domingo, 25 de febrero de 2018

Por qué debería haber una Academia de la Lengua (2 de 2)

   Supongamos que existiese una institución encargada de fijar el significado de las palabras, que dejara constancia no de sus orígenes míticos, sino de su procedencia, de su invención, de las fuerzas que se las han agenciado y, por tanto, de sus modificaciones en los distintos discursos, indicando quién pretende introducir dichos cambios. Capaz, digamos, de editar periódicamente un diccionario en el que quedara recogido qué significados han resultado hasta ese momento admitidos en esa lengua y, por tanto, que indicase claramente cuáles no se admiten. Digamos que tal institución redactase, también con carácter periódico, catálogos de los usos correctos de palabras, expresiones y giros, denunciando a cuantos intentan apartarse de ellos. Imaginemos tal institución formada por escritores, lingüistas, periodistas y demás usuarios destacados de la lengua de la que se trate. Dado lo extendido de la creencia (por lo demás sin base empírica alguna) de que el lenguaje determina el pensamiento, a ellos corresponderá el papel habitualmente asignado a los intelectuales: otear constantemente el horizonte para alertar de cualquier amenaza a los fundamentos de nuestra convivencia.
   Los miembros de tal institución se verían compelidos a atenerse con rigor, al menos, a lo dicho por ellos mismos. Por tanto, si uno de sus integrantes se atreviese a decir que “la lengua es como un organismo vivo”, no se le permitiría utilizar semejante metáfora a modo de excusa para la próxima genuflexión ante los poderes establecidos. Quien hiciera esta proferencia se comprometería, ipso facto, a considerar que las lenguas surgen del azar y la selección a la vez natural y sexual; que las lenguas, como los organismos vivos, no se rigen por el uso lamarkista de las palabras, sino por la supervivencia de las más aptas en el sentido darwiniano, quiero decir, de las más prolíficas; que, en definitiva, el parentesco entre las lenguas, las palabras y los juegos del lenguaje, depende de las posiciones relativas en el árbol genealógico.
   Vamos a ponerle un nombre, uno cualquiera, a nuestra institución, Real Academia Española de la Lengua, por ejemplo, si no se nos ocurriese ninguno otro más pomposo. Si tal institución hubiese existido alguna vez en algún país, tendría el nada desdeñable papel de servir como muro de contención contra todos los asaltos totalitarios. Semejante Real Academia Española pondría diques a los intentos por usar las palabras como herramientas para reducir el margen de acción del enemigo, como armas en una guerra política, pues todos sabemos que lo fundamental de un arma consiste, precisamente, en las reglas para usarla. Denunciaría, entre otras cosas, que “posverdad” no puede tener otro significado que “mentira”; que “alternativo”, referido a “hechos”, sólo puede implicar tergiversación; que “colateral”, calificando a “daño”, designa la muerte de personas inocentes;  que “autosuicidio” sólo puede indicar la incapacidad mental del dirigente político que ha utilizado semejante palabro; que “autodeterminación”, aplicado a los pueblos, se utiliza coherentemente siempre que se pretende desgarrar su entramado social, etc. etc. etc.
   Podemos decirlo a la inversa. Condición de posibilidad de la política lo constituye el hecho de poder usar las palabras de acuerdo con los fines de la misma o, de un modo más simple, como convenga, convenciendo a todo el mundo de que tan legítimo resulta un uso como el otro siempre que se repita abundantemente. Hacer del uso el criterio último del significado de las palabras, poder cambiar su uso de acuerdo con las necesidades tácticas de las diferentes batallas políticas, alterar aquello que ellas indican, constituyen las maniobras elementales de cualquiera que quiera dinamitar las normas mínimas de convivencia. En consecuencia, si existiese algo así como una Real Academia Española con las funciones antes reseñadas, debería convertirse en el primer objetivo de cualquier interesado en practicar la  política entendida como una forma de guerra y, si no resultase posible o conveniente defenestrarla, al menos debería infiltrarla para hacerla inútil, rellenándola de sujetos incapaces de poner en duda que "el significado es el uso" y que, por tanto, entiendan las palabras como herramientas, instrumentos, dardos, armas. Convertida en simple notaria de la transformación de las palabras por parte del poder para mejor dominar a la población, el parapeto que tal institución podría suponer contra cualquier intento de guerra política habría dejado de existir. En semejantes condiciones, tal institución no resultaría ya superflua, pues cuanto hace podía venir recogido directamente en el Boletín Oficial del Estado, abaratando costes y eliminando redundancias, sino que, además, se vuelve peligrosa por la pátina de legitimidad lingüística que otorgaría a los atropellos del poder. Realizaría entonces una tarea exactamente contraria de la meritoria labor que reconocemos en Viktor Klemperer.

domingo, 18 de febrero de 2018

Por qué debería haber una Academia de la Lengua (1 de 2)

   Abrahan Klemperer, maestro experto en el Talmud, tuvo dos hijos, Natham y Whilhelm. De los tres hijos de Natham alcanzó fama Otto, extraordinario director de orquesta al que debemos versiones de referencia de Bach, Mozart, Haydn... Pero no quería hablar de esta rama de la familia sino de la otra, la de Wilhelm, padre de Viktor Klemperer. Voluntario condecorado en la Primera Guerra Mundial, convertido al protestantismo en 1912 y casado con una alemana “aria”, ejerció como profesor en la Technische Universität Dresden desde 1920. El nazismo le obligó a abandonar su cargo, a realojarse en una “casa judía” con otras “parejas mixtas” y a trabajar en una fábrica. En esa época, 1933, comienzan sus diarios. Klemperer debió redactarlos como Winston Smith, el protagonista de 1984, con el deseo de testimoniar la barbarie cotidiana a lectores, con toda probabilidad, inexistentes. Escribió 1.600 páginas convencido, salvo improbable optimismo, de que ninguna de ellas vería la luz, como puro acto de autoafirmación. Dos singulares azares jugaron, sin embargo, en su favor. La confusión que engendró el primer bombardeo aliado de Dresde le permitió arrancarse la estrella judía del pecho y huir con su mujer poco antes de que se certificara su deportación a un campo de exterminio. Después de la guerra, sus escritos formaron parte de la tanda de libros publicados en la naciente República Democrática Alemana en los días previos a la entrada en vigor de las leyes de censura. Así pudo llegar hasta nosotros la voz de Klemperer y, más en concreto, la voz de su época, de la que se convirtió en fiel testigo.
   Lingua Tertii Imperii: Notizbuch eines Philologen constituye  un pormenorizado estudio de cómo la propaganda nazi alteró la lengua alemana para difundir sus ideas entre la población. Sostenía Klemperer que la introducción de nuevos usos de las palabras mediante la reiteración de los mismos en los discursos oficiales, aunque resultaría más exacto decir, en los medios de comunicación que daban cuenta de ellos, acabaron impregnando de nazismo toda la sociedad. “Eterno”, por ejemplo, pasó no a designar una cualidad divina, sino una cualidad de los pueblos, “el eterno judío”, “la Alemania eterna”. “Fanático”, dejó de tener un significado peyorativo, de hecho, se enfatizaba la necesidad de seguir ciegamente los dictados del Führer. “Crisis” comenzó a denotar todas las situaciones en las que el ejército alemán necesitó retirarse. “Especial”, referido al tratamiento, constituía el modo habitual de denominar los asesinatos. “Reforzado”, como calificativo de “interrogatorio”, se empleaba en los mismos contextos en los que habitualmente se usa “tortura”. Y, mi favorito, Welt, mundo, que se utilizaba para indicar la audiencia del Führer, en el doble sentido de que Hitler había conseguido que todo el mundo escuchara a Alemania y que quienes se negaban a oír su voz, no formaban parte del mundo, de la humanidad. Welt, además, se usó en Weltanschauung, término técnico de la antropología y la historiografía que puede traducirse como “cosmovisión”. El nazismo lo popularizó, pasando a emplearse para designar el “nuevo” modo de entender las cosas. Curiosamente, los enteradillos de la filosofía contemporánea, muy progres todos ellos, siguen utilizando de un modo muy parecido este término ignorando quién puso de moda semejante uso.
   Wittgenstein nunca nos explicó de dónde surgían los juegos del lenguaje. Como su maestro, Lamarck, pareció apuntarse a la teoría de la generación espontánea, ignorando o tratando de ocultar, que quienes tienen el poder para crear leyes, reglamentos y estándares, someten a todos los demás a prácticas de las que, si seguimos cacareando que “el significado es el uso”, como hacen tantos de sus epígonos, ya no podremos escapar. Quien manda impone el uso aceptable y, por tanto, el significado de las cosas. Si ahora amalgamamos tal planteamiento con el concepto del “mundo de vida”, lejos de resultar una teoría emancipadora, como pretende Habermas (no sabemos si por ignorancia o por bien pagado colaboracionismo), nos vemos abocados, en realidad, al fatalismo de lo dado, en el que ya no tenemos más remedio que jugar según las reglas establecidas si queremos seguir teniendo una vida en el mundo. El hecho de que Klemperer pudiera percibir el cambio en los usos, quiero decir, el hecho de que él sí pudiera hacer eso que tantos recitadores de eslóganes niegan, comparar, diacrónicamente, juegos del lenguaje, su resistencia a la neolengua, su obstinación en un juego del lenguaje que sabía condenado a la eterna privacidad, muestra que hay algo más allá del uso, algo que siempre ofrece la posibilidad de resistencia y de escape, por mucho que tanto estómago agradecido intente impedirnos ver su existencia. Por eso no resultaría mala idea crear una institución, una Academia, que lo protegiese.

domingo, 11 de febrero de 2018

El nuevo biopoder (7)

   En 1961, Thomas Szasz publicó The Myth of Mental Illness: Foundations of a Theory of Personal Conduct, en el que señalaba la enorme distancia que existe entre lo que la medicina considera una enfermedad y lo que entiende por “enfermedad” la psiquiatría. En este segundo caso, señala Szasz, el término “enfermedad” constituye una simple metáfora, englobando comportamientos que, por votación, la Asociación de Psiquiatría Americana, ha decidido considerar patológicos. Todo cuanto de científico puede hallarse en la psiquiatría radica en el uso de una terminología pseudomédica inventada ad hoc. Ese mismo año, Michel Foucault publica su Folie et déraison. Histoire de la folie à l'âge classique, que se inicia con una constatación: la desaparición de la lepra en Europa desde finales del siglo XV. Sin que, ni siquiera hoy, quede muy claro por qué, las medidas de exclusión de los leprosos comenzaron, de buenas a primeras, a tener éxito y las leproserías se vaciaron hasta que no quedó nadie en ellas. Apenas cien años más tarde los mismos hospitales creados para albergar a leprosos comenzaron a llenarse de otro tipo de enfermos, que ya no dejarían de acudir a ellos hasta desbordarlos, los locos. La locura, la locura como enfermedad, señala Foucault, aparece justo cuando deja de existir la enfermedad llamada lepra. Una exclusión viene a sustituir a otra, pero no a solaparse con ella. Los recluidos ya no tendrán llagas ni lesiones, de hecho, no habrá en ellos ningún síntoma observable a simple vista. 
   Foucault reconstruye las transformaciones, el deambular del término “locura” por los textos y las prácticas que llevan hasta nosotros, poniendo de manifiesto el deseo de control, de reducir a la norma, de moralizar, por parte de saberes, pretendidamente objetivos, construidos en torno a ella. Foucault se paraba en el siglo XIX. El carácter gris de la genealogía, lo peligroso de sus afirmaciones para quien quiera vivir de la subvención pública o privada, hizo que ningún filósofo siguiera sus análisis para contarnos qué ocurrió en el siglo XX. La vida de un filósofo resulta mucho más fácil hablando del sexo de las interpretaciones, del “ser de los entes”, de los tipos de racionalidad y del uso que se le puede dar a los significados, como para ponerse a buscar algo así como la verdad. Tuvo que venir un periodista llamado Robert Whitaker y su Anatomía de una epidemia, libro que bien podría tener por subtítulo “Crítica de la razón psiquiátrica”, para realizar dicha tarea.
   Whitaker nos cuenta que tras los escritos de Szasz, de Foucault, de quienes constituyeron eso que dio en llamarse “antipsiquiatría” y, como no podía ocurrir de otra manera, tras la oscarizada película Alguien voló sobre el nido del cuco, las academias de psiquiatría consideraron necesario rearmar el arsenal de excusas con el que protegen su cientificidad. Afortunadamente para ellos, la industria acudió raudamente en su ayuda y llamó la atención sobre el hecho de que, tal vez, la gente desconfiaba de los psiquiatras porque, a diferencia de otros médicos, no recetaban. Si la psiquiatría pretendía seguir pasando por una rama de la medicina, resultaba imprescindible que tuviera sus propios “antibióticos”, “antipiréticos” e “insulina”. Bueno, para ser fieles a la realidad, su insulina ya la tenían porque, en la primera mitad del siglo XX, un tratamiento de eficacia “comprobada científicamente” contra la esquizofrenia consistía en procurarles a los pacientes de esta enfermedad un coma hipoglucémico mediante inyecciones con fuertes dosis de insulina.
   ¿Cuáles pueden considerarse los grandes logros de la psiquiatría contemporánea, la psiquiatría “científica”, surgida en la segunda mitad del siglo XX y basada en la administración de modernísimos fármacos? Whitaker desgrana algunos de ellos en los EEUU: 
   - Los datos de diferentes hospitales en los años 50, cuando a los esquizofrénicos se les administraban pocos o ningún medicamento, coinciden en que tres años después de su primer brote psicótico, alrededor del 70% de los pacientes habían abandonado los hospitales reintegrándose a la vida cotidiana. Más de la mitad no volvía a tener recaídas en un lapso de cuatro años. Gracias a las nuevas generaciones de neurolépticos, las tasas de recuperación de pacientes con esquizofrenia al cabo de cuatro años alcanzan poco más del 5% y tienden a mantenerse ahí por mucho que pase el tiempo.
   - Hasta 1970, la depresión parecía una enfermedad más bien benigna. Alrededor de un 60% de los pacientes no mostraban más que un episodio de depresión en sus vidas y apenas el 15% tenía tres o más. La duración de estos episodios no iba más allá de unos meses y la remisión espontánea parecía la norma. En los años 90, tras la generalización del uso de los antidepresivos, la enfermedad había adquirido los visos de convertirse en crónica, con múltiples recaídas que alargaban su tratamiento durante años.
   - En 1960 una revisión de la literatura científica sólo pudo encontrar tres casos reportados de niños diagnosticados como maníaco-depresivos. En 1995 ya constituían el 1% de todos los adolescentes americanos. Entre 1994 y 2004, la cifra de menores de 18 años diagnosticados como bipolares se multiplicó por cinco. La clave de estas cifras, a saber, cuántos de esos jóvenes recibieron tratamiento por déficit de atención y otros trastornos antes de mostrar comportamientos que los hacían caer bajo la etiqueta “bipolar”, constituye poco menos que un secreto.
   - En 1987 había 293.000 niños menores de 18 años con algún género de enfermedad mental. Veinte años después la cifra se había duplicado hasta los 561.569, mientras, en el mismo período, el número de niños incapacitados por enfermedades no mentales cayó desde los 728.110 a 559.448. 
   El que 850 adultos y 250 niños reciban cada día un diagnóstico relacionado con los trastornos mentales en EEUU muestra la extensión de algo que sólo puede recibir el calificativo de plaga. Por qué tenemos que habérnoslas con semejante plaga y no con cualquier otra cosa sólo puede encontrar unas pocas respuestas. La primera consiste en que vivimos en una sociedad definitivamente mórbida, que nos conduce, inevitablemente, a contraer un género u otro de enfermedad. La segunda, que constituye una versión refinada de la anterior, señalaría que en el capitalismo contemporáneo, las industrias se centran no en fabricar productos sino en fabricar consumidores. Otra respuesta implica cuestionar el presupuesto de tantas discusiones del siglo pasado, a saber, que lo mental resulta del balance de espíritus animales en el cerebro o, por utilizar la terminología alquímica del siglo XX, el balance de dopamina, serotonina y endorfinas. La última implica colocar una “y” entre las respuestas anteriores, pues, de alguna manera, de alguna manera no aclarada hasta ahora, cada una conduciría a las otras. Como puede verse, cualquiera de las respuestas posee profundísimas implicaciones filosóficas, razón por la cual, quienes siguen haciendo filosofía como se hizo en el siglo pasado, preferirán arrancarse los ojos antes que leer este libro.

domingo, 4 de febrero de 2018

El nuevo biopoder (6)

   Los filósofos del siglo pasado creyeron haber alcanzado el más alto grado de radicalidad preguntando por aquello que sale de nuestra boca. “¿Qué es referencia? ¿qué es significado? ¿qué se puede hacer con una palabra?” así inquirían mientras parpadeaban. A la vez, el pensamiento vigesimico afirmó que lo que sale de nuestras bocas viene determinado por un esotérico balance de sustancias sutiles de nuestro cerebro. “¿Qué cantidad de serotonina se necesita para amar? ¿qué cantidad de dopamina para encontrar la verdad? ¿cuánto litio hace falta para ser feliz?” Así hablaban los hombres del siglo pasado y parpadeaban degustando la profundidad de su ingenio. A ninguno de ellos se le ocurrió preguntar por lo que entra por nuestras bocas pese a que, evidentemente, debe influir en el misterioso balance de sustancias sutiles de nuestro cerebro. Por eso, el nivel de radicalidad de la filosofía del siglo pasado apenas alcanzó el de los eslóganes para vender detergentes. Un caso palmario lo encontramos en Martin Heidegger.
   Todavía hoy, filósofos anquilosados en los problemas del pretérito, buscan proteger conceptualmente aventuras, de supuesto progresismo, con textos heideggerianos de los que sólo pueden salir proyectos de un parduzco nazilongo. Quizás la exégesis del Dasein pudo tener algo de interés en 1927, cuando apareció el primer y, a la postre único, volumen de Ser y tiempo. Yo lo dudo porque, como pudo comprobar Hannah Arendt  en sus propias carnes, Heidegger conocía muy bien un modo de ocultarnos nuestro ser-para-la-muerte sobre el que no se encontrará rastro alguno en sus textos. Sin embargo, el modo que sí tematiza, la existencia impropia del “se dice”, “se cuenta”, de las habladurías desestructuradas, ha cambiado drásticamente. Las habladurías con las que nosotros tratamos de eludir nuestra propia finitud ya no consisten en una rumorología desestructurada, sino en un discurso de pretensiones científicas pero que apenas si ha alcanzado a nombrar familias de los viejos “espíritus animales” con los que Malebranche explicaba el funcionamiento del cerebro en el siglo XVII. Los modernos frenólogos se ríen de las viejas explicaciones cartesianas mientras que hacen juegos con sustancias alquímicas tales como la dopamina, la serotonina y las endorfinas, sin que eso haya contribuido mucho a esclarecer cómo funcionan realmente y, sobre todo, ocultando al gran público, por ejemplo, que el 95% de esa serotonina que tantos pensamientos causa en nuestro cerebro, se halla en el intestino.
   Heidegger mismo constató el fracaso del proyecto que iniciaba Ser y tiempo porque el tiempo no resulta alcanzable desde el "ser". Si se quiere captar el devenir, el tránsito, el incesante cambio de la realidad, debemos abandonar el ser, cosa que Heidegger, como buen platónico, se negó a hacer. Al Dasein el tiempo le resulta ajeno, incluso su propia muerte le resulta ajena, mientras que para nosotros, occidentales del siglo XXI, el horizonte de la temporalidad no se halla marcado por una muerte que algunos papanatas amenazan aplazar sine die, sino por ese cáncer que todos habremos de pasar si la esperanza de vida se dilata más allá de los cien años. Nuestro tiempo ya no viene medido por relojes de horas indiferenciadas y calendarios de días iguales. El intervalo temporal básico lo señalan las dosis correspondientes de medicamentos que nos indican el transcurso del tiempo por las pastillas que aún quedan en el bote o la tableta y nos señalan el momento en que habremos de acudir a la farmacia o el mes en el que habremos de pedir cita para nuestra inevitable revisión.
   El Dasein de Heidegger, angustiado por su arrojo a un mundo que no ha elegido, por la posibilidad del fin de todas las posibilidades, no parece necesitar ansiolíticos, antidepresivos, ni inhibidores selectivos de la serotonina, como necesitamos todos nosotros, ni siquiera tiene el ibuprofeno que viene ya con el bolso de las mujeres cuando lo compran. Vive en el “ser”, sin razón, sin fundamento, sin pastillas. No debe extrañarnos. Primero, porque Ser y tiempo apareció 20 años antes de que comenzaran a producirse en masa medicamentos tan básicos hoy día como los antibióticos. Segundo, porque si rastreamos la superficie de afloramiento del concepto de “Dasein”, lo veremos aparecer en los textos de Hegel, de Fichte e, incluso, de Kant, referido a Dios. Y ahora podemos entender por qué al Dasein se lo arroja al mundo, porque eso hizo precisamente el Dios cristiano con su hijo, mientras que todos nosotros, en lugar de arrojársenos, se nos saca del vientre materno protegidos por un atento grupo de médicos, del mismo modo que se saca a los iniciados tras el proceso de admisión en la tribu o en la logia. El Dasein, como las palomas de Skinner, como Dios, no tiene aparato digestivo, ni sistema inmunitario, ni cerebro, porque no tiene interior. Constituye el centro, el kentron, de un horizonte que, por definición, no puede tener nada él mismo dentro. Tiene entes a-la-mano, se halla cabe-los-entes-intramundanos, puede caracterizárselo como un ser-con, pero en ninguno de estos existenciarios hay lugar para las medicinas. De un modo burdo e inexacto podemos definir a quienes vivimos en este siglo XXI antes como animales medicalizados que como animales racionales. Al fin y al cabo, se necesita como mínimo una década para que pueda apreciarse algo de racionalidad en un ser humano. Sin embargo, en ese momento, ya se nos ha vacunado múltiplemente, hemos engullido un buen montón de mucolíticos, antitusígenos y descompresores de las vías respiratorias, sin contar con que, de seguir las indicaciones de las sociedades médicas norteamericanas, llevaremos más de un lustro controlando nuestra tensión arterial.
   El ser-con heideggeriano no se refería a nuestro ser-con-las-medicinas y ni siquiera, algo que hubiese resultado de preclara brillantez, a nuestro ser-con-la-flora-bacteriana. Se refiere a ser-con-los-otros, por lo que nuestras pastillitas se hallan excluidas de esa categoría. Tampoco puede caracterizarse apropiadamente las medicinas como ser-a-la-mano, pues si bien se podría decir que nos hemos vuelto incapaces de vivir lejos de cualquier analgésico, antipirético o antihistamínico, realmente debe describírsenos en términos de quienes buscan constantemente una situación en la que tener una excusa para engullirlos. Mas que cabe-los-entes-intramundanos, el Dasein de nuestros días necesita para existir que unos entes intramundanos muy característicos, llamados medicamentos, se hallen en su interior, precisamente allí donde desaparece todo horizonte hermenéutico y comienza a funcionar la digestión, la absorción y la asimilación de esos productos ajenos a nosotros, procesos todos ellos sobre los que Heidegger no dice absolutamente nada no sabemos si por ignorancia o por connivencia con quienes han hecho de este modo de ser-para-la-muerte el único posible.
   Si la filosofía quiere tener un futuro, si quiere hablar sobre los seres humanos que poblarán este siglo XXI, si quiere dejar de dar vueltas en la vieja noria de las interpretaciones, los juegos del lenguaje y las acciones comunicativas, tendrá que negarse a escuchar la voz de ese Ser que sale por la televisión o por los canales de youtube y comenzar a desvelar de qué modo y con qué ejército de colaboracionistas el nuevo biopoder encarnado en el big pharma ha configurado nuestra manera de pensar y, sobre todo, de pensarnos.