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domingo, 13 de mayo de 2018

Capitalismo e inteligencia (1 de 2)

   La mayor parte de lo que suele llamarse “darwinismo social”, no se encontrará en las páginas escritas por Charles Darwin, sino en las de su primo Francis Galton. Galton, decidido a medirlo todo, recopiló una de las más extensas colecciones de cráneos del momento, sentando las bases de la craneometría, la “ciencia” que habría de suministrar exactos datos empíricos a la frenología. Estos estudios le llevaron a concluir que la sociedad victoriana se hallaba al borde del colapso porque los incapaces tenían más hijos que los hidalgos británicos (él mismo no los tuvo). Evitar tal colapso, sin embargo, resultaba posible. El genio, como cualquier otra característica se heredaba y correspondía al Estado incentivar el matrimonio precoz de los dotados intelectualmente, los cuales, como mostraban todas las medidas cranométricas, coincidían, casualmente, con las élites sociales y económicas del país. A este tipo de prácticas, las etiquetó con un nombre que cobraría fama: eugenesia. Pero Galton no se quedó aquí.
   Obsesionado con medir, desarrolló toda una batería de pruebas para medir la inteligencia. Las pruebas de Galton tenían un pequeño defecto: no servían para nada. Cuando la frenología y la craneometría se hundieron en el ridículo, Simon, Binet y otros se agarraron al clavo ardiendo de las pruebas de inteligencia y, por sucesivas comparaciones entre modelos de preguntas y respuestas de personas que se consideraban  intelectualmente “normales”, “retrasados” y “brillantes”, consiguieron aproximarse a una correlación entre las personas que suelen caer en una u otra categoría y los resultados que obtenían en sus test. El gobierno francés hizo política de Estado de semejantes pruebas y rápidamente aumentó la lista de países interesados en seguirle. Llegados hasta aquí no había motivo para no volver a Galton y a eso se dedicó Cyril Burt. 
   Desde su cargo como presidente de la Sociedad Psicológica Británica, Burt impuso el determinismo genético de la inteligencia como regla elemental para diferenciar lo psicológicamente “científico” de lo que no podía entrar en esta categoría. Su test de inteligencia decidió la vida de generaciones enteras de niños británicos hasta los años 70. Si alguien quiere encontrar estudios sobre gemelos que despejan cualquier duda acerca del carácter genético de la inteligencia o pruebas palmarias de que los test de inteligencia miden capacidades innatas, no tiene más que leer sus libros. En ellos se halla toda la base científica de la aplastante superioridad de los genes sobre el medio a la hora de decidir qué va a ocurrir con nuestras vidas. Lamentablemente, tras la muerte de Burt, se descubrió que había falsificado la práctica totalidad de sus estudios. Del medio centenar largo de gemelos que decía haber estudiado, no se pudo localizar jamás a ninguno y los intentos por replicar dichos estudios condujeron a resultados exactamente contrarios a sus conclusiones. Pero, bueno, ningún determinista que se precie sentirá incomodidad por estos pequeños detalles sin importancia. Al fin y al cabo, nadie defendería el determinismo si se fijase en los detalles. Incluso aquellos que accedan a contar esta bonita historia omitirán un matiz crucial: ¿por qué alguien se sintió interesado en indagar los fundamentos últimos de toda una autoridad como Burt?
   Hacia finales de la década de los 50, los test de inteligencia se toparon con un problema extremadamente grave. Por supuesto no tenía nada que ver con que mujeres, negros y demás sectores excluidos de las élites sociales del siglo XIX dieran resultados sistemáticamente bajos en ellos. El problema consistía en que directivos, empresarios, políticos y altos cargos de la administración también daban resultados sistemáticamente bajos, en algunos casos inferiores a la media. El supuesto de Galton, el supuesto con el que comenzó todo esto, a saber, que las élites políticas y sociales habían alcanzado tal lugar por su brillantez intelectual, demostraba carecer de la menor base empírica. El capitalismo no funciona porque encumbre a los mejores, bien al contrario, el capitalismo funciona, precisamente, porque los que mandan apenas si se elevan intelectualmente por encima de la media. De hecho, dada la universalidad que presentan estos resultados, podría afirmarse que el capitalismo se halla diseñado para impedir que los mejor dotados intelectualmente alcancen puestos relevantes de mando. Los psicólogos, que por aquel entonces ya se veían con plaza de aparcamiento reservada en las grandes empresas, se pasaron en masa al conductismo, una psicología para accionadores de palancas y botones, quiero decir, para trabajadores manuales y que corría un tupido velo sobre las aptitudes de los directivos. Casualmente, el descubrimiento de las cortas luces que orientaban el devenir del capitalismo corrió paralelo a una oleada de críticas contra los test de inteligencia. Se “descubrió” justo entonces, que maltrataban a mujeres y negros, que se hallaban corroídos por la ideología victoriana del XIX, que estigmatizaban y categorizaban, etc. etc. Una turba de mentes liberales y bienpensantes, herederas de aquéllas que habían puesto a los test de inteligencia como determinantes de la vida de los ciudadanos, gritó a los cuatro vientos entonces la injusticia de sentenciar, en base a ellos, a niños... y directivos...