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domingo, 4 de marzo de 2018

De cerebros y hombres.

   A poco que uno indague en los textos de psicología, neurofisiología, filosofía de la mente o cualquier cosa semejante, encontrará dos principios que constituyen un ejemplo perfecto de cómo una cultura, un paradigma, una mitología, puede sostener afirmaciones incompatibles sin que quienes participan en ella se percaten del sinsentido en el que incurren. Al primero de dichos enunciados se lo llama, con mucho bombo, la “ley de Hebb”, aunque más apropiadamente debería llamársele “ley de Malebranche-Hebb” o, con mayor rigor, “conjetura de Malebranche-Hebb”. Entre 1674 y 1675, el padre Nicolas Malebranche publicó los cinco libros de su Recherche de la verité. Si bien esta obra pasó a la historia de la filosofía como el gran manifiesto ocasionalista, buena parte de sus páginas se dedican a explicar cómo los espíritus animales, en su tránsito por el cerebro, van dejando trazas que constituyen las marcas físicas sobre las que se asientan los recuerdos, sentimientos, emociones y aprendizajes. 270 años más tarde, Donald Hebb adaptó el mecanismo explicativo de Malebranche a los nuevos tiempos, sustituyendo “trazas” por “reforzamiento sináptico” y “espíritus animales” por “neurotransmisores” y dejando todo lo demás igual. Cuando dos neuronas conectadas por una sinapsis se activan sucesivamente de modo reiterado, la conexión entre ambas se refuerza, explicándose por este procedimiento los recuerdos y aprendizajes. Hebb no aclaraba en qué consistía dicho “reforzamiento” mucho más de lo que ya hizo Malebranche y nadie ha progresado demasiado en tal esfuerzo. Por otra parte el intento de dilucidar la evolución mediante el uso y el desuso había puesto de manifiesto su inoperancia en el caso de los organismos y unos años después de Hebb recibiría un nuevo varapalo en lo referente al sistema inmunitario, de aquí que los científicos y los ingenieros encargados de construir redes neuronales recibieran semejante propuesta... con los brazos abiertos. Muy pronto las ideas de Hebb se enfrentaron con un problema que ya le habían echado en cara a Lamarck. Si las cosas funcionasen de este modo, se necesitarían cientos si no miles de ensayos para que se pudiera crear una diferencia estructural significativa entre algo que se usa poco y algo que se usa mucho. Las redes neuronales artificiales construidas de acuerdo con los principios de Hebb confirman lo certero de esta crítica. Ciertamente hacen cosas que hacen los seres humanos e incluso mejor, pero necesitan decenas o cientos de miles de ensayos para poder llegar a conseguirlo. Si los seres humanos funcionásemos de acuerdo con los principios de Hebb, tendríamos que meter los dedos en un enchufe cien mil veces para concluir que dicho comportamiento conduce inevitablemente al calambrazo. Peor aún, dado que las sinapsis entre las neuronas habrían quedado firmemente enlazadas, nadie podría convencernos ya de que, una vez cortada la luz, se pueden meter los dedos en el enchufe sin problemas. Así que los principios de Hebb conducen a un sistema neuronal que aprende con lentitud exasperante y fija conductas irremediablemente estereotipadas, sin hablar de la oscuridad en la que nos deja acerca de los mecanismos moleculares del supuesto “reforzamiento”. 
   Naturalmente, ningún filósofo vigesimico se metió en tales profundidades. Constituía una hipótesis basada en el “uso y el desuso” y no en el peligroso azar y la maldita selección natural, un pesado entramado matemático protegía las redes neuronales que los científicos exhibían con orgullo, ¿para qué más? ¿para qué pedir hechos biológicos que sustentaran la presunta explicación del funcionamiento de nuestro cerebro? Había nacido una ley tan "científica" como el resto de la psicología y todos los debates filosóficos del siglo pasado giraron en torno a si un cerebro constituido de semejante manera bastaba para explicar el comportamiento humano o si se necesitaba todavía un alma asomando por detrás de él. Nadie se atrevió a sacar la consecuencia lógica de las propuestas de Hebb, a saber, que cuantas más sinapsis tenga un cerebro, más podrá aprender y, dado que los test de inteligencia demuestran que los aprendizajes adquiridos posibilitan mejores resultados en ellos, cuantas más sinapsis tenga un cerebro, mayor inteligencia podrá albergar... Recientes mediciones parecen indicar que los cerebros de los hombres tienen mayor número de sinapsis que los cerebros de las mujeres, por lo que los hombres poseerían también mayor inteligencia (algo que la experiencia cotidiana desmiente de modo rotundo). Por otra parte, las neuronas humanas se hallan menos interconectadas que las neuronas de otras especies animales y, para acabar de rematarlo, tenemos el caso de la Globicephala melas (la ballena piloto, una especie del género de los delfines), que tiene casi el doble de neuronas en el neocórtex que los seres humanos. Y aquí aparece el segundo principio que comentamos antes.
   Como abandonar el puesto privilegiado de la creación siempre nos ha costado mucho, en cualquier libro de psicología, neurofisiología o filosofía de la mente, se podrá encontrar un enunciado que parecía atornillarnos definitivamente a ese puesto: el cociente de encefalización. La inteligencia, la capacidad para aprender, los procesos cognitivos superiores, dependerían, no del tamaño del cerebro, sino de la proporción existente entre éste y el resto del cuerpo. Obviamente, a los cuerpos grandes les corresponden cerebros grandes, como ocurre con las ballenas o los elefantes, pero el ser humano tiene un cerebro desproporcionadamente grande para su tamaño, hasta el punto de que un niño, incluso a los tres años, va hacia donde va su cabeza. Si se observa detenidamente, podrá verse lo que el siglo XX se mostró incapaz de ver, que este cociente introduce un punto de vista absolutamente incompatible con la conjetura de Malebranche-Hebb. En efecto, ésta postula que, para entender lo que nos hace humanos, hemos de atender exclusivamente a nuestro cerebro y, más en concreto, a las conexiones entre neuronas que existen en él. El cociente de encefalización dice una cosa toto caelo diferente, a saber, que para entender lo que nos hace humanos hemos de atender a la relación que existe entre nuestro cerebro y el resto de nuestro cuerpo. El número de neuronas, las conexiones que existen entre ellas, la cantidad de neurotransmisores que migran entre unas y otras, conforman factores que quedan supeditados al modo en que nuestro cerebro se relaciona con otros sistemas de nuestro cuerpo. Los dos principios en los que la mitología del siglo XX asentó todo su pretendido saber para explicar la relación entre la mente y el cerebro se muestran ahora, simplemente, incompatibles. Resulta evidente que, si de verdad queremos entender algo y no limitarnos a repetir cual papagayos eslóganes convenientes, habremos de quedarnos con aquel principio asentado en hechos y no con el que nos ha dado sobradas muestras del barrizal con el que se moldearon sus pies.