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domingo, 30 de octubre de 2016

Crítica de la razón tableteada (1)

   Llevo toda mi vida comiendo pan de la misma panadería, el negocio familiar de unos vecinos de mi madre. Nada eché tanto de menos durante mis estancias en el extranjero como el pan, ese pan blanco, capaz de resistir que se lo congelase para volver a oler a pan recién echo en cuanto recuperaba la temperatura ambiente. Recuerdo la oposición de Antonio, el fundador del negocio, a instalar hornos eléctricos y los montones de leña apilados en la entrada de la panadería. Al final no tuvo más remedio que ceder, pero fue casi al final, cuando pocos hacían ya el pan a fuego de leña. Después vinieron sus peleas para obtener harina de la calidad que deseaba, sal del tipo que le gustaba, los ingredientes que consideraba imprescindibles para seguir haciendo pan como le enseñaron. Con los años múltiples tragedias asolaron la familia y ahora lleva el negocio como puede su hijo, asediado por el pan barato de los supermercados, que apenas si aguanta unas horas aparentando ser algo comestible. En ocasiones la pena lo ahoga y su pan lo nota, pero todavía conserva algo de ese sabor a pan hecho del modo tradicional y esa consistencia digna del buen amasado. Mientras tanto, en Sevilla, tan necesitada siempre de pan de calidad, han comenzado a aparecer nuevas panaderías que prometen pan artesanal, pan de pueblo, pan de masa madre... Alguna hay que ofrece de verdad un producto que incluso permite recordar el sabor del pan de siempre, pese a la perfecta homogeneidad de todas las piezas, que tan nervioso ponía a Antonio, y que delata su auténtico origen.
   En La corrosión del carácter, Richard Sennett entraba en el interior de una panadería griega de Boston para descubrir que sus empleados, eran pakistaníes, chinos y cubanos, ajenos por completo a la tradición del pan que elaboraban. Robots y hornos programables, con interfaces extremadamente parecidas al escritorio de Windows y que hoy han sido sustituidas por tablets, permitían, mediante la manipulación de variables de acuerdo con unos protocolos prefijados, elaborar un pan griego absolutamente dentro de los cánones norteamericanos del buen pan. Desde la sustitución de los hornos de leña por los hornos eléctricos hasta las modernas panaderías en las que los empleados ni siquiera necesitan lavarse las manos porque no tocan el producto, se ha producido un progreso tecnológico cuya consecuencia es un pan de sabor, peso y consistencia estandarizado, que llena el estómago pero no alimenta los sentidos, que acompaña las comidas sin añadirles nada y que sustituye el atávico placer de paladear un trozo de pan sin más condimento por algo muy parecido a la rutina de mascar un chicle que ha perdido su sabor. ¿En qué medida hemos progresado? ¿de qué modo nos ha hecho mejores la tecnología? ¿hasta qué punto la sustitución de unas máquinas por otras nos ha proporcionado una vida mejor, nos ha hecho más felices, más capaces de disfrutar,? ¿Qué papanatas podría defender que el pan por sí mismo no es importante, que lo importante es cómo se haga o, mejor aún, que el tratamiento de la masa que proporciona la tecnología le añade algo que ningún ser humano podría añadirle por los procedimientos tradicionales?
   No hablemos ahora de alimentar nuestro estómago, hablemos de alimentar nuestro espíritu. No hablemos de la masa madre, hablemos del conocimiento. No hablemos de amasar y cocer, hablemos de transmitir el saber. ¿Por qué ahora todos nosotros nos convertimos en papanatas que defienden la necesidad de utilizar las nuevas tecnologías para añadirle algo a los viejos contenidos? ¿Por qué pensamos que una tablet, que una pantalla, que un ordenador van a proporcionarnos resultados mejores que las viejas herramientas? ¿Por qué nos resulta tan obvio que las nuevas tecnologías permiten crear cosas nuevas? ¿Por qué las autoridades insisten con tanto ímpetu en la necesidad de incorporar las nuevas tecnologías a la enseñanza? ¿Para hacernos más libres, más críticos, mejores ciudadanos? ¿Desde cuando nuestras autoridades se preocupan por eso? En cuanto nos plantan un aparato enchufable a Internet delante de los ojos olvidamos el argumento que nos lleva a buscar el pan de nuestros abuelos, las alfombras que se tejían en el pueblo, el queso que se compraba a los pastores y nos lanzamos a entregarles a nuestros infantes todo tipo de artilugios novedosos convencidos de que sólo pueden salir maravillas de ellos. Sabemos que cualquier tecnología en manos irresponsables conduce a la catástrofe, sabemos que las manos de nuestros jóvenes se cuentan entre las más irresponsables de la humanidad y les entregamos la última tecnología del mercado convencidos de que vamos a contemplar... ¿maravillas?
   Dele un trozo de papel a un niño. Lo pintarraqueará, lo arrugará, hará con él un avioncito, lo convertirá en una bola que podrá encestar en la papelera, lo transformará de mil maneras que difícilmente Ud. podía haber previsto. Conocí a cierto adolescente que tenía la costumbre de coger las tizas de clase y, con un tornillo extraído de una banca, agujerearlas de lado a lado. Era un trabajo que exigía considerable precisión, pero lo más divertido era que cuando se acumulaba el polvo de tiza en el tornillo, tendía a partir la tiza, así que cada cierto tiempo, sacudía el polvo por el curioso procedimiento de tirar el tornillo al suelo para que rebotara y volviera a su mano. Recuerdo haber visto en el Museo Reina Sofía un cuadro que consistía en un lienzo en blanco desgarrado, Lucio Fontana se hizo famoso por acuchillar de diferentes formas telas rojas, verdes, rosadas... Entréguele una tablet a un niño, ¿podrá arrugarla? ¿hacer que vuele? ¿encestarla en la papelera? ¿taladrarla? ¿tirarla al suelo para que rebote? ¿Pueden los artistas que usan las nuevas tecnologías desgarrarlas, acuchillarlas, deconstruirlas de algún modo? Sólo pueden hacer lo que el marco de las aplicaciones establecidas les permite, la única libertad que tienen consiste en deambular por celdas con barrotes perfectamente fijados e inamovibles, la única creatividad que fomentan las nuevas tecnologías consiste en la creatividad sometida a los estándares de la industria, esa industria a la que todos sabemos nociva, empequeñecedora y ruin.