domingo, 26 de marzo de 2017

El experimento frustración (2. Superstición)

   Más o menos para cuando el conductismo llegó a Sevilla, en EEUU comenzó el hartazgo con él. Encabezaron esta revuelta las grandes corporaciones industriales. Acostumbrados a hacer juegos de números sobre la nada, no tardaron en descubrir la obviedad que se ocultaba tras las gráficas conductistas: que si querían una mayor tasa de respuesta de sus empleados tenían que pagarles más. Todas las teorías de gestión de empresa se han construido, precisamente, para evitar semejante obviedad, así que desde el mundo de la empresa comenzó a reclamarse otra psicología. Asustados por la pérdida de clientes, los psicólogos norteamericanos comenzaron a afirmar que sí, que ellos habían escrito decenas de artículos sobre experimentos con la caja de Skinner, pero que, en realidad, nunca se lo habían creído demasiado y que si se juntaban las letras de sus artículos conforme a ciertas pautas podía leerse entre líneas la nueva palabra de moda: “cognitivo”. 
   Los cognitivistas convencidos de la facultad de Sevilla que se jubilaron hace poco, enseñaban en la época en que yo fui su alumno gráficas de tasas de respuestas, programas de adquisición y extinción de conducta y técnicas de moldeamiento. Lo más parecido a Freud que mencionaban en sus clases consistía en ciertos experimentos conductistas con chimpancés. Se les mencionaba a Neisser y te escupían. Pese a todo, el conductismo sevillano hizo gala de uno de los mayores logros conductistas en todo el mundo: merced a un acuerdo con el ayuntamiento, mantuvo controlado el número de palomas de la ciudad. Por eso siempre que recuerdo cosas del conductismo, recuerdo cosas positivas y no sus ridículos planteamientos generales.
   Una de ellas constituye, en realidad, el primero de los hallazgos de Skinner. Un día le colocó a sus palomas un programa de reforzamiento de tiempo fijo y se largó para tomarse un café. En sus jaulas individuales, las palomas recibían comida, digamos, cada cinco minutos. Cuando Skinner volvió, una de las palomas daba vueltas frenéticamente en su jaula, otra subía y bajaba violentamente el cuello, otra tenía las alas abiertas, otra se hallaba rígida como una estatua, etc. La explicación resulta simple. La primera paloma daba vueltas en su jaula cuando cayó el primer grano de comida. Como consecuencia, aumentó la probabilidad de que la paloma diera más vueltas a su jaula, esto aumentó la probabilidad de que la paloma recibiera comida mientras lo hacía, lo cual aumentó la probabilidad de dar vueltas, etc. Lo mismo ocurrió con el resto de comportamientos. Aquí tenemos, pues, la razón de por qué todos tenemos unos “calcetines de la suerte”, una “pulsera de la suerte” o, en definitiva, algún género de amuleto y Skinner no tuvo dificultades para que se aceptara en lo sucesivo que el conductismo constituía la mejor explicación de todo tipo de comportamientos humanos. 
   En verdad, los principios explicativos del conductismo no bastan para dar cuenta de lo que solemos llamar “superstición”. Con su famoso experimento, Skinner demostró que un patrón de reforzamiento temporal puede llevar a la aparición de comportamientos estereotipados en palomas, por ejemplo. Llamar a eso “superstición” no deja de constituir una analogía, más o menos fundamentada, pero desde luego, nada “científicamente” comprobado. Este tipo de estrategias se convirtió en el estándar de los razonamientos conductistas, se comprobaba cierto comportamiento en los animales y, posteriormente, mediante sutiles metáforas y analogías se inducía a pensar que los comportamientos humanos se hallaban moldeados por los mismos procedimientos. Ciertamente hubo experimentos con humanos, pero lo que constituyó la práctica totalidad de la base empírica del conductismo no trataba de ellos. La fortaleza del conductismo no se hallaba, como pretendió hacernos ver, en su carácter "científico", sino en la validez de sus analogías y éstas resultaban extremadamente débiles.
   Tomemos el caso de la “superstición”, ¿puede asumirse sin más que el comportamiento de unas palomas reproduce lo que ocurre con nosotros? En realidad no. Las palomas de Skinner se criaron en un ambiente tan estable que resulta ajeno a la vida de cualquier ser humano. Recuerdo que en cierta ocasión me regalaron una pulsera de la suerte. El primer día que me la puse el café me supo a rayos, vi por primera vez un autobús de la línea 14 pasar por mi barrio, me encontré un billete de cinco euros y me chocó la indumentaria verde fosforito de cierto corredor con el que me crucé. El segundo día el café me supo tan malo como el primero, volví a ver el autobús de la línea 14, me volvió a llamar la atención el atuendo del mismo corredor y me besó una atractiva desconocida. A estas alturas Ud. ya habrá comenzado a pensar en escribirme un e-mail preguntándome dónde puede comprarse una pulserita así. Sin embargo, una paloma de Skinner la habría tirado en un intento de que el café volviera a saberle bien. Dado que tres de los eventos que he citado anteriormente resultan idénticos, la asociación debiera haberse producido con cualquiera de ellos y no con el que difería en calidad de un día a otro. Aún más, uno de esos eventos, el mal sabor del café, puede considerarse perfectamente un estímulo aversivo, por lo que si el comportamiento de las palomas de Skinner resultara trasladable a los seres humanos, desde luego, no le hubiésemos atribuido nada así como “suerte” a la pulsera. Para que quede más clara la razón, expondré lo que ocurrió el tercer día. El tercer día, el café me supo un poco mejor que el día anterior, volví a cruzarme con un corredor que me impactó y el autobús de la línea 14 me atropelló. Ahora ya pueden entender por qué llamo a esta pulsera “mi pulsera de la suerte”, porque, gracias a ella, el autobús no me mató.
   La superstición humana no puede entenderse sin tomar en consideración todas aquellas veces en que nuestros calcetines, nuestra pulsera o nuestro amuleto han coincidido en el tiempo con algo que lejos de parecernos positivo nos ha parecido extremadamente desagradable. Para entender esto necesitamos apelar a las expectativas del sujeto o, mejor aún, a su capacidad para interpretar o para autonarrarse los acontecimientos de un modo u otro, algo que, desde luego, no resulta observable.

domingo, 19 de marzo de 2017

El experimento frustración (1. Psicología de mascotas)

“Dame una centena de niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger —médico, abogado, artista, hombre de negocios e incluso mendigo o ladrón— prescindiendo de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocaciones y raza de sus antepasados”
   Este famoso texto pertenece a “La psicología tal como la ve el conductista”, artículo de John Broadus Watson, con el que se inauguraba el conductismo norteamericano. Watson alcanzó notoriedad por una serie de experimentos sobre modificación de la conducta en los que mostraba la posibilidad de inducir y de eliminar miedo a los animales en un niño de corta edad, “Albert”, de quien la historia de la psicología no nos aclara si acabó como médico, artista o ladrón. Si tenemos en cuenta hasta qué punto el miedo juega un papel central en el american way of life y que la sociedad en la que vivió Watson se hallaba preñada de ideales eugenésicos, podrá entenderse fácilmente su éxito. El conductismo de Watson no se limitaba, como en el caso de Pavlov, a constatar científicamente la asociación de estímulos con respuestas. Su seña característica consiste en la voluntad de intervenir en la conducta de los sujetos, de los sujetos humanos, modificándola. 
   La estrella de Watson comenzó a declinar cuando se descubrió la relación extramarital que mantenía con su colaboradora, Rosalie Rayner. Le costó un sonoro divorcio y la renuncia a su carrera académica. De este modo, Watson no sólo inauguró el conductismo norteamericano, también inauguró la larga lista de psicólogos que se pasaron al campo del marketing, razón por la cual sus envidiosos colegas decidieron condenarlo al olvido. Así la figura de Watson se perdió en las oscuridades de la historia de la ciencia hasta que un digno heredero de sus ideas vino a rescatarlo, Burrhus Frederik Skinner.
   Tras reiterados intentos por triunfar como escritor, Skinner tuvo una idea brillante. En lugar de narrar una ficción en un libro, la construiría a través de múltiples artículos e, incluso, artefactos, en ninguno de los cuales se haría más que insinuarla. En esencia, la fabulosa historia sobre la que versaría todo consistía en la posibilidad de convertir a la psicología en ciencia, de hecho, en ciencia matemática y experimental. Se fabricarían unas jaulas especiales, a partir de entonces llamadas “cajas de Skinner”, en los cuales se encerrarían palomas, ratas o cualquier otro animalito mucho más aceptable socialmente que un niño, al menos de momento. Estos artefactos, se hallarían dotados de botones o palancas que el sujeto experimental debía manipular para obtener comida. La cuidadosa observación y anotación de las respuestas del animal constituirían a partir de ahora el objeto de estudio de la psicología. Por supuesto, con las tasas de respuesta de los animalitos, el tiempo que tardaban en darlas o en dejar de darlas, se podrían hacer todo tipo de gráficas, a las cuales se les aplicaría fórmulas matemáticas cada vez más complejas.
   Las ventajas del planteamiento de Skinner saltaban a la vista para cualquiera. En primer lugar, a cambio de la fruslería de abandonar el que hasta entonces había constituido el objeto de estudio de la psicología, precisamente la psique, se le ofrecía a los psicólogos el ansiado grial de la cientificidad. Por otra parte, un denso entramado de matemáticas cada vez más exóticas permitía ocultar el que puede considerarse uno de los primeros y más importantes méritos de Skinner y todos sus seguidores, haber hecho por primera vez en la historia psicología de ratas, palomas y demás animalitos, rama ésta, la de la psicólogía de mascotas, cada vez más en boga hoy día. Finalmente, pero no menos importante, descubrió un campo ocupacional para los psicólogos en el mundo de la economía más allá del marketing, pues para cualquier empresario resultaba obvia la analogía entre la rata que pulsaba una palanca con objeto de conseguir comida y sus operarios.
   El conductismo de Skinner se expandió como un incendio veraniego en un bosque. Pronto no se hizo otra psicología en los EEUU fuera de sus estrictas normas “científicas”. En un bonito ejemplo de difusionismo, más o menos cuando el conductismo llegó a la Universidad Complutense de Madrid, un jovenzuelo llamado Noam Chomsky escribió una reseña sobre el libro de Skinner Verbal Behavior, en el que ponía de manifiesto lo que debería haber resultado patente desde un principio, a saber, que resulta extremadamente fácil condicionar a una paloma para picotear un botón pero no para que golpee el botón con el ala. Si efectivamente unos comportamientos resultan más fáciles de elicitar que otros, entonces la explicación última de la conducta no puede hallarse al nivel de lo observable. Tiene que haber algo más, algo “interno”, "genético" o, mencionemos la palabra tabú para el conductismo, “mental”, que la explique.

domingo, 12 de marzo de 2017

Cortina de humo

   Tengo tantos años que conozco muchas historias. Conozco la historia de dos jóvenes que comenzaron a salir juntos cuando estudiaban en el instituto. Compartieron casa en cuanto tuvieron dinero para comprarla y después de unos cuantos años de convivencia, se casaron. Un día ella le dijo a él que necesitaba tiempo para replantearse su relación e inició un viaje sola. Cuando volvió, le comunicó que había conocido al hombre de su vida y que tenía cinco días para abandonar la vivienda común, porque el hombre de su vida venía de camino y su marido sobraba. El le respondió dándole un guantazo. A la mañana del día siguiente ella apareció en su lugar de trabajo contando a todo quien quería escucharla que su ya ex-pareja la maltrataba.
   Conozco la historia de quienes se jugaron el pellejo por todos nosotros, por un mundo mejor y más justo y pagaron la frustración de no conseguirlo con sus mujeres. Conozco el proceso. Al principio no resulta muy distinguible de eso que todo el mundo cree connatural al amor, los celos. Después el control asfixiante deja paso a la degradación. Pegan porque han arrasado con todo lo reconocible como persona en una mujer.
   Conozco la historia del trabajador sin cualificación alguna, que se mata a trabajar por cuatro perras y se gasta tres y media en alcohol antes de llegar a casa. Vengará su rabia contra el primero que se le cruce, preferentemente su mujer, aunque también podría tocarle a sus hijos. Conozco los rumores de las vecinas después de la paliza y los insultos que se mascullan en voz baja sin que nadie llame a la policía mientras se espera que se repita la situación. Conozco los llantos de las viudas ante la caja en la que reposa el cuerpo de su marido, lamentando su marcha, “con lo que me quería, aunque me pegara”. Conozco los intentos de suicidio de mujeres desesperadas que ya no saben cómo escapar. Conozco los golpes, los llantos, el sonido que hace el cuerpo de una mujer al caer al suelo y cómo gritan sus hijos tratando de protegerla, porque pasé mi infancia en un barrio en el que nada de eso resultaba infrecuente y en verano se dormía (o se intentaba) con las ventanas abiertas.
   Conozco jovencitas a las que pone muy cachondas que su novio la emprenda a hostias con el primer desgraciado que las ha empujado sin darse cuenta. Conozco cómo lo jalean, lo orgullosas que se sienten de él y cómo lo maldicen cuando los golpes los han recibido ellas. Conozco su concepto de amor, el que le han inculcado desde tantas imágenes y que no tiene nada que ver con una relación entre personas, sino que consiste en la pura posesión, igual que se posee un coche, un perro o una pistola. El amor aflora cuando se juguetea con otro, cuando se le hace sentir que va a perder lo que posee, cuando se lo trata como a ese niño al que hacemos rabiar fingiendo quedarnos con su peluche o su caramelo. No hay amor sin daño, sin peligro, sin muerte.
   Conozco esa pareja que ha tenido una pelea brutal y ella, de los nervios, trata de sacar el palo de una fregona por el procedimiento de tirar de él mientras pisa las tiras que la componen. El palo se desprende bruscamente y la golpea en el mentón. Cae hacia atrás e impacta contra el filo de un mueble. Medio inconsciente, sangrando, su marido la lleva al hospital. Ha parado la hemorragia, la ha reanimado, le preocupa que se haya hecho más daño del que ya aparenta. Nervioso, aturdido, trata de explicar en el triage lo que ha ocurrido. “Es un poco torpe”, se le escapa. Nadie le volverá a preguntar nada, nadie le mirará ya igual, nadie que sepa la historia volverá a sentarse a su lado. Al principio no lo entiende, pero, de pronto, cae en la cuenta. A ella la han hecho entrar sola en consulta, sabe lo que le van a preguntar y un sudor frío recorre su espalda.
   Conozco a los niños que han vivido el maltrato de sus madres de modo cotidiano. Nunca abandonarán ya el hogar familiar porque no pasará un solo día de sus vidas que no lo recuerden. Conozco cómo respiran al día siguiente de tener que declarar contra sus padres. Conozco la historia de los que tratan de huir hasta de sí mismos y la de los que, de tan acostumbrados a las palizas, consideran normal o, mejor aún, recomendable, que se les pegue a las mujeres como una forma cotidiana de relacionarse con ellas. Se los puede calificar también de víctimas de los malos tratos y no tardarán mucho en encontrar sus propias víctimas.
   Conozco a los que de verdad se creen las consignas feministas y dan por supuesto que la masculinidad tiene que ver con la testosterona, con la violencia, con el poder. Encomian tanto las virtudes viriles que uno no entiende por qué andan por ahí persiguiendo faldas. Conozco su mirada de miedo ante la posibilidad de perder lo que les han convencido que son sus privilegios y que, en realidad, apenas se distinguen de morbosas inclinaciones, miserias y mutilaciones. Resulta enternecedor ver el pánico que les genera la posibilidad de encontrar una mujer más culta, más inteligente, con un futuro profesional mejor, alguien capaz de decirles "no" o "estás equivocado", una persona en fin. De tan débiles, frágiles y delicados, no soportan compartir sus vidas con un ser humano. Quieren tener a su lado un saco de boxeo, un bobblehead, una muñeca hinchable que sólo rechine cuando la penetren. Como las feministas, ellos también creen en la magia del verbo "ser" y que ser hombre o mujer consiste en que unas propiedades asombrosas te acompañan de la cuna al féretro.
   Conozco la historia de esa mujer de 91 años asesinada, por la que se guardó un minuto de silencio y a la que se la incluyó en las cifras de violencia de género a pesar de una carta de sus hijos en la que explicaban que había sido “un acto de amor” por parte de un anciano marido que siempre la cuidó, pero que no soportaba más verla sufrir por una enfermedad de esas que no matan ni dejan vivir.
   Conozco las estadísticas que señalan que la violencia contra las mujeres se halla más extendida en países mucho más ricos, mucho más cultos que nosotros, incluso esos países que figuran a la cabeza de los resultados educativos, pero en los que el alcohol y el control social corren como la sangre por nuestras venas. Conozco las estadísticas que señalan que no hay denuncias falsas por violencia de género porque en este país poner una denuncia falsa sale siempre gratis, conozco a quienes las airean y conozco la imposibilidad de cuantificar todas las denuncias que no se presentan o que se retiran. Conozco la ufana sonrisa de los políticos de turno, esos que parecen aguardar con ansia el próximo asesinato para poder hacerse la foto correspondiente, afirmando que, gracias a ellos y a sus leyes, la violencia de género ha bajado un 7% ó un 10% ó tanto que somos el país con menos muertes por ese tema de toda Europa, como si una sola mujer asesinada no constituyera ya una cifra inaceptable.
   Conozco la bochornosa historieta que le echa la culpa de la violencia de género al machismo, a la testosterona, al patriarcado romano o a cualquier otra memez semejante, historietas de las que se deduce que los romanos llegaron a Kiruna, que existe más machismo en los países en los que las mujeres presiden los gobiernos y las iglesias o que el cuerpo produce más testosterona a partir de los treinta y cinco años, edad media de los agresores. Conozco la vergonzosa mentira de que “cualquier hombre puede ser un maltratador”, la sueltan muy a menudo quienes se escandalizan cuando oyen que “cualquier musulmán puede ser un terrorista”, o que “cualquier extranjero puede ser un criminal”. No encierra más que la falta de voluntad para buscar la verdad.
   Tenemos una ley que incita a denunciar sin fundamento, pero que no ayuda a denunciar a quien realmente teme por su vida o la de sus hijos. Tenemos una ley que convierte a cualquier hombre en sospechoso, que elimina en la práctica el respeto a la presunción de inocencia y que así va preparando el camino para abolir tan obsoleta garantía de las libertades individuales. Y, sin embargo, sigue habiendo asesinatos de mujeres. 
   Tenemos a jueces y fiscales que, aplicando rigurosamente la ley, juzgan, condenan y firman órdenes de alejamiento que la policía no tiene tiempo de supervisar, haciéndonos llegar a la obvia conclusión de que los problemas sociales se solucionan con más policías, más fuerzas del orden, más coacción estatal. Y, mientras tanto, sigue habiendo asesinatos de mujeres. 
   Tenemos al Estado metido en las casas, en medio de las familias, entre las sábanas y, mientras tanto, sigue habiendo asesinatos de mujeres. 
   Tenemos decenas de asociaciones feministas financiadas con dinero estatal que, casualmente, reivindican el aumento del control del Estado sobre los ciudadanos, mientras sigue habiendo asesinatos de mujeres. 
   Tenemos montones de estómagos muy agradecidos en nuestras universidades que realizan estudios de género, que visibilizan a las mujeres en la ciencia, en la música, en las artes, pero, curiosamente no en los campos de exterminio, en los centros de tortura, en los genocidios, para así acostumbrarnos a la idea de que no hay hechos históricos, únicamente hay las interpretaciones que el poder quiera subvencionar. Y, mientras, sigue habiendo asesinatos de mujeres.
   ¿En serio que a nuestros políticos les interesa la violencia de género? ¿En serio que a todos esos/as expertillos/as en los efectos de la testosterona les interesa la violencia de género? ¿En serio que alguien quiere erradicar esta lacra? ¿En serio que alguien quiere saber la verdad? Más allá de las mujeres que ayudan cada día a las maltratadas, más allá de quienes se juegan la vida interponiéndose entre un agresor y su víctima, más allá de quienes quieren construir un nuevo concepto de masculinidad, sólo hay cortinas de humo que tratan de ocultar la incómoda verdad, el mal del cual la llamada violencia de género constituye mero síntoma. Actúen contra todas las formas de atontamiento social, empezando por el consumo de drogas y alcohol, actúen contra el riesgo de exclusión social, contra la idea de anteponer la competencia entre individuos al respeto mutuo, contra este nocivo concepto de propiedad que tenemos y que iguala posesiones y relaciones humanas, contra todos los elementos de control que hacen de nuestras muy libres sociedades remedos de sociedades carcelarias y habrán acabado con la violencia de género. Pero claro, si hicieran eso, no sólo habrían acabado con la violencia de género.

domingo, 5 de marzo de 2017

   El texto que debía ver la luz hoy excede las dimensiones habituales, no puede ser cortado en dos partes y necesita de un último repaso. Queda pues aplazada su publicación hasta el próximo fin de semana.