se vuelve un filósofo cuando se le ofrecen esas cosas.
   Pero, todo lo bueno se acaba. La religión fue perdiendo importancia y los filósofos tuvieron que volver a buscarse las papas. En general eso supuso hallar una buena corte a la que alagar oportunamente. El problema es que los filósofos, a diferencia de los bufones, no siempre tienen gracia diciendo las cosas. Bueno, la verdad es que casi nunca tienen maldita la gracia. Resultaban, pues, más molestos que otra cosa y este tipo de contratos acabaron muy mal, piensen en Descartes. En honor a la verdad hay que decir que no tan mal como aquellos que pretendieron trabajar como autónomos, caso de Spinoza. Con la generalización de la enseñanza, surgió al fin, ya en el siglo XIX, el modelo que todos aceptamos como la conformación estándar, es decir, el filósofo profesor.
   Ser profesor y filósofo no es ningún chollo y, si no que se lo digan a Moritz Schlick. El Estado pide lo más preciado para alguien que estudie filosofía, su tiempo. Tiempo que, como es normal en cualquier funcionariado, hay que emplear en no importa qué. Por ejemplo, este comienzo de curso viene marcado por la imprescindible realización de pruebas iniciales para determinar el nivel de los alumnos/as. Es algo perfectamente comprensible para los alumnos/as de nuevo ingreso en un centro. Un poco menos comprensible resulta para los niveles en los que se hallan implicados los profesores de filosofía. Una consulta de cinco minutos con cualquier compañero que haya conocido a los alumnos/as con anterioridad bastaría. Aún menos comprensible es que se obligue a realizar este tipo de pruebas cuando cada curso termina con el relleno sistemático de todo tipo de informes acerca de las aptitudes y actitudes demostradas por el alumno/a con anterioridad. Y todavía menos comprensible es la exigencia de que cada prueba vaya acompañada de un informe cualitativo del alumno/a y de la introducción de una nota numérica (es decir, cuantitativa) en el correspondiente programa. Se puede resumir de un modo breve, el Estado nos ve como a simples burócratas que hemos de rellenar papeles cuya única utilidad es que otros justifiquen su salario comprobando que han sido rellenados de modo correcto. Las actuales y draconianas medidas de varias autonomías españolas lo muestra bien a las claras, se exigen más horas de docencia, como si impartir clase fuese el mismo tipo de actividad que atender a los ciudadanos en una ventanilla. A efecto de los intereses del Estado, la docencia o la consulta del médico, son ventanillas en las que se dispensan papeles, papelillos y papelotes con los que ir a otras ventanillas a realizar trámites.
   El licenciado en filosofía metido a burócrata intenta racionalizar su kafkiana tarea como buenamente puede, en general, trashumando de un clásico en otro a la búsqueda de una respuesta que dé algo de sentido a la pantomima cotidiana. Mientras tanto se consuela pensando que el Estado, a la vez que rellena su cabeza con tareas absurdas, rellena su estómago y que fuera de sus acogedoras alas, se pasa mucho más frío y es mucho más difícil hacer filosofía. Esas son las ideas que se pretenden inculcar con la especie de que los funcionarios son unos privilegiados. Diría que este argumento es de tontos, de no ser porque se le ha ocurrido a alguien que no llega ni siquiera a eso, es decir, al amiguete de toda la vida de un político, enchufado a dedo como "asesor". Vamos a ver, Ud. tiene que operarse a vida o muerte, ¿quién desea que le opere, una persona muy satisfecha con el trabajo que tiene, un privilegiado, o alguien amargado con su trabajo? ¿Y si se trata de educar a su hijo? ¿Qué hace Ud. cuando su jefe lo trata mal? ¿devuelve ese maltrato con una atención exquisita a los clientes? ¿Qué espera que haga un funcionario cuando sus jefes lo tratan mal? ¿y va a dejar a su tierno infante en manos de alguien pisoteado por sus superiores? ¿De verdad le gustaría acabar con los privilegios de los funcionarios? ¿Qué nos interesa realmente, que los servidores del Estado sean los mejores posibles o que sean los peores posibles? ¿y cómo se consigue atraer a los mejores funcionarios posibles, con buenas condiciones de trabajo o con malas condiciones de trabajo?
   Como decía, yo pertenezco a la privilegiada casta de los funcionarios. Soy un privilegiado porque no comencé a ganar dinero a los 16 años como cualquier buen autónomo, sino que tuve que esperar bastante más allá de los 24. Soy un privilegiado porque he accedido al puesto que tengo gracias a mis conocimientos en una materia concreta. Soy un privilegiado porque dediqué más de un año de mi vida a preparar unas oposiciones, sin la menor certeza de poder aprobarlas y sin ganar un sólo euro mientras lo hacía. Soy un privilegiado por haber aprobado esas oposiciones libres. Soy un privilegiado por hacer algo que nadie puede hacer con ocho meses de aprendizaje. Soy un privilegiado por haberme llevado buena parte de mi juventud más preocupado por prepararme que por hacer caja. Y si por ser un privilegiado así tengo que pedir perdón, pues perdonen Uds.