domingo, 28 de octubre de 2018

Los intereses de la nación (1)

   A Jamal Ahmad Khashoggi, periodista y duro crítico del actual régimen saudí, se lo vio por última vez con vida el pasado 2 de octubre, entrando en el consulado en Estambul de su país. En una primera versión, el gobierno de Arabia Saudí, afirmó que había abandonado la delegación diplomática ese mismo día. Posteriormente corrigieron esta versión, se habían dado cuenta de que había muerto por asfixia tras una pelea, sin que, hasta el momento, hayan conseguido encontrar el cuerpo, traspapelado sin duda. Fuentes próximas al gobierno turco informaron, sin embargo, hallarse en posesión de grabaciones que demostraban que a Khashoggi lo habían torturado, asesinado y descuartizado en el consulado, esparciendo sus restos por unos bosques cercanos que, previamente, había inspeccionado el equipo llegado desde Riad para realizar semejante tarea. Incluso se ha dejado entrever la existencia de una conversación postrera entre Khashoggi y el príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohammad bin Salman, a quien el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, señaló, por omisión, como responsable último de toda la trama en una declaración ante el Parlamento. Durante la misma, Erdogan reclamó el derecho de Turquía a conocer toda la verdad.
   Resulta obligado reconocer como parte de la verdad que todos los acuerdos internacionales al respecto prohíben realizar grabaciones dentro de las delegaciones diplomáticas. Igualmente, puede considerarse verdadero que si uno coloca micrófonos en una delegación diplomática, lo hace en el despacho del cabeza de la misma, en el que puede ocupar el posible responsable de los servicios de inteligencia, pero no en un garaje, sótano o almacén, en el que difícilmente habrá conversaciones de interés. Verdadero, sin duda, cabe considerar que si uno quiere torturar, asesinar y descuartizar a una persona no lo hará en un despacho, sino en un garaje, sótano o almacén, donde, para más inri, pocos pensarían que puede haber micrófonos. También debe formar parte de la verdad que dichas grabaciones no se escuchan sobre la marcha, sino que se someten, con posterioridad, a un trabajo informático para determinar si hay en ellas algo de interés, por lo que difícilmente el gobierno de turno se hallará en condiciones de filtrar dicha información apenas unas horas después de lo sucedido. Por lo mismo, puede considerarse verdadero que el analista que supervisa los resultados no tiene capacidad operativa para poner un equipo, por ejemplo, a seguir a sospechosos de pertenecer a los servicios secretos de otro país, incluso antes de que en las grabaciones pueda apreciarse nada de interés, sino que esto lo tiene que ordenar un superior jerárquico, lo cual lleva su tiempo. Además, todo el mundo consideraría verdadero que un servicio de inteligencia como el turco, que ha demostrado durante años su incapacidad para controlar lo que entraba y salía por la frontera con Siria, no puede haber montado sobre la marcha una vigilancia exhaustiva de las idas y venidas de agentes saudíes en su territorio. Por tanto, la verdad debe consistir en que había un operativo montado por parte de la inteligencia turca antes de que se produjeran los acontecimientos que llevaron a la muerte de Khashoggi y preparado para seguirla y registrarla minuciosamente en directo. Aquí nos encontramos precisamente con una característica que siempre permite identificar a la verdad, a saber, que conduce a nuevas preguntas. La primera consiste en cómo sabía el servicio secreto turco lo que iba a ocurrir. Difícilmente un servicio tan volcado en los asuntos internos puede haber penetrado en el hermetismo característico de la corte de Riad para obtener esta información de fuentes propias. De hecho, a esas alturas hay pocos servicios secretos en la región que puedan acceder aparte de los israelíes, poco interesados en este momento por poner en apuros a la actual monarquía. En cambio, si miramos a todos los que la meteórica ascensión de bin Salman ha dejado en la cuneta, tenemos una lista bastante jugosa de candidatos para filtrar la información a quien más daño pudiera hacer. Las propias esferas gubernamentales saudíes sospechan de ellos como lo demuestra el reciente cometido encargado personalmente a bin Salman por el rey de “reformar” los servicios secretos.
   Las siguientes preguntas obtienen a partir de aquí una fácil respuesta. Que al actual régimen saudí la vida o muerte de los demás le importa menos que el parto de una camella constituye una certeza para cualquiera que haya seguido, siquiera de lejos, la intervención saudí en la guerra de Yemen. Sin duda, las sonrisas intercambiadas en sus giras con todo el que manda un poco en Occidente, llevó al joven príncipe heredero a pensar que tenía vía libre para descuartizar a quien le viniese en gana y que, todo lo más, le costaría unos milloncejos acallar los resquemores que levantaran sus tropelías.
   En cuanto a los turcos, desde que los occidentales hemos adoptado esa política tan absolutamente "brillante" de denegar la entrada en nuestros países incluso a quienes huyen de la tortura y el asesinato, han abierto sus puertas a todos los disidentes que llaman a ella. De este modo, los perseguidos que obtienen acogida, reemplazan al tropel de opositores turcos que huyen de un régimen igualmente opresivo y sin compasión. Régimen que, gracias a esta política ha logrado atraer las simpatías de las capas populares de múltiples países de la zona, entre quienes comienza a despuntar como el modelo en el que el gobierno turco quiere convertirse. Pero hay otro aspecto mucho más importante y con miras más largas. La declaración ante el Parlamento de Erdogan no iba dirigida sólo contra Arabia Saudí. El presidente advertía a todos los países con disidentes acogidos en Turquía, que, en el futuro, si quieren secuestrar, asesinar o descuartizar a cualquiera de ellos, tendrán que pagar, previamente, el peaje que Erdogan quiera imponerles. Y ahora ya sabemos por qué, pese a hallarse sobre aviso de lo que iba a ocurrir, Turquía no hizo nada para evitarlo: porque su muerte servía a los intereses de la nación. Pero, además, nos hallamos capacitados para comprender el significado último de esta expresión. “Intereses de la nación” designa siempre el interés personal y privado de personas concretas, en este caso, del muy megalómano Recep Tayyip Erdogan.

domingo, 21 de octubre de 2018

Democracia y religión (2 de 2)

   Probablemente en la entrada anterior me fui demasiado lejos sin necesidad. En las últimas elecciones andaluzas, Vox, el partido ultraderechista al que las encuestas le dan ya un asiento en el Parlamento, realizó una campaña de buzoneo equiparable a las grandes formaciones nacionales. ¿De dónde obtuvo su dinero? Mirando sus listas resulta claro. El Opus Dei, tras concurrir a las elecciones bajo marcas blancas, como el PP o el PSOE (sí, el PSOE, ¿no se acuerdan de José Bono? ¿cuántos cargos de este partido han recibido títulos de capacitación en la Fundación San Telmo?) ha decidido ocupar el espacio público con su propio partido. ¿Qué tenemos aquí, una vez más? Pues no resulta difícil adivinar, el odio al extranjero, el nacionalismo y, cómo no, la defensa del cristianismo que conforma nuestra cultura frente a la “islamización que propone Podemos” (sic). 
   Pero si alguien cree que trato de demostrar el carácter antidemocrático del cristianismo debería leer las palabras de Galagoda Aththe Gnanasara Thero, líder del Bodu Sala Sena o Fuerza del Poder Budista (BBS), actualmente en la cárcel por intimidar a la esposa de un dibujante de cómics desaparecido para que cesara en su campaña de acusaciones contra el servicio secreto. Gnanasara proclama que Sri Lanka pertenece a los cingaleses y que los extranjeros, blancos, tamiles y musulmanes, han creado todos los problemas que azotan su isla. "Estamos tratando de devolver el país a los cingaleses. Y vamos a pelear hasta que lo consigamos". No se trata de una metáfora, la ocupación de centros musulmanes, los escraches a sus escuelas, han degenerado en incidentes violentos como los que dejaron tres muertos en Aluthgama en 2.015. El BBS invitó por esas fechas a Sri Lanka a Ashin Wirathu, autodenominado “el Bin Laden birmano” y líder del Movimiento 969. Sus soflamas, fáciles de conseguir en los mercados del país y que se ponen como música de fondo en los autobuses militares, han provocado numerosas acciones violentas contra los musulmanes en Myammar, incluyendo la limpieza étnica de Meiktila. En la región  de Bago, al sur del país, personas vestidas con túnicas anaranjadas y la cabeza rapada han participado, colaborado y apoyado ataques contra la población musulmana, mientras el ejército detenía a miembros de ella acusándolos de provocar los ataques. La violencia que ha desencadenado el Movimiento 969 ha puesto en entredicho al primer gobierno democrático de Myammar, cuya cabeza visible, la otrora Premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi, ha tenido que mirar hacia otro lado mientras el ejército masacraba a los rohingya entre el aplauso generalizado de los budistas. Esta deriva violenta del budismo que, como vemos, comparte discurso con el nacionalismo característico de otros países muy lejanos, tampoco constituye un fenómeno nuevo. El militarismo japonés de principios del siglo XX se abrió paso gracias a la simpatía y la colaboración de diferentes sectas budistas del país.
   En definitiva, hemos repasado a lo largo y ancho del globo multitud de hechos que conducen a una única conclusión. Conclusión, por otra parte, que se puede extraer fácilmente de un razonamiento en abstracto: religiones basadas en la fe, la autoridad y la jerarquía, en ningún caso pueden llevarse bien con un sistema político que debiera encontrar su fundamento en la argumentación, la crítica racional y la igualdad. El que dicha religión diga basarse en el Coran, la Biblia, o las obras de Buda, no quita ni pone nada sobre el hecho de que, para cualquier religión resulta más importante su propia existencia que el mantenimiento de un régimen democrático, con el cual puede hallarse en estado de no beligerancia, pero nunca de paz.

domingo, 14 de octubre de 2018

Democracia y religión (1 de 2)

   El 12 de junio de 1.990, el Frente Islámico de Salvación (FIS) obtuvo el 65% de los votos emitidos en las primeras elecciones municipales multipartidistas de la Argelia independiente. Aunque su gestión de los ayuntamientos no resultó del gusto de todos los electores, éstos, hartos de la corrupción que se había adueñado del hasta entonces partido único, el FLN, votaron en masa a los islamistas en la primera vuelta de las elecciones generales de 1.991. Anticipando su victoria en la segunda vuelta y con pocos deseos de abandonar la poltrona, el FLN provocó un autogolpe, anulando las elecciones. El FIS dejó paso a su rama armada, el EIS, el cual perdió protagonismo en favor de una oscura facción más violenta, el GIA, el cual cedió terreno ante los aún más oscuros y violentos Grupos Salafistas para la Predicación y el Combate que cometieron masacres debajo mismo de las gorras del ejército sin que éste interviniera para evitarlas. El FLN condujo al país a la hecatombe bajo los eslóganes “nosotros defendemos la democracia” y “el Islam es incompatible con la democracia”. Ambos eslóganes, que el nepotismo y la corrupción constituyen cualidades que pueden adornar a los defensores de la democracia y que no puede haber “democracia islámica” como hubo “democracia cristiana”, se han convertido en principios evidentes aceptados por todos, incluyendo los supuestos “expertos” y “estudiosos” del tema. Aún mejor, la propia marca electoral “democracia cristiana” se interpreta como una equivalencia de términos que nadie parece poner en tela de juicio. Merece la pena, sin embargo, repasar la historia reciente para ver si realmente hay algo de verdad en esta supuesta equivalencia.
   Effrain Ríos Montt alcanzó la presidencia de Guatemala en 1.982 tras un golpe de Estado en nombre (¿lo adivinan?) de la honradez y para poner fin a la corrupción. Cabeza visible de la iglesia evangélica “El Verbo”, multitud de miembros de dicha iglesia coparon altos puestos de una administración que creó tribunales especiales para el exterminio de los opositores e impuso el estado de sitio. Ríos Montt acabó ante un tribunal por genocidio y crímenes contra la humanidad por el asesinato y violación de varios miles de indígenas de la etnia ixil. Pero antes, tras su derrocamiento, fundó el Partido Republicano Institucional, que se calificaba a sí mismo de “cristiano y republicano” y que logró colocar en la poltrona presidencial a Alfonso Portillo, envuelto en oscuros casos de lavado de dinero y corrupción.
   En su primera entrevista tras su reciente victoria en las elecciones brasileñas a Jail Bolsonaro le faltó tiempo para mostrar su gratitud hacia los líderes evangélicos que tanto han peleado para encumbrarlo. El apoyo a Bolsonaro, de hecho, se ha convertido en el aglutinante de las múltiples comunidades neopentecostales de Brasil. Los evangélicos, en ascenso desde hace cuarenta años, parecen haber visto en este hombre, que se ha declarado partidario de la tortura, de la diferencia salarial entre hombres y mujeres y entre blancos y negros, de ametrallar los barrios pobres desde el aire y de pegar a los homosexuales,  en el demócrata que siempre habían buscado. He aquí, sin duda, la declaración democrática que lo descubrió ante sus ojos: 
"Dios encima de todo. No quiero esa historia de estado laico. El estado es cristiano y la minoría que esté en contra, que se mude. Las minorías deben inclinarse ante las mayorías".
   El ascenso al poder y su anclaje al mismo de Daniel Ortega tampoco puede entenderse sin el apoyo de la iglesia evangélica que siempre optó en Centroamérica, como estrategia de expansión, por sostener movimientos ajenos a lo establecido con independencia de sus ideas, objetivos y, por supuesto, cualidades democráticas. En realidad, si se observa el comportamiento del cinturón bíblico norteamericano, se comprende que siempre ha obrado de la misma manera, actuar preservando exclusivamente sus intereses. Eso explica que permitiera a Bill Clinton convertirse en gobernador de Arkansas y que apoye incondicionalmente a alguien en las antípodas de sus supuestos valores como Donald Trump. Mientras tanto, con unos y otros, recibe amplios beneficios e implanta medidas de hondo calado democrático, como la prohibición de enseñar la teoría de la evolución en las escuelas o la más reciente legislación que avanza, estado tras estado, prohibiendo la ocupación de cargos públicos por ateos.
   El Partido Ley y Justicia (PiS) polaco, se declara no menos conservador que católico y, en palabras de su líder, Jaroslaw Kaczynski, no habría alcanzado el poder sin el apoyo de Radio Maria. En realidad, Radio Maria, fundada y dirigida por el sacerdote Tadeusz Rydzyk, conforma hoy día un imperio mediático que incluye radio, televisión y un periódico, todos ellos vomitando el mismo discurso tan brutalmente antisemita, xenófobo, homófobo y ultranacionalista que el mismísimo Benedicto XVI trató de llamarlos al orden. No tuvo mucho éxito dado el decidido apoyo de quienes ayudó a encumbrar. Mientras tanto, el PiS ha impulsado todo tipo de medidas para amordazar al Tribunal Constitucional, al Tribunal Supremo y a los medios de comunicación públicos y privados. Una vez más, tenemos la misma historia, casualmente repetida, un partido, ahora católico, socavando los cimientos mismos de la democracia con el aplauso de la iglesia correspondiente. 
   El caso polaco recuerda poderosamente a Hungría, cuyo presidente, Viktor Orban, defiende que “una política cristiana es posible”, que “Dios ha nombrado vigías también a los políticos”. Se trata del mismo Viktor Orban, que para hacer cristiana la política y vigilar como Dios manda, ha alterado las leyes electorales en su favor, ha maniatado a la prensa independiente y restringido el campo de acción de las ONGs y de cualquiera que altere su concepción del poder, esencialmente unipersonal. Pero Orban no mira al Vaticano ni a Bruselas, mira a Ankara y a Moscú, cuyos  democráticos líderes, Putin y Erdogan, tiene por modelos. Su Unión Cívica aspira a convertirse en la versión cristiana del Partido de la Justicia y el Desarrollo turcos. Observando el caso Orban uno se pregunta si tantos que tachan al Islam de antidemocrático lo hacen por sus deseos de defender la democracia o por la envidia que les causa no tener en la escena nacional fundamentalistas católicos tan radicales como los que invocan el nombre de Alá.

domingo, 7 de octubre de 2018

Gerra al arte

   Si no he hablado antes de Manuel Domínguez Guerra, se debe a que, además vivir en la misma calle que yo, nos hallamos emparentados. Sus obras, su trayectoria y él mismo, se mezclan con los recuerdos de sus padres y de los míos, de modo que carezco de la separación, de la distancia que la filosofía exige. Nuestra relación personal podría calificarse de esporádica en caso de que se quieran emplear superlativos. Hemos hablado un par de veces en los últimos cuatro años y, probablemente, constituye la etapa más intensa de diálogo que hemos vivido desde que comenzamos a afeitarnos. Sin embargo, no puedo ocultar mi simpatía hacia él. Cuando todos vemos en nuestro futuro algo nebuloso a lo que no se sabe muy bien cómo llegaremos, él tomó dos decisiones proteicas: vivir de la pintura y hacerlo sin salir de Alcalá de Guadaíra. Hay que entender el reto. Su padre conducía camiones y su madre se dedicaba a sacar adelante un hogar con cuatro hijos. En un entorno obrero en el que cada paso adelante se pagaba, literalmente, con el sudor del cabeza de familia, él decidió dedicar su vida al arte. Sus padres, el mismo Domínguez Guerra lo recordaba en la inauguración de la retrospectiva que le ha dedicado el Museo de Alcalá y yo lo oí de boca de su padre contándoselo a los míos en su día, no le dijeron “estás loco” o “no nos lo podemos permitir”, le dijeron “inténtalo”. Y él lo intentó. El joven pintor se dedicó a hacer retratos, fotografías al óleo como las que pedían quienes podían pagarse un cuadro en el pueblo, muchas veces copiadas tal cual de una instantánea, en los que el más leve asomo de una pincelada creativa por parte del artista se pagaba con un regateo infinito acerca del precio acordado. 
   Y después lo otro. Para que a alguien se le llame pintor en este pueblo tiene que pintar sus famosos paisajes. El “arte” no radica en la originalidad, en la paleta de colores, en la delicadeza con la que se capte ese paisaje, el “arte” para mis paisanos consiste en que podamos jugar a ese juego autóctono llamado “adivina en qué punto concreto del parque puso su caballete el pintor”. Quien encuentre muchos de tales puntos nuevos recibe el calificativo de "gran artista", con independencia de la calidad que atesore su obra. En Sevilla, pintar significa pintar santos y toreros y si a uno le gustan, por ejemplo, las libélulas, como a cierto tocayo mío, más vale que vaya comprando un billete de AVE para Madrid. Pero a Domínguez Guerra, al pintor impresionante que había en él, no le interesaban ni la copia fiel de la realidad, ni la búsqueda de un nuevo punto donde poner el caballete, ni el tronío sevillano, quería hallar un estilo propio, un lenguaje característico, en una búsqueda sin concesiones a los localismos, las corrientes ni las modas.
   Vocaciones (1973-2018), la exposición inaugurada el pasado viernes en el Museo de Alcalá de Guadaíra, muestra los espectaculares resultados de esa búsqueda. Recuerdo a una de sus tías contándole con desazón a mi madre que “Manolín está ahora pintando santos con dos narices, unas cosas muy modernas. Yo se lo he dicho, a mí no me gusta”. “Los artistas son así”, le respondió mi madre. Traté de hacerles ver que intentaba captar el movimiento, romper con ese instante ficticio que refleja la pintura. No tuve ningún éxito. Cuando vi los cuadros de aquella época en una exposición cerca de la Plaza de la Encarnación de Sevilla, entendí que la cosa iba mucho más allá. Sí, allí aparecían los cristos, las vírgenes, los santos y toreros sin los que esta ciudad, tan progre en lo político y tan reaccionaria en lo cultural, parece que no puede vivir, pero pintados como  Giacomo Balla pintó su perro salchicha. Sin embargo, a Domínguez Guerra no le interesan las máquinas ni la velocidad, sino los pausados movimientos de los seres humanos reales. Por eso su San Francisco Levitando (1996), tiene tres brazos y no las cuarenta patas con las que había que pintar un caballo según el Manifiesto técnico de la pintura futurista (1910). Su Juan Belmonte (1995), sentado en la calle Betis con el río a la espalda, respira, se agita inquieto, incómodo en su papel de modelo. El pintor tiene que seguirlo, aunque a costa de desenfocar la Giralda del fondo. Las composiciones de Domínguez Guerra recuerdan las poses inauditas de algunos relieves del románico. Sus pieles, esa piel humana tan generosamente exhibida, carece de poros, de vello, de arrugas, parece cuarteada, con la textura de los bronces antiguos, como si un pintor que se ha mantenido fiel a la bidimensionalidad del cuadro pretendiera esculpir en él con los pinceles. Sus esculturas, por contra, echan de menos el lienzo horizontal en el que nacieron y que nunca se nos muestra. Siento la tentación de llamarlas esculturas en bandeja como ese Cristo (1999), carente de dolor, de sufrimiento, poco menos que sensual, elevando apenas sus hombros de un reborde de madera, apetitoso primer plato en la ceremonia de canibalismo ritual que los católicos llaman eucaristía. 
   La mitología, cristiana o pagana, funciona en Domínguez Guerra como substrato común, como canal comunicativo a través del cual se nos narra lo que el pintor quiere decirnos. Por eso vemos a Icaro (1994), ese traidor a nuestra especie, no desde abajo, sino desde un plano cenital para que podamos apreciar que el laberinto del que intentaba escapar no consistía en la construcción de algún rey perturbado, sino en nuestro propio mundo. La mujer de Lot (2007), sobre un fondo de apasionado rojo, desnuda y sin brazos, como una Venus de Milo, no brilla cual estatua de sal, emite reflejos dorados, como la chica Bond muerta en Goldfinger (1964), pues, de la Biblia al celuloide, nuestra mitología siempre nos recuerda el fin que le aguarda a las mujeres que tratan de escapar al control de sus hombres. Pero, sobre todo, Caín y Abel (2008), un cuadro, como la inmensa mayoría de los pintados por Domínguez Guerra, al que las fotografías no le hacen justicia. A Caín no parece moverle la ambición ni la avaricia, sino un ciego destino que lo hace sentirse furioso por el crimen que tiene que cometer. Y Abel, el hermano pequeño, que admiraba y quería a su hermano mayor, que sabe que no puede nada contra su violencia y la violencia de un destino que lo convierte en víctima, se aferra buscando protección a sus ovejas, como peluches de una infancia de la que acaba de salir, lleno de terror y resignación, pues una parte de él quiere seguir creyendo que algo de razón y de bondad debe haber en cualquier cosa que haga su hermano. Este cuadro, este cuadro conmovedor, casi monocromo, dice algo profundo y terrible acerca de nosotros, de esta época de luces y colorines, en la que hay que prevenir a los niños contra los mayores que deberían guiarles en su caminar por la vida.
   Y ahora, por fin, sí, los paisajes de Alcalá, pero no porque el guión lo exija ya, sino porque al pintor le place recrearse en ellos en este momento de su carrera. Pero los paisajes de Alcalá pintados con la pátina de los libros viejos, no como los ven los espectadores actuales, sino como verán esos lienzos quienes se asomen a ellos dentro de cien años, para que cada alcalareño que intente jugar con ellos al consabido jueguecito oiga esa voz que le susurra: “recuerda que eres mortal”. El propio Manuel Domínguez Guerra nos recordó el viernes su mortalidad y ha empezado a preocuparse por qué ocurrirá con sus "semillas” cuando él no pueda acompañarlas. Pero nosotros, los que lo admiramos, no queremos pensar en ese futuro, esperemos que muy lejano, preferimos quedarnos con otro futuro, a más corto plazo, en el que nos vuelva a permitir disfrutar con nuevas muestras de su extraordinario arte.