domingo, 27 de diciembre de 2020

La ciencia de la creatividad (3. Vida del ciudadano 1-Ч-502)

   Genrich Saulovich Altshuller, nació el 15 de octubre de 1926 en Taskent, (Uzbekistán), aunque toda su vida la pasó vinculado a Bakú, la ciudad de sus padres y capital de Azerbayán. Joven inquieto, siempre atraído por los inventos y las máquinas, llegó a la edad de cursar estudios superiores durante el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, así que en lugar de entrar en la escuela naval a la que siempre quiso ir, acabó alistándose en el ejército y recibiendo lecciones sobre el pilotaje de infames aviones de instrucción. Finalmente consiguió que lo destinaran a un organismo de la flotilla del Mar Caspio en Bakú. Habitualmente suele hablarse de ese organismo como de una oficina de patentes y poner en relación su trascendencia en la vida de Altshuller con la trascendencia que tuvo en la vida de Einstein su empleo en la oficina de patentes de Zúrich. La realidad resulta mucho más interesante. Dada la propiedad estatal de los medios de producción, las empresas de la URSS carecían del departamento legal dedicado al desarrollo de patentes que poseen las empresas occidentales. Por tanto esa función se externalizó en forma de una serie de comités, repartidos por todo el territorio de la Unión, a los que podían acudir las empresas y, habitualmente, los particulares, interesados en conseguir una patente. Propiamente estos comités no otorgaban patentes. Su función consistía en ayudar al desarrollo de las mismas desde la recepción del prototipo hasta la cumplimentación de los formularios. A diferencia de los gabinetes legales de nuestras empresas, los empleados de estos comités no tenían formación en derecho, sino un conocimiento exhaustivo de las patentes existentes dentro y fuera de la URSS y un cierto instinto para ver qué había de aprovechable en propuestas a veces disparatadas. Altshuller da testimonio a este respecto de inventores que por poco si acabaron destruyendo las oficinas del comité en las que él trabajaba con “disolventes” que explotaban o proyectos que incluían cargar eléctricamente todos y cada uno de los pelos de un gato (sic). Pero también cuenta la historia de cierto inventor que pretendió patentar unas pulseritas fosforecentes y en las que un superior suyo apreció la utilidad de la pintura empleada, ésa que ahora podemos contemplar en todas nuestras señales de salida de emergencia en caso de incendio. Queda implícito en lo dicho que no había especialización por sectores de los empleados, al menos en el comité en el que trabajó Altshuller. Los inventos se asignaban por riguroso orden de llegada y un funcionario lo mismo podía verse implicado en un trabajo sobre buceo que en el necesario para la evacuación de un barco encallado.

   En algún momento entre 1945 y 1946, Altshuller debió darse cuenta de que repetía una y otras vez los mismos consejos para inventores que pretendían patentar cosas en diferentes áreas. Se puso entonces a buscar un libro, un manual, una colección de artículos, algo, a lo cual pudiera remitir a todo el mundo y librarse de la cansina tarea de repetir una y otra vez lo mismo. Pese a que recopilaciones de patentes industriales soviéticas y occidentales y libros sobre la creatividad circulaban con libertad y en abundancia por la Unión Soviética, Altshuller se cansó de buscar un texto adecuado sin encontrar nada que se le acercase. Para principios de 1946 ya había llegado a la conclusión de que tendría que escribir ese libro él mismo y de que el procedimiento para ello pasaba por revisar toda la inmensa literatura sobre patentes a su alcance para hallar los principios inventivos que subyacían a las mismas. En esta labor se le unió Rafael Shapiro y, entre ambos, hacia 1948, tenían ya un puñado de principios inventivos que les permitieron el desarrollo de un par de patentes propias. Convencidos del logro alcanzado, acudieron a diferentes círculos académicos para comunicarles la buena nueva, pero los círculos académicos soviéticos recibieron sus teorías con frialdad al principio y con burlas en cuanto trataron de insistir un poco. Sabedores de que se habían topado con un muro que tardarían décadas en derribar, Altshuller y Shapiro decidieron tomar un atajo escribiendo a todas las altas instancias soviéticas que guardaran algún género de relación con las tareas inventivas. Sistemáticamente recibieron respuestas del tipo “sí, muy bien, pero no…”, “no sabemos…”, “habría que indagar....”, en definitiva, las respuestas de quienes sólo emprenden una acción bajo órdenes de la superioridad. Había, pues, que apuntar más alto. Inventando la amenaza de un explosivo de fácil fabricación y tremendo poder destructor, Shapiro y Altshuller se plantaron en el despacho de Beria, quien los escuchó atentamente, pero tampoco pareció dispuesto a emprender acción alguna. Sólo quedaba, por tanto, una persona a la que acudir. A principios de 1950, Shapiro y Altshuller enviaron una carta a Stalin en la que criticaban duramente el estado de la actividad inventiva en la URSS en los últimos años y proponían su mejora mediante los principios hallados por ellos. Stalin, como siempre curioso y atento a las críticas, ordenó su detención, su sometimiento a lo que en nuestras democracias liberales se denomina “interrogatorio intensivo” y su condena sin juicio a 25 años de trabajos forzados que, en el caso de Altshuller, habría de cumplir en el bucólico paraje del campo 1-Ч-502, cerca de la ciudad de Vorkutá, unos 50 kilómetros al Norte del círculo polar ártico.

   Por suerte para ambos, Stalin murió cuatro años después y los procesos de desestalinización incluyeron la rehabilitación de Shapiro y Altshuller, aunque a este último no se le permitió retomar su puesto en el comité para las invenciones. De este modo, en 1958, nació Henrich Altov, el pseudónimo con el que Altshuller firmaría relatos de ciencia ficción a lo largo de las siguientes dos décadas. Altov se convirtió rápidamente en un referente para la ciencia ficción soviética. Al propio Altshuller no le importaba reconocer la poca calidad literaria de sus relatos (ampliamente superada por su esposa, V. N. Zhuravleva), pero sus escritos constituyen una demostración práctica del desafío que lanzó a la literatura de su época: que cada texto contuviera, al menos, una idea cualitativamente nueva. En cualquier caso, antes de todo esto, en 1956, una vez más con Shapiro, publicó “Acerca de la psicología de la creatividad científica”, escrito seminal en el que se hallan contenidos algunos de los principios básicos de su Teoría para la Resolución Inventiva de Problemas (TRIZ, por sus iniciales en ruso) y un embrión del Algoritmo para la Resolución Inventiva de Problemas (ARIZ).

   Altshuller, en efecto, creó un método para resolver problemas de modo, a la vez, sistemático e inventivo, llevó a cabo el proyecto leibniziano del ars inveniendi, y sobre él y con él, enseñó a generaciones de ingenieros, matemáticos y químicos de la URSS en la red de más de 500 centros de formación que llegaron a cubrir buena parte del territorio del extinto país. Tras la caída del muro de Berlín y la muerte de Altshuller el 24 de septiembre de 1998, muchos de sus discípulos llevaron sus enseñanzas a Occidente y hoy día TRIZ constituye una herramienta en expansión por el mundo empresarial, de la que han sacado buen provecho Samsung, General Motors, Rolls Royce y una larga lista de empresas, grandes, pequeñas y medianas. De modo que, sí, Leibniz (a quien Altshuller cita reiteradamente) tenía razón. Sí, se podía construir un ars inveniendi funcional y exitoso. Sí, ese ars inveniendi se halla en funcionamiento y ha producido decenas de miles de patentes industriales a lo largo del último medio siglo (3.200 únicamente en la sede india de Samsung). Sí, todos y cada uno de los que vinieron después, empezando por Kant, se equivocaron a la hora de juzgar la posibilidad de un ars inveniendi. Y, sí, los filósofos, como tristes mochuelos, van a formar parte del pelotón de los últimos en enterarse.

   ¡Feliz Año Nuevo! 

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