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domingo, 14 de diciembre de 2014

Platón en Siracusa (2)

   Platón nunca se hizo ilusiones acerca de la naturaleza tiránica del gobierno de Siracusa ni de la naturaleza del tirano. Al recordar los motivos que le condujeron por primera vez a Siracusa, Platón no nos habla de las posibilidades que se abrían ante sí, ni de los riesgos que un filósofo corre al entrar en un campo que no es el suyo. Recordemos, Platón aún no ha publicado ningún tratado de política. No se siente comprometido, pues, con una opción política que (aún) no ha hecho pública. Se siente comprometido con Dión, a quien convenció de las ventajas de perseguir la virtud tanto privada como pública. Por tanto, no teme que lo acusen de sabio encerrado en su torre de marfil, teme que lo acusen de charlatán de feria. Semejante temor al qué dirán, es, sin duda, algo que debiera preocuparle al hombre llamado Platón o, mejor dicho, Aristocles, pues éste era su nombre real. A Platón, al filósofo, el qué dirán debe traerle sin cuidado. Aristocles basa, pues, su decisión de llevar a Platón a Siracusa en el agradecimiento a la hospitalidad recibida por parte de Dión. Filosóficamente, Platón es incapaz de hallar motivos para acudir a las demandas de Dionisio y Dión. Resulta fácil de entender por qué filosóficamente no había motivo alguno para llevar a Platón a Siracusa si proseguimos con su relato de lo que ocurrió cuando llegó allí.
   Tras ser infectado por el virus de la filosofía, el joven Dión había desarrollado uno de los síntomas característicos de esa enfermedad, se había convertido en una especie de extranjero en su propio país. Las frívolas preocupaciones de sus conciudadanos le resultaban por completo extrañas o, dicho a la inversa, muchos lo miraban con malos ojos, especialmente, tras su empeño en traer a Platón a la corte del tirano. Este, como buen tirano, no podía tolerar junto a él nadie tan noble e instruido como Dión, aunque reconocía el prestigio que podía aportarle la presencia del filósofo ateniense. Apenas tres meses después de la llegada de Platón a Siracusa, Dionisio ordenó el destierro de Dión y se esforzó porque Platón rompiera todos los vínculos con él.
   Cuenta Platón que decidió permanecer en la corte, pese al destierro de su principal valedor en ella, por deseo expreso de éste y porque, tras su partida, se difundió el rumor de que Dionisio lo había matado. Queriendo el tirano disipar tales rumores, se cuidó mucho de que lo viesen en compañía del filósofo, a la vez que lo encerraba en una jaula de oro. Aquí el relato de Platón se vuelve deliciosamente confuso. Asegura el ateniense que no podía salir del palacio, del país y, mucho menos de la isla, si bien la única demostración que da es una serie de razonamientos al respecto. Dicho de otro modo, Platón no hizo ni el más mínimo intento por escapar. ¿Por qué? Aunque Platón no se cansa de hablarnos de las mezquindades de Dionisio y aunque afirma no haber tenido con él más que una sola conversación sobre filosofía, le reconoce “facilidad para aprender” y el mismísimo Arquitas de Tarento, una de las principales fuentes del pitagorismo platónico, dio testimonio de sus progresos en filosofía. Por más que Platón se dedique a poner en tela de juicio tales progresos, lo cierto es que la presencia del ateniense tuvo que despertar en el siracusano si no la viva impresión que causó en Dión, sí un cierto hechizo filosófico del que ya no escaparía. Desde entonces, siempre intentó dar la apariencia de filósofo él mismo, llegando a escribir un libro sobre el tema y a ganarse la vida, en sus últimos años, como maestro en dicha disciplina.
  Quizás Platón aguantó tantos meses en Siracusa creyendo que, al final, manipulando la fascinación de Dionisio por el mundo filosófico, podría llegar a tener influencia real sobre el gobierno de la ciudad. De hecho, cuando finalmente partió, lo hizo bajo la promesa de volver. Promesa que cumplió. Hubo, en efecto, una segunda estancia en Siracusa, en respuesta a una segunda invitación de Dionisio y de Dión, que permanecía en el destierro, y como resultado de una segunda deliberación. Esta  segunda deliberación platónica se resolvió en favor de volver a Siracusa para comprobar los progresos en filosofía de Dionisio y porque éste, según cuenta Platón, le había prometido que, de acceder, el asunto de Dión se resolvería en el sentido que Platón desease.
   La segunda visita a Siracusa acabó aún peor que la primera. Despreciaba a Dionisio y éste no necesitaba más que de su visita, no de su estancia allí, para acrecentar sus ínfulas filosóficas. Cuenta la leyenda que, tras partir de Siracusa, el barco en el que viajaba Platón naufragó en las costas de Egina, ciudad en guerra con Atenas que había decretado la esclavitud de cuantos ciudadanos atenienses llegaran a sus costas. Platón, por tanto, fue vendido como esclavo. Para su fortuna, fue comprado por un conocido suyo que rápidamente lo manumitió, permitiendo el regreso a su ciudad. De camino, se encontró con Dión, quien le comunicó su intención de hacerle la guerra al tirano. Fue el inicio de una campaña que terminó con la derrota de éste y el triunfo del desterrado. Pero, como ya dijimos, Dión nunca fue capaz de conocer el corazón de los hombres. Dos de de sus compañeros de armas lo asesinaron. La ciudad cayó en el caos, hasta el punto de que, ocho años después, Dionisio acabó por reconquistala, para ser despuest,o de forma definitiva, en el año 344 a. de C. Platón había muerto tres años antes.

domingo, 7 de diciembre de 2014

Platón en Siracusa (1)

   Tras la muerte de Sócrates, Platón emprendió un viaje, poco menos que iniciático, que, en su primera etapa, le llevó a Egipto. Desgraciadamente es poco lo que sabemos de la estancia de Platón en Egipto, qué templos visitó y a qué nivel doctrinal se le permitió acceder, aunque su identificación del sol con el bien nos permite intuir que semejante visita (si es que se llegó a producir) causó un profundo impacto en el joven Platón. No menos impactante fue la segunda estancia de dicho viaje, la Magna Grecia. Dos ciudades destacan de esta etapa. La primera fue Tarento, aristocracia de raigambre pitagórica, cuyo tipo de gobierno y,  probablemente, la numerología en que se basaba, también será recordada por Platón en su República. Menos trascendencia pareció tener en aquel momento, la otra ciudad visitada por Platón, Siracusa. 
   Siracusa era una tiranía ejercida por Dionisio el Viejo. Había inaugurado su mandato liberando a toda Sicilia de los bárbaros, lo cual hizo de él un político temido y respetado que llegó a tener en sus manos la unificación de la isla. Su desastrosa gestión posterior, acabó haciéndola imposible. La propia Siracusa, en tiempos de la visita de Platón, languidecía mientras sus habitantes se dedicaban, según testimonia Platón, a atiborrarse de comida un par de veces al día y a procurarse un compañero/a de lecho. En este ambiente de decadencia, sin embargo, Platón encontró un alma pura, el joven Dión, emparentado con el tirano, sobre el que sus enseñanzas ejercieron un poderoso influjo, hasta el punto de que dedicó el resto de su vida a lograr que su ciudad fuese gobernada no por una persona concreta, sino por leyes excelentes. La muerte de Dionisio el viejo pareció marcar el momento oportuno para ello. Dión, qua aprendió mucho de las doctrinas de Platón pero poco de la naturaleza humana, creyó ver en su hijo y sucesor, Dionisio el joven, al gobernante ansioso de sabiduría que podría conducir a su ciudad a un gobierno justo.
   En su carta VII, Platón nos cuenta cómo recibió invitaciones por parte de Dión y del propio Dionisio, para ir a Siracusa y contribuir a instaurar un gobierno henchido de filosofía. Aquí es preciso hacer algunas referencias cronológicas. Estamos en torno al 389-386 a. de C. Platón tiene alrededor de 40 años y ha comenzado a escribir diálogos en los que resulta claro que, si bien sigue hablando por boca de Sócrates, las doctrinas que éste expone no corresponden al Sócrates histórico, sino al propio Platón. No obstante, la carta VII, en la que se nos narran todos estos acontecimientos es muy posterior, en torno al 360 a. de C. Quien habla a través de ella es ya un Platón anciano, que recuerda los acontecimientos a la luz de su desenlace final. Este Platón anciano ha contado en La República y Las leyes, sus ideas políticas, pero  cuando encontró a Dión, no había publicado todavía nada al respecto que sepamos. En la época en que recibe la invitación para ir a Siracusa, Platón es, por tanto, un filósofo conocido y reputado, que aún no ha dado lo mejor de sí y cuyas ideas políticas deben conocerse entre sus coétaneos por sus palabras, no por sus escritos. Es a este filósofo, joven y con una reputación por hacer, al que se le ofrece la oportunidad de crear un Estado preñado de su filosofía. Si triunfa, su fama como político impulsará y, probablemente, sobrepasará a su fama como filósofo. Si fracasa, es lógico que Platón temiese que su nombre quedara irremediablemente ligado a todas las miserias políticas que iban a producirse, manchando y arruinando cualquier grandeza que pudiera hallarse en su filosofía. Este dilema platónico puede formularse de un modo más general y de terrible actualidad en España: ¿debe el filósofo participar en política arriesgándose a que todo su esfuerzo teórico quede embarrado por las miserias de la ambición humana o acaso debe restringirse a su labor crítica con la realidad, arriesgándose a que tomen su necesario distanciamiento por cobarde refugio en una torre de marfil?