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domingo, 15 de agosto de 2021

Las guerras de Colorado (3 de 3).

   El ametrallamiento de trabajadores, particularmente si pertenecen a la canalla huelguista, forma parte de la historia de cualquier democracia liberal que se precie, hasta el punto de que puede decirse que es uno de los rituales del mercado libre. En España nos apresuramos a cumplir esa tradición y, apenas muerto Franco, a una policía armada a la que casi se le había agotado el material antidisturbios la mañana del 3 de marzo de 1976, se le ordenó desalojar esa tarde, por las buenas o por las malas, una iglesia abarrotada de trabajadores en asamblea. Arrojaron gases lacrimógenos en su interior y dispararon fuego real contra todo el que salió huyendo. Cinco huelguistas muertos y 150 heridos convencieron a Vitoria y a todo el País Vasco de que la prometida democracia no iba con ellos. La misma historia la podemos encontrar repetida multitud de veces, por ejemplo, en Colorado.

   Como ya explicamos, ni a matanza de Ludlow ni la "Guerra del carbón" proporcionaron el menor avance a la causa de los mineros. La UMWA perdió presencia en Colorado y su lugar lo ocupó la Industrial Workers of de World. Frente a la UMWA, los "wobblies", como se los llamaba popularmente, tenían un perfil ideológico mucho más nítido. Se reconocían "comunistas" e "internacionalistas". Enfrentaban una causa que iba más allá de las exigencias de este o aquel sector laboral y, por si fuera poco, encarnaban nuevas formas de lucha. Vituperados con los peores términos por la prensa, temidos por los empresarios y puestos, literalmente, en el punto de mira de sus milicias, sus miembros se habían negado en ocasiones a abandonar las cárceles, una vez cumplidas sus condenas, para que no se llenaran con los caídos en nuevas detenciones e incluso realizaron proselitismo entre los guardias haciéndoles tomar conciencia de sus pobres condiciones laborales…

   El 23 de agosto de 1927, fueron ejecutados Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti en Charlestown, Massachusetts, por un robo a mano armada con resultado de muerte del que ya se había autoinculpado otra persona que no guardaba relación con ellos. Su delito, en realidad, era de otra naturaleza: se trataba de dos inmigrantes de primera generación y, además, declaradamente anarquistas. La IWW llamó a la huelga en las minas de Colorado en solidaridad con ellos y en demanda de unas condiciones laborales que ya había pedido la UMWA trece años antes. Su llamada tuvo un notable éxito, paralizando la mayor parte de las explotaciones mineras salvo una decena de ellas que continuaron su actividad gracias a los esquiroles. Particular relevancia tenía a este respecto la mina de Columbine, cerca del pueblo de Serena, a la sazón, de nuevo, una localidad creada y administrada por la empresa propietaria de la mina, la Rocky Mountain Fuel Company. La RMFC, la segunda empresa minera más importante de la región tras la CF&IC, implicada como ella en las matanzas de la década anterior, sufría en 1927 una metamorfosis tras la muerte de su fundador y la llegada de su heredera, la muy progresista, humanitaria y defensora del estado del bienestar Josephine Roche. Por aquella época Columbine era la mina más productiva de la empresa, por lo que para los huelguistas constituía un objetivo prioritario pararla. En la mañana del 21 de noviembre de 1927, 500 mineros y sus familias se presentaron ante las cerradas puertas de Serena para "llevar a sus hijos al colegio", recoger la correspondencia en la oficina de correos y, no era un secreto para nadie, parar la actividad en la mina. Tras un tira y afloja entre la policía estatal enviada por el gobernador y los huelguistas, éstos rompieron las alambradas y entraron en la localidad. La policía retrocedió hasta posiciones previamente establecidas y, tras hacer dos salvas de advertencia sobre la cabeza de los mineros, comenzó a disparar contra ellos. Los testimonios difieren acerca de si los guardias de la empresa operaron una ametralladora contra los huelguistas o no, pero, en cualquier caso, seis muertos y un número indeterminado de heridos quedaron en el suelo.

   Aunque todo el mundo esperaba una reedición de lo sucedido tras la matanza de Ludlow, como ya hemos dicho, la IWW prefería otros medios y, de hecho, el día de la masacre de Columbine había exigido a sus miembros que dejasen sus armas en casa. Esta decisión, unida a su internacionalismo e intersectorialismo, hizo que los mineros se desencantaran rápidamente de la IWW, así que la matanza de Columbine no desencadenó ninguna nueva guerra del carbón. Roche utilizó su liberalismo para airear que se podría llegar a un acuerdo si las demandas de los mineros vinieran redactadas por la UMWA, la misma que había encabezado la revuelta armada tras Ludlow, pero a la que ahora, los líderes empresariales veían como más proclive a sus intereses que la muy ideologizada IWW. Al fin, se alcanzó un acuerdo que llegaba trece años y dos masacres tarde, pero que la UMWA, Miss Roche y los partidarios del New Deal pudieron exhibir como un atisbo de los muy progresistas tiempos que se avecinaban. Ni que decir tiene, que nadie resultó condenado por los sucesos de Columbine.

   Columbine da igualmente nombre a otra masacre, la perpetrada en el centro de educación secundaria de la citada localidad (a 15 millas de Serena), también en Colorado, el 20 de abril de 1999. En ella, dos jóvenes con un amplio catálogo de problemas sociales, con antecedentes y cuyo comportamiento se había tratado de encauzar recetándoles antidepresivos, asaltaron el centro educativo con armas y explosivos a los que no habían tenido más dificultad para acceder que los matones y mineros de la época de Ludlow. Doce estudiantes y un profesor resultaron muertos. Como siempre que hay una Ereignis, un acontecimiento, los medios de comunicación dedicaron horas y horas a debates de todo tipo en los que intervinieron sesudos “expertos” de los más diversos campos y, como siempre que hay horas y horas de televisión dedicadas a un tema, intelectuales, escritores, cantantes y directores de cine se volcaron sobre el mismo. Unos y otros hablaron de control de armas, de control de los jóvenes, de subculturas, de pánico social y, cómo no, de la violencia de los videojuegos. Muy pocos, si acaso alguien, mencionó la otra matanza de Columbine; menos aún, la de Ludlow y nadie la de Sand Creek, pese a que en Ludlow hubo, con toda seguridad, quien había podido escuchar el relato de lo sucedido en Sand Creek de primera mano y en Serena quien había podido escuchar el relato de lo sucedido en Ludlow de primera mano y aún en Columbine podría haber habido quien escuchase el relato de lo sucedido en Serena de primera mano. De hecho, la historia de las huelgas y las luchas obreras de ese faro de democracia que son los EEUU está plagada de matanzas y asesinatos, con una cifra de muertos que las estimaciones más bajistas colocan por encima del millar entre mediados de siglo XIX y mediados del XX. Sin embargo, incluso los medios no ya “progresistas”, sino directamente radicales, hacen todo lo posible por esquivar el término “cultura de la violencia” y cuando éste aparece, alude a cierta planta extraña traída a las tierras americanas por inmigrantes de una u otra procedencia. Sí, desde luego, esa mala hierba es muy fácil de sembrar y muy difícil de erradicar. Y, sí, es muy fácil hacer teorías sobre la joroba que adorna el lomo del otro y muy difícil ver la que nos convierte a nosotros mismos en jorobados. Y es muy fácil presumir de virtudes democráticas cuando se tiene una gruesa y lujosa alfombra bajo la que barrer todas las miserias. Y, sobre todo, es muy fácil abonar el fértil campo de la riqueza con los cadáveres de quienes poco o nada tienen.

domingo, 8 de agosto de 2021

Las guerras de Colorado (2 de 3)

    Al sur de Colorado se extienden las Sangre de Cristo Mountains. Pese a lo que pudiera parecer, tan sonoro topónimo no procede de los colonos españoles que se referían a ellas como "Sierra Nevada", sino que se popularizó ya entrado el siglo XIX. Desde luego, el rojo de las tierras de Colorado se convierte allí en un incendio con cada amanecer o atardecer, pero aún hay memoriales que recuerdan otro tipo de sangre presente en ellas. En algunos de sus valles el carbón afloraba en superficie en los tiempos de las guerras indias. El formidable proyecto de cubrir toda la extensión de los EEUU con una red, la red ferroviaria, condujo a la forja de grandes emporios que controlaban desde la extracción del carbón hasta la colocación de los raíles de acero sobre las traviesas. Una de las más grandes, la Colorado Fuel & Iron Company, fundada por John C. Osgood, acabó formando parte de las propiedades de John D. Rockefeller, quien se la regaló a su hijo, John D. Rockefeller Jr. en uno de sus cumpleaños. La llegada de los Rockefeller al consejo de dirección de la CF&IC, acabó por convertir en sistemáticos los procedimientos de gestión que ya había ensayado Osgood. Como hicieron los Kleber con la seda en Prusia un siglo antes, la CF&IC no se limitó a explotar las minas, creó pueblos, tiendas, casas, puestos de venta de alcohol y, por encima de todo, ejerció un control exhaustivo sobre el territorio. En los condados de Las Ánimas, Huérfano y colindantes, no había más ley escrita que los contratos de la compañía. Médicos, maestros, predicadores y, por supuesto, sheriffs de la zona, cobraban directa o indirectamente de los propietarios de las minas. "Detectives", guardas y ayudantes de las autoridades locales, mantenían el orden siguiendo las estrictas órdenes de Rockefeller que incluían no ya la prohibición de que los sindicalistas entrasen en los poblados, sino que se extendía hasta los textos de Charles Darwin. No había muchos miramientos con quienes iban en contra de sus deseos. Las palizas, las torturas y los cadáveres menudeaban tanto como los accidentes laborales. Nadie, mujer, niño o anciano, se hallaba libre de la voluntad omnímoda de las "fuerzas del orden", que vivían en la completa impunidad. De acuerdo con su práctica habitual, Rockefeller ponía y quitaba políticos en Colorado a su antojo. Daba empleo directo al 10% de la población activa del estado y presumía de hacer votar como un solo hombre a todos ellos. Tampoco la prensa libre hacía muchas preguntas. Rockeffeller tenía oro para todo el que quisiera hablar bien de él y plomo para el resto, como bien sabían los jueces, que sólo declararon culpable a la empresa en uno de los 95 casos contra ella que consiguieron llegar a los juzgados. Mientras tanto, las condiciones en las minas recordaban a lo que se oculta tras aquella "revolución industrial" británica vitoreada por los libros de historia. Diez de cada mil obreros que trabajaron en la minería de Colorado murieron. No hay registro de los heridos o de quienes contrajeron enfermedades mortales o de por vida. El tifus formaba parte de las epidemias periódicas. Los grandes emporios pagaban por el carbón, literalmente por el carbón. Las tareas como asegurar el techo de una mina para evitar que se derrumbara sobre los trabajadores se consideraba "trabajo muerto" y, si los mineros querían dedicar tiempo a ello, ese tiempo no se les pagaba. Naturalmente, ningún "americano" quería trabajar en aquellas condiciones. El grueso de la mano de obra lo componían "inmigrantes", quiero decir, americanos de primera generación, la mayor parte procedentes del sur y el este de Europa, con preponderancia de griegos y balcánicos. Hasta 24 idiomas llegaron a hablarse en el sur de Colorado a principios del siglo XX, entre otros, el inglés. Aunque aquella torre de Babel y los odios ancestrales traídos de Europa supusieron un obstáculo más para la llegada del sindicalismo al área, poco a poco y en medio de un secretismo requerido por la pura supervivencia física, la United Mine Workers of America (UMWA) consiguió crear una cierta infraestructura.

   En septiembre de 1913, la UMWA presentó una lista de siete demandas a la CF&IC que incluían la jornada laboral de ocho horas, el pago del "trabajo muerto" y el derecho a elegir médico o tienda en la que comprar. Ante la negativa de la compañía a cualquier negociación, el 23 de septiembre, en medio de un auténtico diluvio, comenzó la huelga. Los mineros y sus familias abandonaron los poblados de la compañía y acamparon en puntos clave desde los que podían vigilar la llegada de esquiroles. A Rockefeller le faltó tiempo para acusar ante la prensa de "izquierdista" a cualquiera que mostrase una cierta aquiescencia con la huelga mientras contrataba más "detectives" y dotaba al cuerpo de guardias mineros con ametralladoras. Desde luego no se trataba de las únicas armas que había en la zona. Pistolas, fusiles y explosivos se vendieron con total libertad. Algunos líderes sindicales, como Louis Tikas, a cargo del campo de Ludlow, se empeñaron en que la huelga tuviera un carácter estrictamente pacífico, pero muchos otros consideraron que había llegado el momento de vengarse de algunos de los guardias más odiados. Desde el primer día de la huelga menudearon los incidentes armados de una y otra parte. Particular virulencia revistió la llegada de convoyes con trabajadores para romper la huelga, contra los que los mineros no dudaron en disparar y cuyas escoltas se abrieron paso a tiros en varias ocasiones, incluso cuando se enfrentaban a grupos de mujeres desarmadas. La caída de la noche preconizaba las incursiones en los campamentos mineros, buscando líderes sindicales a los que ejecutar o paseando por ellos con coches sobre los que se habían montado ametralladoras y que rociaban muerte a discreción. Temeroso de perder el control de una situación explosiva, el gobernador envió a la Guardia Nacional, recibida por los huelguistas con tan buen tono que en campo Ludlow, una vía de tren separaba a las tiendas de unos y otros. Muy pronto, las cosas revistieron otro cariz. En previsión de un conflicto largo, el gobernador permitió que regresaran a sus ocupaciones habituales todos aquellos miembros de la Guardia Nacional que vieran peligrar sus ingresos. Su lugar lo ocuparon "detectives", los antiguos guardias de las minas y matones de nueva contratación, todos los cuales quedaron amparados por uniformes militares. Finalmente, ocurrió lo único que podía ocurrir.

   El 20 de abril de 1914, Louis Tikas fue llamado a parlamentar con los oficiales de la Guardia Nacional. Dejó estrictas órdenes de no responder a las provocaciones, pero apenas abandonó campo Ludlow, la Guardia Nacional comenzó a montar ametralladoras sobre posiciones que lo dominaban. Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre quién disparó el primer tiro, pero muy pronto se desencadenó una batalla en la que los huelguistas sólo podían acabar como acabaron los indios, casi cincuenta años antes, en Sand Creek. Las llamas que envolvieron campo Ludlow sirvieron como pira funeraria para un número de muertos que nadie ha podido determinar pero que bien pudieron sobrepasar el centenar. Entre ellos aparecieron los cuerpos de Louis Tikas y otros dirigentes sindicales. Los muertos de la Guardia Nacional sí se contaron exhaustivamente: cuatro. Lo sucedido en campo Ludlow convirtió el sur de Colorado en el frente una guerra salvaje en la que los huelguistas tomaron ciudades, mataron esquiroles y arrasaron minas y propiedades de la CF&IC, mientras las milicias de la empresa asaltaban a sangre y fuego los campamentos huelguistas. Tras diez días sin cuartel y un intento de mediar entre Rockefeller y los mineros, el presidente Woodrow Wilson ordenó el envío de tropas con la misión específica de desarmar “a ambas partes”. Finalmente sólo se desarmó a los mineros. La llegada de los soldados terminó con la “Guerra del Carbón” pero no con la huelga que, habiendo conducido a la UMWA a la bancarrota, finalizaría en diciembre de 1914 sin la menor concesión por parte de la CF&IC.

   Aunque hubo diferentes comisiones parlamentarias e investigaciones, de ellas no se derivó ninguna condena para los miembros de la Guardia Nacional ni de los vigilantes de las minas. Varios líderes sindicales fueron condenados en primera instancia, aunque, en la mayoría de los casos, las apelaciones acabaron por dejarlos en libertad. La prensa, al fin, se enteró de lo sucedido en Ludlow y cargó con tal dureza contra Rockefeller Jr. que el buen muchacho tuvo que contratar a Ivy Lee, el pionero de las relaciones públicas, para limpiar de sangre su imagen. No puede decirse, pues, que las vidas perdidas durante la Guerra del Carbón no sirvieran para nada, inauguraron una nueva y extraordinaria área de negocios.

domingo, 1 de agosto de 2021

Las guerras de Colorado (1 de 3)

   Pese a lo que nos enseñan las películas del oeste, cuando el hombre blanco llegó a América, no había caballos allí. Las imágenes de los indios de las praderas convertidos en centauros pertenece a una época posterior, ya en el siglo XIX, cuando comenzaron a imitar a los occidentales usando caballos escapados y asilvestrados o directamente comprados, entre otros, a los colonos españoles. Originalmente muchos pueblos ni siquiera tenían nombres para aquellas bestias extraordinarias y los sioux comenzaron llamándolos "perros grandes". El caballo supuso una revolución en la mentalidad india. Como cazadores-recolectores, recorrían las praderas tras los búfalos a pie, compartiendo parte de su carga con los perros, con pocos ánimos belicosos para quienes iban encontrando en su camino, más preocupados, como ellos, por la lucha con el entorno que con otros grupos humanos. El caballo amplió los radios de caza, los territorios abarcables, expandió las migraciones y generó todo tipo de conflictos entre pueblos que, antes, apenas si se conocían. La belicosidad de los pueblos autóctonos, de la que tanto nos han informado los westerns, procede de esa época y fue consecuencia directa de la colonización blanca y no del "estado de naturaleza" que, como nos informan los viajeros del XVII y el XVIII, parecía poco menos que en una arcadia feliz. Sin esos caballos no se hubiesen producido las grandes migraciones de apaches, arapahoes y cheyennes, que alteraron dramáticamente las relaciones de poder en todos los territorios implicados. Estas migraciones los hicieron convivir con comanches, shoshones, utes y buscadores de oro y plata a los pies de las montañas de Colorado. Para el gobierno norteamericano resultó muy fácil ejecutar una política de división y victoria. En 1851, el tratado de Fort Laramie otorgaba tierras a cheyennes y arapahoes como si fuesen sus únicos habitantes y sin especificar límite alguno a las mismas. La fiebre del oro desatada siete años después convirtió aquel acuerdo en papel mojado. Aunque se firmó un nuevo tratado en 1861, muchas tribus no lo suscribieron. El gobierno norteamericano decidió que los firmantes eran la mayoría y los no firmantes se volvieron progresivamente belicosos con los blancos. A los nuevos ciudadanos norteamericanos, su gobierno los convenció de que tenían derechos legalmente protegidos, mientras retiraba unidades del ejército para destinarlas a la guerra civil en marcha. Su lugar lo ocuparon "voluntarios", es decir, aventureros, prisioneros confederados a los que se prometía una nueva vida y granjeros resentidos con los indios. Hacia mediados de abril de 1864, dos incidentes aislados costaron la vida a los primeros indios y soldados y les sucedieron una cascada de enfrentamientos con acusaciones mutuas de haberlos provocado injustificadamente, cada vez con mayor gravedad y un número progresivamente superior de combatientes. Pese a que hubo intentos de alcanzar una solución pacífica por ambas partes, el 29 de noviembre de 1864, 675 Voluntarios de Colorado, arrasaron el asentamiento indio de Sand Creek (actual Arkansas), en el que ondeaba una bandera norteamericana junto a una bandera blanca, matando 150 personas, la mayoría mujeres, ancianos y niños. La narración por parte de testigos de lo que la prensa vendió como una "victoria", recopila los peores salvajismos de los que el ser humano es capaz.

   El 1 de enero de 1865, jefes de tribus cheyennes, arapahoes y lakotas, decidieron iniciar una guerra total contra los blancos, atacando el asentamiento de Julesburg, una estación de correos y telégrafo protegida por unos 50 hombres armados a los que había que sumar los 60 que protegían el cercano puesto militar de Camp Rankin. Sobre ellos cayó una columna de más de 1.000 lakotas extremadamente decididos pero con poco más que arcos, flechas y un puñado de fusiles contra las empalizadas que protegían a los hombres blancos. Tras causarles 18 bajas, prosiguieron una campaña de ataques contra ranchos y puestos militares a lo largo del valle del río South Platte sin que las milicias de Colorado ni los colonos blancos pudieran hacer otra cosa que fanfarronear sobre las decenas de indios que mataban cada día. Con la llegada de la primavera, cruzaron a Wyoming y consiguieron un acuerdo con otras tribus lakotas para atacar simultáneamente un puente sobre el río North Platte guarecido por 120 soldados y el Fuerte Rice en Dakota del Norte. Los ataques tomaron la forma de encuentros circunstanciales entre unidades más bien reducidas, con los indios tratando de emboscar a los blancos y éstos intentando no alejarse demasiado de sus puestos fortificados, e incluyeron varios momentos en que los indios robaron los caballos de los soldados obligándolos a largas marchas de regreso a pie. La batalla final tuvo lugar entre el 24 y el 26 de julio, cuando unos 3.000 guerreros trataron de destruir el puente, matando casi a una treintena de soldados y recibiendo menos de diez bajas. Pese a ello, no pudieron alcanzar su objetivo y el formidable contingente de guerra comenzó a dispersarse en grupos cada vez más pequeños. Aunque el ejército norteamericano lanzó una expedición de más de 2.000 soldados en territorios de Montana y Dakota, sólo consiguieron localizar y aniquilar un asentamiento menor de arapahoes. La mayor parte de las tribus se reintegraron pacíficamente a Colorado, Arkansas y las Grandes Llanuras, mientras que pequeños grupúsculos, como los liderados por Caballo Loco, Nube Roja o la milicia cheyenne de los Perros Soldados, continuaron hostigando a los colonos hasta que acabaron teniendo malos encuentros con el ejército. Los historiadores coinciden en que esta guerra de Colorado fue el único momento en que las tribus indias lograron cierta unidad de objetivos y de acción y eso los condujo a una sucesión de encuentros victoriosos con el ejército que ya no se volverían a repetir.

   La comisión que investigó la masacre de Sand Creek concluyó en 1865 que los Voluntarios de Colorado asesinaron a sangre fría a hombres, mujeres y niños que, se suponía, estaban bajo la protección de las autoridades de EEUU. No hubo condenas por ello. El Coronel Chivington, oficial al mando de los voluntarios en aquella ocasión, recibió un fuerte apoyo de la Iglesia Metodista de la que formaba parte y tuvo una calle con su nombre en la localidad de Longmont hasta 1996.