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domingo, 21 de septiembre de 2014

Sobre verdad y falsedad en el sentido del mercado.

   Esta semana ha salido a la luz la noticia del desmantelamiento de una fábrica de cigarrillos falsos en el norte de España. Los impuestos que gravan el tabaco han extendido la aparición de estas fábricas por toda Europa. Hasta 60 de ellas han sido desmanteladas en los últimos diez años. La organización disponía de más de un millón de cajetillas de diferentes marcas dispuestas para ser rellenadas con las tres toneladas y pico de tabaco que han sido incautadas. La nota del ministerio no dejaba claro si este tabaco había sido tratado con las sustancias habituales entre las empresas del sector para volverlo más adictivo, ni si el papel y los filtros eran de igual, menor o mayor calidad que los cigarrillos al uso. Porque hay que entenderlo, estos cigarrillos no eran “falsos” debido a que explotaran en la cara del inocente que los comprase, eran “falsos” porque no pagaban los impuestos correspondientes. Por lo demás, puede que fuesen tan saludables (es un decir) o más, que los cigarrillos “verdaderos”. 
   El mundo de las “Naik”, las “odidos”, de “Georgio Amoni”, de los “Levina’s”, de “Samsing” y otros parecidos, ha pasado a la historia. Ayer mismo tuve en mis manos la nueva camiseta de Pau Gasol con los Chicago Bulls, hasta con el holograma en la etiqueta, más “falsa” que un duro de cartón. Los teóricos de la externalización de los servicios, de la deslocalización, de las “enormes” ventajas de buscar mano de obra lo más barata posible, no fueron capaces de ver que si uno externaliza la producción, acaba externalizando la propia marca. Se subcontrata a una empresa que, a su vez, subcontrata otras. Se le paga una miseria por producto entregado y, a cambio, se le da el patronaje y todos los detalles técnicos para la producción. Evitar que alguna de esas empresas siga fabricando más allá de lo solicitado escapa a cualquier control. Muy pronto el mercado está inundado de productos que de “falsos” tienen únicamente el estar fuera de la autorización que concede un contrato.
   Desde hace años uso discos Verbatim para mis cosas. Son fáciles de encontrar en las tiendas chinas y no tan chinas. Por supuesto, no son tiendas especializadas. O quizás todo esto es falso y nunca he usado discos Verbatim. Hace algún tiempo leí que un usuario europeo, había puesto una reclamación a la casa matriz porque todos los discos de una caja le habían salido malos y los había tenido que tirar. Desde Verbatim le presentaron disculpas y le devolvieron el dinero no sin aclararle que, el código del producto que les había enviado, correspondía a una partida teóricamente vendida en cierto país oriental. Sean Verbatim o no, los discos que uso cumplen su función, y mucho mejor que otros “verdaderos”. Hubo una época en que si uno compraba un perfume falso, a los diez minutos estaba oliendo a alcohol. Hoy se pueden encontrar cuyo aroma dura más que los “verdaderos”, igual que se pueden encontrar bolsos más resistentes, ropa mejor cosida e, incluso, falsificaciones cuya reparación se tiene que hacer con una pieza original o con años de garantía. ¿Qué es lo que distingue, pues, a lo “falso” de lo “verdadero”? ¿Qué queremos decir cuando llamamos “falso” a un cigarrillo, unas gafas o un medicamento? 
   Siempre que se habla de “verdadero” o “falso” a uno se le viene a la cabeza el criterio de verdad como adecuación, es decir, un bolso es de Louis Vuitton si, realmente, ha sido producido en una fábrica de Louis Vuitton. Lo cierto es que este criterio nunca sirvió para nada y mucho menos puede hacerlo en nuestros días. Nada, o casi nada, se produce ya en una fábrica de la marca bajo cuyo nombre se comercializa,. Si siguiéramos este criterio, todo cuando circula por el mercado sería falso. Incluso si damos una versión más cercana a lo que Aristóteles quiso decir al proponer semejante criterio, tampoco avanzaremos mucho. En efecto, podemos postular que un producto es “falso” si no corresponde a la marca que el cliente pretende estar comprando. Sin embargo, el mercado de los productos falsificados tiene, en muchos sectores, una clientela propia, que sabe lo que está comprando y que busca productos que, de acuerdo con este criterio, no cabría calificar de “falsos”. 
   Cuando se habla del mercado, uno puede pensar también en un criterio de verdad pragmático, esto es, algo es verdadero si es útil para el individuo o la sociedad. Todo cuanto funciona en el capitalismo es útil para... Luego, cuanto funciona en el capitalismo es verdadero. Sin embargo, una vez más, nos encontramos con que tampoco los productos falsificados resultarían “falsos” con este criterio. Resulta extremadamente discutible que su comercialización no favorezca a amplios estratos sociales, al menos tan amplios como los afectados por la fabricación de armas, de alcohol o de medicamentos que enferman más de lo que curan (suponiendo que existen muchos de otro tipo), todos los cuales son aceptados como "verdaderos".
   El criterio de verdad que se aplica cuando se habla del mercado es otro bien distinto. Para entenderlo no tenemos más que ver lo que ocurre con el producto más falsificado a lo largo de la historia: el dinero. Sufrimos, en efecto, una plaga de dinero falso. Los bancos centrales tuvieron hace una década la bonita idea de externalizar también la fabricación del dinero para abaratar costes, con lo que el mercado negro está lleno de lotes de papel con las medidas de seguridad incorporadas, sobre los que sólo hay que imprimir el billete en cuestión, algo no especialmente difícil con los modernos medios informáticos. Por si fuera poco, las malas lenguas aseguran que Corea del Norte dedica sus imprentas estatales a fabricar no sólo el won, sino también dólares y euros. ¿En qué se puede distinguir un dólar fabricado con los medios de un Estado como Corea del Norte de un dólar fabricado en Norteamérica? La respuesta es: da igual. Al Estado emisor no le importa cuál ha sido fabricado por él y cuál no, lo único que le importa es que sólo uno de ellos circule. Si hasta un banco central han llegado dos billetes con la misma numeración e indistinguibles, la decisión sobre cuál acabará en el crematorio es arbitraria. Lo importante, no es ni cuál sea producto de una falsificación, ni cuál sea mejor. Lo único importante son los intereses de una voz autorizada que dictamina, sin pruebas reales, qué va a quedar acogido bajo el manto de su protección y qué no. En este mercado tan libre, en nuestras modernas sociedades henchidas de relativismo, en estas democracias tan abiertas, el único criterio de verdad que rige es el mismo que imponía su arbitrio en las oscuras tinieblas de la Edad Media, la autoridad. Son los modernos obispos, llámeselos altos cargos del Estado o directivos de empresa, los que, mirando sus libros (de contabilidad) y no a los hechos, deciden si un disco, un billete o un medicamento, va a ser reconocido como verdadero o no.

domingo, 16 de febrero de 2014

¡Que vienen los zombis! ¡que vienen los zombis!

   Entre las propiedades de la membrana celular, una muy destacada es la semipermeabilidad.Cuando la concentración de moléculas de poco tamaño a un lado y a otro de la membrana son diferentes, se genera un flujo para igualarlas, fenómeno éste conocido como ósmosis. Semejante mecanismo permite que nutrientes y otras sustancias necesarias para la célula, pasen a su interior sin generar gasto energético. El problema está en que, naturalmente, no todas las sustancias que entran deben estar en la célula o, al menos, no en la misma concentración en que se hallan en su medio o no todo el tiempo. Existen por tanto, unas enzimas (proteínas) encargadas de bombearlas hacia fuera de la célula, aunque en ello sí se consuma energía. Entre las más conocidas están las bombas de sodio y de potasio, que mantienen un equilibrio esencial para la vida. El problema está en que esas bombas sólo pueden funcionar hasta una velocidad máxima. Por aquí aparece el peligro de que la diferencia de concentración a un lado y otro de la membrana celular o bien acabe atiborrándola de esas sustancias, pese al esfuerzo de las bombas, o bien, el caso contrario, acabe atiborrándola de agua, hasta el punto de que la célula explota. Al microscopio esto se puede observar con glóbulos rojos puestos en agua del grifo. Pero el efecto se produce también macroscópicamente. Tomemos una hoja de lechuga que lleve algunos días cortada. Se la pone en un recipiente con agua y en poco tiempo, lucirá fresca. Al tener las células de la lechuga mayor contenido en sal que el agua potable, ésta ha penetrado en ellas, haciendo que se hinchen y recobren vigor. Si por el contrario añadimos sal al agua, observaremos cómo la lechuga se pone rápidamente pocha. El agua, ahora, fluye hacia el exterior celular.
   Por alguna estúpida razón, los seres humanos siempre han creído poder construir fronteras más eficientes que las creadas por la naturaleza tras millones de años de selección. En cuanto sale un majadero proponiendo impermeabilizarlas, encuentra quien lo encumbre a instancias más altas desde las que sus soflamas pueden oírse mejor, retroalimentando el proceso. Ya hemos explicado que en nuestras muy democráticas sociedades de mercado libre, el miedo se utiliza con la misma falta de pudor que en las dictaduras fascistas. Y cuando el miedo interviene, la razón se bloquea. Hemos tenido dos recientes ejemplos de ello. El primero es un referéndum en Suiza, para restringir la libre circulación  de ciudadanos europeos. ¿La razón? La marea de inmigrantes que iban a asaltar el país helvético como consecuencia de la crisis. Se trata de un ejemplo palmario de lo que venimos diciendo. Primero porque es una demostración de que “votación” y “referéndum” no son sinónimos de democracia cuando la opinión pública ha sido convenientemente intoxicada. Segundo porque las cifras muestran clarísimamente que ni hay, ni ha habido, ni va a haber nada semejante a una marea de inmigrantes. Y, last but not least, porque ninguna votación, referéndum o ley ha impedido jamás el surgimiento de una marea, salvo la ley de gravitación universal.
   Otro ejemplo de lo mismo, por supuesto, más burdo, lo tenemos en nuestro país. Después de poner cámaras de vigilancia en las alambradas que rodean Ceuta y Melilla, después de colocar una doble alambrada con patrullas circulando en su interior, después de poner cuchillas en las alambradas, ahora sale a la luz pública la devolución ilegal de inmigrantes por el heroico procedimiento de ponerlos en la puerta y darles una patada en el trasero. Mientras nuestro gobierno encuentra una excusa más para mantener esa cara de poker con la que va a pasar a la historia, mientras esperamos la próxima revelación de lo que ocurre allí donde nadie quiere saber lo que ocurre, en las fuentes de transmisión de ideología, quiero decir, en el cine y en la televisión, hacen furor las series y películas sobre zombis. De modo poco disimulado se acostumbra a la población a la necesidad de luchar contra “los otros”, contra los invasores, contra esos que asaltan en avalancha nuestras fronteras y que no vienen a integrase, sino a integrarnos. De paso, los heroicos protagonistas de Guerra Mundial Z o de The Walking Dead, van dejando allanado el camino a la idea de que todos los que visten con harapos, tienen hambre insaciable y costras en la cara, merecen que se les reviente el cráneo con un bate de béisbol.
   En medio de este pánico alimentado por tanto sinvergüenza con ganas de medrar, nadie parece recordar la más elemental de las lecciones que nos proporciona el fenómeno de las ósmosis, a saber, que la única manera de disminuir la presión contra una frontera es equilibrando los contenidos de riqueza, libertad y bienestar social que hay a un lado y otro de ella.

domingo, 15 de julio de 2012

Segmenta y venderás

   De la segmentación ya hemos hablado, pero sólo de un género muy concreto, aquella que convierte a los individuos en una amalgama de cajones sin principio unificador alguno. Existe otro tipo de segmentación no menos peligroso. Quizás ha observado que los banners que aparecen mientras da vueltas por Internet en su casa no son los mismos que aparecen cuando lo hace desde su oficina, que recibe ofertas telefónicas de su banco distintas a las que recibe su pareja y que le llega publicidad por correo que no reciben sus vecinos. Todo esto obedece a una técnica de ventas llamada "segmentación" y va mucho más allá de la inocente apariencia que pueda proyectar. El objetivo de una técnica de segmentación es dividir el mercado en tantas categorías como resulte manejable, convertirse en líder de ventas o, más exactamente, en el cuasi monopolio de una o unas cuantas e ignorar todas las demás por no resultar rentables. Si Ud. ve unos anuncios en Internet, recibe ciertas promociones bancarias, o cartas con publicidad de determinados productos es porque una serie de empresas le han incluido en uno de sus cajones para los que tiene adaptados esos productos. Evidentemente, segmentar una realidad, una población, exige tener información actualizada sobre su tamaño, características demográficas y comportamentales. Pero lo fundamental, es saber elegir los factores clave que permiten identificar cada segmento. El mejor método es estudiar, perseguir, a los individuos que traten de fugarse de cada grupo, a los casos fronterizos. Su categorización y aislamiento permite determinar de modo nítido el segmento que se desea acotar. La segmentación asume que cada grupo tiene un principio rector por completo diferente del que rige en el grupo adyacente. Y si no es obvio por sí, se "descubre", esto es, se impone.
   En torno a la segmentación se ha levantado cierto debate. Mentes bienpensantes del progresismo internacional la han señalado como una forma de discriminación hacia la población más humilde. Hasta tal punto es así, que en un país tan poco dado al socialismo como los Estados Unidos, varios Estados han promovido leyes para impedir que grupos importantes de población (evidentemente, negros e hispanos) sean incluidos por los bancos en el segmento de clientes indeseables y se les impida abrir cuentas bancarias, cosa que estaba ocurriendo. Desde el mundo del marketing se rechaza tajantemente que la segmentación sea un género de discriminación y están en lo correcto. Segmentar es algo mucho más sutil y perverso que discriminar. Se discrimina a una minoría por parte de una mayoría. Lo segmentando, por el contrario, siempre es el mercado en su conjunto, la sociedad como un todo. Esto debe quedar claro, las estrategias de segmentación, no tienen como objetivo un grupo de población concreto, sino a la totalidad de ella. Toda ella queda segmentada, dividida y es dentro de esas divisiones donde se elige a qué grupo perseguir. Obviamente, el grupo perseguido debe reunir unas características en cuanto a su tamaño, estabilidad, accesibilidad y posibilidad de influir sobre él. Cuanto más pequeño sea el grupo, menos preparados estarán para esquivar el bombardeo comercial al que va a sometérselos. De hecho, un proceso de segmentación ideal acabaría por aislar a cada individuo de todos los demás.
   La segmentación nunca es muy difícil. Básicamente es una cuestión de convicciones y de voluntad. Si se está convencido de su existencia y se tiene voluntad para perseguirla, al final se consigue. A partir de aquí, el procedimiento es siempre el mismo. En primer lugar, comprometer a los individuos con capacidad para tomar decisiones relevantes. A continuación, ejecutar la estrategia de segmentación elegida. Es también conveniente cambiar el sentido de la responsabilidad, es decir, convencer a la población como un todo y a la minoría en cuestión, de que son los responsables de la segmentación y no el grupo de acción concreto que ha decidido ponerla en marcha: "sólo se les ofrecen estos productos porque son los únicos que demandan" (versión sutil del "se aísla a los judíos para protegerlos", que utilizaron los nazis). Finalmente, es fundamental manipular los medios de comunicación para que faciliten toda la estrategia de segmentación, especialmente, utilizando hábiles categorizaciones que ya llevan en sí mismas su esquematismo, es decir, que incluyen una breve explicación (que en realidad no explica nada) y que, por tanto, están preparadas para circular de boca en boca. Así aparecen los yuppies, los jasps, o "la generación ni ni".
   En manos de grandes empresas o de partidos ansiosos de poder, la segmentación es una forma de ingeniería social que sólo sabe considerar a los seres humanos en tanto que piezas de una maquinaria, de hecho, fue la gran estrategia fascista para destruir cualquier red social que pudiera oponérseles. Hoy día, sin embargo, se presenta como un paradigma de la libertad, quiero decir, del mercado libre.