domingo, 25 de septiembre de 2022

Certezas de una derrota.

   "Casualmente", la ofensiva ucraniana que ha liberado en pocos días todo lo que lo que el ejército ruso tardó meses en conquistar y que lo ha puesto pies en polvorosa, se produjo poco antes de la cumbre de Samarcanda y unas semanas antes de la Asamblea General de la ONU. A la reunión de la Organización para la Cooperación de Shanghái acudió un Putin, todo sonrisas, que quería demostrar que Occidente podía aislarlo pero que el mundo se ha vuelto multilateral y que él tiene amigos en todas partes. Así lo vendió la prensa rusa y así lo ha vendido parte de la prensa occidental a la que no le importa informar de cualquier manera o a la que le importa mucho más el dinero que llega desde Moscú. La foto de Putin rodeado de sus socios de la OCS recordaba a la comida de navidad en torno al abuelete rico con todos sus hijos y nietos contentos y ansiosos porque el viejo se muera y poder heredarle. Xi ha actuado como Marlon Brando en "El Padrino", dejándose ver poco ante las cámaras y reuniéndose en privado con todo el mundo para arreglar los problemas. Pekín, que, como ya he explicado en alguna ocasión, considera "corto plazo" lo que se hace a diez años vista, está ahora mismo dividido entre quienes consideran que lo mejor es seguir apoyándose en una Rusia poderosa y quienes consideran que ha llegado la hora de absorberla. El comportamiento de Xi durante la cumbre de Samarcanda indica que van ganando los segundos. Pero no son los únicos que han llegado a esa conclusión. Turquía ya no se molesta en disimular que, tras Azerbaiyán, está aprovechando la coyuntura rusa para expandir su influencia por todas las repúblicas centroasiáticas. Saben que, más pronto o más tarde, sus intereses acabarán enfrentados con los de China, saben que contarán con el respaldo de EEUU en esa pugna, pero también saben que ese momento no ha llegado aún. Erdoğan le sonríe a Xi, habla de cooperar, pasa por alto la cuestión uigur, pero apenas el presidente chino regresa triunfante a Pekín, actúa como el único capaz de apaciguar el conflicto entre Kirguistán y Tayikistán. Y mientras entran en su patio trasero, mientras Modi (¡Modi! el Modi que está repartiendo a sangre y fuego Cachemira entre sus amigotes) le espeta que "no es época para guerras", mientras Erdoğan le pide que acabe con la barbarie, Putin sonríe. Y sonríe mientras reconoce que Xi le ha "preguntado" qué demonios está haciendo en Ucrania. Todo el mundo sabe que el hecho de que otro país "pregunte" por tus asuntos es motivo suficiente para tirarse los trastos diplomáticos a la cabeza. Pero Putin lo confiesa inocentemente ante los medios de comunicación e incluso afirma que ve "comprensible" la preocupación china, lo cual, en lenguaje diplomático significa: "nuestra posición es tan débil que ahora mismo no podemos hacer otra cosa". Unos días después, mientras Erdoğan declara que Putin tiene intención de terminar pronto la guerra y que, en su opinión, debería devolver los territorios ocupados desde 2014 para obtener una paz justa, se anuncia una comparecencia pública del presidente ruso. Pero Putin no comparece, ni siquiera es capaz de hacer una alocución en directo. La graba y, no sabemos con cuantas ediciones, se emite horas después de lo anunciado. Lloriquea ante las cámaras porque los malvados occidentales están utilizando tecnología punta (que Rusia presumía de tener también), para identificar y localizar cada unidad de su ejército, anuncia un decreto de movilización "parcial" cuyo texto, más bien, habla de movilización general, certifica la inmediata anexión de los territorios ocupados en cuanto se confirme que los "espontáneos" refrendos populares han sido ganados con una media del 80% de síes y advierte de que está dispuesto a utilizar su poderío nuclear a las primeras de cambio. Inmediatamente las preguntas se amontonan. ¿Las armas nucleares son el buque insignia del poderío militar ruso? ¿tendrán el mismo peso en los acontecimientos que el buque insignia de su marina? ¿Vista la eficacia del ejército ruso, dónde apuntan esas armas y dónde acabarán cayendo? ¿Putin no se ha dado cuenta de que si Ucrania, quiero decir, EEUU, sabe exactamente dónde está cada unidad de su ejército, su potencia de fuego, su capacidad de combate y hasta los planes que se están haciendo antes de que el propio Putin se entere, también tiene un conocimiento exhaustivo de su auténtico poderío nuclear, de la situación del mismo, de dónde se ubica y, llegado el caso, tendría noticia por anticipado de su decisión de utilizarlo? ¿No ha caído en la cuenta de que las amenazas nucleares que no funcionaron el 24 de febrero no van a tener más efecto el 24 de septiembre? ¿Qué plan b hay si no surten efecto? ¿provocar un holocausto, ante todo y sobre todo, de Rusia? ¿De verdad piensa declarar invasor al ejército ucraniano en las áreas anexionadas por decreto? ¿en serio cree que China se va a tirar con ellos por semejante precipicio? ¿Para qué necesita 300.000 reservistas si reconoce menos de 6.000 bajas en sus propias filas y 100.000 muertos entre las tropas ucranianas? ¿espera que los jóvenes vayan de buen grado a una guerra que, según Moscú, va según lo planeado y en la que, por tanto, no son necesarios? ¿o espera que la población rusa deje de creer en lo que dicen sus autoridades? ¿Cómo va a entrenar en semanas a esa masa ingente de nuevos reclutas si ha sido incapaz en años de entrenar a los profesionales? ¿con qué los va armar? ¿dónde los va a desplegar? ¿sabe Putin qué ocurrió en la Semana Trágica de Barcelona y por qué? De acuerdo, Putin ha perdido el norte, nunca ha tenido contacto con la realidad, ahora ni siquiera lo tiene con la cordura, pero ¿y su entorno? ¿Es cierto que, quince días antes de que se iniciara la ofensiva ucraniana, en un foro de seguridad, el Ministro de Defensa, Sergei Shoigú, se felicitó públicamente porque su ejército había demostrado la inutilidad de la ayuda occidental al ejército ucraniano? ¿Cómo pudo Lavrov reclamar el multilateralismo ausentándose de todos los discursos en el Consejo de Seguridad, incluido el de sus "aliados" chinos y lanzando críticas contra cada una de las instituciones internacionales? ¿Se puede decir más alto y claro: "sólo queremos escuchar el discurso de nuestro propio delirio"? 

   El Kremlin se ha aferra a la puntilla ardiente del invierno. Espera que el frío y las restricciones energéticas pongan en aprietos al gobierno alemán, espera que los estómagos agradecidos del fascismo italiano pongan en aprietos la unidad europea y, sobre todo, espera que las malas condiciones meteorológicas hagan lo que su ejército es incapaz de hacer, parar a los ucranianos. Todo eso son esperanzas. Certeza es que cientos de miles de jóvenes rusos van a pasar un invierno de hambre, frío y desesperanza en las trincheras de territorios invadidos, certeza es que millones de ucranianos van a pasar un invierno en condiciones miserables que no se han merecido de ninguna de las maneras y es una certeza absoluta que hay en Moscú un patético megalómano que ya sólo puede conciliar el sueño abrazado a su botón nuclear.

domingo, 18 de septiembre de 2022

Juego de espejos (2 de 2).

   En el prefacio a la edición de 2001, Lewis reflexionaba sobre el destino de The Assassins: A Radical Sect in Islam. Decía que si bien el título había permanecido el mismo, los intereses editoriales de las épocas habían trastocado significativamente el subtítulo con las traducciones. En una de ellas, muy de finales del siglo XX, se había convertido en algo así como “los primeros terroristas de la historia”. Pese a la protesta de Lewis, un enunciado muy parecido figura en las páginas de su libro. Desde luego, como “primeros”, a los asesinos les habían ganado por la mano los zelotes y sicarios, un milenio anteriores. Pero tampoco el término “terrorista” parece bien elegido. Zelotes y sicarios, por ejemplo, atentaban contra lo que consideraban “colaboradores” del poder romano para disuadir a otros de hacer lo mismo. Los asesinos, hasta donde ha quedado constancia, no actuaron contra ciudadanos normales y corrientes, ni contra objetivos delegados, en definitiva, no actuaron sobre enemigos “simbólicos”, sino sobre quienes, efectivamente, poseían poder militar o intelectual para oponerse con eficacia a la expansión del movimiento. Sin duda, utilizaron el magnicidio, pero el magnicidio no define al terrorismo. Tradicionalmente el terrorista no mata a su enemigo, mata a quien lo simboliza. Usando el asesinato político los asesinos se limitaron a seguir la tradición de su época. Y, desde luego, eso no dice nada a favor ni en contra del Islam. Recordemos a este respecto que el magnicidio puede considerarse la causa natural de muerte entre los reyes godos. Sí resulta llamativa la frecuencia y sofisticación con que usaron la táctica de la infiltración y, aún más, el modo en que hicieron alarde de ella dejando al perpetrador del asesinato sin planes de huida para que sucumbiera a la venganza del poder establecido. Antes de que existiera Internet, antes de que existieran los televisores, antes de que hubiese medios de comunicación de masas, los asesinos lograron crear una imagen de su producto de extraordinaria eficacia, hasta el punto de que muchos gobernadores del califa de turno prefirieron mantener buenas relaciones con ellos en lugar de hacer caso a las instrucciones de quien los había nombrado. En el magnicidio como forma de crear una imagen de marca, en trasladar la batalla desde unos campos en los  que nunca hubiesen logrado imponerse por lo limitado de sus tropas hasta un mundo, el de la imagen, donde ese detalle pierde importancia, sí que hay un vestigio que enlaza a los asesinos con los modernos movimientos terroristas, pero resulta muy dudoso que lo hicieran de modo consciente, deliberado y, aún más, que le dieran importancia. Si nos atenemos a los hechos, manifestaron una clara intención de dominar el territorio y no tanto el imaginario colectivo, algo que llegó al grado de fijación en el caso de los castillos. Por ellos sintieron atracción claramente superior a la que sintieron por las aldeas, los villorrios y aún las ciudades. No debe extrañarnos que los historiadores marxistas del Islam los viesen como el remanente feudal que se oponía a las élites ya marcadamente burguesas de las ciudades. Aún más, la imagen, su imagen, el terror y la efectividad del mismo que ésta ejerció, la construyeron otros. 

   En primer lugar, los abasíes, conscientes de que su imperio dependía del carácter del califa. Después los selyúcidas, conscientes de que la unidad del suyo pendió siempre de un hilo. Y, finalmente, destilando lo mejor de los terrores inventados por unos y otros, los cruzados, a los que ni la convicción absoluta de seguir los dictados de Dios libró de la certeza de haberse convertido en invasores de tierras extranjeras. Los cruzados construyeron la conveniente narrativa de un Islam sanguinario, del uso impío del magnicidio, de la existencia de unos hechos a imagen y semejanza de sus propios fantasmas, de esos monstruos que sabían ocultos en las simas de sus corazones. Hasta tal punto anidan en nuestros corazones los fantasmas atribuidos al Islam que John Watson, en Behaviorism (1924) y Mick Herron, el autor de la famosa serie de Jackson Lamb, en La calle de los espías (2017), volvieron a recuperar el horripilante mito de los niños criados desde la cuna para convertirse en asesinos perfectos. Antes incluso de que Aristóteles llegara a Europa y permitiera construir la síntesis doctrinal sobre la que se asentó nuestra cultura durante siglos, Occidente ya necesitaba inventar un Otro contra el que poder definirse.

   Bernard Lewis denuncia, desde las primeras líneas de su magnífico texto, este endiablado juego de espejos. Aporta datos precisos, fuentes exactas, documentos habitualmente dispersos, discusiones filológicas y hasta una historia de su constitución y de su derrumbamiento (a nivel académico porque en la calle sigue subsistiendo). Uno acaba de leerlo con el placer de haber dedicado su tiempo a una buena lectura, de haber aprendido cosas importantes y de haber formado parte de algo necesario y justo. Y, sin embargo, lejos de romper el juego de espejos que denuncia, Los asesinos. Una secta islámica radical, sólo ha conseguido incorporarse a él. Lewis lo escribió como lo que era, un historiador que dominaba una docena de idiomas y que se especializó en la historia del Islam. Esta formación le valió un puesto en los servicios secretos británicos durante la Segunda Guerra Mundial y después compaginó su carrera como historiador con el cargo de asesor del Benjamin Netanyahu que ejerció como embajador de Israel ante la ONU y, posteriormente, de la administración de George W. Bush. Con frecuencia aparece citado en la lista de los ideólogos del neoconservadurismo que se inventaron la necesidad de invadir Irak. Hay quienes le consideran el mayor experto occidental en el Islam y quienes consideran que construyó una imagen del Islam demasiado unitaria y generalista. No puede considerarse semejante acusación novedosa. La lanzó Edward Said seis años después de que Lewis publicara Los asesinos en su libro Orientalismo. En él incluía a Lewis en el grupo de los historiadores franceses, ingleses y norteamericanos que habían construido el mito de un “Oriente”, exótico, romántico, feroz y hermoso y, por encima de todo, separado por abismos culturales, geográficos y religiosos de “Occidente”, como si constituyeran dos ámbitos diferentes regidos por diferentes condiciones. Esta puesta en práctica del principio de separación en ámbitos, argüía Said, había permitido construir una identidad occidental basada en la contraposición entre la imagen que Occidente tiene de sí mismo y la imagen, construida por negación de aquella, que tenemos de Oriente. De la separación entre estos dos ámbitos partían todos y cada uno de los estudios occidentales con independencia de su orientación, temática y motivo. Contaba Said que Occidente había logrado imponer esta imagen sobre Oriente, hasta el punto de que de Oriente sólo existía para Occidente lo que atravesaba el filtro impuesto por éste para comprender a aquél.

   El libro de Said tuvo también una enorme repercusión y se lo considera el pistoletazo de salida de lo que se llaman “estudios postcoloniales”. Nueve años después, cuando Said corría camino de que Israel lo declarara "terrorista" por defender la causa palestina y alguien le dejara una bomba en su despacho, Lewis (que no duda en equiparar al Islam, el cristianismo y el judaísmo de su familia como religiones éticas que repudian la violencia y que en 1968 llegó a defender que los turcos no trataron de exterminar a los armenios), lanzó su propio ataque contra Said. Lo acusó, precisamente, de haber creado un colectivo, el de los “orientalistas”, inexistente más allá de la etiqueta burocrática para clasificar los estudios. Lo acusó de haber sesgado las citas, los libros y, en especial, las nacionalidades, dejando fuera de sus críticas a los orientalistas alemanes y pasando por alto los manifiestos prejuicios de los orientalistas soviéticos hacia el mundo islámico. Lo acusó de hacer como si en Francia no hubiese existido un tal Claude Cahen, autor de los primeros textos sobre la perspectiva musulmana de las cruzadas. En definitiva, Lewis acusó a Said de haber creado una imagen fantasmagórica con todo lo que un musulmán teme encontrar cuando encara un libro occidental sobre el Islam y de haber definido en qué consistía el deber de un estudioso negando los valores y cualidades de esa imagen. Said, en este sentido, no tendría ni más ni menos razón que Lewis, ni que ninguno de los lectores que acudieron a su libro buscando truculentas historias sobre los comedores de hachís y la intrínseca maldad del Islam. Como sabe repetir cualquier papanatas, “interpretaciones hay muchas”, pero semejante perla de sabiduría sólo sirve para escamotear el reto al que debe enfrentarse cualquier intelectual honesto: no confundir la realidad con aquello que le permite escapar de sus pesadillas.

domingo, 11 de septiembre de 2022

Juego de espejos (1 de 2)

   En 1967, Bernard Lewis (1916-2018) publicó The Assassins: A Radical Sect in Islam. Su éxito inicial no ha tenido parangón con lo que ocurrió después. Traducido a múltiples idiomas, se ha convertido en un clásico fácil encontrar en las librerías al lado de volúmenes sobre el terrorismo islámico. The Assassins cuenta la historia de los hashashins, los terroristas a los que "el viejo de la montaña" criaba desde niños, enseñándoles idiomas varios y habilidades para matar a cualquiera en cualquier momento y lugar del mundo. "El viejo de la montaña" vivió cientos de años, aterrorizó al mundo islámico y cristiano, participando en múltiples complots, atentando profusamente contra los cruzados y vendiendo sus servicios al mejor postor. Una muestra, al cabo, de la violencia que promueve el Islam, una demostración de que no puede haber paz con él, el primer movimiento terrorista de la historia y el inicio del choque de civilizaciones que padecemos. A los integrantes de su organización los convencía de que podía otorgarles el paraíso a su capricho drogándolos con hachís y de ahí proviene el nombre de la secta, pues "asesino" significa "comedor de hachís". Cierto caballero que pasó por aquellas tierras, presenció cómo sus seguidores no dudaban en arrojarse al vacío desde lo alto de una torre con una indicación suya y, por la simpatía despertada, el viejo de la montaña le ofreció matar a quien nuestro testigo ocular le dijese... Sólo que no hay nada de real en todas estas historias. Los asesinos no comían hachís, su nombre no viene de ahí, el "viejo de la montaña" designaba al tradicional anciano de la tribu, secta o grupo, se cebaron, sobre todo, en los musulmanes suníes y no hay datos históricos de ninguna escuela de asesinos. Todo lo que el gran público conocía antes de la publicación del libro de Lewis se remonta a las fábulas construidas por los cronistas de las cruzadas a partir de rumores, chismes y anécdotas que ni entendían ni podían contextualizar, contados por fuentes musulmanas, en muchos casos, ya imbuidas en sus propias fábulas y malentendidos. También hay que reconocer que no resultaba fácil acudir a las fuentes primarias antes del siglo XX y no porque uno pudiera perder la vida en ello, sino porque tradicionalmente se mantenían en secreto. El motivo no cuesta mucho desentrañarlo.

   Tras la muerte de Mahoma, el Islam se dividió entre los seguidores de Alí y los de Abu Bakr. A los primeros se los conoció como partidarios de Alí, es decir, shiaq-u-Ali,  a la larga, chiitas. Como ocurrió con la Reforma, el cisma dio lugar a pugnas teológicas y matanzas sin cuento, en las que salieron perdiendo los partidarios de Alí. Entre sus principios figuran la unificación de los temas religiosos y políticos, la necesidad de una guía espiritual por parte un imán a cuyo lado, como mano ejecutora de sus deseos, se colocó un comandante militar y, como consecuencia de sus múltiples derrotas y sufrimientos, la taqiyya o permiso para ocultar las propias prácticas cuando el ambiente resultaba poco propicio. En 765, murió Ya‘far as-Sadiq, sexto imán chiita. Su hijo y sucesor, Ismail, murió antes que su padre, de modo que lo sucedió Musa al-Kazim. Pero no todos los chiitas lo aceptaron como imán. Una facción lanzó la idea de que Ismail no había muerto, sino que se había ocultado y que volvería al final de los tiempos. A esa facción se los llamó ismailitas y desarrollan una sofisticada teología en torno a los imanes ocultos y los imanes manifiestos que prosperó hasta convertirse en una de las corrientes intelectuales más poderosas del Islam. De hecho, el ismailismo floreció particularmente en Túnez creando un califato, el único chiita, que se extendió rápidamente hacia Oriente (el califato fatimí), conquistando Egipto y fundando El Cairo. 

   En Persia y Siria, el ismailismo se convirtió en una corriente de enorme atractivo para los nuevos conversos, los campesinos pobres y, de modo general, para todos los desplazados del poder por los suníes (árabes de origen) y, posteriormente, por los selyúcidas turcomanos. Sus filas se engrosaron gracias a la labor de fervientes misioneros que viajaron incansablemente por los territorios más remotos reclutando prosélitos y afinando sus tesis doctrinales. Uno de ellos se llamó Hasan-i Sabbah y en 1090 logró hacerse con la fortaleza de Alamut, en las montañas del norte de Irán. Desde ese momento, el ismailismo persa, como todo movimiento, partido político o país, quedó atrapado en su mito fundacional. Infiltrarse entre el enemigo, tomar fortalezas y subyugar los territorios circundantes se convirtió en su obsesión. Dos hechos vinieron a beneficiar su labor. En primer lugar la escisión que se produjo dentro del califato fatimí de Egipto en 1094 y que dejó sin referentes al ismailismo de Levante y, en segundo lugar, las convulsiones del califato abasí de Bagdad en pugna constante con los selyúcidas cuya capital se situó en la actual Teherán. Aprovechando las debilidades y los vacíos de poder generados por unos y otros, la forma más radical de ismailismo pregonada desde Alamut llegó a convertirse en un poder real al que había que tener muy en cuenta. Aunque han pasado a la historia por la espectacularidad de sus magnicidios, en realidad fueron unos maestros no del asesinato sino de la infiltración. Convertían secretamente o sobornaban a personajes clave cercanos a su objetivo y, cuando eso no era posible, colocaban allí a alguien con engaños y subterfugios. Intentaban encauzar los acontecimientos sutilmente y, al menor tropiezo, amenazaban o apuñalaban a la autoridad de turno, dejando siempre claro quién lo había hecho y su filiación. Cualquiera que obstaculizara el poder de los asesinos se convertía, eo ipso en su objetivo y por "obstaculizar" hay que entender desde ejercer la violencia sobre los ismailitas hasta criticar públicamente a los asesinos. Queda dicho que, desde la toma de Alamut, los ismailitas vieron incrementadas las persecuciones y matanzas que ya venían sufriendo. Como siempre, las peleas de familia revisten los peores caracteres y en esta en concreto, nadie escatimó insultos, sangre ni barrabasadas de todo tipo. Suele decirse que el Islam va siete siglos por detrás del cristianismo, pero cuando uno lee la descripción que hace Lewis de las luchas sectarias en Persia y Siria, no puede dejar de recordar las que siete siglos más tarde sacudirían a los reinos cristianos con la Reforma. A los asesinos nunca le interesaron los cruzados como tales sino en tanto que actores de esa jaula de grillos a la que llamamos Oriente Medio y con miras a socavar el poder suní en Siria. Lewis da cuenta de que, en un período concreto, algunos castillos dominados por los asesinos pagaban tributos a castillos controlados por la orden templaria u hospitalaria mientras que castillos cristianos pagaban tributo a castillos de los asesinos. El punto de mira de los asesinos siempre se situó en el poder suní y selyúcida. Paradójicamente, el esplendor de los tres acabó a la vez y frente al mismo enemigo. La llegada de los mongoles en el siglo XIII, dio la puntilla al califato abasí de Bagdad, arrinconó a los selyúcidas, tomó y aniquiló los castillos de los asesinos y desperdigó a las comunidades ismailitas que no consiguió exterminar. Desde entonces, como pacíficos campesinos y comerciantes, han quedado fracturados en remotos pueblecitos de Irán, Siria, algunos de los estados asiáticos surgidos de la desintegración de la URSS y la India. 

domingo, 4 de septiembre de 2022

Camino de la soledad.

   Siempre que se inicia septiembre me acuerdo de Chile. El 4 de septiembre de 1970 llegó a la presidencia de Chile Salvador Allende. Encabezaba una Alianza Popular integrada por partidos de izquierda, entre ellos, el Partido Socialista y el Partido Comunista. La Alianza había surgido no del acuerdo sobre cómo repartir los cargos que fuesen cayendo, como ocurre habitualmente con todo tipo de alianzas políticas en España, sino de un análisis común de la situación de Chile. Y aquí tenemos ya que hacer una pausa para tomar aliento. Hubo una época en que los partidos políticos realizaban análisis de la situación, la evaluaban y tomaban decisiones en base a esos análisis y en ellos no participaban especialistas en marketing, ni en imagen corporativa, ni en muestreos demoscópicos. Había gente en los partidos políticos, más o menos preparada, que se dedicaba a perseguir los entresijos de la realidad con independencia de lo que pudiera votar la gente. Salvador Allende ganó las elecciones presidenciales por algo más de un 1% de los votos sobre Jorge Alessandri y un 8% sobre Radomiro Tomic. La cosa no cambiaría mucho en los comicios subsiguientes. En las municipales del 72, la Alianza Popular consiguió un 46% de los regidores y en las parlamentarias del 73 un 43% de los congresistas. Pese a ello, Allende declaró en 1970 el inicio de “la vía chilena hacia el socialismo”. Su impulso no venía de un avasallador triunfo electoral, sino de la convicción de que todas las reformas efectuadas en el país habían fracasado porque el país no necesitaba reformas, necesitaba una refundación. Su programa  incluía llegar a un socialismo “a la cubana”, nacionalizando la banca y las grandes empresas (particularmente las minas de cobre), procediendo a una reforma agraria que acabase con el latifundismo y cambiando las estructuras del Estado, todo ello por vías democráticas. De hecho, dada la naturaleza de la Alianza Popular, una amalgama de partidos y grupúsculos de izquierda, la abolición de los partidos políticos no formaba parte de los objetivos. Allende y los suyos perseguían llevar a cabo un cambio radical de Chile basándose en las mayorías, más bien relativas, que les fuesen dando las urnas y que podrían proseguir en tanto durasen éstas. Como consecuencia, la “vía chilena hacia el socialismo” se convirtió en un camino de soledad. Richard Nixon la había puesto en el punto de mira desde que incluyó la palabra “nacionalización” y lo que ocurrió con las minas del cobre, a la sazón, propiedad de los Rockefeller y los Rothschild, desencadenó planes concretos de la CIA que acabaron materializándose en el asesinato del Jefe del Estado Mayor del ejército el mismo día en que Allende era nombrado presidente por el parlamento. Pero en el otro bando de la guerra fría no lo veían con mejores ojos. La fama de agente del KGB de Allende le brindó hermosas palabras de camaradería y cifras más bien modestas de apoyo económico por parte de la URSS. La RDA se mostró más generosa, pero después de tres semanas visitando Chile, Castro no tuvo el menor empacho en mostrar públicamente su escepticismo por la revolución “burguesa” chilena.

   Los economistas de la Alianza Popular habían previsto que el dinero para las reformas se sacaría de máquinas de hacer billetes puestas a funcionar a todo trapo, pero que el país tardaría algunos años en sufrir el peligro de una espiral inflacionaria. Un año después de haber llegado Allende al poder, los datos parecían darles la razón. Sin embargo el peligro de inundar un país de billetes consiste en que el tsunami no se ve venir hasta que ya es tarde, especialmente si los créditos internacionales están bloqueados por orden de Washington. A partir de 1971, Chile se despeñaba camino de la hiperinflación y las leyes para impedir el aumento de precios sólo lograron el desabastecimiento y la creación de un mercado negro. Para 1972, la situación era difícilmente manejable. Los sectores de izquierda más radical, que habían establecido algo así como una tregua con la llegada de Allende al poder, se implicaron en las ocupaciones de fincas y fábricas, volviéndose cada vez más violentas. La Alianza Popular, que hasta entonces no había tenido muchos problemas para llegar a acuerdos clave con la Democracia Cristiana, se encontró con una derecha enrocada sobre sí misma, con abundantes fondos provenientes de Norteamérica y que paría sus propios escuadrones de pistoleros. La violencia política se adueñó de las calles, las universidades y las empresas, tal y como preveían los planes de la CIA, hasta el punto de que el Partido Comunista lanzó una campaña con el eslogan “No a la guerra civil”. 

   El 23 de agosto de 1973, dimitió Carlos Prats, comandante en jefe del ejército. Había sufrido una larga campaña de acoso y derribo de la derecha y de parte de los militares. Propuso para ocupar su cargo al que hasta entonces había sido su fiel segundo, Augusto Pinochet. Institucionalmente el país estaba paralizado. Las reformas propuestas por el gobierno se habían quedado en el limbo jurídico y la oposición exigía un plebiscito sobre ellas. Hacia principios de septiembre, Allende había decidido aceptar el reto en lo que, obviamente, se iba a convertir en un plebiscito sobre su gobierno, su “vías chilena al socialismo” y sobre él mismo. Dicen las malas lenguas que el día en que le comentó a Pinochet su decisión de convocarlo, éste se sumó al golpe de estado en marcha. Era el nueve de septiembre. 24 horas después, el palacio presidencial era bombardeado por aviones, el país tomado por el ejército y la República Presidencial que había nacido en 1925, desaparecía bajo una dictadura brutal. Miles de chilenos fueron asesinados “por el bien de Chile”, entre ellos, Carlos Prats, muerto junto con su esposa en un atentado en Buenos Aires al año siguiente.

   Se supone que cuando uno se va haciendo viejo echa de menos la juventud y juzga con benevolencia la época que le tocó vivir durante ella. Pero cuando recuerdo los 70, lo que echo de menos es todo lo que entonces pareció estar al alcance de la mano, vivir con la convicción absoluta de que nada era imposible y tomar fácilmente la decisión de emprender caminos solitarios. Hubo un tiempo en que no se le pedía a la próxima década que no fuese peor que esta, en el que a la gente le importaba más su futuro que las declaraciones del famosillo de turno, en que los ofendidos reclamaban justicia y no censura. Después todo se cerró. Comenzaron a preocuparnos mucho más nuestras hombreras, nuestros peinados cardados, Juego de Tronos, los chats, los e-mails, la Viagra, el Prozac, los televisores de pantalla plana, los coches eléctricos y llegamos a “el país vecino me pertenece porque no es un país”. Tener ilusiones se convirtió en cosa de ilusos, tener ideas en síntoma de obsesión paranoica solucionable con un tratamiento farmacéutico y el compromiso en otra manera de llamar al matrimonio. No, no me siento viejo cuando miro mi rostro ni mi cuerpo, pero me siento como si tuviese mil años cuando miro mi época.