domingo, 28 de enero de 2018

El futuro de los Estados (y 2)

   Mientras los filósofos han seguido dándole vueltas al problema vigesimico del sexo de las interpretaciones se han ido formando a nuestro alrededor ejércitos cuyo diseño no obedece a la lógica de enfrentar otros ejércitos y que, por tanto, se hallan libres de las dificultades de los ejércitos tradicionales para combatir enemigos mucho más difusos como guerrillas o levantamientos populares. Los nuevos ejércitos de organización virtual pueden tomar como objetivo, con la misma facilidad, países, empresas o ciudadanos concretos. Sin duda, resulta muy espectacular la injerencia rusa en las elecciones norteamericanas o el asalto de hackers norcoreanos a los servidores de Sony. La capacidad para diseñar objetivos capilarizados, de atacar individuos concretos, constituye, sin embargo, la mejor manifestación de que algo muy importante ha cambiado en la naturaleza de los conflictos internacionales. De hecho, se trata de una reorganización conceptual de primera magnitud, o, como se diría en la terminología mitológica del siglo pasado, un cambio de paradigma. 
   Si repasan la historia encontrarán casos sin fin de acciones de un Estado contra ciudadanos del propio país o de lo que consideran como tal, bien dentro de sus fronteras, bien fuera de las mismas. También existen abundantes ejemplos de conflictos con empresas que poseen intereses en el país que las ataca o que compiten con empresas de dicho país. Por supuesto, todos conocemos casos de grupos de individuos que atacan un Estado, como ocurre con el terrorismo. Incluso existen situaciones en las que una persona concreta ha conducido a la extinción de uno, caso de Cecil Rhodes y su invasión de la República de Transvaal, que puso fin a la Segunda Guerra Bóer. La condena de Galileo, por ejemplo, ilustra cómo un Estado, en este caso el imperio español, influyó sobre la cabeza visible de otro, el papado, para que una persona concreta rectificara su actitud. Por contra, que un Estado dirija sus armas más sofisticadas directamente contra un ciudadano de otro país que no ha cruzado la frontera entre ambos, tiene escasos precedentes. Tan pocos que los ciudadanos en semejante situación se encuentran inermes ante dicho ataque, primero, por la magnitud que toma el mismo, pero, segundo, más importante aún, porque no existen cauces para conducir una defensa apropiada. Como todos sabemos, la estrategia de negar una acusación suele convertirse en el mejor modo de que ésta llegue a conocimiento de más gente. Los procedimiento habituales, la policía, por ejemplo, poco puede hacer dado que el ataque viene de más allá de su jurisdicción. La multiplicidad de nombres bajo los que se esconde este tipo de ataques hace inviable la denuncia legal de los mismos. Los gobiernos ni siquiera tienen la opción diplomática de presentar protestas formales ante otro gobierno pues no hay pruebas de su vínculo con lo que se muestra como actuaciones de ciudadanos particulares. Incluso aunque se recurra a organismos internacionales, la posibilidad de disuadir a los agresores de seguir en sus acciones por medio de una sanción resulta algo más que remota. Si la ofensiva pasa por construir una imagen denigrante de una persona, por la propia naturaleza de las imágenes, la única defensa posible implica construir una imagen diferente, cosa que rara vez se halla al alcance de una persona sola. Todo esto puede enunciarse de otra manera: un ataque virtual sólo puede defenderse mediante un contraataque virtual, o, lo que viene a decir lo mismo, toda guerra comunicativa posee naturaleza ofensiva.
   Hasta ahora se nos ha venido justificando la existencia de los Estados y, en especial, su monopolio de la violencia, en la necesidad de defender a sus administrados del ataque de otros ciudadanos y de otros Estados, como bien saben cónsules y embajadores. Que un Estado pueda atentar contra lo más sagrado que poseemos en este siglo XXI, nuestra imagen, sin que aquel al que pagamos los impuestos pueda impedirlo ni castigarlo, le hace perder inmediatamente su razón misma de existir. El caso de Jessikka Aro resulta a este respecto paradigmático. Se trata de una periodista que ejerce en un país cuya historia ha venido  marcada por sus relaciones con su gigantesco vecino. ¿Cuántos periodistas se mostrarán en un futuro dispuestos a informar en contra de los intereses rusos? Aún peor, ¿qué le cabe esperar a los gobiernos fineses si la prensa nacional se halla dominada, por acción u omisión, por un país extranjero? No hemos de caer en la inocencia. La generalización de ataques contra sus ciudadanos por parte de potencias extranjeras se convertirá rápidamente en un argumento para permitir a los Estados la custodia, control y manejo de toda la información acopiada por sus ciudadanos. Protegernos de injerencias extranjeras se convertirá pronto en el eslogan con el que justificar el espionaje, que se hace ya, de todos nuestros paseos digitales. Resulta muy dudoso, sin embargo, que puedan construirse fronteras virtuales, quiero decir, cortafuegos eficaces, contra este tipo de prácticas. Aún peor, como ya he explicado, la única defensa posible parece consistir en el contraataque por lo que, más pronto que tarde, nos hallamos abocados a una generalización de ataques de unos Estados sobre los administrados por otros, situación de la que, si hemos de creer a Hobbes, sólo podremos salir mediante la creación de un nuevo Leviatán.

domingo, 21 de enero de 2018

El futuro de los Estados (1)

 “Information peace is the start of real peace”
(Ludmila Shavkuv)
   A mediados de 2015, Jessikka Aro, periodista de la televisión pública finlandesa Yle, pidió a sus lectores que le contasen sus experiencias con los trolls prorusos para conocer sus tácticas, los sitios que frecuentaban y su reacción ante la presión que ejercían. En septiembre de ese año apareció el primero de una serie de reportajes sobre el tema que acabarían por granjearle el premio Bonnier, el más alto galardón para un periodista escandinavo. También le granjearon el acoso de los trolls sobre los que versaba su investigación. Inundaron Internet con todo tipo de trapos sucios sobre ella, incluyendo calificarla de agente de la OTAN, presentarla como una neurótica obsesionada con los trolls y una sucesión de vídeos suyos perversamente doblados para hacerla aparecer como un personaje ridículo. Pudo verse en Youtube una actriz caracterizada como ella acosando a Putin, salió a relucir una multa con trece años de antigüedad por consumo de cocaína y una legión de “personas normales y corrientes” lanzó todo tipo de comentarios críticos contra Aro en todas y cada una de las redes sociales. También hubo llamadas telefónicas con el sonido de un disparo y sms emitidos desde el número de su padre, muerto veinte años antes. En el propio entorno personal de la periodista comenzaron a surgir grietas sobre su persona ante la magnitud y la variedad del ataque. Por supuesto, la policía investigó el asunto pero apenas pudo llegar a poco más que a identificar los servidores desde los que se habían producido algunos de los ataques.
   La naturaleza de los trolls prorusos que investigó Aro, constituye un secreto a voces. Estos “ciudadanos corrientes” ofendidos por los “ataques a su patria”, tal y como los ha descrito Putin, trabajan para la Agencia de Investigación de Internet, sita en el número 55 de la calle Savushkina, en San Petesburgo. Dependen directamente de una persona muy cercana al presidente ruso. Alternan dos jornadas de 12 horas con dos de descanso y su trabajo consiste en colocar cinco posts políticos y 10 no políticos en los diferentes perfiles que manejan, además de unos 150 ó 200 comentarios sobre los posts realizados por algunos de sus 400 compañeros de trabajo. El contenido de los mismos viene claramente precisado en las instrucciones que reciben cada día y, de un modo constante, martillea sobre la misma idea: Putin bueno, Occidente caca. Cantadora constituye un ejemplo paradigmático. Esta simpática adivina, creó un blog donde habla de relaciones personales, dietas para perder peso, feng shui y, ocasionalmente, geopolítica, siempre sosteniendo los puntos de vista del Kremlin. Cuando la caída del petróleo y las sanciones internacionales pusieron a Rusia contra las cuerdas, el blog de Cantadora derrochaba optimismo, esperanzas y visiones de un prometedor futuro inmediato. En un excepcional reportaje, el New York Times, identificaba a Cantadora como una de las figuras creadas por Ludmila Savchuk, ex-empleada de la Agencia que huyó de allí llevándose una ingente cantidad de información sobre sus tejemanejes. No cuesta mucho esfuerzo tomar a Cantadora como la cara amable de esta historia si tenemos en cuenta que otras secciones de la Agencia tienen por objetivo los procesos electorales de diferentes países, el apoyo a movimientos independentistas o fascistas en Europa y la vigilancia, control y defenestración de opositores internos. 
   La Agencia constituye un ejército perfectamente organizado, con una jerarquía de mando establecida para no dejar duda alguna a ninguno de sus integrantes y unos objetivos nítidos. El campo de batalla lo conforma los medios de comunicación de masas de nuestras sociedades y su topografía, sus relieves, sus valles y sus montañas, lo dibujan las mentes de cada uno de los individuos que integran eso llamado “opinión pública”. Las batallas libradas por la Agencia se pueden rastrear por toda la red, donde quiera que hay una oportunidad de defender los intereses rusos, atacar los de EEUU y la Unión Europea o lapidar a quien se interponga en su camino. Sin embargo, la posibilidad de identificar su estado mayor, la vinculación certera con el gobierno que los financia, las banderas, los distintivos nacionales, las insignias, se pierden en las procelosas aguas de los servidores de Internet.  Aún más difícil resulta precisar cuántas víctimas han cosechado sus campañas. Por supuesto, no se trata de aniquilar físicamente a nadie. Aquí no entra ninguna consideración humanitaria, ética o moral, simplemente, no resulta necesario. En nuestro mundo imagen, importa mucho más el exterminio virtual. Sin voz en Internet, sin capacidad para transmitir imágenes que alguien pueda tomar por la realidad, sin seguidores en las redes sociales, uno se vuelve tan invisible como un ectoplasma y no menos muerto que él. Insisto, no obstante, en que nada de esto descarta la aniquilación física. Linchar virtualmente a un enemigo no constituye la alternativa a matarlo. En muchos casos, cuando el sujeto haya perdido su capacidad para influir, cuando sus amigos pongan en tela de juicio su integridad, cuando sus jefes dejen de confiar en él, el suicidio aparecerá como la única salida posible. En tales casos, la ejecución virtual se habrá convertido en el necesario asfaltado del camino hacia la tumba.

domingo, 14 de enero de 2018

The show must go on

   Cabe dentro de lo posible que hoy veamos jugar por última vez a Ben Roethlisberger, el fabuloso quaterback de los Pittsburgh Steelers que, a los 35 años y con múltiples lesiones a cuestas, parece demasiado cansado para continuar. Roethlisberger, entrará en el “hall of fame” de la NFL como uno de los jugadores más grandes de la historia, se lo considera el onceavo jugador mejor pagado del mundo en todos los deportes y se lo sancionó con seis partidos tras recibir una denuncia por agresión sexual en 2010. Todo el mundo coincide en que Roethlisberger, que tenía por aquel entonces 28 años, apareció en un club nocturno frecuentado por estudiantes de una pequeña localidad del estado de Georgia. Invitó a beber a un grupo de chicas y uno de sus guardaespaldas condujo a una de ellas en estado de ebriedad por un pasillo hasta un reservado. Posteriormente Roethlisberger realizó el mismo recorrido. Lo que ocurrió allí carece de otros testigos presenciales más allá de la chica y Big Ben. Diferentes llamadas de parroquianos del club indujo a la policía a realizar una investigación que terminó en nada, se retiró la petición de obtener el ADN de Roethlisberger y no hubo acusación formal. La NFL, sin embargo, decidió sancionarlo por violación del código de conducta fuera del terreno de juego, entre otras cosas, por sus problemas con el alcohol y porque hacía menos de un año que una empleada de hotel lo había denunciado por violación. Este caso sí llevó a una acusación formal contra él y ocho empleados del hotel por encubrimiento, pero parece haber terminado en acuerdo extrajudicial porque no se ha informado de la sentencia.
   Roethlisberger no constituye en absoluto una excepción en la NFL. Este mismo año otra estrella emergente, Jameis Wiston, quaterback de los Tampa Bay Buccaneers, recibió una denuncia de una conductora de Uber por haberle realizado tocamientos no deseados durante el trayecto en que lo llevaba hasta un restaurante. Por fortuna para Winston, tenía un testigo que lo exoneró de cualquier responsabilidad, el también jugador de la NFL, Ronald Darby, quien compartía coche con él y aseguró que durante el trayecto no ocurrió nada que pudiera hacer sentir incómoda a la conductora. La investigación, de la policía y de la NFL, concluyó sin otra sanción para Winston que ver cancelada su cuenta de Uber. Tampoco constituye el primer borrón en la carrera de Winston, famoso en su época universitaria por haber alcanzado el máximo galardón que se le otorga a los jugadores de universidad, por su inestabilidad dentro y fuera del campo y por la denuncia por violación de una compañera de estudios. Aquel caso finalizó con un acuerdo extrajudicial del que no han trascendido los términos pese a que Winston contaba con una persona dispuesta a testificar a su favor, ¿lo adivinan? En efecto, su compañero de facultad y jugador Ronald Darby.
   Por definición un quaterback, especialmente si parece llamado a triunfar en la NFL, resulta intocable, dentro y fuera del campo. Se los educa como sujetos a los que se les debe un respeto especial, protegidos por las reglas del juego y llamados a alcanzar el cielo. Todo el mundo a su alrededor debe impedir que se los moleste. Si quieren pedir una bebida en el avión, no llaman a la azafata, llaman a su entrenador, que pedirá lo que necesiten. La idea de que una mujer pueda decirles que no en serio, ni siquiera se les pasa por la cabeza. Como los actores famosos, como los multimillonarios productores de Hollywood, tienen el poder de hacer lo que quieran y arden de deseos por poner a prueba los límites de su poder. Aquí se halla la clave de todo este asunto.
   Se plantean las cosas como si una agresión sexual, una violación, tuviese algo que ver con el sexo. Por tanto, se apresuran a concluir tantos "especialistas" como andan por ahí, depende del sexo, así que descubrir al agresor y a la víctima consiste únicamente en identificar quién es quién. El que sea hombre será el agresor y la que sea mujer, será víctima. Si una mujer llega a la conclusión de que la manera de ascender más rápido consiste en acostarse con su jefe, su profesor o el productor ejecutivo de una gran compañía, ella es la víctima y el hombre, el agresor. O, mejor todavía, se considerará que aquí no hay nada que pueda entenderse como violación, agresión o delito. De tan rutinario, se lo juzgará un modo típico de convivencia en las universidades, las empresas o los estudios cinematográficos. Como todo el mundo sabe, las mujeres, por el hecho de ser mujeres, “son más pacíficas y democráticas”, por ejemplo, Margaret Tatchter. Los hombres, por el hecho de ser hombres, “son dados a la violencia y la agresión”, por ejemplo, Gandhi.  El que haya un señor llamado Kevin Spacey que agredió sexualmente a cuantos hombres jóvenes encontró en su camino, el que los fotógrafos Mario Testino y Bruce Weber hayan recibido acusaciones de abuso sexual de algunos de sus modelos, debe esconderse rápidamente debajo de la alfombra, no vaya a ocurrir que los hechos contradigan los eslóganes fáciles de repetir. 
   Si Roethlisberger se dispone a agotar los últimos tragos de una carrera exitosa sin que los desórdenes de sus encuentros sexuales la ensombrezcan, si Winston se dispone a vivir los mejores momentos de ella mientras va dejando a su paso mujeres que necesitan tratamiento psiquiátrico, si la camada de miserables que reina en Hollywood acaba reemplazada por otra generación no menos miserable, no se debe a que “sean hombres”, pues cualquier otro hombre menos rico, menos famoso, menos poderoso que ellos, hubiese acabado en la cárcel por esos comportamientos. Se debe a la misma estructura de poder que obliga a las camareras a practicarle una felación al “emprendedor” con el poder de renovarles su contrato, sólo que elevada a otra potencia porque aquí ya no hablamos de la base productiva del sistema sino de algo muchísimo más importante. Como ya he repetido muchas veces, el capitalismo parece una sardina podrida porque brilla pero apesta. Sin su brillo, su hedor resultaría insoportable, así que resulta trascendental que todo eso que lo hace brillar, quiero decir, su industria cultural, permanezca brillando, por mucho que reproduzca en cantidades extremas, los males que aquejan al sistema completo. Toda la podredumbre del placer entendido como beneficio marginal del poder, de los cuerpos tratados como objetos, del sexo convertido en mercancía a intercambiar en un mercado, de la necesidad de emporcar cualquier forma de belleza antes de que nadie pueda tomarla como estandarte para una protesta, debe quedar reducida a mera sombra imprescindible para dar sensación de profundidad a lo alumbrado por los focos.

domingo, 7 de enero de 2018

Iconoclasia

   Como ya creo haber explicado, esa forma de entender la historia basada en acontecimientos y sujetos, ya se trate de individuos o pueblos, me parece peligrosamente infantilizante y particularmente dada a la tergiversación. Tomemos el caso de la famosa querella iconoclasta que azotó Bizancio entre los siglos VIII y IX. Si el lector desea informarse, no tendrá problemas en descubrir que al bueno de León III se le ocurrió una mañana mientras se afeitaba que tendría gracia destruir todas las imágenes religiosas que existían en un imperio construido a mayor gloria del cristianismo. A lo mejor, si de verdad desea Ud. aprender algo y se topa con un blog o un libro bien construido, le aclararán que el ocurrendo lo tuvieron dos de sus obispos a los que verán, rápidamente, convertirse en feroces enemigos de los grandes monasterios de la época que acumulaban imágenes sagradas y, por tanto, dinero en concepto de limosnas, algo que, como resultará fácilmente comprensible, constituía un agravio para los obispos, receptores últimos de semejantes dádivas.
   En realidad, si se quiere comprender algo de esta crisis, hay que remontarse a los orígenes mismos del arte bizantino y observar cómo, a lo largo de todo su desarrollo, hubo una especie de resquemor a la hora de representar no ya a Dios (que generalmente aparece como una mano entre nubes), sino a Cristo. Se prefiere, con mucho, pintar escenas del Antiguo Testamento, en las que el espectador fácilmente podría hallar una analogía con la vida de Cristo, que las escenas que los católicos de occidente nos hemos acostumbrado a ver en cualquier iglesia: laceración, cruxificción y/o descendimiento. Por lo mismo, menudean las imágenes de los apóstoles, de los santos y de las vírgenes, pero Jesús aparece casi exclusivamente como tierno infante. Debía haber, por tanto, desde los inicios de Bizancio, una cierta polémica acerca de la representación adecuada de la divinidad y aún de si ésta debía ser representada. 
   A veces se explica la crisis iconoclasta por la aparición del Islam y su prohibición de imitar cualquier forma animal y, de modo aún más tajante, al Profeta o a Dios. Si lo que hemos dicho anteriormente resulta correcto, la influencia del Islam en todo el proceso debió constituir un mero coadyuvante, pues en Bizancio se prohibió la representación de santos, vírgenes y demás, no de otras formas vivas. De hecho, la famosa orden de Constantino V por la que se obligaba a la destrucción de toda imagen de la divinidad, ordenaba también su sustitución por escenas de la vida pública de Bizancio. Combates con fieras, carreras, paisajes urbanos, debían adornar las iglesias, los monasterios y las catedrales. Dicen las malas lenguas (porque imágenes no he conseguido ver ninguna), que de tal guisa se decoró originalmente Santa Sofía de Kiev.
   Ningún emperador bizantino careció del seso suficiente para ignorar que su poder iba vinculado al de la iglesia cristiana y que ésta había llegado hacía mucho a la conclusión de que las imágenes constituían el mejor modo de despertar la fe en el populacho. Siempre parecieron entender su tarea como una labor propedéutica, a largo plazo, más que como un arrebato que hubiera de cambiar la faz del imperio. Ni la iconoclasia constituyó una fiebre, ni hubo tantos pintores martirizados, ni se destruyeron tantos códices, ni se aniquilaron tantas obras de arte, ni, por encima de todo, hubo celo a la hora de cumplir los edictos imperiales. A modo ejemplarizante, se arremetió contra las imágenes “que hablaban”, las que emitían luz, las que curaban enfermedades y las que ganaban guerras. Éstas, en particular, jugaron un papel fundamental. El ejército bizantino se había preciado de llevar iconos en lugar de banderas, pero las sucesivas derrotas lo había vuelto progresivamente iconoclasta, hasta el punto de convertirse en el núcleo irreductible de iconoclasia contra el que tuvieron que luchar los sucesivos emperadores iconódulos. El propio palacio de los emperadores necesitó una limpieza de imágenes sagradas diez años después del edicto contra ellas por parte de Constantino V y aún conservó un par de cámaras, denominadas secreton, donde se las “archivó”. Eso sí, la polémica la ganaron los partidarios de las imágenes y, tras Constantino V, las sucesivas prohibiciones tuvieron cada vez menos fuerza en su aplicación hasta la regencia de Teodora y la definitiva restauración de su culto en 843. Como siempre, los ganadores escribieron la historia, todos los iconoclastas se convirtieron en malos malísimos y todos los iconódulos resultaron personas excelentes, además de mártires. Así Constantino V pasó a la historia como el Cropónimo, y su nuera, Irene, que, entre otras lindezas, cegó y destronó a su hijo para reinar en solitario a hombros de los iconódulos, se convirtió en Santa Irene, tan adorada en el cristianismo ortodoxo. No obstante, algo debió quedar del espíritu iconoclasta pues, tras la restauración de las imágenes, dejó de buscarse el mimetismo con el modelo que había caracterizado la producción artística anterior al siglo VIII. Por aquí, esta segunda etapa del arte bizantino entronca directamente con las representaciones características del románico, pero esto ya forma parte de otra historia. Lo que quería contar, lo que me resulta más divertido de toda la querella iconoclasta, se halla en lo absolutamente extravagante que resulta a nuestros oídos, porque a nosotros nos resulta inconcebible prohibir no una sino todas las imágenes, vivir en un mundo sin imágenes y, aún más, pensarnos sin imágenes.