domingo, 26 de diciembre de 2021

Delirio.

   Ya he explicado un par de veces aquí que, en medio de una pandemia, debemos ejercer una severa autocrítica sobre todos nuestros deseos, pensamientos y acciones. En unas circunstancias como estas, imperceptiblemente, el miedo se cuela en nuestros procesos racionales y genera un inevitable sesgo. De modo habitual, este sesgo puede evitarse comparando nuestro comportamiento con el de los demás, pero si los demás son víctimas del mismo miedo, entonces nos vemos conducidos hacia una forma más o menos grave de delirio. El único criterio que nos queda es comparar nuestro comportamiento con el que hubiésemos seguido hace tres o cuatro años. No hace falta dar muchas vueltas para concluir que la mayoría no ha tomado tal precaución ni por asomo. La explosión de contagios que se ha producido en España durante el mes de diciembre lo prueba. Su origen no requiere muchas indagaciones. Buena parte de las empresas de este país decidieron adelantar la tradicional cena navideña por el temor de que las autoridades sanitarias impusieran restricciones. La "lógica" de tal decisión parece clara: "van a impedir que corramos riesgos innecesarios, luego, ¿qué debemos hacer? Claramente, adelantarnos y correr riesgos innecesarios antes de que nos lo impidan". Una vez tomada la peor de las decisiones viene la justificación, "pero nos haremos un test antes de acudir". Como dijo el capitán del Titanic cuando decidió no cambiar de ruta, "total, ¿qué puede pasar?" Desde un punto de vista médico a los intentos para detectar virus sólo se les concede fiabilidad si se trata de dos pruebas en sangre realizadas con varios días de separación. Todo lo demás son probabilidades, especialmente cuando hablamos de test fabricados en tal cantidad que parece difícil comprobar que siguen estándares rigurosos. Con ellos, a lo sumo, puede concluirse que, en el momento de efectuar la prueba, no había en el organismo una carga vírica suficiente como para que diese positivo, quiero decir, la “prueba” vale tanto como la promesa de un político. Conclusión "lógica": hay que formar largas colas, preferentemente, pegaditos los unos a los otros, para hacerse pruebas que permitan organizar cenas masivas. Los resultados de estas muestras de "sensatez", incluso entre el personal sanitario, no se han hecho esperar. Mientras los medios de comunicación alertaban de la catástrofe que suponía la llegada de la contagiosísima variante ómicrom, una masa ingente de españoles ha hecho todo cuanto estaba en sus manos para conseguir generar una catástrofe con las viejas variantes.

   Afortunadamente tenemos a nuestras sabias y cautelosas autoridades. Tras un pormenorizado estudio del caso, hace seis meses, de Chile, en el que el aumento de la población vacunada vino también acompañado de una explosión de contagios, nuestros gobernantes decidieron dar una respuesta a la altura de las circunstancias y entregarse al más disparatado de los delirios. Para empezar, "recomendaron" al personal sanitario que no organizara cenas masivas. Parecían razonar que, si el 1% de la población, se protegía, todo iría bien. Sin embargo, por motivos que, obviamente, escapan a sus entendederas, la cosa fue a peor. Podían haber cerrado bares y restaurantes, podían haber exigido que la gente entrara en ellos con mamparas y guantes, podían haber suspendido las celebraciones masivas, podían, en definitiva, haber tomado medidas verdaderamente efectivas, pero, como dijo nuestro amadísimo y queridísimo Sr. presidente del gobierno, Pedro “el hermoso”, "las restricciones son el pasado, las vacunas el futuro". Se decidió, pues, administrar la tercera dosis al "personal esencial", ya se sabe, una masa suficiente de población como para poner un dique al contagio masivo, algo así como… ¿el 7% del total? Por supuesto, nada de vacunaciones sistemáticas en los centros de trabajo, que cada uno se busque la vida como pueda y vuelva aún más delirante la situación de nuestro sistema sanitario. He presenciado enfermeras echándole la bronca a grupos de profesores por hacer las cosas como otras enfermeras les habían dicho que tenían que hacerlas, seguratas, encargados de mantener el orden y las buenas formas, delirando "perlas de sabiduría" a voz en grito, gente que ya lleva en su cuerpo tres vacunas de tres fabricantes diferentes, quienes han decidido pasar en esta ronda, docentes rebotados de unos centros de vacunación a otros, grupos de ellos que colapsaban centros en los que un mensaje de whatsapp decía que se podían vacunar sin cita porque la aplicación que, teóricamente, las da, no las ofrece, etc. etc. etc. En medio del caos, por supuesto, nadie se para a pensar. ¿Para qué sirve la tercera dosis de una vacuna cuyas dosis anteriores se han mostrado ineficaces a la hora de parar los contagios? La “lógica” aquí es la típica de las malas soluciones: más, si una vacuna no es eficaz hay que inyectarla más veces. Afortunadamente, los males parecen menos si uno mira los que sufren otros. Ahí tenemos el caso de Israel, país, todo hay que decirlo, que no puede considerarse un paradigma de sensatez. Sin embargo, en este mes de diciembre han batido todos los récords, ofreciendo a la población mayor la cuarta dosis de la vacuna mientras que los intocables ultraortodoxos (alrededor del 15% de la población), se niegan a recibir ni siquiera una. 

   Inocular una y otra vez las mismas vacunas es el requisito imprescindible para fabricar la tormenta perfecta. Por una parte, estamos ejerciendo una presión selectiva sobre el virus, orientándolo en una dirección nítida, la primera variante que difiera significativamente de los blancos de los que protegen las actuales vacunas, tendrá la posibilidad de contagiar, literalmente, a todo el mundo. Se necesitan, y se necesitan cuanto antes, nuevas vacunas que protejan contra una pluralidad de sitios reconocibles del virus o, mejor aún, vacunas fabricadas con virus sin material genético. La insistencia de Pfizer, Moderna y demás en que sus vacunas siguen teniendo utilidad, demuestra que no están por la labor. Hemos ganado la primera batalla contra el virus más bien por los pelos, las farmacéuticas, su codicia y sus lacayos, que inundan los gobiernos, los órganos médicos de decisión y la intelectualidad, van a conducirnos a una estrepitosa derrota en la batalla que se desarrollará, con toda probabilidad, el próximo año. Esa derrota puede tener un enorme costo en términos de vidas, de dinero y de consecuencias sociales y políticas. Una población en plena campaña de tercera o cuarta vacunación que comience a tomar conciencia de la utilidad real de lo que se le está inyectando, puede volverse reacia a cualquier género de vacunación. Aún peor, hará lo que históricamente ha hecho siempre, buscar quien le diga que los problemas que pocos comprenden, dada su complejidad, tienen soluciones extremadamente fáciles que todo el mundo puede entender. El delirio dará entonces paso al delirium tremens, el que sufren los alcohólicos que escriben pancartas en las que puede leerse "libertad sí, vacunas no" con el mismo fundamento con que podían haber escrito "libertad sí, comida vegana no" o "libertad sí, carreteras no" o "libertad sí, Facebook no" y que demuestran entender (es un decir) por "libertad", "elegir el lugar donde recibir mi dosis de alcohol".

   Haríamos, sin embargo, muy mal, entendiendo el "delirio" como una fantasía caótica y sin significado. Del mismo modo que el borracho acaba soltando cosas que tenía guardadas en su interior desde muy antiguo, el delirio revela tabúes primigenios. Lo hemos podido ver estos días cuando el govern catalán no sólo decidió instaurar el toque de queda en el territorio del futuro país vecino, sino que reivindicó también su derecho a imponerlo en toda España. Muy pocos entienden la diferencia entre el independentismo catalán y el vasco. Los vascos querían/quieren que el País Vasco no sea gobernado desde Madrid, los catalanes quieren que se gobierne desde Barcelona… España entera. El independentismo catalán se hizo cargo en el siglo XIX de las reivindicaciones de la corona de Aragón, así que la pugna entre "España" y "Cataluña", en realidad, es la misma pugna de siempre entre Castilla y Aragón por dominar "el imperio". Demostrarlo resulta muy fácil, en pleno delirio, el primero en seguir los dictados de Cataluña ha sido el muy nacionalista (español) gobierno de Murcia. Pero no porque lo que ha dicho el govern encierre algo de sensatez, no, lo han hecho porque unos y otros están de acuerdo en que no necesitamos reforzar nuestro sistema sanitario, ni cambiar los objetivos de la industria farmacéutica, ni, mucho menos, impedir la alcoholización de nuestra sociedad, lo que necesitamos, nos corean a una, es el delirio, ahogar en imágenes la realidad del virus.

domingo, 19 de diciembre de 2021

Ecce librum

   Escribí Follar y filosofar, todo es empezar. La filosofía bien introducida entre 2.006 y 2.007. Lo publiqué en Google Libros en 2.008. Nunca ha aparecido en ninguna lista de “los libros que tienes que leer”. No hay ningún sitio en Internet, ningún youtuber que lo recomiende. Ninguna publicación filosófica ha mencionado jamás su existencia. Ni siquiera hay un enlace a él en mi página web o en este blog. Se lo encuentra por casualidad o te lo menciona una persona a la que conoces, no hay otra manera de hallarlo. A fecha de ayer, 18 de diciembre, Google contabilizaba 102.369 accesos a este libro, de ellos, 96.246 habían incluido la lectura de un total de 540.313 páginas del mismo (algo así como 6.070 lecturas completas) online. Estas cifras son sólo una fracción del total. Se lo puede descargar de modo íntegro y gratuito, así que múltiples repositorios se lo han apropiado sin pedirle permiso a nadie y me consta que una parte importante de sus lectores proceden de ahí. Con toda probabilidad, se trata de la introducción a la filosofía en español más leída de la historia. Cada cierto tiempo, lectores, más o menos entusiasmados, se ponen en contacto conmigo, algunos me preguntan dónde pueden adquirirlo en papel (no se puede). Incluso recibí una oferta para convertirlo en serie audiovisual, aunque este proyecto parece haber quedado en nada.

   He dicho “escribí”. La realidad es que aporreé las teclas de mi portátil con ferocidad hasta que, molido a palos, me entregó el fichero con este texto. Mi anterior libro, ¿Por qué el terrorismo? había recorrido todas y cada una de las editoriales de este bendito país llamado España. Una de ellas, tras hacérmelo reescribir tres veces, se había desentendido de él. Seguí entonces la máxima de Piero Marzoni, “si quieren mierda, mierda tendrán”. Pero no, Follar y filosofar recorrió exactamente el mismo circuito y cada copia enviada me fue rebotada en el tiempo que se tarda en trasladar el contenido de un sobre recibido a un sobre enviado. Comprendí que el problema de mis libros, los pobres, no estaba en lo que decían sino en quien los firmaba. Si lo hubiese escrito un catedrático de universidad o, mejor aún, un presentador de televisión, las editoriales españolas se hubiesen dado de bofetadas por él. Pero no trabajo de una cosa ni de la otra, tengo un empleo como profesor de instituto de un pueblo de Sevilla y no por vocación o por deseo. Lo hago porque seis tribunales de oposición decidieron que no reunía las competencias básicas para impartir clases en la universidad. Semejante veredicto me pareció inapelable en su momento y me lo sigue pareciendo hoy, un cuarto de siglo después. Ni poseo competencias básicas para ser profesor de universidad, ni las he poseído nunca, ni las poseeré jamás. El hecho de que quienes obtuvieron plaza en esas seis oposiciones tuvieran a los directores de sus tesis doctorales como miembros de los tribunales que los eligieron y yo no, demuestra claramente mi incapacidad. Yo sólo tengo un portátil, una conexión a Internet y una cierta resistencia para seguir trabajando cuando el sueño, el cansancio y el hastío habría vencido a muchos otros. Con el tiempo he aprendido que cada frase, por azar, bien construida, que cada centímetro de territorio nuevo ofrecido a la filosofía mientras la gente ahoga mis pensamientos en gritos y conversaciones espúreas, que el deseo de aprender algo cada día, sirve para que un padre resentido por las notas de su hijo, para que un compañero con complejo de inferioridad al que tu simple existencia le ofende, para que el macaco de una comisión evaluadora de méritos, lo haga un rollito y te lo meta por esa parte del cuerpo que no se debe mencionar. Con el tiempo he aprendido a que mis libros, mis artículos, mis ponencias, mis entradas en este blog, se  queden justamente en la puerta de mis clases. Nadie habla de ellos cuando atravieso ese umbral. No existen. Cerceno cualquier invitación para hacerlos pasar en menos de un minuto. Allí dentro soy uno más de los que imparten contenidos estandarizados con el fin de que nuestros jóvenes acaben pensando exactamente lo mismo, lo autorizado, lo correcto. Desde luego, no puedo tragarme todo mi orgullo y guardo un rescoldo de algo que me permite seguir mirándome al espejo. A diferencia de muchos de mis compañeros, no creo, no me imagino, incluso, no intento, ser el mejor profesor del mundo. Yo fracaso, fracaso continua y repetidamente, y, al final, alguno de los que pasan por mis clases no salen de ellas con las estandarizadas anteojeras adecuadamente colocadas. Bien al contrario, alguno sale viendo la filosofía y sus problemas por todas partes, salvo en los libros donde todo el mundo cree haberla enjaulado.

   Siempre me he hecho a la ilusión de que Follar y filosofar, puede leerse de muchas maneras. Puede leerse como un libro sobre sexo, en el que se habla de sexo sin rodeos y con anécdotas jugosas acerca del sexo. Pero si ése es su mérito, leerlo gratuitamente como todo el mundo puede hacer, ya sería pagar demasiado por él. Hay miles de libros y de sitios en Internet donde profesionales, en uno u otro sentido, hacen eso mismo muchísimo mejor de lo que yo lo hice. Puede leérselo también como un libro de chistes, como una visión irreverente de todos y de todo, como una inmensa carcajada acerca de cualquier cosa que alguien pueda tomar como sagrado. Sin embargo, por mucho que haya quien opine lo contrario, no soy un monologuista frustrado, no pretendo sustituir cualquier certeza por la burla del cínico y, desde luego, no aspiro a hacer dinero anegando en chanzas la honradez intelectual de otros. La sonrisa que ese libro aspira a despertar va dirigida contra todas esas cosas a las que tanta importancia otorgamos porque, en el fondo, sólo esconden nuestras inseguridades, llámense Dios, heterosexualidad o pene. Pero es otra lectura la que me obliga a no renegar de él, la lectura que, lo sabía desde que lo escribí, nadie haría por demasiado escandalosa, peligrosa y difícil de digerir, la lectura que denuncia las vergüenzas de esa tradición filosófica llamada “hermenéutica” y a la que la filosofía del siglo XX dedicó gran parte de sus esfuerzos. Es el único libro en el que trato de dar interpretaciones de textos filosóficos y, a la luz de las cifras de lectores ofrecidas más arriba, esas interpretaciones gozan de mayor aceptación que las que pululan por las revistas del sector. Esa lectura implica que hay que rehacer la filosofía fuera de las componendas que han dado dinero en los últimos cien años, que hay amplios horizontes por descubrir, que sólo fuera de los clásicos círculos filosóficos puede hacerse filosofía sin concesiones, aún peor, que cualquiera, incluso un profesor de filosofía de instituto, un profesor de filosofía de instituto de pueblo, un profesor de filosofía de instituto de pueblo andaluz, podría tener algo nuevo que aportar. Y eso, como digo, es escandaloso, peligroso y difícil de digerir. En este país la filosofía se fragua en Madrid o, mejor aún, en Barcelona, muy cerquita del poder y el dinero, pero no en Andalucía. Así que les hablo a los filósofos de que he encontrado lo imposible y me responden que debo apuntarme a una conspiración para quitarle el cargo a noséquién. Les señalo la Luna y creen que estoy haciendo una analogía con mi dedo. Les digo que hay un vasto continente por explorar y me piden que les traduzca un texto. Lo confieso, como todo joven que entraba en la carrera de filosofía, yo también aspiraba a ser un filósofo famoso y respetado. Pero ahora llevo mil páginas leídas de A Companion to the Philosophy of Language y sólo consigo encontrar en ellas denodados esfuerzos por no entrar en contacto con la realidad. Voy, otra vez, por la página 235 de las Ideas para una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica de Husserl y no hago más que preguntarme qué sentido tiene dar tantísimas vueltas para concluir que la tierra no se mueve. Me pregunto si de verdad Merleau-Ponty y Karl Popper fueron grandes filósofos y anticomunistas o si cierta agencia muy inteligente no se las apañó para convertirlos en filósofos famosos precisamente porque eran anticomunistas. Ya no sé qué tengo en común con la gente de ese gremio. Ellos están obsesionados con el ser y yo con olvidarlo, ellos hablan de las esencias y yo del sexo, corean todos a una que el ars inveniendi es imposible y yo he descrito cómo funciona.

   Parece que después de 10 años, 560 entradas y más de 1500 páginas, por fin me he rendido y he hablado en este blog de mí. Sólo lo parece, no soy tan interesante como para que se me dedique ni una línea. En realidad no he hablado de mí, he hablado de ese compañero de profesión, al que no conozco personalmente y al que han sancionado por recomendar Follar y filosofar en clase. He hablado de que él también creía que la filosofía debe tratar de las cosas que preocupan a los jóvenes, él también creía que los filósofos deben insuflar vida a la filosofía y no asfixiarla, él también creía en el poder subversivo de la risa, él también creía que la asignatura de filosofía debe evitar los estándares de pensamiento, él también creía que se puede hablar libremente de un libro porque su contenido parece interesante con independencia de quién lo ha escrito. Se equivocó. 


domingo, 12 de diciembre de 2021

Contra la subjetividad del tiempo.

   La naturaleza del tiempo siempre ha intrigado a los filósofos. Como casi todas las preguntas filosóficas, esta también parece infantil y de respuesta obvia… hasta que se intenta formularla. De un modo inmediato observaremos cómo cada intento adquiere rápidamente un carácter insatisfactorio y, en el caso concreto del tiempo, la insuficiencia de todos ellos desvela nuestras más profundas vergüenzas. Podemos empezar, por ejemplo, con la respuesta del imperio, quiero decir, suponer que el significado de la palabra "tiempo" es su uso. Por tanto, el tiempo significa una cosa diferente en cada juego del lenguaje, en cada forma de vida. Hay un tiempo ligado a la forma de vida de los multimillonarios y otro tiempo propio de las favelas de Rio de Janeiro; un tiempo cuando el dentista juega con nuestros molares y un tiempo cuando jugamos a los médicos con nuestra pareja; y si nuestro jefe nos pilla practicando el solitario en tiempo de trabajo, siempre podremos argumentarle que, entre el tiempo por el que nos paga y el que nosotros perdíamos, sólo hay un "parecido de familia", por lo que no tiene motivo para enfadarse. En un sentido muy claro no hemos avanzado mucho, pero en otro sí lo hemos hecho, porque hemos descubierto una de las suposiciones habituales sobre el tiempo, a saber, que le atribuimos un carácter "universal". Suponemos que todos compartimos un marco de referencia llamado "tiempo". Al fin y al cabo, un sentido elemental del tiempo para los seres humanos lo constituye el "tiempo de vida", el "tiempo que nos queda", el ser-para-la-muerte que decía Heidegger. 

   Heidegger intentó asaltar el problema del tiempo en su famoso Sein und Zeit, pero pocos de los que se afanan por citarlo recuerdan que constituye el relato de un fracaso. Heidegger tenía por objetivo la relación entre el ser y el tiempo, pero no consiguió ir más allá de explicar el modo en que un ser cualquiera, un Da-sein, vivencia el tiempo entendido, al cabo, como ser-para-la-muerte. Dicho de otra manera, para Heidegger, como para tantos otros antes que él, el tiempo "universal" quedó como un horizonte inasible y tuvo que contentarse, algo que ya hizo San Agustín, con una descripción del tiempo tal y como lo vivenciamos, del tiempo como transcurre para un miembro cualquiera de nuestra especie. Ahora bien, este tiempo "para nosotros", no posee la “universalidad” que solemos atribuirle. La cuestión no radica en que el tiempo dependa del sujeto que lo tome en consideración. Por supuesto, difícilmente el tiempo puede suponer lo mismo para una mosca que vive 24 horas que para una tortuga centenaria. Incluso hemos experimentado cómo el tiempo parecía transcurrir mucho más lento en nuestra infancia que en nuestra juventud. La cosa va mucho más allá. Como ya descubriese San Agustín, cada uno de nosotros ni siquiera comparte el tiempo en el que vive consigo mismo. No vivenciamos el tiempo de trabajo como el tiempo de ocio, no duran los mismos minutos una clase aburrida y el apasionante capítulo de nuestra serie favorita y ni siquiera pasa el tiempo del mismo modo durante ese trepidante partido de la final y durante ese en el que nos marcaron cinco goles en los primeros diez minutos. Como absolutamente siempre, los filósofos creyeron solucionar el problema distinguiendo entre dos ámbitos, el del tiempo que vivimos los seres humanos y "otro" tiempo, el tiempo del universo o de la naturaleza. Se esperaba que, aunque "nuestro" tiempo, el tiempo subjetivo, careciese de uniformidad y universalidad, el "otro", el tiempo "físico" sí la tuviera. Newton partió de la idea de un tiempo con estas características y Kant no dudó en hacerlo parte del modo en que los sujetos construían la realidad, obviando la heterogeneidad patente con que lo vivimos. Debemos mostrar indulgencia con semejante olvido pues, al fin y al cabo, los días en Königsberg de alguien como Kant no debieron ofrecer muchos motivos para diferenciarlos unos de otros. En cualquier caso, Einstein dinamitó todas las esperanzas por encontrar un tiempo objetivo más homogéneo, universal y compartido que el tiempo subjetivo. El hecho de que lo que puede llamarse "simultáneo" dependa del marco de referencia deja muy claro que tampoco hay nada "universal", fijo y necesario en el tiempo "objetivo". Pero muy pocos han sacado la obvia consecuencia de que aquí hay un motivo para sospechar la inexistencia de esos dos ámbitos de esa  dualidad de tiempos. Por el contrario, se ha retorcido esta consecuencia palmaria para convertirla en apoyo de una de las propuestas más extendidas y populares, la de que el tiempo sólo puede tener un carácter "subjetivo". No hay nada en la naturaleza equiparable al tiempo tal y como lo vivencian (¿los seres humanos?) Este planteamiento tiene un rancio abolengo teológico y puede encontrarse ya en la escolástica medieval. Recordemos que la eternidad de Dios no consistía en "perdurar por siempre" como su omnipresencia consiste en "estar en todos los lugares". La realidad de Dios le sitúa más allá del tiempo, literalmente no hay tiempo para Él. Para Dios, presente, pasado y futuro tienen la misma realidad porque no hay en ellos ningún transcurrir (anotemos de pasada que ciertas corrientes de la filosofía anglosajona han redescubierto este Mediterráneo como la más novedosa de las soluciones al problema del tiempo). El tiempo pertenece a las criaturas y la aparición del mundo significó la aparición del tiempo. Por tanto, si ese transcurrir sí existe para nosotros significa que nosotros lo introducimos. Como ya hemos señalado Kant se apuntó a esta solución, postulando que el sujeto ordena la experiencia poniendo el tiempo en ella y muchos otros lo han seguido por aquí, hasta el punto de que menudean todo tipo de bravatas en contra de la existencia de cualquier tiempo "objetivo", situando en la subjetividad del mismo el fundamento único y último de su realidad. Sin embargo, esta "explicación" del tiempo, presenta un enorme flanco abierto que muy pocos han señalado: ¿por qué, de acuerdo con Kant, ponemos el espacio precisamente en nuestra experiencia externa y el tiempo en la interna? si hay un vínculo entre la experiencia interna y el tiempo ¿por qué no percibimos el paso del tiempo por nuestra identidad personal? ¿por qué el tiempo no afecta a la subjetividad trascendental? Por otra parte, si hay una experiencia, la interna, sin espacio, ¿no podría haber también una experiencia interna o externa sin tiempo? ¿por qué no? ¿por qué introducimos el tiempo precisamente en nuestra experiencia del mundo? ¿por qué no introducimos el tiempo en nuestro modo de entender los conceptos? ¿por qué los conceptos no cambian con el tiempo? ¿por qué no lo hacen los teoremas matemáticos? ¿por qué no introducimos el tiempo en las entidades matemáticas, en nuestro trato con ellas, en nuestra experiencia de las mismas? ¿qué señales, qué marcas, qué indicios nos llevan a iniciar el comportamiento de "poner el tiempo"? Y, si los hay, ¿por qué nadie los ha identificado? ¿no deberíamos considerarlos el verdadero fundamento del tiempo y no "a la subjetividad"? Y si no los hay, ¿introducimos arbitrariamente, aleatoriamente el tiempo? En cuyo caso, ¿por qué todos acertamos a dividirlo de la misma manera en presente, pasado y futuro? ¿por qué ninguno de los cuerpos humanos que viven en este momento tienen mentes para las que Julio César sigue mandando sobre las legiones romanas? ¿por qué nadie ha detectado inconmensurabilidades temporales como las que hay en la designación de los toros? La "solución" de que el tiempo "es subjetivo", en el fondo, no significa otra cosa que “es así porque a mí me da la gana” y encierra el mismo problema contra el que ya se estrelló Heidegger, a saber, que no hay tiempo en el ser. Más allá de eso ni aporta ninguna explicación de por qué tenemos necesidad del tiempo y no de cualquier otra cosa ni, mucho menos, de por qué lo aplicamos a algunas de nuestras vivencias y no con otras. Todavía más, ¿qué ventaja evolutiva podía conllevar añadir algo a nuestras representaciones del mundo que no puede hallarse en el mundo mismo? Dicho de modo resumido, la solución del tiempo subjetivo sólo sirve, una vez más, para ocultar nuestra ignorancia o, mejor aún, nuestra incapacidad para habérnoslas con el tiempo. 

   No se trata del único aspecto de la realidad con el que nos llevamos mal. También nos llevamos fatal con las probabilidades. Fallamos a la hora de razonar sobre ellas todos los seres humanos y, particularmente, los habitantes del siglo XX y, dentro de ellos, muy particularmente, los filósofos, para quienes "probabilidad" significa o imposible o necesario. Entre otros procesos físicos, la termodinámica señala claramente una flecha del tiempo. El calor pasa de los cuerpos calientes a los fríos, los floreros rotos no se recomponen por sí mismos y la información se degrada conforme se retransmite. Efectivamente, todos estos procesos esconden una mera cuestión probabilística. Existe un minúsculo porcentaje de probabilidad de que los cuerpos fríos den calor a los calientes, de que los floreros se recompongan por sí mismos y de que la información mejore conforme se repite. Pero de aquí se derivan tres consecuencias que los seres humanos nos negamos a sacar. Primero que “mayor” y “menor”, nos pongamos como nos pongamos, indica una dirección, una flecha, un signo “>” con una cierta orientación. Ahora bien, segundo, que nuestro tiempo “subjetivo” sigue precisamente esa dirección e, incluso, reproduce las rupturas y heterogeneidades que la física ha descubierto en ella, lo cual sólo puede deberse a una afortunada coincidencia o a que el tiempo “subjetivo” se ha copiado, abstraído u obtenido por algún procedimiento perfectamente explicable de otra cosa, del mundo. Y, tercero, “casualmente” una explicación probabilística del tiempo permite explicar la asimetría entre el pasado, en el cual las cosas tienen una probabilidad inevitablemente igual a 1 ó a 0, por tanto todo existe como necesidad; el futuro, al cual sólo podemos aproximarnos en términos de estimaciones porcentuales; y el presente, el instante mágico en que la moneda vuela en el aire.

domingo, 5 de diciembre de 2021

Lenguaje y realidad (y 3)

   La literatura psiquiátrica muestra que el esquizofrénico describe y explica lo que se le demanda, pero nunca de modo que al psiquiatra le pueda parecer satisfactorio. En sus descripciones y explicaciones faltan elementos clave, faltan las regularidades que permiten proyectar predicciones en la comunicación y, como ya señalamos, suelen aferrarse a un significado concreto de las palabras o de las expresiones. El tránsito desde ese significado a otro relacionado con él, que un hablante medio realizaría sin problemas, implica para el esquizofrénico un salto al vacío que sólo puede completar creando neologismos. A todas luces parece que el significado, como quería Wittgenstein, cambia con el juego del lenguaje para los esquizofrénicos, quiero decir, para los otros, para quienes utilizan reglas pragmáticas diferentes a los hablantes mayoritarios. Los psiquiatras describen muchas de sus producciones como un puro farfulleo ininteligible y de referencia elusiva. Las palabras y/o frases se combinan en base a reglas reconocibles pero no compartidas con el psiquiatra, tales como las coincidencias fonológicas o semánticas. El psiquiatra encuentra en ellas una y otra vez la confirmación del presupuesto con el que ha ido al diálogo, a saber, que habla con sujetos insanos por incoherentes, con facultades perturbadas por alucinatorias, prototipos, al cabo, de una etiqueta común llamada “esquizofrenia”. Aquí, al fin, psiquiatra y esquizofrénico, alcanzan una unidad de entendimiento porque el primero ha conseguido entrar también en alucinación, la alucinación de que las alteraciones del lenguaje son alteraciones del pensamiento, que la mismidad del ser sirve como el pivote sólido en torno al cual se atan lenguaje y pensamiento, las palabras y las cosas. Ningún filósofo del lenguaje contemporáneo denunciará semejante comportamiento alucinatorio por la simple razón de que lo comparte. Sin embargo, resulta extremadamente simple demostrar este carácter alucinatorio de lo que los filósofos del lenguaje contemporáneo llaman su “realismo”. En los procesos comunicativos de los hablantes mayoritarios, parece existir un mecanismo de supervisión que introduce modulaciones y adiciones cuando considera que no se ha expresado adecuadamente lo que se quería decir y que, en casos extremos, aunque muy habituales, lleva a la autocorrección. Obviamente, si existe un mecanismo corrector de las prolaciones lingüísticas, toda pretendida identificación del lenguaje con el pensamiento resulta manifiestamente ridícula. ¿Con qué pensamiento hemos de identificar lo dicho? ¿con el pensamiento original que dio lugar al intento comunicativo o con el que supervisa el modo en que se produce? ¿con ninguno de los dos? ¿con ambos? y, en caso afirmativo, ¿cómo sabemos que coinciden? ¿o no coinciden? Pues bien, el esquizofrénico se comporta tal y como lo hacen los sujetos ideales que sirven de ejemplo a todas las discusiones de la filosofía del lenguaje contemporánea: jamás se autocorrigen. Los psiquiatras no constatan en su discurso ningún género de corrección, siempre parecen acertar con aquello que querían decir. Aún más, ni siquiera se atiende a las correcciones del otro. Desde luego, podemos concluir que en los esquizofrénicos, en quienes consideramos los "otros", los "enfermos", pensamiento y lenguaje se correlacionan perfectamente; que la coincidencia plena de lenguaje y pensamiento constituye un síntoma de enfermedad, no de racionalidad. Pero no habremos agotado semejante conclusión si no entendemos que los motivos de este comportamiento esquizofrénico conllevan algo todavía más letal para la filosofía del lenguaje contemporánea. En efecto, sus rimas y aliteraciones, sus “ensaladas de palabras”, sus descarrilamientos semánticos, sus farfulleos, pueden describirse también diciendo que los esquizofrénicos hacen gala de un lenguaje privado, precisamente, lo que Wittgenstein calificó de “imposible”. 

   Merece la pena que nos detengamos un poco en este síntoma de esa patología llamada “filosofía del lenguaje”, “las argumentaciones contra la existencia de un lenguaje privado”. Si procedemos a analizar los supuestos argumentos (el paradigma de lo que el psiquiatra podría llamar “coherencia”) que los filósofos del lenguaje contemporáneos realizan para demostrar que no existen semejantes lenguajes privados, podremos encontrar en todos ellos una forma común. Parten de que todo en el lenguaje tiene que poder intercambiarse con otro, a continuación, constatan que no hay nada intercambiable en un lenguaje privado y concluyen que un lenguaje privado no podría tener valor en ese mercado llamado "lenguaje". Dicho de otro modo, si el lenguaje pudiera tratarse como una mercancía, entonces, habría que calificar de imposibles los lenguajes privados. Pero semejante “demostración” no demuestra nada, salvo si asumimos el presupuesto que la esquizofrenia derrumba. Por supuesto, se puede intentar escamotear el veredicto de los hechos señalando que ellos, los filósofos del lenguaje, no afirman que un lenguaje privado "es imposible", simplemente afirman que "no sería sano", que carecería de estabilidad, que no podría usarse. Esta línea argumentativa me parece maravillosa porque eso significa que existe un criterio para distinguir los juegos del lenguaje "sanos" de los no sanos, los estables de los inestables, los utilizables de los inutilizables. Podríamos establecer comparaciones entre todos ellos, hacer una jerarquía y, por supuesto, dar una definición de "juego del lenguaje". Ahora bien, nada de eso puede hacerse según Wittgenstein.  

   En el lenguaje del esquizofrénico los psiquiatras reconocen reglas nítidas de construcción de discursos, pero, desde luego, reglas no compartidas, no comunes. El psiquiatra puede reconocerse en los fonemas, los morfemas y los lexemas del esquizofrénico, pero no en las reglas que utiliza para combinarlos. El psiquiatra puede reconocer las palabras empleadas por el esquizofrénico, no reconoce las reglas combinatorias en que entran dichas palabras. El psiquiatra puede reconocer el significado de las expresiones del esquizofrénico, no reconoce las reglas combinatorias en que entran dichas expresiones. Por tanto, puede reconocer la existencia de un discurso, no puede reconocer el significado, el sentido, el referente último de ese discurso. Nada de esto puede entenderse desde la identificación del significado con el uso. La esquizofrenia, diríamos siguiendo estrictamente las ideas de los filósofos del lenguaje contemporáneos, constituye un simple juego del lenguaje y, aprendiendo cómo funciona, podemos aprender los significados de sus elementos y, por ende, cómo piensan quienes lo practican. Basta para ello reconocer las reglas de uso y simular su utilización. Por contra, los psiquiatras parecen comportarse como si existiesen  significados más allá del uso, significados subyacentes al modo en que se emplean morfemas, lexemas, palabras, oraciones y discursos, significados que se combinan según ciertas reglas y que sólo pueden combinarse de acuerdo con ciertas reglas, porque estas reglas parecen ancladas en ellos, como si hubiese posiciones sólidas a las que se anudan. 

   En definitiva, los fallidos intentos de comunicación de los psiquiatras con los esquizofrénicos nos muestran la enorme distancia que separa la filosofía del lenguaje contemporánea de la praxis cotidiana de los hablantes de cualquier lengua, el obstáculo insalvable que supone aferrarse como un dogma a la idea de que "el significado es el uso", la imposibilidad de alcanzar la realidad si uno se refugia en el lenguaje para no mirarla.


domingo, 28 de noviembre de 2021

Lenguaje y realidad (2)

   Antes de la primera mitad del siglo XX, la psiquiatría ya había llegado a la conclusión de que el discurso esquizofrénico presentaba rasgos que permitían distinguirlo del discurso que los psiquiatras desarrollaban en su vida cotidiana. Aprehender las razones últimas de tal divergencia resultaba, sin embargo, molestamente elusivo. Desde el punto de vista sintáctico, los psiquiatras apreciaron notables rasgos característicos en el lenguaje de los esquizofrénicos, pero no hubo manera de conceptualizar y mucho menos de cuantificar estas diferencias. Por contra, parecía muy fácil encontrar ese criterio en lo que se refería a la pragmática. Los esquizofrénicos muestran una notable incapacidad pragmática, no logran comunicar al otro lo que quieren decir, no consiguen aportar explicaciones inteligibles y no trasmiten descripciones comprensibles. Si enarbolamos la teoría wittgensteniana, según la cual el uso agota el significado, inevitablemente habremos de concluir que un trastorno que destruye las habilidades pragmáticas de los individuos en lo que se refiere al lenguaje, eo ipso, aniquilará sus capacidades semánticas. Sin embargo, si leemos la reconstrucción del discurso esquizofrénico que realizan los psiquiatras, encontraremos que en dichos pacientes reconocen esfuerzos semánticos aceptables, que muchos les atribuyen habilidades semánticas parcialmente satisfactorias y que, de hecho, hay quienes conceptualizan como rasgo de la esquizofrenia, una semántica que cabría calificar de “demasiado buena”. En efecto, aquí viene una nueva bofetada para los filósofos del lenguaje. Si “el significado es el uso”, entonces el uso en diferentes “juegos del lenguaje” de una misma palabra constituirá un anecdótico “parecido de familia”, al que no merecerá que la filosofía del lenguaje contemporánea le dedique ni una línea. Sin embargo, en la literatura psiquiátrica sobre el lenguaje esquizofrénico, se menciona una y otra vez, que los pacientes parecen aferrarse a un único significado de las palabras, negándose a permitir que oscilen, que no reconocen ese “anecdótico” “parecido de familia”. La ceguera ante los “parecidos de familia”, lógica, absolutamente racional y, en resumen, “saludable”, si uno adopta el punto de vista de Wittgenstein, queda registrada en los textos psiquiátricos como síntoma patológico. Los psiquiatras, encarnando la voz de la “normalidad”, parecen indicar que hay algo pertinente en reconocer que un mismo significado aparece bajo diferentes formas en diferentes juegos del lenguaje, que algo permanente, constante, independiente del uso, subyace en todo significado.

   Mucho menos auxilio debe esperar un filósofo del lenguaje contemporáneo si acude a los presupuestos últimos bajo los que se desarrolla el diálogo entre el psiquiatra y el esquizofrénico. En efecto, por formación, el psiquiatra llega a ese diálogo sin esperanzas de encontrar en el otro lógica, coherencia y, mucho menos, creencias compartidas. Ningún principio de caridad, de veracidad, ninguna presuposición de vivir en un mundo común, alumbra los intentos de diálogo entre psiquiatra y esquizofrénico. Desde el punto de vista de la filosofía contemporánea del lenguaje sólo puede concluirse que el psiquiatra no quiere hablar con el esquizofrénico y, por supuesto, el esquizofrénico, para quien el psiquiatra debe aparecer como una amenaza o como un intruso, muy probablemente, tampoco quiere hablar con el psiquiatra. Y, sin embargo, dialogan. Ciertamente, se trata de un diálogo fracasado, pero como ya expliqué, del mismo modo que el libro más instructivo para un empresario no debería tratar de “cómo me hice millonario”, sino de “cómo arruiné mi empresa”, muchas más enseñanzas pueden extraerse del fracasado intento de diálogo del psiquiatra con el esquizofrénico que de los felices logros del John de los filósofos del lenguaje que acaparan los ejemplos "empíricos" con que apoyan sus teorías.

   Terminamos la entrada anterior afirmando que nos hallábamos a las puertas de “dos importantes cuestiones”, pero sólo enunciamos una. Dejamos sin enunciar la otra, de hecho, la más importante y que subyace a la primera, a saber, ¿en qué consiste esa regularidad de la que hablábamos allí? ¿cómo podemos reconocer una disposición para comunicarse con nosotros en alguien con quien no compartimos cultura, creencias ni idioma? ¿qué presupuesto “trascendental” hace posible en última instancia cualquier intento de comunicación? ¿en qué se basan las expectativas que la propician? La literatura psiquiátrica sobre los esquizofrénicos lo deja meridianamente claro. El psiquiatra, que, de acuerdo con los filósofos contemporáneos y aún con el sentido común, no comparte realidad con el esquizofrénico, reconoce de inmediato la dificultad de su intento. Todo indica que, de hecho, sí comparte un acervo de reglas con ellos y que constata rápidamente el incumplimiento de las mismas. En los textos psiquiátricos se deja puntual registro de dónde se hallan esas reglas “trascendentales”: en el “lenguaje corporal”. Los esquizofrénicos no presentan, antes ni durante el diálogo, ningún tipo de orientación hacia el interlocutor, se colocan a distancia inadecuada respecto de éste, carecen de expresividad facial, contacto visual, sus risas van situadas en lugares impredecibles del discurso, presentan rigidez motora, etc. Desde muy pequeño, el niño aprende que quien le mira intenta comunicarse con él y que debe mirar y orientar todo su cuerpo hacia su interlocutor si quiere obtener una comunicación exitosa y que debe acompañarla de ciertas expresiones faciales. Incluso en esa fase en el proceso de adquisición del lenguaje en la que palabras y oraciones con sentido se mezclan con sonidos ininteligibles, el niño ya muestra una plena habilidad para garantizar esos presupuestos conversacionales, que los adultos comprenden, aunque la comunicación resulte infructuosa. Esa orientación, ese contacto visual, esa sonrisa colocada en el sitio oportuno, esa expresión en el rostro, garantizan la creación de las primeras expectativas, el desarrollo de la idea de que se puede predecir el comportamiento comunicativo de nuestro interlocutor, de que recibirá de buen o de mal grado nuestra propuesta comunicativa, el canal a través del cual va a transitar todo lo demás aunque no compartamos creencias, mundo y ni siquiera idioma. Y no, no tienen un carácter “trascendental”, tienen un carácter puramente físico, corporal. Claro que, por lo mismo, también tienen un carácter universal, como ya han constatado diferentes estudios psicológicos centrados en los gestos que se les hacen a los niños en las etapas de comunicación prelingüística. Todo eso ha desaparecido entre el esquizofrénico y el psiquiatra, aunque, por supuesto, han desaparecido más cosas.

domingo, 21 de noviembre de 2021

Lenguaje y realidad (1)

   Forman parte de las entrañables criaturas a las que ha dado lugar la filosofía del lenguaje anglosajona el feliz John y sus amiguitos, que durante un siglo no han tenido mayor preocupación que chismorrear unos sobre otros e intentar averiguar el color de la nieve. Sin embargo, estos filósofos del lenguaje también han engendrado criaturas menos enternecedoras, como Donald y sus respectivos, convencidos de que si usan mucho “I won by a lot”, eso acabará significando que le corresponde la presidencia de los EEUU. Donald no podría haber salido de las páginas de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein porque allí, el eslogan vigesimico de “el significado es el uso”, casi no aparece. Más bien en ellas se reitera que “en muchos casos [no en todos], el significado es el uso”. Wittgenstein sabía que identificar el significado con el uso conduciría a los mismos problemas que los intentos por basar en él la evolución. Del mismo modo que Lamarck no podía explicar las especies, Wittgenstein no podría explicar que dos hablantes usasen del mismo modo una palabra o una expresión. Recurrió entonces a los juegos del lenguaje y los conceptualizó como “formas de vida”. En efecto, al igual que las diferentes formas de vida, los juegos del lenguaje tienen que someterse a una selección natural y sexual para conseguir descendientes (hablantes) y únicamente sobreviven los mejor adaptados a la realidad en la que dichos hablantes viven. Pero, claro, seguir por este camino y explicar la configuración de esa realidad en la que viven, conduce a la irrelevancia del uso para el significado. Las “formas de vida”, como los “juegos del lenguaje”, se quedaron entonces en el puro nivel de las metáforas. Todos y cada uno de los problemas que Wittgenstein enfrenta reflejan esta tensión entre un tentador lamarckismo lingüístico, a la postre infructuoso, y un darwinismo, que destruye todo encanto antropocentrista y hacia el que el austriaco no quiere verse arrastrado. Ansiosos de propiciar una biosemántica que permitiese ver en la naturaleza los signos puestos por Dios, los filósofos anglosajones recurrieron a la convención para cercenar las tensiones ínsitas en las propuestas wittgenstenianas. Desde luego, si decimos que “el significado es el uso” y que “el uso depende de la convención”, tendremos que concluir que “el significado depende de la convención” y los últimos cien años de filosofía del lenguaje no habrán servido para nada porque esa propuesta ya existía mucho antes de Wittgenstein. Por si fuera poco, nos encontraríamos en la difícil tesitura de justificar que la convención explica perfectamente algo que no parece tener mucho que ver con ella, como que “la nieve es blanca” y, sin embargo, no sirve para explicar por qué algo que sí depende de una convención, como quién ha de ocupar la Casa Blanca, se puede decidir sin que haya acuerdo. Todavía peor, seguimos sin tener una respuesta a la pregunta que hizo abandonar la teoría del convencionalismo lingüístico mucho antes de igualar el significado al uso: ¿cómo se establece dicha convención? ¿lingüísticamente? Para evitar el retroceso al infinito algunos filósofos del lenguaje contemporáneos echan mano de vaporosas nubes de creencias compartidas, sin que nunca quede claro cómo se llegan a compartir semejantes creencias. Un intento verdaderamente desternillante lo podemos encontrar fuera del ámbito anglosajón en "el” filósofo de finales del siglo XX, Jürgen Habermas.

   Habermas, pese a atribuirse haber creado un nuevo procedimiento de fundamentación, el proceder crítico, no debe tener mucha fe en él, pues cuando tiene que fundamentar el lenguaje lo hace en una certidumbre última, el presupuesto (“trascendental” nada menos) de que quienes intervienen en un diálogo, en todo momento, esperan que el otro les diga la verdad. A continuación, sin demasiado sonrojo, atribuye al discurso psicoanalítico un determinante papel “emancipador”. Si abrimos al azar un volumen cualquiera de las obras completas de Freud y leemos las dos páginas que quedan ante nuestros ojos, insisto, da igual el volumen y las páginas en cuestión, concluiremos rápidamente que el discurso psicoanalítico parte del presupuesto trascendental de que sólo decimos la verdad por equivocación. En el diálogo entre el psicoanalista y el paciente, el primero supone en todo momento que el discurso del segundo tiene un carácter falaz incluso cuando cree enunciar la pura verdad. Y, precisamente, tal suposición fundamenta el diálogo. Por aquí ya tenemos una primera conclusión que no aparece en ninguna propuesta de la filosofía del lenguaje contemporánea, a saber, que si existe un presupuesto lingüístico en la comunicación humana, no consiste ni en compartir unas creencias, ni en presuponer la veracidad, ni en presuponer la mendacidad. El presupuesto básico de la comunicación humana lo constituye la confianza, la confianza en el carácter predecible del comportamiento del otro. A veces predecimos que nos va a decir la verdad, a veces predecimos que nos va a mentir sistemáticamente, a veces predecimos que comparte un conjunto de creencias con nosotros y a veces predecimos que no podemos tener creencias comunes. De cualquiera de estas predicciones se derivan expectativas que hacen posible la inteligibilidad de su discurso. De aquí se derivan dos importantes cuestiones. En primer lugar, que no hace falta compartir nada con el otro antes de iniciar el intento de comunicación con él. Podemos comunicarnos, y esto lo sabemos todos, con alguien que no comparte nada con nosotros, ni siquiera el idioma. De hecho, no dudamos en hablarle a nuestro perro, a nuestro canario y hasta a nuestro gato, en cuanto encontramos en su comportamiento cualquier cosa que entendemos como una cierta regularidad. Y ahora ya nos hallamos en disposición de analizar algo que, desde el punto de vista de la filosofía del lenguaje contemporánea, resulta imposible siquiera intentar, el diálogo entre psiquiatras y esquizofrénicos. 

domingo, 14 de noviembre de 2021

Un mundo no tan aparte.

   Aunque separada por unos 406 kilómetros de África, Madagascar tiene más relación con Asia que con el continente vecino. Desde el punto de vista de la geología la conforman tres bloques, dos de los cuales proceden de África y un tercero del subcontinente indio. Otro tanto ocurre con su población. Al parecer la isla permaneció deshabitada hasta la llegada de navegantes malayos, como muy pronto, en el siglo I de nuestra era. Se encontraron con una isla selvática, con un clima muy parecido a aquel del que procedían en su interior y allí se asentaron primordialmente. La costa, en cambio, quedó para grupos de origen africano que fueron llegando en diferentes oleadas. Las mezclas entre ambos conformaron las actuales etnias que la habitan y que, en realidad, como digo, tienen un origen más bien común. Los comerciantes persas y árabes que abrieron rutas con la costa oriental africana, entraron también en contacto con los habitantes de la isla, quienes les vendieron esclavos y, a cambio, recibieron con gusto su religión, sobre todo en el norte. Aunque los portugueses establecieron colonias, no se puede hablar de una verdadera colonización del territorio hasta finales del siglo XIX cuando los franceses lo reclamaron en su integridad como propio y destronaron a la soberana reinante. Por entonces, el creciente comercio de esclavos había desatado todo tipo de guerras clánicas por dominarlo, que venían a sumarse a las luchas entre las poblaciones de la costa y de su interior, víctimas de las incursiones en busca de mercancía. Francia se tuvo que enfrentar, por tanto, a una población aguerrida, difícil de pacificar y a la que masacró en varias ocasiones. Por si fuera poco, los franceses no dudaron en enrolar a los malgaches para sus guerras europeas, entrenando y proporcionando experiencia de combate moderno a lo que después serían líderes independentistas. En 1947, la rebelión malgache costó la vida a unas 80.000 personas y otorgó al ejército francés la ocasión de experimentar por primera vez todo tipo de torturas, asesinatos selectivos y guerra psicológica que después utilizó ampliamente en la guerra de Argelia. Pero una y otra campaña terminaron de la única manera que podían terminar y Madagascar alcanzó la independencia en 1960. Desde muy poco después, se convirtió en el paraíso de los turistas en busca de naturaleza y exotismo.

   Calificada por muchos como “un mundo aparte”, Madagascar goza de una fauna y flora únicas en el mundo. Mucha de ella conecta directamente con Asia, como los animales domésticos, importados de allí. Pero también abundan gigantescos baobabs y, por supuesto, lémures de todos los tipos, colores y pelajes. Los habitantes de la isla los consideran espíritus del bosque, así que nunca los han cazado ni para alimentarse ni por diversión y el turista ocasional se sorprende de cómo estos curiosos animalitos se acercan confiadamente a ellos para inspeccionarlos. Pero, claro, tener un “espíritu del bosque” de 140 Kg no debía encajar muy bien con la mentalidad de nadie, así que extinguieron a los lémures gigantes antes de la llegada de los portugueses y otro tanto ocurrió con el pájaro elefante que pesaba hasta 500 Kg. No todas las especies poseen el mismo encanto. El aye-aye (Daubentonia madagascariensis), una especie de lémur nocturno, tiene un aspecto y costumbres mucho más siniestras. Con un largo tercer dedo en sus manos, agujerean la corteza de los árboles en busca de larvas de las que se alimentan. Su apariencia y voracidad los han hecho protagonizar todo tipo de supersticiones locales. Hoy día son mucho más difíciles de ver que sus dóciles parientes, entre otras cosas porque la destrucción sistemática de la selva los ha reducido ya a parajes inaccesibles de la isla. Antaño, como dijimos, una impenetrable selva, la agricultura, la ganadería y el comercio de la madera, han transformado dramáticamente el paisaje de la isla, hasta el punto de comerse el 90% de los árboles. Por si fuera poco, las campañas de repoblación no han dudado en plantar pinos, eucaliptos y especies caducifolias allí donde antes había bosque tropical. Como toda isla, su clima está sujeto a las corrientes de aire, en este caso, procedentes del Índico que, interactúan con la orografía, generando un complejo panorama de zonas templadas, tropicales y áridas. Escasa en toda la isla, en el sur el agua ha comenzado a convertirse en un bien difícil de hallar. Sólo la mitad de la población tiene acceso habitual al agua potable y, como consecuencia, hasta 4000 niños mueren cada año por enfermedades gastrointestinales erradicadas de otras partes del mundo. Aunque el gobierno lanzó un ambicioso plan para que toda la población pudiera tener agua potable a su alcance, la situación política no ha ayudado mucho a implementar dicho plan. 

   En 2001, el acaudalado empresario y alcalde de la capital, Marc Ravalomanana compitió en las elecciones presidenciales contra el ocupante del cargo, Didier Ratsiraka. El recuento oficial de la primera vuelta de las elecciones daba una situación casi de empate entre ambos y propiciaba una segunda vuelta. Ravalomanana, sin embargo, denunció un fraude generalizado, se autoproclamó vencedor y, aupado en un poderoso movimiento popular, ocupó el palacio presidencial, mientras que su oponente constituía un gobierno paralelo en la segunda ciudad más poblada de la isla. Al borde de una guerra civil, finalmente, el ejército dio su apoyo a Ravalomanana, que acabó reconocido por la comunidad internacional. Pero el daño ya estaba hecho. En 2009, su sucesor en la alcaldía de la capital, Andry Rajoelina, lanzó una campaña de protesta contra la deriva autoritaria de Ravalomanana que acabó con un sangriento golpe de estado y con Rajoelina nombrado presidente por la junta militar. Ravalomanana no ha dejado de presentarse a las elecciones desde entonces, quedando en ellas sistemáticamente detrás de los candidatos de Rajoelina o de éste mismo, como ocurrió en 2019. Aunque las elecciones han sido avaladas por la comunidad internacional, los rumores de golpes y contagolpes se suceden y el clima político permanece críticamente polarizado. Frente al “socialismo” de Ratsiraka, Ravalomanana dirigió al país como si fuese una empresa, concitando el aplauso de los bancos de todo el mundo y las críticas de los activistas políticos. Rajoelina tampoco se ha quedado corto. Apenas surgió la crisis del coronavirus, promovió un remedio hecho con hierbas de la isla cuya ingesta se convirtió en obligatoria en las escuelas. Importado por varios países africanos como un remedio mucho más barato que las vacunas occidentales, prácticamente no hay instancia científica dentro y fuera de Madagascar que no haya criticado la medida. Eso sí, los periodistas que se han atrevido a publicar estas críticas han acabado encarcelados por difundir fake news. Lavada su imagen del golpe de estado de 2009 tras las elecciones de 2019, Rajoelina se ha presentado en la cumbre de Glasgow como abanderado de la lucha climática, reclamando inversiones y ayudas para su país con objeto de mantener la biodiversidad. Ha causado sensación en una prensa deseosa de titulares y que ha calificado la situación en Madagascar como la “primera hambruna causada por el cambio climático”. Desde luego hay un millón de personas al borde de la muerte por hambre en Madagascar. Desde luego se hallan en esa situación por culpa del cambio climático. Desde luego, es un ejemplo del que tenemos que aprender todos. Y, desde luego, tenemos que ayudarles a salir de esta situación. Pero el cambio climático que ha conducido al estado actual en el sur de la isla no tiene nada que ver con el cambio climático que está haciendo subir la temperatura del globo, es un cambio climático provocado por la propia población malgache y sus gobiernos, embarcados en la tala sistemática del bosque desde hace siglos. Sí Madagascar es un ejemplo, pero no un ejemplo de lo que tendremos que afrontar todos si no frenamos la emisiones. Es un ejemplo de a qué nos veremos abocados si seguimos propalando la falacia de que crecimiento económico y preservación del medio ambiente pueden compatibilizarse.

domingo, 7 de noviembre de 2021

Notas a pie de página en la historia de Prusia (2 de 2).

   Resulta fácil imaginar la escena en la que el Teniente General von Trotha escuchó con displicencia el informe de situación que le hizo el gobernador del “África del Sudoeste alemana” Theodor Gotthilf Leutwein. Tras echar una ojeada a los pormenores de la estrategia que Leutwein había trazado le comunicó que él, von Trotha, no estaba bajo sus órdenes, las de Leutwein, sino bajo las órdenes directas del Kaiser, por lo que, a partir de aquel momento, asumía el mando de las operaciones. Olvidando por completo lo que Leutwein le había explicado, trazó su propio plan de acción y asumió que, del mismo modo que Feredico II se las había apañado para expulsar a franceses, rusos y austriacos de las sagradas tierras prusianas, él, von Trotha, tenía por misión expulsar a hereros y namaqua de sus propias tierras. Aquella había dejado de ser una guerra colonial para convertirse en, palabras literales de von Trotha, “una guerra entre razas”. 

   El 11 de agosto de 1904, 1500 soldados alemanes armados con los rifles más modernos, cañones y ametralladoras, se enfrentaron a más de 3000 guerreros herero en Waterberg, el último punto con pozos y manantiales antes del desierto del Kalahari. Tras una feroz batalla, los guerreros hereros y sus familias se vieron obligados a internarse en el desierto, camino de la actual Botsuana, donde los británicos los acogieron a cambio de no intentar ninguna sublevación. Pero las miles de víctimas herero que sucumbieron en aquella retirada apenas si supusieron el inicio de un genocidio tan sistemático y minucioso como sólo la mentalidad prusiana podía engendrar. Von Trotha ordenó disparar contra cualquier hombre, mujer o niño herero que sus tropas encontrasen en el camino y envenenar todos los pozos de agua que pudieran localizarse en el desierto. Las cosechas se quemaron y el ganado que no pudo entregarse a los colonos fue sacrificado y abandonado en el terreno. En Shark Island se construyó el primer campo de exterminio de la historia de la humanidad. En menos de cuatro años, sin cámaras de gas, sin el amparo de una administración eficaz y contando únicamente con su talento de matarife, von Trotha se las apañó para asesinar allí a más de 3000 personas. 

   Temiendo que las atrocidades de von Trotha dejaran sin mano de obra a los colonos, Leutwein, escribió al gobierno de Berlín denunciando su actuación. Pero el gobierno, que, como dijimos, carecía de cualquier autoridad sobre los militares, se limitó a tomar nota de los informaciones de Leutwein. Aún más, cuando los británicos les tiraron a la cara un pormenorizado informe de la carnicería que estaban llevando a cabo, el gobierno de toda Alemania, para esconder su incapacidad de tomar decisiones de calado militar, respondió lacónicamente que las poblaciones originarias del “África del Sudoeste alemana”, no podían encontrar amparo en ninguna convención sobre derechos humanos porque no eran humanos, eran “subhumanos”. Leutwein tomó entonces la decisión de dirigirse al Kaiser en persona y apeló al daño que para su imagen, la de Guillermo II, supondría la confirmación pública del informe que habían elaborado los británicos. Este argumento pesó seriamente en el monarca, que ordenó detener el exterminio de los herero y los namaqua cuando ya había sucumbido el 70% y el 50% respectivamente de sus poblaciones.

   Von Trotha regresó de inmediato a Alemania sin que ningún cargo se presentara contra él. Moriría de tifus en 1920. Leutwein, bajo mandato civil, sí tuvo que responder ante una comisión investigadora, que no lo encontró responsable de nada que mereciese la pena mencionarse. En los años treinta, con la llegada del nazismo, numerosas calles y edificios llevaron su nombre. Tras décadas de olvido, en 2006, el canciller Gerhard Schröder reconoció públicamente el genocidio llevado a cabo por los alemanes en Namibia y en mayo de este año 2021, el gobierno alemán alcanzó un acuerdo con el de Namibia y representantes de las tribus herero y namaqua que suponía el pago de más de mil millones de euros en compensación por aquellas atrocidades. Como parte de los actos de reparación, descendientes de von Trotha acudieron a poblados herero para pedir perdón y mostrar pública vergüenza por las atrocidades cometidas por su antepasado. Tras la Primera Guerra Mundial, Alemania perdió sus colonias y Namibia pasó a ser un “protectorado” sudafricano. Sudáfrica, desde luego, no la protegió demasiado. Se limitó a perfeccionar el régimen que Leutwein había pensado para aquellas tierras, hasta que unidades cubanas y aviones rusos les demostraron que el apartheid y el consiguiente aislamiento internacional sólo podía conducirles a desastres militares de incalculables consecuencias. Namibia alcanzó entonces la independencia. De un modo muy parecido, la debacle de la Primera Guerra Mundial convenció a Guillermo II de que su papel en la historia no consistía en conducir al pueblo prusiano a nuevas cotas de grandeza, sino, más bien, disfrutar de los bucólicos paisajes de la campiña holandesa hasta su defunción en 1941.

   Las espantosas muertes de aquellos miles de hombres, mujeres y niños podrían haber servido para algo si la opinión pública alemana e internacional hubiese tomado nota de ellas. No hubiese habido entonces ni “sorprendidos” ciudadanos alemanes que “no se enteraron” del holocausto, ni judíos que obedecieran órdenes sin atreverse a pensar lo que les esperaba tras ellas, ni mamarrachos que siguen negando hoy día lo que ocurrió en los campos de concentración. Pero, claro, se trataba de africanos y, por desgracia, las condiciones de vida y de muerte de los africanos, como mucho, quedan anotadas a pie de página en las historias oficiales del Occidente en el que campea el Espíritu Absoluto. Deberíamos escudriñarlas mucho más minuciosamente, no por altruismo, sino por egoísmo, porque ningún hombre es una isla, porque, más pronto que tarde, las medidas draconianas adoptadas contra poblaciones remotas por los gobiernos del mundo acaban convirtiéndose en las medidas que se adoptan contra todos nosotros. Ya saben, primero se llevaron a los herero, pero como yo no era un herero, no hice nada por impedirlo...


domingo, 31 de octubre de 2021

Notas a pie de página en la historia de Prusia (1 de 2).

   En 1807, Napoleón parecía camino de conquistar Europa entera, así que Hegel intentó congraciarse con él colocándolo en la cúspide de su Fenomenología del Espíritu. Al final el territorio que Napoleón tuvo bajo su mando no daba para un puesto que a Hegel pudiera interesarle. El suabo aprendió la lección y reestructuró todo su sistema para que en su pináculo no apareciera un rey concreto sino el Estado prusiano en su conjunto. Hacia él se habría orientado la historia de la humanidad pues era la epifanía última de la racionalidad ínsita en el Espíritu Absoluto. Esta vez la maniobra le salió mejor y su descarada adulación del poder establecido le abrió las puertas de la Universidad de Berlín. Pero el Estado prusiano era cualquier cosa menos expresión de la racionalidad. Desde los tiempos de Federico II, "el Grande", existía una unión cuasi mística entre el ejército y la corona, hasta el punto de que las sucesivas constituciones no hacían mención alguna de las fuerzas armadas más que para ponerlas bajo el mandato del rey. Dicho de otro modo, hasta la llegada de la república, el control civil sobre el ejército se limitaba a las cuestiones administrativas. A todos los efectos, funcionaba como una especie de Estado dentro del Estado. Lo envolvía un aura de respeto y admiración, que, precisamente por ello, le permitía escapar a cualquier control, hasta el punto de que un ladronzuelo de poca monta podía atracar impunemente nada menos que un Ayuntamiento por el simple procedimiento de enfundarse el uniforme de capitán del ejército. Aún mejor, dado que Alemania se construyó por la conquista y anexión prusiana de diferentes Estados hasta entonces independientes (una historia que resultaría muy instructiva para quienes adoctrinan acerca de las “invasiones” llevadas a cabo por España dentro de la península ibérica), a la altura de comienzos del siglo XX, el ejército "alemán", era, en realidad, el ejército prusiano, a las órdenes no del Emperador de Alemania, sino de la cabeza visible de una de las casas reales de dicho país, la de Prusia. En concreto estos tres cargos, el de mando supremo del ejército “alemán”, el de rey de Prusia y el de emperador de toda Alemania, coincidieron durante el cambio de siglo en la persona de Guillermo II. En Guillermo II y en el ejército bajo su mando era fácil detectar la esquizofrenia que envolvió al Estado prusiano desde su mismo nacimiento. Personalidad pública en el sentido moderno de la palabra, fue de los primeros en entender que su trabajo como monarca consistía en el cuidado y mantenimiento de una imagen. Pero la modernidad de Guillermo II terminaba ahí. No consideraba su relevancia pública fruto de los azares históricos sino de la voluntad divina. Él, su estirpe y el pueblo elegido que encabezaba, tenían una misión que cumplir en la historia, una misión que trascendía con mucho los designios humanos y que Hegel había presagiado con admirable genialidad. Semejantes puntos de vista los reiteraba con deleite en cada ocasión en la se mostraba en público, dando improvisadas charlas que, rápidamente, lo convertían en el hazmerreír de una prensa en pugna constante con la tradicional censura prusiana.

   En el  Tratado de Heligoland-Zanzíbar, firmado en 1890,  Gran Bretaña le ofreció a Alemania un bocado de nada al que se llamó "África del Sudoeste alemana" y que hoy conocemos como Namibia. Los prusianos debieron frotarse los ojos ante aquel inmenso territorio desértico. Con toda seguridad vieron en él algo que ni británicos ni franceses ni belgas habían visto. La Prusia oriental se había construido colonizando tierras en las que nadie había querido vivir hasta entonces y muchos territorios occidentales se ganaron a las marismas y a pantanos insalubres. La lucha contra una naturaleza hostil formaba parte de los mitos fundacionales prusianos, de modo que Namibia apareció ante sus ojos como la oportunidad de revivirlos, de reactualizarlos. Incluso había pobladores en ellos a los que no costaría demasiado conducir hasta batallas a vida o muerte como las que jalonaron la existencia de Prusia en Europa. Se los podría someter y asimilar, como a las poblaciones que quedaron bajo su control tras los sucesivos repartos de Polonia. Incluso, un día, podría emancipárselos, como se hizo con los judíos en 1812. Pero, de entrada, había que controlar férreamente el territorio. Desde el primer día lo intentaron con fruición. Desposeyeron a las diferentes tribus que habitaban la región de sus tierras, las repartieron sin pudor entre los colonos que iban llegando y les regalaron como mano de obra esclava a quienes llevaban siglos viviendo en ellas. La división del territorio en provincias que Theodor Gotthilf Leutwein llevó a cabo tras su nombramiento como gobernador en 1894, reflejaba precisamente ese intento por revivir la construcción de Prusia y su característico “federalismo”. Leutwein desarrolló lo que él mismo llamó “su sistema”, una mezcla de colonialismo sin remilgos, sometimiento militar de las poblaciones autóctonas e imposición de “acuerdos” que las arrojaban a las fauces de una burocracia impasible, capaz de aplastar cualquier resistencia en toneladas de mortal aburrimiento. A cambio, reconoció la necesidad que toda obra colonial tenía de mano de obra barata y abundante, así que mostró buenas formas con quienes quisieron integrarse en las estructuras coloniales y servir a sus intereses. Los colonos, que, dentro de la más estricta mentalidad prusiana, llegaron a calibrar que siete aborígenes equivalían a un blanco, siempre vieron con recelo las políticas de Leutwein y no dudaron en tacharlo de “amigo de los negros”. 

   En 1903 los namaqua se sublevaron contra el poder colonial y en 1904 se les unieron los hereros. Mataron a un centenar largo de colonos y se hicieron con sus primeras armas de fuego. Leutwein respondió arrasando a cañonazos poblados en los que no había guerreros, apiolando jefes que mostraban posturas moderadas ante los sublevados y ofreciendo un acuerdo para el fin de la violencia. Nada pareció funcionar muy bien, así que escribió a Berlín pidiendo refuerzos y un militar experto. El 3 de mayo de 1904 se nombró para el cargo al Teniente General Adrian Dietrich Lothar von Trotha. El “África del Sudoeste alemana” se aprestaba a entrar en la historia de la peor de las maneras.


domingo, 24 de octubre de 2021

Carmen ya no mola.

   ¿Se imaginan una persona que, antes de responder a la pregunta de si una pastilla le había quitado el dolor de cabeza o no, pidiese conocer el fabricante de la misma? ¿Se imaginan un comensal que, para decidir si la comida le había gustado, exigiera primero saber el nombre del cocinero? ¿Se imaginan un catador profesional que, antes de emitir su veredicto sobre un caldo, exigiese ver la etiqueta y el precio de la botella? Pues bien, toda una corriente filosófica del siglo pasado, para juzgar una obra, exigía conocer al autor y la tradición en la que se hallaba inserto. Como esos “expertos” en vino que se decantan por el más barato del supermercado en cuanto tienen que decidir a ciegas, los filósofos necesitaban conocer al autor, sus intenciones y su “espíritu”, antes de poder asegurar que entendían lo expresado en sus textos. Al parecer, a todos los autores de la historia los adornaba tal grado de ineptitud como para no haber dejado claro lo que querían decir en sus escritos. Cuando no había alfabetos, cuando la tradición oral garantizaba que no se perdieran los relatos, sí, entonces resultaba imprescindible que el autor o el re-creador de los mismos acompañase a su audiencia, para narrar lo acontecido y su relación con ello. Pero no leemos con el autor de los textos a nuestro lado, no necesitamos que nos guíe, ni que nos pase las páginas, ni que nos ilumine. Ese esfuerzo lo tenemos que llevar a cabo nosotros mismos. Desde luego, no nos encontramos en completa soledad. Hay muchos otros textos que pueden acudir en nuestra ayuda, que se refieren al libro que leemos, a los que éste se refiere, a los que combate o a los que ayuda. Alguien que de verdad lee, debe poder juzgar, por ejemplo, acerca del carácter liberador para la mujer o no de un texto sin necesidad de saber si su autor hace uso de urinarios verticales. Pero, claro, hemos cometido un error, porque, en realidad, no se trata de leer. 

   La “obra”, la “tradición”, el “autor” y el resto de zarandajas hermenéuticas trataban de ocultar mediante hábiles eslóganes el referente último de sus expresiones: la autoridad. La autoridad, dice la hermenéutica, debe conceder siempre su aquiescencia a la cuestión de si hemos alcanzado la comprensión debida. Naturalmente no la autoridad de la iglesia, algo oscuro, reaccionario y obsoleto. La autoridad del mercado, algo mucho más ilustre, “progresista” y actual. Sin autor no hay mérito literario, filosófico ni científico. Ni una sola publicación “científica” admitiría a trámite un texto firmado bajo pseudónimo por muy replicables que resultasen los experimentos que en él quedaran descritos. Y, de un modo semejante, la calidad literaria de cualquier manuscrito que llegue a una editorial se juzga consultando la cifra exacta de beneficios que hasta ese momento ha proporcionado quien lo envía. “Autor” implica, por supuesto, tradición, tradición de hacer campañas promocionales, estrategias tradicionales de marketing, en definitiva, el tradicional dinero. Por tanto, “derechos de autor” designa la seguridad de que alguien no relacionado con el acto creativo, tendrá derecho a quedarse con los beneficios que éste genere. He aquí la gran contribución de las editoriales a la creatividad: crear valor, crear… un autor. 

   En 2017, la prestigiosa editorial Alfaguara contrató a tres guionistas profesionales para que le escribieran un best seller. Dado que en España las mujeres leen más (novelas) que los hombres (que solo leemos el Marca), el departamento de marketing les fabricó un nombre femenino con un apellido que atraería tanto a nostálgicas del anterior régimen como a todas las cool de nuestro progresismo: Carmen Mola. La operación fue un éxito y Carmen Mola se convirtió en una gran “autora”, quiero decir, generó mucho dinero. Tanto que llamó la atención de la mayor recicladora de buena literatura en sucios billetes de este país, la editorial Planeta. Planeta otorga el premio más podrido de la literatura universal, quiero decir, adorna con un collar de perro, en forma de cheque por un millón de euros, a los nombres más notables de las letras hispánicas, para que vayan por ahí ladrando las grandezas del mercado y, de modo instintivo, casi sin darse cuenta, tapen con abundante tierra las heces que él va dejando. Hay quien dice que los intelectuales no juegan ya el papel que les corresponde en la sociedad civil. ¿Cómo van a hacerlo si escritores, periodistas, filósofos y demás ilustres nombres que han engrandecido nuestras letras se han acostumbrado a nadar como peces en el océano del nepotismo y las corruptelas? Consulten los ganadores del premio Planeta de los últimos 30 años y entenderán muchos de los gritos y, sobre todo, de los silencios de nuestra intelectualidad. Pero la libertad del mercado prohíbe decir precisamente esto. Si observan Uds. las reacciones que el caso "Carmen Mola" ha generado, podrán observar fácilmente lo que todo el mundo se esfuerza por no escribir sobre el asunto. 

   Se puede afirmar que los hombres deben reservarse el disfrute del gore y que ninguna señorita de bien puede tenerlo entre sus preferencias, como ha hecho Núria Escur en las páginas de La Vanguardia. Se puede denunciar que todo esto forma parte de una conspiración (¿internacional?) para arruinar el #MeToo y que a las mujeres no se les permite publicar en España, como ha publicado en las páginas del Washington Post la subdirectora general de elDiario.es, María Ramírez (¿o se trata también de un seudónimo?). Incluso se puede insinuar por twitter, como han hecho las dueñas de una librería feminista, que la liberación de las mujeres pasa por adoptar respecto de sus gustos una actitud paternalista, que saque de las estanterías los libros “inadecuados” que ellas soliciten. Todo, absolutamente todo, vale para ocultar las vergüenzas de un rey obscenamente desnudo, porque el caso "Carmen Mola" no hace otra cosa que demostrar, una vez más, que la “industria cultural” tiene de industria el saciar nuestro intelecto con alimentos precocinados, pero que de “cultural” sólo tiene la cultura del dinero rápido, fácil y, preferentemente, no declarado a Hacienda.

domingo, 17 de octubre de 2021

Bajo el volcán.

   El 7 de octubre de 2017 el suelo comenzó a temblar bajo la isla de La Palma. No se trataba exactamente de un terremoto, sino de lo que se conoce como “enjambres sísmicos”, conjuntos de terremotos muy localizados en el espacio y el tiempo. Esta serie de eventos se prolongó hasta junio de 2021. La mayoría de estos fenómenos se resuelven sin que el magma acabe aflorando a la superficie, pero entre junio y septiembre de 2021, la sucesión de enjambres sísmicos fue en aumento. El 13 de septiembre se notificaron 1500 eventos de este tipo, lo cual llevó a subir el nivel de alerta y poner en marcha el Plan Especial de Protección Civil. En la mañana del domingo 19 de septiembre los terremotos tenían una profundidad de sólo 2 kilómetros, la isla se había deformado y podía apreciarse una elevación de hasta 15 centímetros en una zona conocida como Cumbre Vieja. Aunque no se aumentó el nivel de alerta, comenzó la evacuación de quienes vivían más cerca. A las 15,13 del 19 de septiembre se inició la erupción. Hasta el momento lleva arrasadas más de 700 hectáreas, ha hecho desaparecer un millar y medio de edificaciones, más de 7000 personas han sido evacuadas, la superficie de la isla ha aumentado en 383 hectáreas y nadie piensa que esto vaya a parar en las próximas semanas. Por fortuna, la rápida puesta en marcha de los planes de contingencia y la lentitud de avance de la lava han hecho que no haya que lamentar víctimas. Las condiciones, sin embargo, son muy duras para quienes vivían o trabajaban en el área afectada. Tras el desalojo, a muchas familias se les permitió volver durante quince minutos a sus casas para recoger lo que pudieran. La Guardia Civil, bomberos, miembros de la Unidad Militar de Emergencia y Protección Civil, les ayudaron a amontonar lo imprescindible. En primer lugar y ante todo las escrituras de las casas y terrenos. Nada de eso impidió escenas de tensión y forcejeos. Muchas personas se han visto de un día para otro en mitad de la nada, sin casas, casi sin ropa, sin alimentos y sin fuentes de ingresos. Dejaron unos hogares a los que no volverán por colchonetas en el suelo de un polideportivo u otras instalaciones que se han habilitado para acogerlos. Mientras tanto, la isla entera se ve sacudida por terremotos de mayor o menor intensidad. El aire se vuelve en ocasiones difícilmente respirable. El aeropuerto de la isla se ha tenido que cerrar ocasionalmente, lo cual ha dificultado la llegada de ayuda, personal y materiales para la emergencia desatada. 

   La tragedia, como siempre, coloca a cada cual en su lugar. Hay científicos que se juegan la vida recolectando datos que sirvan para predecir el comportamiento del volcán y los hay que obtienen sus cinco minutos de gloria aterrorizando a las poblaciones de EEUU o Brasil con tsunamis imposibles. Hay quien se ha quedado sin nada y le ha faltado tiempo para apuntarse como voluntario intentando ayudar a otros que se han quedado sin nada y hay quien emplea su abundante tiempo libre vomitando vitriolo en Internet contra una Cruz Roja, que fue la primera en llegar y será la última en marcharse, por ayudar a la “invasión de los inmigrantes ilegales”. Hay quien embotella las carreteras huyendo de las fauces del infierno y hay quien las colapsa buscando un selfi con ellas al fondo. En medio de todo, las autoridades han suplicado que se deje de enviar ropa, enseres y comida porque los 750 voluntarios encargados de gestionarlos no dan ya a basto con lo que se ha enviado. La cuenta abierta para las donaciones sumó más de cinco millones de euros en quince días, pero nadie sabe cuánto dinero se necesitará al final. Los 400 millones prometidos por la Unión Europea y los 200 del gobierno central puede que no basten para casas, fincas y cultivos con los que sólo podrá comenzarse a soñar cuando la lava se enfríe. Al menos la mitad de ellos dependerán exclusivamente de esta ayuda porque sus bienes o no estaban asegurados en el momento de la erupción o no se verán cubiertos porque las aseguradoras acudirán al concepto de “riesgo extraordinario” que les exime de pagar las pérdidas teóricamente recogidas en las pólizas.

   No vivimos una tragedia anunciada desde 2017. La isla de El Hierro vivió una erupción volcánica submarina  hace una década. La propia isla de La Palma sufrió erupciones volcánicas en 1971 y 1949. La de 1971 causó dos muertos y dos heridos por inhalación de gases tóxicos, la lava cubrió más de dos millones de metros cuadrados, aunque no afectó a zonas pobladas. La de 1949, por su parte, no causó víctimas, pero sí la pérdida de viviendas y zonas de cultivo. La peor erupción de las Islas Canarias data, sin embargo, de 1706 y se produjo en Trevejos, Tenerife. Duró cuarenta días, no produjo víctimas, pero arrasó tres municipios y cegó el puerto de Garachico, convirtiendo lo que hasta ese momento era cabeza del comercio internacional de la isla en un puerto de pescadores. Pocos viven en las Islas Canarias engañados. De un modo u otro, todos guardan en su memoria, en muchos casos en su memoria familiar, el relato de una erupción, de un terremoto, de una lluvia de cenizas que se llevó por delante casas y/o cultivos familiares. El paisaje ahora arrasado en La Palma lo componían viviendas y explotaciones, medio agrícolas medio ganaderas, lo suficientemente dispersas para que nadie se sintiera agobiado y lo suficientemente cercanas para que nadie se sintiera solo. Sin una ordenación clara, pero sin caos, hasta permitía la integración de turistas, componiendo un paisaje agradable en el que resultaba extremadamente fácil encontrar un lugar para vivir placenteramente. Uno más, al cabo, de los lugares en los que los seres humanos nos acostumbramos a vivir, bajo volcanes, sobre fallas, en islas azotadas por huracanes y en tierras inundables en cuanto lo quiera un río. Garantizan que nuestra felicidad no durará eternamente, que la tragedia acecha, que, más tarde o más temprano, tendremos motivos para sufrir y para quejarnos por nuestros sufrimientos, el ideal en definitiva, que buscan todos los seres humanos. Nos embebemos entonces en nuestro mundo cultural, azorados por los quehaceres múltiples de una vida mucho más abstracta, mucho menos tangible de lo que cotidianamente creemos y dejamos siempre para otro día pensar que la naturaleza, por suerte o por desgracia, sigue encerrando fuerzas contra las que nada podemos.

domingo, 10 de octubre de 2021

Little Britain

   Originalmente, Little Britain fue un programa de radio escrito por Matt Lucas, David Walliams y Andy Riley, aunque Riley, autor, entre otros, de El libro de los conejitos suicidas y que procedía del Spitting Image, quedó un poco en la sombra cuando el programa saltó a la televisión y Lucas y Walliams dirigieron y protagonizaron las cuatro temporadas de la serie. Cada capítulo se componía de sketches de humor costumbrista y escatológico, que retrataba a personajes de los que se pueden encontrar en un barrio cualquiera de una ciudad cualquiera del Reino Unido y algunos personajes no menos movidos por bajas pasiones, pero que ocupan altas esferas del poder. Emitido en principio por una cadena de pago, se convirtió, pese a ello, en programa de culto y acabó en la BBC One, no sin sufrir la censura de la primera temporada entera. El humor era, en el mejor de los casos, irreverente y, en la mayoría de ellos, chabacano hasta lo asqueroso. Lo peor es que muchas veces, conteniendo las arcadas, uno no podía evitar reírse. La verborrea nauseabunda de Lucas y la repugnancia que causaba Walliams, ocultaban en realidad dos talentos naturales, hasta el punto de que este último, Walliams, se ha convertido en uno de los más renombrados autores de literatura infantil del momento. Entre ambos, con poco disimulo, escupían a la cara del público el mensaje de que si un día Gran Bretaña fue una potencia imperial, sólo queda ya de ella latones dorados, porque económica y, sobre todo, moralmente, la mayor parte del país se halla hundido en la miseria y exige mirarse a la cara para un cambio radical y profundo. 

   Me acuerdo mucho de los personajes interpretados por Lucas cada vez que veo a Boris Johnson. Tiene un poco de cada uno. Su línea política es como la respuesta que daba la adolescente y madre soltera Vicky Pollard a cualquier pregunta: “Yes, but no, but yes, but no, but yes…” Cada vez que tiene un problema, por nimio que parezca, Johnson actúa como el hipnotizador Kenny Craig: "Look into my eyes, look into my eyes, the eyes, the eyes, don't look around the eyes, don't look around the eyes, look into my eyes, one, two, three... you're under!". En su afán de destacar respecto de todo el mundo recuerda a Daffyd Thomas, el sufrido galés que cuenta sus penalidades por ser el “único” gay de un pueblo plagado de gais. Johnson se presentó, igual que Ting Tong, como la persona ideal, pero poco a poco descubrimos que la novia tailandesa encargada por Dudley Punt es en realidad un transexual de Londres que convierte la casa de Punt en un restaurante y lo echa a la calle. Hasta tal punto Johnson se parece a los personajes de Lucas, que él, un egresado de Oxford, ha acabado protagonizando un sketch en el que trata de comerse un fish and chips sin poner cara de asco y casi lo logra durante ocho segundos. Mientras tanto, su país se acerca más y más a lo reflejado en la serie. El Brexit, la gloriosa salida de la Unión Europea que proporcionaría libertad, grandeza y gloria, ha vaciado los supermercados, obligado a racionar la gasolina y amenaza con sumir las navidades en un caos de desabastecimiento. Se inauguró con una propuesta de asumir no importaba cuántos millones de muertos por la Covid-19 hasta alcanzar la inmunidad de rebaño, algo garantizado por una eminencia epidemiológica dispuesto conseguir sus cinco minutos de gloria aunque con ello condenase a la tumba a familias enteras. El 60% de contagiados bastaría para alcanzarla, afirmaron los expertos (en medrar). En abril Reino Unido sobrepasó el 70% de personas vacunadas o que habían sufrido la enfermedad, a fecha de hoy tiene una tasa diaria de 34 casos por cada 100.000 habitantes (unos 34.000 casos semanales), lo cual lo coloca a la cabeza del mundo, sólo sobrepasado por países como Cuba, Barbados o Mongolia.

   Sorprendidos, los pescadores británicos que votaron en masa por el Brexit, han descubierto que no tienen a quién venderles su pescado. Otro tanto ha ocurrido con viveros, librerías y fábricas. El problema de Irlanda del Norte, esencialmente solucionado porque, de facto, la frontera con Irlanda había desaparecido y hasta los protestantes se habían acostumbrado a ir a jugar al golf en los campos de la república, se ha recrudecido y amenaza con volver a su salvaje forma primitiva. Resulta que los trabajadores europeos que iban a “robarles los puestos de trabajo” a los británicos, en realidad trabajaban allí donde la población británica se negaba a hacerlo, por no hallarse preparada o, con mucha más frecuencia, porque los salarios eran demasiado bajos para sus estándares. Gran Bretaña se ha quedado sin camioneros, sin carniceros y, si aplicaran con rigor lo prometido, sin médicos ni enfermeras. Hospitales existen en los que los únicos británicos son los pacientes. Johnson, ha recurrido al ejército, a 200 soldados que conducirán los 20.000 camiones que se han quedado sin conductores, ha apelado a que los empresarios “paguen más y formen mejor” a los trabajadores y se centra cada día en lo mejor que sabe hacer: chistes sin gracia y bravuconadas de matón de feria. Se lo puede permitir porque no tiene oposición. Entre los laboristas ha cundido la idea de que el que apuñale a todos los demás se quedará con el partido y nadie parece darse cuenta de que lo hará porque en ese momento el partido será él. El sistema bipartidista deja muy lejos del poder a los liberales y, en cualquier caso, los conservadores no tendrían muchos problemas para cooptarlos. Las élites económicas confían en que uno de su casta jamás los traicionará, que en las estanterías de Fortnum & Mason jamás faltará de nada y que la inminente puesta de la máquina de hacer billetes a pleno rendimiento los seguirá dejando a flote cuando de la clase media no quede nada y la masa del país se haya sumido en la miseria. Mientras tanto, el partido tory, se parece cada día más al abnegado Lou Todd, ayudando en todo a un Andy Pipkin que no merece semejantes esfuerzos y al que sólo lo distancia ya de su ídolo, Naranjito Trump, perder unas elecciones.



domingo, 3 de octubre de 2021

Entre colinas.

   Escuché hablar por primera vez a Paul Kagame en 1993, en una emisora de radio alemana. Me sorprendió que en una época en la que la tribu, el clan, la horda y la patria de nuestros antepasados se habían vuelto a convertir en la excusa principal para matar a los vecinos, él definiera su lucha como “política” y no como “étnica”. Se ultimaba por aquel entonces el que acabaría siendo el acuerdo de Arusa entre el gobierno multipartidista de Habyarimana y el Frente Patriótico de Ruanda de Kagame para poner fin a la guerra civil iniciada en 1991. Pero los sectores más radicales del gobierno no estaban para muchos pactos. Desde hacía años, la estación “De las mil colinas” vomitaba odio contra los tutsis, promoviendo el racismo y alentando infatigablemente el genocidio, tanto de los miembros de dicha etnia (a la que pertenece Kagame) como de los hutus (etnia a la que pertenecía Habyarimana) moderados. De modo casi diario, melodiosas voces atravesaban las hondas hertzianas incitando a que los hutus se asegurasen de la muerte de cada niño tutsi del país. El 6 de abril de 1994, dos misiles derribaron el avión presidencial en el que viajaba Habyrimana y su homólogo de Burundi Cyprien Ntaryamira, país con la misma división étnica que Ruanda. El doble magnicidio dio la señal de inicio de la carnicería. No menos de 800.000 tutsis y hutus moderados murieron a manos de los Interahamwe e Impuzamugambi, grupos paramilitares surgidos de las ramas juveniles de los partidos hutus más radicales. Recuerdo haber leído declaraciones de un alcalde hutu diciendo, con toda normalidad, que en su pueblo habían solucionado el problema de las luchas étnicas: mataron a todos los tutsis y arrojaron sus cuerpos a un pozo. Los medios de comunicación internacionales cubrieron los acontecimientos, pero, dado que se trataba de dos países pequeños y pobres, el mundo miró para otro lado… excepto Francia, naturalmente. Envió un cuerpo expedicionario para establecer un área de salvaguardia en la que encontraron refugio los miembros del ejército y la administración hutu dispuestos a marcharse al exilio. Porque Kagame y su FPR, iniciaron una marcha sobre la capital que el ejército, de mayoría hutu, enfrascado en las matanzas, se mostró incapaz de repeler. Tras una orgía de sangre de cien días, Kigali cayó en manos del FPR. Allí encontraron un hotel, el hotel “De las mil colinas”, repleto de ciudadanos tutsis a los que su director, Paul Rusesabagina, su familia y unos pocos empleados, todos ellos hutus, se habían jugado el pescuezo para salvar de la carnicería mientras la empresa dueña de las instalaciones, sita en Bruselas, les denegaba auxilio una y otra vez. Su extraordinario gesto le valió reconocimiento internacional cuando en 2004, una película, Hotel Rwanda, lo dio a conocer al mundo.

   Hay quien cuenta que los hutus eran los habitantes tradicionales de lo que hoy conocemos como Ruanda y Burundi y que los tutsis, un pueblo dedicado a la ganadería y al pastoreo, llegó allí en el siglo XIV. Hay también quien cuenta que todo eso es un mito insuflado durante la colonización belga del país, que los belgas llamaron “tutsis” a los miembros ricos y poderosos de la población existente, a los cuales asimilaron como empleados de la administración colonial y consideraron “hutus” a todos los demás. Al igual que ocurre con cualquier diferencia étnica, religiosa o nacional, lo importante no es su fundamento histórico (siempre ridículo), lo importante es el odio que se logra crear y cuánto tiempo perdura. Para ser sinceros, Kagame nunca ha hecho demasiado por propagarlo. Su primer gobierno lo encabezó un hutu, mientras él, siempre cuidando su imagen de asceta, se quedó con la vicepresidencia. Se permitió el regreso de la población hutu que había huido con el avance del FPR, incluso olvidando ciertos crímenes. Se instauró un periodo de reconciliación y hubo una colaboración activa con el Tribunal Penal Internacional para Ruanda. El país creció económicamente en la siguiente década, la tasa de pobreza decreció, la mortalidad infantil se redujo y Ruanda se colocó en la cola de los indicadores de corrupción. En la actualidad, el parlamento ruandés tiene el mayor porcentaje de mujeres del mundo. Pero detrás de esta cara idílica, hay otra Ruanda.

   La milicia del FPR pasó a integrar el ejército ruandés, uno de los mejor adiestrados y con más experiencia en combate de la zona. Kagame no dudó en utilizarlo con destreza en las sucesivas guerras del vecino Congo y, cuando ya resultaba demasiado descarada su intervención, entrenó y financió milicias proxy que le permitieron extender su poder por regiones del país vecino mucho más amplias que la propia Ruanda. Parte de su renacer económico se debió al comercio con el coltán, del cual no hay ni una sola mina en territorio ruandés, pero sí en las zonas controladas por milicias tutsis en el Congo, como ocurre con los diamantes y muchas otras materias deseadas por Occidente. En el interior la misma oscuridad reina bajo las luces de los macroindicadores. Existe pluralidad de partidos y elecciones cada cierto tiempo, pero la crítica a Kagame y a sus sucesivos gobiernos acarrea, para quien la practica, sorprendentes rachas de mala suerte, aunque se llame Paul Rusesabagina. Un tribunal de Kigali lo ha condenado esta semana por “terrorismo, incendio intencionado, secuestro y asesinato, perpetrados contra civiles desarmados e inocentes en suelo ruandés”. Varios libros aparecidos últimamente han revisado su actuación durante la masacre y han convertido los contactos que le permitieron ocultar a las posibles víctimas en pruebas de sus vínculos con el régimen criminal. Casualmente esta semana también ha sido condenada por “incitación al levantamiento, publicación de rumores, denigrar los actos conmemorativos del genocidio, resistencia a la autoridad y agresión a un agente” una youtuber crítica con el gobierno. Y Kagame no se ha quedado quieto. Culminada la operación para defenestrar a Rusesabagina, el único ruandés con más crédito internacional que él mismo, ha dado paso a un intento por ganarse el afecto de una Francia que siempre lo miró con desconfianza. Como ya explicamos en este blog, amplias áreas de Mozambique se hallan bajo el control efectivo de grupos islamistas cercanos a al-Qaeda. De particular interés para los ideales democráticos resultan las zonas ricas en gas y petróleo sobre las que ha obtenido derechos la empresa francesa Total. A Kagame le faltó tiempo para enviar mil soldados antes de que llegaran los efectivos de la Comunidad para el Desarrollo de África Meridional, desplegarlos como vanguardia y lanzarlos a la reconquista de Mocimboa da Praia. Si sus primeras victorias se prolongan, pocas dudas hay de que logrará que la comunidad internacional acepte como única realidad, la impecable imagen que suele proyectar de sí mismo, olvidando los numerosos pecadillos que ha ido escondiendo bajo ella. No hay nada como un yhihadista para convertir a cualquier dictadorzuelo de manual en paladín de la democracia.

domingo, 26 de septiembre de 2021

Criptomundo (2. ¿Quiere ser criptomillonario?)

    La regla número uno de los negocios dice: si no entiendes en qué consiste, no te metas. Si esta regla se aplicase al mercado de las criptomonedas el 95% de quienes han puesto su dinero en él tendrían que sacarlo. Lo más que ha llegado a entender el inversor medio es: “dinero, mucho, rápido y fácil”. “Blockchain” significa para ellos el milagro de los panes y los peces, “DeFi” es el nombre del rey que convertía todo lo que tocaba en oro y “oráculo” el sinónimo de generación espontánea de billetes. Los últimos meses han ofrecido pruebas abundantes de lo que digo. En abril de este año, Elon Munsk originó un terremoto vía Twitter al anunciar el fin de la compra en bitcoins de coches Tesla y apostando por una moneda-meme. Unas semanas después, el gobierno chino prohibió el minado de bitcoins en su territorio y la moneda cayó desde su récord de 63.000$ a poco más de 28.000$. En julio pasado entró en vigor el decreto del gobierno de Nuevas Ideas de El Salvador de convertir al bitcoin en moneda oficial del país. Dicen las malas lenguas que el decreto se aprobó a toda prisa porque el partido Nuevas Ideas y su cara visible, el presidente Nayib Bukele, tienen fuertes sumas de dinero invertidas en bitcoins. El caso es que este acontecimiento histórico se inició con pie cambiado. No sólo la plataforma creada por el gobierno de El Salvador para negociar con bitcoins se colapsó a las primeras de cambio (algo, por otra parte, previsible), sino que el bitcoin inició una de sus tradicionales caídas en picado. El banco central de El Salvador intervino y logró que subiera hasta los 52000$, algo que no alcanzaba desde la caída de abril. Este mismo mes, la implosión de Evergrande, la segunda inmobiliaria china, provocó un nuevo desplome del bitcoin. Un par de semanas más tarde, el gobierno chino prohibía cualquier inversión en criptomonedas de sus ciudadanos, lo cual provocó un nuevo desplome, muy cacareado por la prensa, pero que apenas si duró 24 horas. Pongámoslo todo junto. 

   El primer y más significativo cataclismo del año lo provocó, un tuit emitido no se sabe después de cuántos porros y de qué calidad. Si China prohíbe el minado, eso debería provocar un alza en la moneda, no una caída de la misma, pues la hace más escasa y difícil de conseguir. El banco central de un país que ocupa el puesto 102 en el ranking de PIB per cápita del mundo, logró una subida espectacular. La relación entre una inmobiliaria china y las criptomonedas escapa a cualquier explicación posible. Y mucho más difícil resulta comprender cómo una prohibición que, en teoría, expulsa a uno de cada ocho tenedores de bitcoins del mercado, provoca una perturbación que dura menos que la originada por el conocido fumeta. Nada de esto puede explicarse si no se entiende que en el mundo de las criptomonedas, como decía Nietzsche, no hay hechos, datos ni realidad alguna, todo son interpretaciones. Y en un mundo en el que sólo hay interpretaciones, todas valen lo mismo, con independencia de cuán peregrinas puedan parecer. Por tanto, no existe modo alguno de distinguir entre la realidad y el deseo. La inmensa mayoría de los inversores oscila del pánico absoluto a la euforia desbordante y vuelta a empezar, sin términos medios. Lo que en el argot se llaman “las ballenas”, los grandes compradores y vendedores, apenas si serían tristes sardinillas comparadas con las corporaciones mundiales que nadan en la bolsa, pero no les cuesta el menor trabajo iniciar un movimiento en cascada hacia arriba o hacia abajo. Lo diré de otro modo, a día de hoy, cualquiera, cualquier conglomerado de pequeños inversores coordinados desde las profundidades de Internet, una empresa cualquiera de las que existen miles, el gobierno de cualquier país, puede alzar hasta los cielos o hundir en los infiernos la más poderosa de las criptomonedas.  

   La inmensa mayoría de quienes llegan a este mundo lo hace porque ha oído hablar de ese tonto al que le dio por invertir en algo que no conocía de nada y que, de un día para otro, se hizo millonario. Pero, olvidando cualquier detalle, cualquier matiz, todo lo que ha leído sobre el asunto, para no diferenciarse de los demás, acude a comprar bitcoins. Hasta donde yo sé, existe la voluntad expresa por parte de unos cuantos de que bitcoin llegue a valer 100.000$. La cuestión es qué pasará después. Mientras tanto la diferencia entre los aproximadamente 40.000$ que vale hoy y los 100.000 que se supone que valdrán un día, significa multiplicar por 2,5 el dinero invertido, así que, a menos que piense invertir medio millón de dólares en bitcoins, no, el bitcoin no le hará millonario. Hizo millonarios. Hizo millonarios a quienes se arriesgaron a invertir lo que tenían en una moneda de 2 euros vendida en sitios oscuros de Internet, hizo millonarios a quienes cambiaron sus ahorros por largas ristras de números y letras a 800€ la unidad, pero esos días ya pasaron. Por supuesto hay otras posibilidades. Del medio millar de monedas existentes algunas valen 0,00000000000000001$. Un día, a lo mejor sólo por unos minutos, valdrá 0,000000000001$. Difícilmente habrá apreciado la diferencia entre estos dos precios, pero si compró 1000$ de ella al primero, enhorabuena porque, ese día, a lo mejor sólo por unos minutos, será millonario. De modo que, en efecto, Ud. puede hacerse millonario en este negocio, basta con que acierte con la combinación ganadora en la lotería de las criptomonedas. Desde luego, aquí hay menos combinaciones posibles que en la bonoloto, eso sí, comprar una papeleta cuesta bastante más.