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domingo, 15 de marzo de 2015

Acerca de la belleza (y 2)

   La conexión de la belleza con el mal nos permite entender por qué existe mal en el mundo: porque los seres humanos necesitamos que haya belleza en él. De hecho, la belleza o, de un modo más amplio, los ideales estéticos, son el principal motor de nuestra conducta. No creo que los seres humanos obremos buscando el bien, obramos buscando la belleza. Piensen en un fumador. Se envenena, procura la aparición de la enfermedad y el debilitamiento de su cuerpo, simplemente por el placer estético que supone arrojar humo por las ventanillas de la nariz. El bien, la acción buena, no produce la satisfacción personal que conlleva saber que se ha realizado una acción bella. Vivimos la belleza como no sabemos vivir el cumplimiento del deber. Si ayudamos a cruzar la calle a una ancianita o si nos ponemos chulos con la persona a la que impedimos sacar su coche de su cochera porque hemos aparcado mal el nuestro, es por la grandeza, o la belleza, que creemos ver en semejante pose. Una civilización entregada a la imagen, a la estética, a la apariencia bella, sólo puede ser entonces una civilización engolfada en el mal. Ahora podemos comprender a Goya. Lo que Goya vio fue que si la realidad era espantosa, buscar la belleza, refugiarse en ella, era otorgarle un respiro al mal para que siguiera avanzando, cuando no una cínica burla hacia sus víctimas. 
Francisco de Goya, Saturno devorando a sus hijos
El arte, por tanto, debía ser una indagación acerca de lo feo, de lo horrendo, para no dejar ningún resquicio a nada que no fuese la pura denuncia. En buena medida, éste es el eje rector de la Estética de Th. W. Adorno, la pregunta de si debe haber belleza después del horror o, como él la formula, si debe haber poesía después de Auschwitz. Pero, con independencia de si debe haber poesía después de Auschwitz o no, lo cierto es que sí la hubo en Auschwitz. 
   Auschwitz, Treblinka, Dachau y un número indeterminado de otros campos de concentración y exterminio nazis, tuvieron sus orquestas de prisioneros, entre cuyas funciones estaban recibir los trenes de deportados para tranquilizarlos mientras se seleccionaba a los que serían asesinados de modo inmediato, sofocar los gritos de las cámaras de gas y acompañar las ejecuciones públicas. La música de los campos ayudó a confundir no pocas inspecciones internacionales y a tranquilizar muchas conciencias de los vecinos de los mismos. El lirismo de Beethoven y, por supuesto, de Wagner, se fundieron en ellos con la cotidianidad del horror. Aún más, las SS no dejaron escapar la oportunidad de utilizar la música para humillar a los prisioneros, intentando la aniquilación completa de su personalidad mediante la traición impuesta de sus ideales. Se les obligaba, pues, a escuchar música o a cantar en condiciones infrahumanas. Pero aquí no acaba la historia de la música en los campos de concentración. En numerosas ocasiones los propios prisioneros se sirvieron de ella para mostrar un atisbo de resistencia, para insuflarse ánimos y otorgarse la esperanza de sobrevivir, renovando una ambivalencia que ya se había producido con los negros en las plantaciones de América(1). Incluso hubo quienes, en medio de las atrocidades, en medio del espanto cotidiano, fueron capaces de componer como forma de autoafirmación de su identidad. Tal fue el caso de Wladyslaw Szpilman en el gueto de Varsovia o el mucho más conocido de Oliver Messiaen, quien estrenó el Cuarteto para el final de los tiempos en el campo de prisioneros de Görlitz. El propio Pärt, tan ensimismado, tan espiritual, tan elevado, no ha dejado de producir por y contra el horror. Da Pacem Domine fue compuesta en una noche, en plena conmoción por los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid y en su encuentro con la prensa no dudó en calificar a Putin de “un verdadero peligro para cualquier país”. 
   De lo dicho hasta aquí no debe deducirse que debamos huir de la belleza. Sería como prescribirle a un pájaro que dejara de volar. Ya lo hemos señalado, los seres humanos necesitamos de la belleza y necesitamos de la melodía por mucho que se empeñen los papanatas que siguen haciendo música como en el siglo pasado. La aparición de nuestra especie, el homo sapiens sapiens, es inseparable de la aparición del arte. Decoramos, grabamos y pintamos desde el mismo día en que comenzamos a ser lo que somos. Nuestra necesidad de belleza, es por tanto, de otro orden que la necesidad que podamos tener de un móvil, de un coche lujoso o de un buen televisor. No necesitamos el arte para poseerlo, para coleccionarlo o para ponerlo en una vitrina. Necesitamos la belleza como necesitamos todas las cosas que son esenciales para nosotros, que forman parte de nuestra naturaleza: hablar, proyectar o recordar. Por eso el arte no nació como algo que hubiera de ser contemplado, como algo que pudiera existir por sí mismo y a lo que se le pudiera dedicar una visita ocasional. Tenía que estar siempre ahí, en los objetos de uso cotidiano o en las paredes de cuevas habitadas, tenía que formar parte de nuestra vida diaria porque tiene una utilidad: atestiguar la existencia del orden.
   Nuestro cerebro, este cerebro de homo sapiens sapiens, es una máquina de hacer, buscar e inventar orden. Lo bello es, precisamente, la manifestación de un orden que, con frecuencia,  permanece oculto para nosotros. La trampa del mal consiste en que nos negamos a aceptar que algo, aparentemente, arbitrario, contrario a todo orden, sin razón, lo sea verdaderamente. De ahí que nos afanemos por entenderlo, que nos quedemos absortos en su contemplación rastreando esa justificación de la cual carece. Por eso ni basta con buscar la belleza, ni es un hecho que la belleza sea una forma de protesta, ni, mucho menos, debemos conformarnos con la actitud derrotista de quien intenta refugiarse en ella. Bien al contrario, hacer de la belleza una forma de denuncia que nos saque de nuestra somnolencia mortecina es un reto, el reto de cualquier arte futuro que quiera hacer algo más que colaborar con lo dado.


   (1) Sobre el tema de la música en los campos de concentración, puede consultarse con provecho esta página.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Illusions (1)

   Hace tiempo que Adorno denunció el hecho de que la música había dejado de ser una creación estética para devenir un simple producto del mercado. Todo cuanto pudiera haber en la música de originalidad, de esfera autónoma hecha por sujetos no sometidos a estándares, ha desaparecido. Ya no se trata de ofrecer alternativas a la realidad, es pura duplicación de la realidad, una copia tosca y embustera que no duda en autoproclamarse superficial y frívola porque lleva en su seno su inmediato recambio, otra copia no menos superficial y frívola, pero sutilmente modificada respecto de la anterior. La música de la industria resulta así inseparable de la moda. Como en todo mercado debidamente estandarizado, los consumidores no pueden dejar de pedir los mismos platos precocinados de siempre, si bien bajo envases distintos para impedirles caer en la abulia compradora, pues estamos convencidos de que el envase es el producto como el medio es el mensaje.
   El caso más típico de cuanto venimos diciendo, señala Adorno, es el de las bandas sonoras. La música, aplicada al cine, sólo tiene valor por su capacidad de estimular al espectador, de restablecer la continuidad rota con la sucesión de planos, de constituirse en un elemento dramático en el desarrollo épico y elemento épico en el planteamiento dramático. De hecho, la etiqueta "banda sonora" no designa tanto una parte común a todas las películas, como una cierta forma, muy común, de hacer música. Mientras las mejoras técnicas permiten películas inimaginables hace 50 años, esas mismas películas se siguen acompañando de la música de hace 50 años y con idéntica función: ocultar la absoluta vaciedad de los diálogos, la intrascendencia de la acción.
   La manera tradicional de entender la música cinematográfica está basada en una idea wagneriana. Cada pasaje de la partitura debe ser sobrecargado de significaciones para convertirlo en una representación simbólica de un personaje, una situación, o, más aún, una cualidad metafísica. Hay que hacer de la música mero instrumento intensificador de las imágenes, arrebatándole cualquier capacidad para enfrentarse a ellas. En la práctica, a lo que conduce la idea wageneriana, es a una inevitable mentira, pues, en las producciones al uso, el compositor puede sentirse feliz si logra ver una vez la película ya montada antes de componer la partitura.
   El devenir de los acontecimientos, medio siglo después de Adorno, ha convertido sus textos en un fiel reflejo de la realidad. Tenemos, por una parte, los intentos por hacer música de un modo diferente, asfixiados por una industria musical a la que su declive no ha privado de su capacidad para imponer gustos. Tenemos, por otra parte, músicos que componen con el único fin de que alguna empresa anunciante se ponga en contacto con ellos para licenciar una de sus piezas. Esto ha originado todo un subgénero musical, las músicas para los traileres de las películas. El trailer de una película se hace antes de que ésta se estrene y, con frecuencia, antes de que se le hayan dado los retoques finales. Por tanto, mucho antes de que ningún compositor haya sido contratado para su banda sonora. Por otra parte, las necesidades de la industria son muy diferentes en el caso de una banda sonora y un trailer. No es lo mismo la sucesión de imágenes de un par de minutos que, en la mayoría de los casos actuales, resumen fielmente la película, que la hora y media en la que este relato se amplía (sin, por supuesto, complicarse). Toda una pléyade de músicos se han embargado en la tarea de proporcionar a la industria música compuesta no para ese trailer, sino para cualquier trailer o para cualquier anuncio, o para cualquier juego. Música que tiene que fingir su adecuación a lo narrado del mismo modo en que una prostituta finge sus orgasmos para su cliente.
   El modo de hacerlo obedece a unos estándares perfectamente establecidos: una orquesta wageneriana, es decir, ampliada hasta el extremo; un coro, doble, de voces femeninas; un refuerzo doble o triple en la sección de timbales; y un crescendo de no más de tres minutos. Es recomendable una pausa, o dos, para acentuar la sobrecarga sonora que se aproxima hacia el final. El resultado es lo que se ha dado en llamar "música épica" y que se ha convertido en un género en alza. Dicho de otro modo, el pobre espectador termina apabullado, aplastado en su asiento por una contundencia musical que ya hubiese querido Bruckner para sus sinfonías. Sin saber muy bien qué se le ha venido encima, será incapaz de formarse una idea clara de si la película prometida merece el dinero que debe gastarse en ella, que es, precisamente, lo que se pretendía. Por lo demás, con unos mimbres como los mencionados resulta extremadamente fácil introducir pequeñas variaciones para fabricar centenares de títulos en el plazo de unos pocos años. Lógicamente, si uno tiene ciertas nociones musicales y un par de centenares de músicos a su disposición (o un medio electrónico para simularlos), al cabo de dos o tres cientos de pequeñas variaciones sobre el mismo tema, inevitablemente, acabará por fabricar alguna que otra pequeña joyita. No tienen más que escuchar el Fallen Soldiers (por supuesto, sin percusión), de Audiomachine. Pero si ésta fuese toda la historia, yo no me habría molestado en escribir una línea sobre ella.

domingo, 5 de febrero de 2012

La Mega Conspiración

   Esta noche se juega la Superbowl. Como tengo que levantarme temprano, la grabaré. Supongamos que mañana invito a mi jefe y a unos amigos para ver tranquilamente el partido en casa. En cualquier momento puede llamar a mi puerta la policía y enfrentarme a una demanda de extradición a EEUU por parte del FBI. Más o menos, a otra escala, es a lo que se dedicaba Megaupload. La verdad es que hace años que vivo fuera de la ley. Llegué a reunir una buena colección de casetes grabados de la radio, en más de una ocasión hice copias de mis discos para amigos y novias y he llegado a proyectar películas a mis alumnos/as. Vamos, que soy un delincuente habitual. Independientemente de que los dueños de Megaupload también lo sean o no, independientemente de que resulten extraditados y condenados o no, hay toda una serie de cuestiones que resulta necesario clarificar.
   La primera de todas ellas es que una cosa es la legalidad y otra la legitimidad. Por ejemplo, los jueces de la Alemania nazi condenaron a un buen número de personas a castigos atroces perfectamente recogidos en el articulado penal de la época. Sus sentencias fueron legales, otra cosa es que fuesen legítimas. Las leyes contra los derechos de autor que se han ido promulgando y/o endureciendo a lo largo del planeta han ido configurando un marco legal de intenciones muy claras. Lo que no está tan claro es su legitimidad. No han sido elaboradas por gobiernos libres ni aprobadas por parlamentos independientes. Han sido redactadas al dictado de los sucesivos gobiernos de los EEUU y bajo una presión, en algunos casos (como revelaron los cables de Wikileaks), brutal. Conculcan, de un modo general, el derecho de todo ser humano a acceder libremente a la cultura, a la vez que hacen todo lo posible por no proteger otro derecho fundamental, el de todo autor a recibir un reconocimiento por su obra.
   Pese a que su supuesto fundamento dice ser la protección de los derechos de autor, no mencionan, ni una sola vez, el derecho de éstos a no sufrir contratos abusivos. Es público y notorio el caso de los grupos musicales y los sellos discográficos, pero el parasitismo no es algo de su absoluta exclusividad. Ahora ya ha quedado patente que la SGAE, amparándose en leyes hechas para su beneficio, recaudaba vorazmente enormes sumas de dinero, sin que después se molestara en buscar a los autores supuestamente defendidos por ella. Mientras tanto, los organizadores del fraude, no perdían ocasión para acusar al resto de la población de lo que constituía su modus vivendi, el expolio cultural. Hay algo que se puede decir a su favor, no son los inventores de este modelo de negocio. Las "pobres" editoriales españolas se niegan sistemáticamente a numerar los libros para que sea imposible averiguar cuántos libros se han tirado efectivamente y cuántos se han vendido. De este modo, los sacrosantos derechos del autor recaen directamente sobre la magnanimidad de su editor, ante cuyo poder quedan inermes por mucho que las leyes digan protegerlos.
   Olvidemos por un momento que las leyes contra la piratería han sido creadas, en última instancia, por quienes han hecho de la piratería una industria. Ignoremos que son el último intento de esta industria por eludir una agonía que parece difícilmente evitable. Cumplen una nítida función ideológica en favor del mantenimiento del statu quo. Vivimos la paradoja de que, quienes merman las cuentas corrientes de los autores, han convencido a éstos de no ser la culpa de sus desgracias. La culpa, dicen, la tienen, precisamente, quienes siempre han contribuido a engrosarlas. Las leyes de derechos de autor han convertido en enemigos de éstos a sus seguidores. Así, sin mucho disimulo, se les extirpa cualquier pretensión creíble de ejercer como intelectuales comprometidos con algo políticamente relevante. La política existente, los políticos mercenarios, los fieles guardianes de la libertad de un mercado milimétricamente controlado por ellos, aparecen como sus protectores frente a una opinión pública a la que ya no se puede golpear ni despertar, pues está formada por gente con la que no se comparte un interés común en lo más esencial.
   Ahora bien, ¿quiénes son esos piratas culturales? El grueso de los mismos son descargadores de productos cinematográficos, televisivos y lúdicos cuya naturaleza fue descifrada hace más de cincuenta años por teóricos como Th. W. Adorno. Entre otras cosas, Adorno señalaba (insisto, hace más de cincuenta años), que las películas son anuncios en gran formato. La genialidad de Adorno denunciaba algo que, desde entonces, ha devenido tan obvio como para generar una rama especializada del marketing, lo que se llama "posicionamiento de marcas en productos audiovisuales". Es imposible entender la indefinida prolongación de la saga James Bond, aislándola de la continua presencia en la pantalla de todo tipo de marcas de lujo que el espectador asociará, conscientemente o no, con una vida de aventuras, glamour e intensidad supremas. El fenómenos ha alcanzado tal nivel que Hollywood ha precipitado el remake de Millenium simplemente porque Stieg Larsson nunca menciona "un móvil", sino una marca expresa de móviles. En 1977, George Lucas dio un paso más allá al convertir la primera trilogía de La guerra de las galaxias en el fenomenal anuncio de sí misma, o, para ser más exactos, de sus productos de merchandising. Pero quien ha hecho del cine un simple autoanuncio ha sido Pixar, la productora de Steve Jobs, no por casualidad, comprada por Disney. Cars, Cars 2 y todas las que van a venir detrás, son, únicamente, anuncios de noventa minutos dirigidos al público infantil, para convencerlos de que compren todos y cada uno de los cochecitos que aparecen en ella. Ya no se promociona el coche protagonista, se promociona el coche tal y como aparece en cada una de las escenas, con la secreta esperanza de que el niño se limite a reproducir lo que vio en la pantalla, no vaya a ser que ponga a funcionar algo tan peligroso como la imaginación. Zindagi na milegi dobara, el último bombazo de Bollywood, es una película, generosamente subvencionada por Tourespaña, nuestro organismo encargado de promocionar el turismo, en la que un grupo de amigos se divierte de lo lindo visitando las diferentes fiestas veraniegas del nuestro terruño. Y es que, la emergente clase media de la India se está convirtiendo en un jugoso mercado por explotar. Lo diré con total claridad: la inmensa mayoría de los filmes de la industria son rentables antes de que se proceda a su distribución. La publicidad insertada en ellos genera beneficios mucho antes de que lo haga la taquilla.
   Tomemos el caso de la página web Series Yonkis. Los seguidores de una serie podían ver tantos capítulos como deseasen de la misma, antes, durante o después de su emisión por una cadena concreta. Cadena que, en cualquier caso, ya ha pagado a la distribuidora en cuestión y ésta, cabe suponer, a sus legítimos autores. La mayor parte de estos televidentes no tienen la intención de comprarse el consabido pack con todos los capítulos en DVD. Por tanto, para ellos, se trata de verla de esa forma o no verla, pero, en ningún caso, su decisión generará beneficios añadidos para los "autores" de la misma. ¿Qué hay entonces de ilegal en Series Yonkis? Lo que hay de ilegal en ella, se nos dirá, es que las cadenas de televisión no pueden obtener beneficio de las series que han comprado intercalando anuncios en ellas. Este argumento, pese a ser falaz, es esclarecedor. Es falaz porque las televisiones no dejan de emitir anuncios por el hecho de que los seguidores de las series las abandonen. La caída de ingresos por publicidad se ha debido a la proliferación de cadenas televisivas, no a la competencia de páginas de descarga. Es esclarecedor porque muestra la certeza de las acusaciones adornianas. Si el cine lo constituyen anuncios en gran formato, las series televisivas son anuncios en píldoras semanales.
   El mismo argumento es aplicable al deporte. Presenciar las bowls (algo así como las finales) del fútbol americano universitario, la liga neozelandesa de rugby o la liga de fútbol noruega, supone que, o vive Ud. en los respectivos países, o se tiene que convertir en un forajido. ¿Por qué? Pues porque, probablemente, nadie las trasmitirá para su territorio nacional. Así que, si quiere ser una persona respetuosa de la legalidad vigente se tiene que quedar sin verlas, no porque no esté dispuesto a pagar por ellas, sino porque no hay nadie a quien pagar. El caso de los contenidos deportivos es aún peor que el de las series. En las series, el pirata puede librase de la publicidad intercalada, aunque no, por supuesto, de la inserta en las mismas. En el deporte, el pirata ni siquiera puede aspirar a eso. Por mucho que piratee los contenidos, su pantalla se inundará con el logotipo de la empresa que patrocina la correspondiente bowl, liga y/o equipo. Con lo cual, volvemos al principio. Si ese deporte, esa liga o ese equipo mantiene su presupuesto gracias a llevar publicidad, el problema del pirateo no tiene que ver con que las televisiones le paguen más o menos, tiene que ver con que exija una cantidad por publicidad correspondiente a los espectadores totales (es decir, incluyendo al público "ilegal") del evento.
   El caso del deporte es extensible al de casi todos los videojuegos. El conocido Fifa de Electronic Arts, es un juego rentable antes de que nadie llegue a iniciar un partido en él. Su fidelidad en la reproducción del entorno gráfico, incluye la publicidad presente en los estadios y las camisetas de los jugadores, a la cual hay que añadir la de los correspondientes clubes, jugadores y, más pronto o más tarde, representantes de los mismos.
   Preguntábamos más arriba quiénes son los piratas culturales. Ahora ya estamos en condiciones de dar una definición de piratería que deja perfectamente claro de qué estamos hablando cuando mencionamos los derechos de autor: pirata es todo aquel que no paga por consumir publicidad.

domingo, 29 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (¡y 5!)

   Salvando las distancias, me ha ocurrido un poco lo que a Leibniz con la Teodicea, comencé creyendo que tenía un par de cosas que decir sobre la felicidad y esto ha acabado con más capítulos que la serie esa de Amar los huevos revueltos. Lo peor es que se han quedado unas cuantas cosas en el tintero. Amarrarlas todas llevaría a alargarme más de lo que resulta pertinente. Me limitaré, pues, a anticipar la posible respuesta a algunas críticas muy evidentes.
   Empezaremos por el final. Ciertamente hay historias personales que, da igual cómo se las cuente, son terribles. Ser capaz de encontrar una perspectiva que haga narrable una de esas historias con algo mínimamente positivo es, entonces, un reto, muy difícil en la mayoría de los casos, aunque no imposible. Habrá, con todo, vidas para las que sí sea, de verdad, imposible. ¿Qué hacer entonces? Bien, hay un truco que no deja de ser arduo aunque factible: si no puede encontrar una perspectiva que haga de su vida algo agradable de recordar, invéntese una vida. Es lo que han hecho siempre infinidad de escritores. ¿Recuerdan a Cervantes? Su padre era sordo, estuvo en la cárcel por deudas y no tenía "sangre limpia". Cervantes, hijo, pasó su infancia de un lado a otro, probablemente, sin poder consolidar amistades, fue perseguido por la justicia, perdió el movimiento de una mano, fue hecho prisionero de guerra, esclavizado y torturado en Argel, tuvo un par de matrimonios infelices y lo encarcelaron como a su padre. En una cárcel española, este héroe de los ejércitos españoles, hizo lo único que podía hacer, inventarse la historia de alguien más hidalgo, triste y desgraciado que él, la historia de Don Quijote. No es una excepción, más bien, es un regla. Buena parte de los grandes escritores de todos los tiempos lo fueron para huir de sus propias y terribles historias. Fabulando vidas que no fueron las suyas, hallaron el modo de exorcizar los demonios, de soportar su propio dolor, de disfrutar de una cierta estabilidad emocional. Lo hemos dicho ya, inventar y recordar son dos procesos muy semejantes.
   Señalamos que una vileza no hace a una persona vil, que una sucesión de fracasos no hace de una persona un fracasado... luego, ¿una sucesión de borracheras no hace a una persona alcohólica? El autorrelato no es bueno por sí mismo, sencillamente, es lo que estamos haciendo en todo momento. Lo que resulta bueno por sí mismo es cobrar conciencia de esa elaboración continua, porque eso nos permitirá distinguir entre el modo salvífico y el modo tóxico de narrarnos nuestra vida.
   Otro flanco abierto a las críticas tiene que ver con Adorno y una larga tradición de filosofía de izquierdas. Para ellos, la felicidad era algo vergonzante. Hablar de felicidad después de Auschwitz o, más simplemente, después de una jornada de trabajo, forma parte de la típica hipocresía burguesa. Nadie puede ser feliz antes de la revolución porque lo contrario supone reconocerle a la formación capitalista contra la que se lucha, la posibilidad de ofrecer felicidad, siquiera, a un puñado de seres humanos. Además, dado el materialismo de que hacían gala, difícilmente podían imaginarse una felicidad fundamentada en algo más que en lo que decían sus antagonistas, esto es, la acumulación de bienes. Por tanto, cualquier propuesta de ser felices, sonaba a sospechosa traición de los ideales. Ser feliz era ser egoísta, tonto y/o criptoburgués.
   Conforma todo lo anterior un modo de ver las cosas que no comparto. Cederle a lo establecido, de entrada, el poder de hacernos infelices, es aceptar su idea de que los seres humanos rinden más y mejor cuando son infelices, que la felicidad debe ser la zanahoria que mueve al burro en una dirección elegida por otro, que seremos felices teniendo cosas que no tenemos. Nuestro jefe puede hacérnoslas pasar canutas, obligarnos a desperdiciar el tiempo en inutilidades, despedirnos y dejar a nuestros hijos sin sustento. Entregarle, además, el poder de decidir sobre si vamos o no a ser felices es darle demasiado poder. No, la felicidad debe estar en nuestras manos y no debemos permitir a nadie ni a nada que nos la arrebate. Y, desde luego, lo que prefieren nuestros hijos no es que traigamos dinero a casa, lo que prefieren es vernos felices.
   Es difícil eliminar la sospecha de que una persona feliz, con independencia de los hechos concretos que la rodean, mostraría un cruel egoísmo. No creo que esta sospecha deba inquietarnos si aprendemos a distinguir dos tipos de egoísmo. Por una parte está el egoísmo que yo llamaría de las personas cortas de vista. Este es el egoísmo del que se come el último trozo de tarta sabiendo que otra persona también lo desea. Por otra, está el egoísmo inteligente. Las personas verdaderamente egoístas, rara vez se comen el último trozo de tarta si sospechan que otra persona lo desea. Saben que, como mínimo, compartir ese trozo de tarta, aumenta las probabilidades de que lo vuelvan a invitar a comer tarta. Ya lo hemos dicho, el objetivo de ser feliz es que, las personas felices, suelen tener una irrefrenable tendencia a actuar bien y quien considere sinónimos felicidad y egoísmo tendrá que demostrar que actuar bien puede ser pernicioso.
   En los propios textos de Adorno se asoma la idea de que, dado el estado actual de cosas, el hecho de ser feliz es absolutamente revolucionario. Si se consiguiese extender la felicidad hasta alcanzar un porcentaje mínimo de la población, el efecto sería tan devastador, que difícilmente el sistema de poder imperante podría soportarlo. Resulta extremadamente fácil demostrar esto. Si alguna vez han utilizado la provocadora táctica de responderle al superior que les abronca con una cándida sonrisa y un rotundo "me da igual, yo soy feliz", sabrán lo que suele ocurrir. Quien está intentando acogotarles recurrirá a la cruda violencia o a las amenazas más brutales. No lo hace porque crea que esa respuesta refuerza su poder. Bien al contrario, lo hace porque sabe perfectamente que su aparente poder se acaba de esfumar en el aire. ¿Qué ocurriría si ésa se convirtiese en nuestra respuesta habitual a todos los intentos de hacernos sentir mal, de conducirnos por un camino que no hemos elegido, de convertirnos en personas que no queremos ser? ¿Qué ocurriría si respondiésemos así, a los agravios, a los anuncios, a quienes nos exigen ser más productivos, más competitivos, más agresivos? ¿Cuántas cosas dejaríamos de comprar y aún de desear? ¿A qué se dedicarían los fabricantes de productos de lujo?