domingo, 28 de diciembre de 2014

Juegos de hombres

   Hace casi dos décadas, cuando aparecieron, tener un móvil y estar hablando constantemente por él era considerado un signo de categoría, de distinción. En Argentina, cierto señor enfrascado en una conversación telefónica, desatendió las precauciones mínimas al cruzar una calle y fue atropellado, muriendo de modo casi inmediato. Al recoger sus pertenencias, la policía se percató de que la conversación que lo condujo a tan fatal desenlace se había estado llevando a cabo con un móvil de pega. Hasta donde sé, no fue propuesto para los Premios Darwin, pero podría habérselo llevado con facilidad. Dichos premios, honran la muerte más estúpida del año. La idea es que quien ha muerto de una manera tan absurda, merece un reconocimiento por haber librado a la humanidad de unos genes capaces de llevar a su portador a cometer semejante tontería. Precisamente, en relación con la historia que hemos contado al principio, está la del Sr. Heath Hess, candidato a dicho premio por morir atropellado por un tren mientras hablaba por un móvil y se tapaba la otra oreja con la mano para no oír el silbido del mismo. Dicen que sus últimas palabras fueron: “¿Puedes hablar más alto? Es que no te oigo con el pitido del tr...” También fue nominado un atracador de Renton, ciudad del Estado de Washington, por intentar atracar una tienda de armas, a rebosar de clientes y con un par de policías en su interior charlando con el dependiente. Recibió 63 disparos después de gritar: “¡Esto es un atrac...” Pero mi historia favorita es la de Krystof Azninski, campesino polaco de 30 años que en 1996 consiguió decapitarse a sí mismo. Había estado bebiendo con unos amigos y, tras ponerse a tono, decidieron jugar a “juegos de hombres”. Primero se golpearon con carámbanos de nieve. Luego uno cogió una motosierra y gritando “yo sí que soy macho”, se cortó  un dedo del pie. Azninski, no queriendo ser menos, miró a sus amigos y les dijo: “a ver si tenéis huevos de hacer esto”. Se giró la motosierra hacia sí mismo y se rebanó el pescuezo. Sus amigos no tuvieron huevos. De hecho, uno de ellos comentaba que el bueno de Krystof había muerto como un verdadero hombre, algo sorprendente porque de niño le gustaba ponerse ropa de sus hermanas... 
   Digo que es mi favorita porque me recuerda muchas cosas que he vivido. En esencia, no hay estupidez que un hombre no cometa después de que alguien le diga: “a que no hay huevos de...” Y es que todos los casos anteriores tienen algo en común: están protagonizados por hombres. Basándose en ellos (y en el resto de los Premios Darwin) un reciente estudio publicado en el British Medical Journal llegaba a la conclusión de que los hombres son más idiotas que las mujeres. El estudio, por sí mismo, merece también ser nominado a un premio, el Ig Nobel, aunque, la verdad, sólo es un ejemplo más del amarillismo hacia el que están siendo abocadas las publicaciones científicas bajo el liderazgo de Science y Nature.
   Que los hombres corren riesgos inútiles, que tienen una tendencia natural a desarrollar conductas peligrosas para sí mismos y para los demás y que rara vez demuestran un vestigio de inteligencia bajo el influjo del alcohol o ante la presencia de mujeres, lo sabe cualquiera. No faltará quien eche la culpa de todo a la testosterona, de acuerdo con una falacia muy popular en determinados círculos. Dicha tesis tiene una fácil comprobación empírica, hagan un estudio de las mujeres que se cambian de sexo a ver si son más violentas, corren mayores riesgos y actúan con menos sentido común tras recibir sus correspondientes dosis de hormonas o, a la inversa, si los hombres que se cambian de sexo devienen más tolerantes, cariñosos y conservadores. La verdad es que la testosterona sólo es culpable de que los hombres tengamos hemorragias nasales,  poco más. 
   La avidez por correr riesgos innecesarios apareció en algún momento de la evolución de nuestra especie, hace más de un millón de años, cuando nos dedicamos a cazar regularmente. Hay que recordar que nuestro cerebro consume el 25% de la energía que necesita nuestro cuerpo. Un homo habilis, con apenas 600 centímetros cúbicos de capacidad craneal, dedicaba el 15% de su energía a su cerebro. Tales necesidades energéticas son difíciles de satisfacer con frutas y verduritas. Aún peor, el cerebro necesita ácidos grasos para su funcionamiento los cuales, básicamente, sólo están presentes en la carne. Los individuos del género homo, pasaron así de herbívoros a omnívoros, lo cual supuso un ahorro estratégico fundamental porque el aparato digestivo se acortó y recursos necesarios para la lenta descomposición de los vegetales, pasaron a estar a disposición de ese órgano en crecimiento imparable que fue el cerebro. Es difícil que un homo habilis pudiera cazar nada, de modo que se dedicó, probablemente, al carroñeo, cuando no al canibalismo. En algún momento entre ellos y el homo antecessor nos convertimos en cazadores.
   Cuando se habla de caza uno piensa en señores que salen de madrugada con todoterrenos a defenestrar gorrioncillos con sus escopetas de repetición. Hace un millón de años la cosa era ligeramente diferente. Se trataba de cazar ciervos, bisontes y mamuts, armados con palos afilados y piedras en un entorno boscoso en el que un león o un tigre de dientes de sable podía convertir rápidamente al cazador en cazado. Desorientarse en un mar de árboles o, simplemente, dejar que el atardecer cubriera los bosques de oscuridad lejos de un refugio seguro, conducían a nuestros antepasados a un desenlace fatal. Cazar debió ser un juego extremadamente arriesgado cuyos beneficios evolutivos finales no podrían atisbarse en aquel momento. Hay que recordar que en esta época había una división del trabajo por sexos. Las mujeres quedaban encargadas de la recolección de frutas y verduras y los hombres de la caza. Los estudios paleantropológicos demuestran que los últimos de estos cazadores-recolectores estaban mejor alimentados que los primeros agricultores. Sin duda, disfrutarían de paladear la carne, pero teniendo a su alcance abundante fruta y verdura, carroña ocasional y algún que otro semejante que llevarse a la boca, ¿para qué cazar? ¿Qué podría llevar a ese hombre primitivo, atiborrado de ensalada, con una buena reserva de fruta y unos bocados de carne a internarse en un bosque lleno de peligros para obtener un filete de bisonte? El sabor de la carne recién cazada debió ir acompañado, probablemente, de algo más: la satisfacción de haber cobrado una presa, saberse el animal más inteligente... o el placer del riesgo. Sin duda, aquellas poblaciones cuyos varones disfrutaban siendo capaces de escapar de sus depredadores a la vez que cobraban piezas, debieron obtener una ventaja evolutiva.
   De buenas a primeras (en términos de evolución), tenemos a esos cazadores-recolectores acostumbrados a meterse en bosques llenos de peligros sentados ante la mesa de una oficina. ¿Podemos extrañarnos de que beban, jueguen, se inventen competiciones cada vez que se ponen al volante y no dejen pasar un día sin incurrir en un riesgo innecesario? Mucho me temo que todas las tonterías que hacemos los hombres son un resultado de nuestra evolución, igual que nuestra inteligencia.

domingo, 21 de diciembre de 2014

Platón en Siracusa (y 3)

   “Siracusa” ha ejercido un atractivo constante sobre los filósofos o, mejor dicho, sobre los hombres que han hecho filosofía. La filosofía por sí misma ha tenido pocas razones, por no decir ninguna, para ir a “Siracusa”. Pero los hombres que la han hecho han sentido con frecuencia que las cosas iban demasiado lentas, o que estaban solos, o que sus ideas no acababan de impregnar la sociedad, o, más comúnmente, no se han dado cuenta de que era la vanidad característica de los hombres y no los razonamientos, la que guiaba sus pasos hacia la política. Son muchos, muchos de los grandes y aún más de los medianos y de los pequeños, los que han acabado en “Siracusa”. Ahí tenemos a Karl Marx fundando un Partido Comunista cuya existencia era superflua si leemos sus textos en el sentido de que el capitalismo, inevitablemente, conduce a la revolución proletaria. A Marx, como a Platón, se le suele echar en cara el fracaso de su Siracusa particular en la forma del gulag estalinista. Curiosamente este comportamiento no se reproduce con otros siracusanos, tales como Martin Heidegger. Al parecer, por una parte está el ciudadano Heidegger, sucesor en el decanato de Friburgo de su “maestro y amigo” E. Husserl, destituido por judío, o el ciudadano Heidegger, que en 1953 aún hablaba de “la grandeza del nazismo” y por otra parte, el filósofo Heidegger, cuyo Ser y tiempo, está limpio como una patena de la sangre vertida en Auschwitz. Lo cierto es que Heidegger declaró expresamente su deseo de poner su filosofía al servicio del tirano y no para proveer a su país de leyes más justas, no, sino para facilitar la carnicería. Éste es el único modo sensato de entender su doctrina de que el ser se muestra en el acontecimiento, su recomendación de “quedarse escuchando la voz del ser” que lanzaba discursos incendiarios por las radios alemanas de la época, o su exégesis del ser-para-la-muerte, al cabo, poco más que una glosa de ese “novio de la muerte” que anduvo de cruzada por España.
   Menciono a Marx y a Heidegger como podía mencionar a tantos otros, de su altura o mucho más pequeños, que no supieron entender lo ocurrido con Platón en Siracusa. Porque las estancias de Platón en Siracusa son narradas habitualmente como la historia de un fracaso. El propio Platón debía verlo así y sus contemporáneos, entre los que se encontraban muchos de los partidarios y familiares de Dión, no debieron verlo de otra manera, como lo demuestra la prolijidad de la carta VII. Suele decirse que Platón ni siquiera se acercó a hacer de la sociedad siracusana una sociedad más justa y/o feliz. La propia afirmación platónica de que habrá mal en el mundo mientras los reyes no sean filósofos o los filósofos reyes, se ve, a la luz de estos acontecimientos, como equivalente a afirmar que siempre habrá mal en el mundo. Sin embargo, si uno se detiene a analizar los hechos históricos, obtendrá otras consecuencias. 
   En efecto, para empezar, Platón logró que, efectivamente, hubiese un rey filósofo, porque, al final, Dionisio acabó reclamando para sí el título de filósofo y rey (o tirano), por más que Platón se lo negara. Que semejante rey-filófoso contribuyese a atemperar el mal en el mundo o no, ya es otra cuestión. Todavía mejor, hubo un filósofo, o, al menos, alguien imbuido por el espíritu filosófico, que acabó siendo rey, Dión, por mucho que lo fuese durante un tiempo extremadamente breve.
   Platón deja muy claro que el filósofo no debe prestarse a ser un mero nombre que el tirano de turno use en su beneficio. Cualquiera que se deje ver en compañía de un político contribuyendo con su nombre a acrecentar la fama de éste, siempre podrá aducir como razón su derecho a medrar, pero no el servicio fiel a la filosofía. Tampoco debe el filósofo ir prodigando sus consejos entre aquellos que no están dispuestos a aprovecharlos o quienes, simplemente, no los han pedido. Ni va a tardar mucho en ser quitado de en medio el filósofo que llegue al poder por medio de la espada (o las urnas). El apoyo popular a quien, por propia naturaleza, es un extranjero en todas partes, salvo en la République des lettres, difícilmente podrá ser sincero o duradero. Y, sin embargo, Platón y su filosofía sí que tuvieron una influencia real y decisiva sobre los acontecimientos. Porque Platón sí que contribuyó, por lo menos al intento, de hacer de la sociedad siracusana en particular (y de este mundo en general), algo mejor. Semejante logro no lo alcanzó ni mediante el ejercicio directo del poder, ni mediante su ejercicio mediado, a través de la influencia sobre quien ejercía el gobierno, lo alcanzó mediante la enseñanza, mediante la educación. Fue la trasmisión de sus ideas (a Dión), la que provocó una serie de acontecimientos históricos que acabaron desencadenando la caída del tirano. Dicho de otro modo, es en su tarea como educador donde radica la posibilidad de que el filósofo ejerza un papel efectivo y aún revolucionario sobre la realidad política de un país

domingo, 14 de diciembre de 2014

Platón en Siracusa (2)

   Platón nunca se hizo ilusiones acerca de la naturaleza tiránica del gobierno de Siracusa ni de la naturaleza del tirano. Al recordar los motivos que le condujeron por primera vez a Siracusa, Platón no nos habla de las posibilidades que se abrían ante sí, ni de los riesgos que un filósofo corre al entrar en un campo que no es el suyo. Recordemos, Platón aún no ha publicado ningún tratado de política. No se siente comprometido, pues, con una opción política que (aún) no ha hecho pública. Se siente comprometido con Dión, a quien convenció de las ventajas de perseguir la virtud tanto privada como pública. Por tanto, no teme que lo acusen de sabio encerrado en su torre de marfil, teme que lo acusen de charlatán de feria. Semejante temor al qué dirán, es, sin duda, algo que debiera preocuparle al hombre llamado Platón o, mejor dicho, Aristocles, pues éste era su nombre real. A Platón, al filósofo, el qué dirán debe traerle sin cuidado. Aristocles basa, pues, su decisión de llevar a Platón a Siracusa en el agradecimiento a la hospitalidad recibida por parte de Dión. Filosóficamente, Platón es incapaz de hallar motivos para acudir a las demandas de Dionisio y Dión. Resulta fácil de entender por qué filosóficamente no había motivo alguno para llevar a Platón a Siracusa si proseguimos con su relato de lo que ocurrió cuando llegó allí.
   Tras ser infectado por el virus de la filosofía, el joven Dión había desarrollado uno de los síntomas característicos de esa enfermedad, se había convertido en una especie de extranjero en su propio país. Las frívolas preocupaciones de sus conciudadanos le resultaban por completo extrañas o, dicho a la inversa, muchos lo miraban con malos ojos, especialmente, tras su empeño en traer a Platón a la corte del tirano. Este, como buen tirano, no podía tolerar junto a él nadie tan noble e instruido como Dión, aunque reconocía el prestigio que podía aportarle la presencia del filósofo ateniense. Apenas tres meses después de la llegada de Platón a Siracusa, Dionisio ordenó el destierro de Dión y se esforzó porque Platón rompiera todos los vínculos con él.
   Cuenta Platón que decidió permanecer en la corte, pese al destierro de su principal valedor en ella, por deseo expreso de éste y porque, tras su partida, se difundió el rumor de que Dionisio lo había matado. Queriendo el tirano disipar tales rumores, se cuidó mucho de que lo viesen en compañía del filósofo, a la vez que lo encerraba en una jaula de oro. Aquí el relato de Platón se vuelve deliciosamente confuso. Asegura el ateniense que no podía salir del palacio, del país y, mucho menos de la isla, si bien la única demostración que da es una serie de razonamientos al respecto. Dicho de otro modo, Platón no hizo ni el más mínimo intento por escapar. ¿Por qué? Aunque Platón no se cansa de hablarnos de las mezquindades de Dionisio y aunque afirma no haber tenido con él más que una sola conversación sobre filosofía, le reconoce “facilidad para aprender” y el mismísimo Arquitas de Tarento, una de las principales fuentes del pitagorismo platónico, dio testimonio de sus progresos en filosofía. Por más que Platón se dedique a poner en tela de juicio tales progresos, lo cierto es que la presencia del ateniense tuvo que despertar en el siracusano si no la viva impresión que causó en Dión, sí un cierto hechizo filosófico del que ya no escaparía. Desde entonces, siempre intentó dar la apariencia de filósofo él mismo, llegando a escribir un libro sobre el tema y a ganarse la vida, en sus últimos años, como maestro en dicha disciplina.
  Quizás Platón aguantó tantos meses en Siracusa creyendo que, al final, manipulando la fascinación de Dionisio por el mundo filosófico, podría llegar a tener influencia real sobre el gobierno de la ciudad. De hecho, cuando finalmente partió, lo hizo bajo la promesa de volver. Promesa que cumplió. Hubo, en efecto, una segunda estancia en Siracusa, en respuesta a una segunda invitación de Dionisio y de Dión, que permanecía en el destierro, y como resultado de una segunda deliberación. Esta  segunda deliberación platónica se resolvió en favor de volver a Siracusa para comprobar los progresos en filosofía de Dionisio y porque éste, según cuenta Platón, le había prometido que, de acceder, el asunto de Dión se resolvería en el sentido que Platón desease.
   La segunda visita a Siracusa acabó aún peor que la primera. Despreciaba a Dionisio y éste no necesitaba más que de su visita, no de su estancia allí, para acrecentar sus ínfulas filosóficas. Cuenta la leyenda que, tras partir de Siracusa, el barco en el que viajaba Platón naufragó en las costas de Egina, ciudad en guerra con Atenas que había decretado la esclavitud de cuantos ciudadanos atenienses llegaran a sus costas. Platón, por tanto, fue vendido como esclavo. Para su fortuna, fue comprado por un conocido suyo que rápidamente lo manumitió, permitiendo el regreso a su ciudad. De camino, se encontró con Dión, quien le comunicó su intención de hacerle la guerra al tirano. Fue el inicio de una campaña que terminó con la derrota de éste y el triunfo del desterrado. Pero, como ya dijimos, Dión nunca fue capaz de conocer el corazón de los hombres. Dos de de sus compañeros de armas lo asesinaron. La ciudad cayó en el caos, hasta el punto de que, ocho años después, Dionisio acabó por reconquistala, para ser despuest,o de forma definitiva, en el año 344 a. de C. Platón había muerto tres años antes.

domingo, 7 de diciembre de 2014

Platón en Siracusa (1)

   Tras la muerte de Sócrates, Platón emprendió un viaje, poco menos que iniciático, que, en su primera etapa, le llevó a Egipto. Desgraciadamente es poco lo que sabemos de la estancia de Platón en Egipto, qué templos visitó y a qué nivel doctrinal se le permitió acceder, aunque su identificación del sol con el bien nos permite intuir que semejante visita (si es que se llegó a producir) causó un profundo impacto en el joven Platón. No menos impactante fue la segunda estancia de dicho viaje, la Magna Grecia. Dos ciudades destacan de esta etapa. La primera fue Tarento, aristocracia de raigambre pitagórica, cuyo tipo de gobierno y,  probablemente, la numerología en que se basaba, también será recordada por Platón en su República. Menos trascendencia pareció tener en aquel momento, la otra ciudad visitada por Platón, Siracusa. 
   Siracusa era una tiranía ejercida por Dionisio el Viejo. Había inaugurado su mandato liberando a toda Sicilia de los bárbaros, lo cual hizo de él un político temido y respetado que llegó a tener en sus manos la unificación de la isla. Su desastrosa gestión posterior, acabó haciéndola imposible. La propia Siracusa, en tiempos de la visita de Platón, languidecía mientras sus habitantes se dedicaban, según testimonia Platón, a atiborrarse de comida un par de veces al día y a procurarse un compañero/a de lecho. En este ambiente de decadencia, sin embargo, Platón encontró un alma pura, el joven Dión, emparentado con el tirano, sobre el que sus enseñanzas ejercieron un poderoso influjo, hasta el punto de que dedicó el resto de su vida a lograr que su ciudad fuese gobernada no por una persona concreta, sino por leyes excelentes. La muerte de Dionisio el viejo pareció marcar el momento oportuno para ello. Dión, qua aprendió mucho de las doctrinas de Platón pero poco de la naturaleza humana, creyó ver en su hijo y sucesor, Dionisio el joven, al gobernante ansioso de sabiduría que podría conducir a su ciudad a un gobierno justo.
   En su carta VII, Platón nos cuenta cómo recibió invitaciones por parte de Dión y del propio Dionisio, para ir a Siracusa y contribuir a instaurar un gobierno henchido de filosofía. Aquí es preciso hacer algunas referencias cronológicas. Estamos en torno al 389-386 a. de C. Platón tiene alrededor de 40 años y ha comenzado a escribir diálogos en los que resulta claro que, si bien sigue hablando por boca de Sócrates, las doctrinas que éste expone no corresponden al Sócrates histórico, sino al propio Platón. No obstante, la carta VII, en la que se nos narran todos estos acontecimientos es muy posterior, en torno al 360 a. de C. Quien habla a través de ella es ya un Platón anciano, que recuerda los acontecimientos a la luz de su desenlace final. Este Platón anciano ha contado en La República y Las leyes, sus ideas políticas, pero  cuando encontró a Dión, no había publicado todavía nada al respecto que sepamos. En la época en que recibe la invitación para ir a Siracusa, Platón es, por tanto, un filósofo conocido y reputado, que aún no ha dado lo mejor de sí y cuyas ideas políticas deben conocerse entre sus coétaneos por sus palabras, no por sus escritos. Es a este filósofo, joven y con una reputación por hacer, al que se le ofrece la oportunidad de crear un Estado preñado de su filosofía. Si triunfa, su fama como político impulsará y, probablemente, sobrepasará a su fama como filósofo. Si fracasa, es lógico que Platón temiese que su nombre quedara irremediablemente ligado a todas las miserias políticas que iban a producirse, manchando y arruinando cualquier grandeza que pudiera hallarse en su filosofía. Este dilema platónico puede formularse de un modo más general y de terrible actualidad en España: ¿debe el filósofo participar en política arriesgándose a que todo su esfuerzo teórico quede embarrado por las miserias de la ambición humana o acaso debe restringirse a su labor crítica con la realidad, arriesgándose a que tomen su necesario distanciamiento por cobarde refugio en una torre de marfil?