domingo, 30 de junio de 2019

Turbantología (1 de 2).

   La guerra fría parió una disciplina llamada “kremlinología”, que trataba de averiguar qué ocurría tras los muros del Kremlin rebuscando en discursos, gestos y posiciones que ocupaban en la balconada durante los desfiles los dirigentes de la URSS. Dos licenciados ilustres en kremlinología lo fueron Condoleezza Rice, Secretaria de Estado con George W. Bush y Gregg Popovich, que no destacó en eso sino como longevo entrenador de los San Antonio Spurs de la NBA. Hoy la kremlinología ya no está en uso, pero bien que podría crearse una licenciatura en turbantología, que nos desvelase lo que ocurre en los habitualmente sigilosos pasillos del poder en Teherán. Pocos se han acercado hasta allí y quienes lo han hecho, como los servicios secretos israelíes, no suelen compartir la información sin aliñarla con sus propios intereses. Se rumorea que poblaron esos pasillos una generación de hombres de negocios al amparo del acuerdo para no proseguir el programa nuclear y que llegaron a hacer casi invisibles a quienes solían ocuparlos, los Guardianes de la Revolución, los pasdarán, milicia ejecutora de los designios del líder supremo. Insisten esos rumores en que la ruptura unilateral del acuerdo por parte del inefable Donald Trump, ha devuelto las cosas a sus cauces tradicionales y que los pasdarán han regresado dando codazos y con ánimos de revancha. El primero en sufrirlo en sus carnes ha sido Mohammad Javad Zarif, Ministro de Asuntos Exteriores, a quien ni siquiera invitaron a la primera visita de Bachar el Asad a Irán desde que comenzó la guerra. Hay que entender que el cargo de Ministro de Asuntos Exteriores en Irán tiene un papel meramente protocolario, pues quienes de verdad llevan la política exterior son el líder supremo, Alí Jamenei y los Guardianes de la Revolución. Se nombra para el cargo, a alguien que muestre una cara amable ante occidente, preferentemente educado en los EEUU o Gran Bretaña y sin demasiado peso específico en el régimen por si hay que depurarlo en algún momento. Pese a ello, no invitar a Zarif siquiera a un acto tan significativo pretendía ser una auténtica humillación hacia el hombre que firmó los acuerdos ahora rotos. Así lo entendió él también y no dudó en presentar su dimisión al presidente del gobierno y, teóricamente moderado, Hasán Rohaní. Rohaní no la aceptó, pues sabe que Zarif sólo constituye el primer peldaño para conseguir su propia cabeza, que es lo que realmente quieren los pasdarán. Si no lo han conseguido hasta ahora se debe, entre otras cosas, a que se supone que Rohaní fue elegido en unas elecciones “libres” (algo de importancia secundaria) y a que parece mantener buenas relaciones con Ali al Sistaní, la mayor autoridad religiosa chií de Irak, quien se tomó la molestia de recibirlo personalmente cuando visitó Najaf, pese a que no suele departir con políticos.
   En este complejo contexto se han producido los ataques del Estrecho de Ormuz que han disparado el precio del petróleo y puesto al mundo al borde de una guerra. El extraño modo en que se han sucedido los acontecimientos muestra que hay detalles trascendentales que no se nos están contando, con lo que apenas si podemos atisbar la naturaleza de la partida que se juega. Para empezar, uno de los últimos ha tenido como objetivo un barco japonés, justamente cuando el Primer Ministro de dicho país, Shinzo Abe, se hallaba conferenciando con el líder supremo Alí Jamenei a la búsqueda de una salida para la crisis que ha provocado la decisión de Trump. La idea de que haya procedido de la Guardia Revolucionaria casa muy mal con el hecho de que ésta siga estrictamente los dictados de Jamenei. Si Jamenei quería abofetear al gobierno nipón no tenía más que negarse a recibirlo y si lo recibió, atacar un barco con su bandera sólo cabe entenderlo como un insulto. A ello hay que añadir dos detalles enormemente reveladores. El primero en establecer una relación entre la entrevista y el ataque fue, precisamente, la cuenta en Twitter del humillado Ministro de Asuntos Exteriores, Zarif. Por otra parte, la página web del líder supremo también se mostró muy activa y, con una celeridad poco habitual, se apresuró a publicar su negativa a aceptar las propuestas de Abe. Ambos hechos apuntan en una dirección insólita, a saber, que los pasdarán estarían actuando al margen de las instrucciones de Jamenei. De hecho, sus prisas por cerrar la puerta a cualquier negociación habría que entenderla en el sentido de que se sabe en su punto de mira y eso explicaría también la supervivencia de Rohaní, a quien, hasta ahora, se limitaba a tolerar y que se habría convertido en su muro de salvaguarda. Cobra con ello un significado nuevo el nombramiento en marzo de Ebrahim Raisí como jefe del aparato judicial iraní después de que se hiciera cargo de la fundación más grande del mundo islámico, la Astan Quds Razavi y de la mezquita más grande de Irán, situada en Mashad, todo lo cual lo convierte en sucesor in pectore de Jamenei, de 80 años y operado recientemente de próstata. Raisí, a quien se considera un ultra, que tiene en su curriculum la ejecución sumaria de izquierdistas de 1988, despacha ahora regularmente con altos cargos de los Guardianes de la Revolución "para ser informado de la situación en el exterior". Aunque tales reuniones con la jerarquía eclesiástica forman parte de las rutinas del país, adquieren un aspecto particular a la luz de las posibles disensiones de los pasdarán con el líder supremo. El propio nombramiento de Raisí, que había perdido las elecciones contra el sector moderado encabezado por Rohaní, podría entenderse más como una cesión en medio de una pugna que como un auténtico deseo de Jamenei, por más que Raisí fuese un día su alumno.

domingo, 23 de junio de 2019

Los nombres de Europa (2 de 2)

   Cuando llegó a la desembocadura del Nilo, Alejandro Magno encontró un lugar ideal para fundar una ciudad, a la cual no dudó en darle su nombre. Así nació Alejandría. Pero Alejandro Magno siguió conquistando y llegó hasta el norte del territorio de los partos, lugar ideal para fundar una ciudad. Quedaba la cuestión de su nombre. Le dio muchas vueltas y al final se decidió por Alejandrópolis. Debió parecerle muy largo porque a la siguiente ciudad que fundó la llamó, simplemente, Alejandría. Unos centenares de kilómetros más al sur fundó otra ciudad. Consultó con sus generales y con las tribus locales y se le ocurrió un buen nombre para ella, Alejandría. En el actual Afganistán fundó todavía otra ciudad, a la cual ¿por qué no llamar Alejandría? Más al norte, a lo que hoy conocemos como Kabul, le dio un nombre extremadamente original, ¿lo adivinan? En efecto, Alejandría. Acabó habiendo 50 ciudades llamadas “Alejandría”. ¿Debemos considerar a Alejandro Magno el primero en proceder de esta manera o, miles de años antes, ya hubo seres humanos que nombraron media Europa de un modo análogo? 
   En Los nombres de Europa, Porlan muestra que los nombres de ciudades, pueblos, ríos, montañas, ruinas y divinidades no pretendieron designar nada. Pensar que Perales se llama así porque un día hubo allí un peral resulta lo mismo que pensar que Guijo (en la provincia de Córdoba) se llama así porque hay guijarros en los alrededores o que Siles debe su nombre a que el verbo latino "sileo" significa callar y el pueblo siempre se encuentra callado. La única manera de entender su naturaleza consiste en liberarlos de su relación semántica de entrada y verlos como elementos de una estructura lingüística que, por sucesivas derivaciones, dieron lugar a unas formas posteriormente semantizadas. A Europa toda se la nombró en tiempos anteriores a la historia mediante un sistema único de designación no semántica y los sucesivos pueblos que vinieron después no hicieron sino adaptar esos nombres a sus propias estructuras lingüísticas sin cambiar las relaciones territoriales. Lo que da significado al nombre no consiste, pues, en el supuesto lugar que designa ni el uso que se hace de él, sino en la posición que ocupa en una estructura a la vez lingüística y territorial, en una especie de rejilla que se aplica al territorio para ordenarlo. Esto ha ocurrido de un modo complejo pues cada nueva posición exige una reordenación de todo el espacio posicional, creando conflictos en sus inmediaciones. De aquí que la superficie de Europa parezca conformada por una sucesión de estructuras celulares. De este modo, y no por casualidad, en la toponimia, vemos confluir el marketing de posicionamiento de Ries y Trout, el naming y la vieja analogía del lenguaje y el ajedrez. Todos ellos indican en la misma dirección, a saber, que para entender el significado de las palabras hay que atender a su posición en el tejido lingüístico y no a su uso, mero derivado de aquélla. Esa posición hace que se registre “Levitra” como el nombre para una píldora contra la disfunción sexual masculina, que las rosas huelan bien y que los refrescos causen adicción. Aún más, esa posición hace que algunas personas acaben en la marginación y otras alcancen el éxito como lo demuestra un experimento del MIT. Marianne Bertrand y Sendhil Mullainathan respondieron a 1.000 anuncios de trabajo con 5.000 currícula inventados. Para ello eligieron nombres reales de los registros de Boston y Chicago entre 1974 y 1979 y diferentes perfiles socioeconómicos. Los Emily, Allison, Brad y Matthew, “que sonaban a blanco”, recibieron hasta un 50% más de llamadas que los Latoya, Ebony, Jamal y Leroy.
   Claro que, si hubiese una ley empírica susceptible de tratamiento matemático que apoyase los descubrimientos de Porlan, hablaríamos de otra cosa. Tal ley existe, nos referimos a la ley de Zipf de la frecuencia de las palabras, publicada por G. K. Zipf en 1949. Tomemos una muestra de habla de una persona, ordenemos las palabras empleadas de mayor a menor frecuencia. Cabría esperar que esta tabla variase mucho, dependiendo de las personas y de los idiomas. Sin embargo, Zipf estableció que existe una relación inversamente proporcional entre la probabilidad de que aparezca una palabra en una frase cualquiera de una persona cualquiera en un idioma cualquiera y la posición que esa palabra ocupa en la tabla anteriormente establecida. De hecho, la diferencia de aparición de palabras en los textos de un buen escritor y en los de alguien con un pobre vocabulario no suele sobrepasar el 6%. Todavía mejor, cuanto más largo resulte el texto, menor resultará dicha cifra. Y si alguien piensa que la ley de Zipf no aporta gran cosa, habrá que aclarar que sirve para determinar la etapa de desarrollo de la enfermedad de Alzheimer y, todavía mejor, para distinguir los lenguajes reales de los ficticios. Maitre amplió esta ley en 1964 a los nombres de santos utilizados como nombres propios y Tesnières en 1975 a los apellidos. Hacer lo propio con los topónimos, a la luz de los datos aportados por Porlan, resulta elemental. Por cierto, conocemos a Zipf, a Maitre, a Tesnières, gracias a un tal Benoist Mandelbrot quien los cita reiteradamente en La geometría fractal de la naturaleza. Resulta una trivialidad señalar a estas alturas que las posiciones, las rejillas, los territorios a los que nos hemos referido y sobre los que nadie puede poner su pie, los nombres de Europa todos, dan lugar a fractales, algo inexplicable si partimos de los usos aleatorios surgidos por generación espontánea. De hecho, no hemos descubierto nada nuevo, más bien hemos vuelto a nuestro punto de partida, ése que, desgraciadamente, abandonamos en algún momento del siglo XX, quiero decir, nos hemos limitado a generalizar la afirmación de Nietzsche, después corroborada por Feuerbach, de que hay palabras que designan posiciones, como la palabra “Dios”.

domingo, 16 de junio de 2019

Los nombres de Europa (1 de 2).

   Me he cansado de esperar. Llevo veinte años esperando que algún filósofo, que alguno de los que se halla convencido de haber ganado algo con el giro lingüístico, que algún hermeneuta, que alguno de esos que cree que Wittgenstein escribió recetarios de cocina y no textos para pensar, citen un libro, un libro trascendental y que debió haber transformado el panorama de la filosofía antes de que cambiase el siglo. Pero el libro no lo escribió ningún catedrático, ni ningún premio de nada, ni siquiera un presentador de televisión, sino un nómada del pensamiento, así que pocos lo leyeron, nadie lo citó y todos siguieron dando vueltas en la noria de lo mismo. El libro se llamaba Los nombres de Europa, lo publicó Alberto Porlan en 1998 y la academia lo recibió, por boca de cierto eximio familiar de Menéndez Pidal, como “carente de rigor”, poco "científico" (sic) y centrado “en las hojas del rábano”. Eso sí, rechinando los dientes, el autor de la reseña, aceptaba que en él se hallaba la mejor fundamentación de "su" idea de que existe un sistema estable de designación en lenguas de procedencia aparentemente diversa. Todo lo demás quedaba reducido a casualidad, a 687 páginas de “casualidades”. ¿Casualidades, acaso, como la que hace coincidir la masa gravitatoria con la masa inercial? La academia ya podía obviar el desafío que Porlan nos había arrojado a todos a la cara, condenarlo a los márgenes del saber y premiar al reseñador por “sus aportaciones renovadoras”, naturalmente sin apartarse ni un ápice, como había hecho Porlan, de "la mejor tradición de la Filología Hispánica”.
   Partamos de la verdad absoluta, quiero decir, partamos de la milonga de que “el significado es el uso”. En el juego del lenguaje de las bebidas espumosas, Champagne designa cierto mejunje dorado que achispa a las damiselas bien educadas. En el juego del lenguaje de los toponímicos Champagne designa cierta región francesa. Entre ambas hay, según los wittgenstenianos, simple “parecido de familia”, una coincidencia “casual” que, curiosamente, ahora no sirve para desdeñar a quien intenta introducir nuevas perspectivas en las cuestiones ya siempre sabidas, sino que, bien al contario, se convierte en palabra de Dios. Que alguien pretendiera establecer un vínculo entre ambos juegos del lenguaje, una sólida cadena que atase el topónimo a la bebida, de modo que sólo podría hablarse de Champagne cuando se tratase de botellas salidas de la región del mismo nombre, como resulta obvio, no se lo planteó Wittgenstein y sus acólitos llevan cuarenta años intentando ignorar la realidad de las “designaciones de origen”. Mucho menos trataron de pensar la cuestión de qué hace a Champagne el nombre de una bebida y de una región, pues los usos, como los gusanitos para Aristóteles, surgen por generación espontánea. Sus mentes funcionan como la de los autóctonos de cierto pueblo de la provincia de Sevilla llamado El Pedroso, que atribuyen el nombre de su localidad a unos objetos de características singulares no presentes en ningún otro pueblo del mundo: las piedras. 
   Seamos justos, el problema no se circunscribe a la Sierra Norte de Sevilla ni a los filósofos del lenguaje vigesimicos. Cuenta Alberto Porlan que cuando Felipe II ordenó realizar una encuesta en la que se incluía aclarar a qué se debía el nombre de cada pueblo, las dos terceras partes de habitantes de la península ignoraba completamente la razón de los nombres que habitualmente utilizaba. Sólo una cifra inferior al cinco por ciento del total de respuestas pueden considerarse respuestas con ciertos visos de verosimilitud. En cuanto al resto, hacían alusión a algún género de deixis, empleada en el pasado, particularmente de vegetales: "estas zarzas", "estos perales", "esta alameda". Explicaciones que llevarían a que la mitad de los pueblos de España se llamasen "Alameda" o "Peral".
   Pues bien, digamos que "Lorenzo" puede significar una cosa u otra, dependiendo del juego del lenguaje en el que nos encontremos, pero ¿por qué la utilización de San Lorenzo como topónimo va acompañada en un entorno de seis kilómetros por un topónimo Valvanera? Eso ocurre en La Rioja, en Salamanca, en Girona y, con ciertas variantes, en Orense y Lleida. Claro que también ocurre con St. Lawrence y Welwyn en Inglaterra, con St. Laurentius y Werfenau en Alemania, con S. Lorenzo y Valfenera en Italia, con Saint Laurent sur Sèvre y la Barbiniere, St. Laurent-en-Beaumont y Valbonais y St.-Laurent du Ver y Valbone, todas ellas en Francia. Cierto, en Francia hay muchos topónimos "Saint Laurent", pero ¿cuántas "Cádiz" hay en Europa? También muchas. Tenemos la Cádiz situada frente a Rota, la Kadijk holandesa situada frente a Rotterdam, la Gaditz alemana muy cerca de Rotta, la también alemana Kaditzsch, algo más alejada de Rötha, el villorrio británico de Catcliffe cercano a Rotherham... 
   Hay quienes sostienen que el nombre de los pueblos de Europa proviene de sus respectivas lenguas. Según esta hermosa teoría Valencia constituiría el nombre del territorio de quienes hablaban valenciano, quiero decir, el valenciano se hablaba antes de la llegada de los romanos y no sólo en la rivera del Mediterráneo, también en Francia (Valence d'Albigeois) y en Badajoz (Valencia del Ventoso). No todas las lenguas de la península tienen la misma antigüedad. Pocas hay como el vasco, esa lengua cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos, esa lengua, cuna de la cultura vasca. ¿Desde cuando los montes y montañas vascos se hallan adornadas por sus hermosos nombres? Desde que existe el vasco, sin duda. Por ejemplo, Serantes, en la provincia de Vizcaya, elevación que tiene casi enfrente, al otro lado de la ría a Berango. Claro, que también debió haber vascos en Galicia pues el pueblo de Serantes se halla al Norte de una ría dominada por Betanzos. Por supuesto se trata de una casualidad, como que el monte Zabalaitz tenga por el Sur a Salvatierra y las ruinas de Sebelaci tengan al Norte la ermita de El Salvador, o que Lorka se halle en las proximidades de Bidaurreta y la Lorca murciana tenga en sus cercanías a Berrueces. De hecho, como decimos, los centenares de topónimos, vascos o no, que menciona Porlan resultan todos frutos de la casualidad... 

domingo, 9 de junio de 2019

Para qué sirve un Tribunal Constitucional.

   “Atacar el poder judicial es atacar a la democracia. No hay democracia sin un poder judicial independiente y autónomo”. Así respondió Dias Toffoi, presidente del Tribunal Supremo Federal de Brasil, al vídeo en el que se veía a Eduardo Bolsonaro, el diputado más votado en la historia del país, afirmando que, para cerrar el citado Tribunal Supremo Federal, “uno no manda un jeep, manda un soldado y un cabo. Sin desmerecer al soldado y al cabo". Su padre Jair Bolsonaro, en aquel momento candidato a la presidencia y hoy día presidente, afirmó que las declaraciones de su hijo y correligionario se habían sacado de contexto. Y, ciertamente, merecen que se las coloque en contexto. Las declaraciones de Bolsonaro hijo se realizaron durante su asistencia como ponente invitado a un curso preparatorio para la policía federal en los tiempos en los que se rumoreaba que el Tribunal Supremo abriría una causa contra Bolsonaro padre por haber recibido el apoyo ilegal de más de un centenar de empresarios que financiaron una campaña de insultos y desprestigio contra su rival en las presidenciales a través de Whatsapp. Incluso se puede ampliar el contexto. El grito “los jueces no nos impedirán gobernar”, lo lanzó en España quienes ahora se venden como dique de la ultraderecha, convirtiéndose en el mantra del PSOE bajo dirección de Felipe González cuando comenzaron a menudear en sus gobiernos los casos de corrupción. De semejante principio se deducen dos corolarios (“la corrupción la juzgan las urnas” y "todo lo que sale de un Parlamento es legítimo") que los progres de aquella época y los independentistas de esta no han dudado en cacarear. 
   Como ya hemos insistido muchas veces desde aquí, reducir la democracia al acto de votar significa matarla. Si repasan la época de esplendor de la democracia en Atenas podrán comprobar que allí, realmente, se votaba poco. Ni siquiera los cargos se votaban, se otorgaban por sorteo. Los griegos pusieron en la sabia astucia del azar el equilibrio de poderes. Montesquieu, mucho menos sabio y menos astuto, tradujo el  equilibrio en división, división de funciones entre el Parlamento, el gobierno y la judicatura. Pero nadie pudo evitar la tentación de los parlamentos por nombrar gobiernos y jueces, rompiendo el frágil equilibrio ilustrado. Pese a ello y a que hay jueces que parece que el cargo les ha tocado en la tapa de los yogures, hace un par de semanas, mientras los medios de comunicación nos apabullaban con el importantísimo juicio al procés, las importantísimas elecciones locales y europeas y la todavía más importante final de la Copa de Europa de furgo, el Tribunal Constitucional, fuera de focos, libró a nuestra democracia de la desaparición.
   En noviembre del pasado año, en su ahínco de velar por los intereses de los ciudadanos, el Congreso primero y después el Senado, aprobaron las modificaciones de la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General (LOREG), que llevaba ahora adosada una disposición final por la que se le permitía a los partidos políticos rastrear la actividad de los ciudadanos en Internet, crear perfiles de cada uno de nosotros y, en consecuencia, dirigirnos todo tipo de publicidad, encubierta o no, de modo personalizado, para manipular nuestro voto. Dicho de otra manera, la totalidad de los partidos representados en el anterior Parlamento (y hay que recordar que, precisamente la ultraderecha no lo estaba) aprobaron en primera lectura amparar por ley todo lo que en el resto de países se considera contrario a los más básicos principios democráticos y, de hecho, el gran peligro de la democracia moderna, como ya se demostró en el caso de la intervención rusa en las elecciones de EEUU. Y todo eso, ponerlo en manos de los propios partidos políticos que podrían crear así, a su antojo, pequeños centros de intoxicación como los que se supone que tienen en grande muchos Estados modernos algunos de ellos frecuentemente calificados de dictaduras. Al PSOE, recordemos, el baluarte de la socialdemocracia contra los reaccionarios en auge, impulsor de la norma, no le costó trabajo encontrar apoyos a derechas e izquierdas (si bien Podemos, cuando se enteró de que la propia Comisión Europea había alertado contra el engendro, reculó en el Senado), incluyendo, por supuesto, a los constructores de patrias en las que queda muy claro en qué consistiría esa libertad con la que se les llena la boca: Bildu, ERC, Junts per Catalunya, etc. 
   Un grupo de abogados y asociaciones ciudadanas (entre ellos, Borja Adsuara, José Luis Piñar, Jorge García Herrero, Elena Gil González, Víctor Domínguez, de la Asociación de Internautas, Miguel Pérez Subías, de la Asociación de Usuarios de Internet, Virginia Pérez Alonso, de la Plataforma en Defensa de la Libertad de Información-PDLI, Rodolfo Tesone Mendizábal, de la Asociación de Expertos Nacionales de Abogacía Digital, Ofelia Tejerina, Carlos Sánchez Almeida, Cecilia Álvarez Rigaudias, Lorenzo Cotino, la Plataforma en Defensa de la Libertad de Prensa, la Asociación Española Pro Derechos Humanos, Luis Gervas de la Pisa...), pusieron en acción a un Defensor de Pueblo, evidentemente con más apego por la decencia que por el cargo, Francisco Fernández Marugán, y a un Tribunal Constitucional que, en un tiempo récord, admitió a trámite y dictó una sentencia de 36 folios que tumbaba la mencionada disposición final. A ellos les debemos todos que, al menos mañana, sigamos disfrutando de algo que recuerde a la democracia.

domingo, 2 de junio de 2019

El significado de la estrategia en los negocios.

   Uno de los signos distintivos de nuestra época lo constituye el hecho de que el lenguaje bélico lo ha penetrado todo. Muy pocos deportes se libran de retransmisiones en las que se habla de “capitular”, “agresividad” o “disparos”; la seducción se ha convertido en el terreno de la “conquista”, el “derribo de barreras” y la “rendición”; incluso los textos pedagógicos más avanzados del momento identifican “enemigos”, “armas” y “tácticas”. Joseph Groia y David LeDrew presentaron el 3 de marzo de 2.010 ante la Hamilton Law Associaton un texto titulado “The Art of War and Victory in Litigation: Winning Strategies”, cuyo eje central consistía en abrir el mundo de la jurisprudencia a las consideraciones militares de Sun-Tzu. Pero el campo por excelencia de las nuevas batallas lo constituye el mundo de los negocios. Uno puede llegar a adquirir reputación en los negocios sin tener ni la más remota idea de historia de la economía, de cómo surgieron algunas de las grandes innovaciones e, incluso, sin tener una somera explicación de cómo y por qué acaban adoptándose algunas decisiones y no otras cualesquiera, pero a nadie se le concederá la menor respetabilidad si no ha leído el famoso texto chino. Las grandes apuestas comerciales de nuestra época vienen conformadas por “guerras”, en las que hay que conocer “el campo de batalla” y adoptar una “estrategia” correcta si se quiere alcanzar “la victoria”. Y si la victoria no resulta alcanzable, siempre se puede leer alguno de esos textos en los que se enseña cómo desarrollar un marketing “de guerrilla”. Como siempre, la generalización de un uso, difumina la superficie de su afloramiento, oscurece los motivos por el que este uso llegó a seleccionarse y, todavía mejor, deja sin respuesta la cuestión de su significado último. Precisamente a dilucidar estas cuestiones se dirigió un escrito capital aparecido en 2015 y que, como no podía ocurrir de otra manera dada su trascendencia, todo el mundo hace lo posible por ignorarlo.
   En “Variations in Strategy Perception among Business and Military Managers”, aparecido en el International Journal of Research in Business and Social Science, Vol.4 No.1, 2015, Zafer Özleblebici, de la Escuela de Guerra del Ejército turco, José Carlos de Castro Pinto, profesor asistente de Métodos Cuantitativos en el ISCTE-Instituto Universitario de Lisboa y Nelson José dos Santos António, profesor y director del Programa de Estrategia y Emprendimiento en la mencionada institución, se preguntaron si podía calificarse de metáfora, de analogía, de isomorfismo o de simple identidad los significados del término “estrategia” cuando usaban esta expresión expertos en el mundo de los negocios y militares. 
   Haré aquí un excurso para señalar que, a la luz de la filosofía del siglo pasado, tal cuestión carece de relevancia. Simplemente, en juegos del lenguaje distintos, una misma palabra tiene usos distintos y, por tanto, significados distintos. Las diferencias entre los usos vendrán marcadas por el “parecido de familia” que exista entre los correspondientes juegos del lenguaje. Este planteamiento, tiene la enorme virtud de escamotear la cuestión fundamental, a saber: ¿qué buscan los expertos en economía en los textos de los estrategas militares? ¿acaso no se han enterado de que ellos juegan un juego del lenguaje diferente, de que participan de una forma de vida diferente? ¿o acaso los textos de Sun-Tzu, de Clausewitz, no tratan realmente de la guerra? ¿por qué estos textos le resultan inspiradores a ellos precisamente y no, digamos, a los tenistas, a los policías o a los bomberos? ¿Quizás por que sí hay una manera de comparar los juegos del lenguaje más allá del “parecido de familia”? Dejemos aquí a nuestros atribulados hombrecillos del siglo pasado y vayamos a lo que importa.
   Para abordar la pregunta que se habían planteado Özleblebici, Pinto y Antonio descompusieron el término estrategia en una serie de rasgos característicos tales como: lograr ventaja competitiva, determinar la fuerza y debilidad frente a oportunidades y amenazas, alcanzar la posición deseada, alcanzar los objetivos a largo término, analizar la situación y cambiarla, etc. A continuación enviaron un cuestionario a 500 altos cargos de empresas y otros tantos militares para que establecieran la jerarquía de rasgos que les pareciera más acorde con lo que entendían por “estrategia”. Los propios autores señalaban una debilidad existente en esta metodología, a saber, los resultados indicarían cómo estos sujetos percibían su labor, lo cual no tiene por qué coincidir necesariamente con el modo en que realmente la desempeñan. Pero ésta, que constituye una limitación clara en su estudio, encierra lo más enjundioso de él. En efecto, de los resultados obtenidos por Özleblebici, Pinto y Antonio se extrae la consecuencia de que en la “estrategia” militar hay rasgos diferentes de la “estategia” en los negocios. En primer lugar, como cabría esperar, la “estrategia” en el mundo de los negocios no se refiere a objetivos a largo plazo, sino a lograr ventajas competitivas en un entorno concreto, lo cual, en un sentido estricto, vuelve irrelevante para los negocios la mayor parte de la literatura militar. Todavía mejor, mientras la “estrategia” militar se centra en una cuidadosa deliberación y en una planificación minuciosa, la “estrategia” en el mundo de los negocios se centra en el ensayo y el error y en aprender de experiencias pasadas. Pero la guinda viene en lo que respecta al procedimiento por el cual se debe adoptar una estrategia, pues mientras los militares hacen énfasis en la colaboración y el trabajo en equipo, los hombres de negocios señalan inequívocamente al liderazgo personal.
   Tenemos aquí, por tanto, un bonito ejemplo de que cuando un mismo concepto se utiliza en “juegos del lenguaje” diferentes, como en culturas diferentes, como en idiomas diferentes, se puede descomponer en los distintos rasgos que configuran la posición por él designada, obteniendo de este modo una matriz que nos ayuda a comprender las semejanzas y diferencias entre sus usos, eliminando la tan cacareada inconmensurabilidad sobre la que los filósofos del siglo pasado, que ni se olieron la posibilidad de semejante proceder, fundamentaron sus planteamientos. Esto permite ver que hay rasgos en la “estrategia” a la que se refieren los hombres de negocios que no coinciden con los rasgos de la “estrategia” en la que se reconocen los militares, pues enfatizan el liderazgo y la jerarquía de un modo que ha quedado obsoleto en los ejércitos modernos. Éstos, de hecho, utilizan una versión de la estrategia que recuerda a lo que, teóricamente, debería suceder en los negocios. Estrategia militar y estrategia económica parecen entonces dos espejos alineados, que se reflejan el uno al otro, sin que sus imágenes coincidan nunca exactamente. Entre ambos no existe analogía, ni metáfora, ni isomorfismo sino una reverberación, una fascinación mutua que los lleva, inevitablemente, a confluir en una misma dirección.