domingo, 29 de marzo de 2015

El suicidio de uno, la muerte de todos

   En El cisne negro, Nassim Taleb cita cierto conglomerado de casinos que había gastado una fortuna en prevención de riesgos. Básicamente cada cliente era monitorizado desde el momento en que entraba por las puertas hasta su salida. Cualquiera que mostrara mayor interés por las medidas de seguridad que por las mesas o que pareciera dedicarse al conteo de cartas, recibía una atención especial y sigilosa de medios técnicos y humanos. Otro tanto ocurría con los empleados, cuyas biografías eran rigurosamente analizadas para no dar cabida a topos, ludópatas o personas poco recomendables de ningún género. Anualmente celebraban unas jornadas a las que invitaban a especialistas de toda laya para recibir posteriores consejos sobre cómo mejorar sus sistemas. Cuando se les preguntó si la compañía había pasado por apuros en alguna ocasión, respondieron que sí, dos veces. La primera ocurrió cuando la hija de uno de los principales accionistas fue secuestrada por un grupo de mafiosos que pidieron un rescate astronómico. La segunda llegó cuando un empleado dejó de tramitar durante meses los informes semanales de ganancias que reclama Hacienda. La cantidad acumulada más las multas fue monumental. Por contra, ninguno de los riesgos previstos en los que la empresa había invertido tantos millones, manifestó nunca su peligrosidad. La conclusión que sacaba Taleb en su libro es que la única definición posible de “riesgo” es la de algo imprevisible, impensable e inesperado. Hablar, por tanto, de “cálculo de riesgos”, de “prevención de riesgos” o de “control de riesgos”, es manejar términos contradictorios. El riesgo siempre está allí donde no miramos, por lo que ninguna descripción de las cosas que vemos puede servir para atenuarlo.
   Taleb inició esta línea de argumentaciones precisamente cuando los economistas estaban diseñando sofisticadas estrategias para medir y, se suponía, eliminar el riesgo, de modo que fue inmediatamente tachado de charlatán. No me cabe la menor duda de que lo es, pero no creo que sea el único que merece tal epíteto. Como se encargaron de mostrar los años finales del siglo XX y los primeros del XXI, todo aquel aparataje matemático de que hicieron gala los economistas neoliberales, lejos de eliminar el riesgo, lo han convertido en una constante de nuestras vidas. 
   Esta semana ha ocurrido, una vez más, lo improbable, lo imposible, lo impensable. Hubo una época en que los capitanes de barco se quedaban en ellos hasta que el último de los pasajeros lo había abandonado, aunque eso supusiera hundirse con su navío. Era una época en que palabras como “deber” u “honor”, significaban algo por encima de los intereses personales de un individuo. Después esas palabras provocaron una carnicería habitualmente conocida como Primera Guerra Mundial y ya nadie quiere saber nada de ellas. Ahora, en cuanto los capitanes de navío tienen un problema, se lanzan en busca de la salvación atropellando a mujeres y niños si hace falta, o llevándoselos por delante. Como resumió el capitán del Costa Concordia: “no abandoné el barco, me caí en un bote salvavidas”. 
   En los años setenta, una serie de grupos terroristas pusieron de moda el secuestro de aviones. Parecía un negocio rentable. Un avión en mitad de un aeropuerto, con pasillos estrechos y multitud de rehenes era fácil de defender por un puñado de individuos armados y decididos. Las autoridades se propusieron eliminar el riesgo del secuestro. Rápidamente se identificó la causa de tal riesgo, es decir, los pasajeros. Se pusieron en marcha estrictas medidas de seguridad en los aeropuertos y se entrenaron grupos especiales de la policía capaces de asaltar un avión, matar a los secuestradores y liberar a la práctica totalidad de rehenes sin mayores dificultades. La moda desapareció tras unos cuantos intentos que no acabaron tan bien para los secuestradores como era costumbre. El riesgo había sido, por tanto, controlado. Nadie pensó que los secuestradores podían no tener la intención de aterrizar. Para controlar semejante riesgo se extremó la caza del pasajero, el cual debía ser manoseado, desnudado y humillado por atreverse a tomar un avión. Nadie pensó que el pasajero podía no ser el culpable de un desastre. Ahora le toca a los pilotos.
   Las autoridades aeroportuarias van un paso por detrás de los hechos, todo está pensado para evitar que dos aviones se caigan por el mismo motivo, lo cual es correcto y está bien, pero nunca va a evitar que se caiga el primer avión. Lo malo de los empiristas escépticos como Nassim Taleb es que, más allá de su necesaria labor crítica, no ofrecen alternativas reales o, para ser más precisos, no ofrecen alternativas reales a quienes carezcan de fondos para una martingala. Negar la calculabilidad del riesgo está muy bien porque obedece a argumentos con buena base, pero no puede llevarnos únicamente a la conclusión de que eso es lo que hay, que debemos afrontar la necesidad de vivir con el riesgo o aprovecharnos de él. Si, efectivamente, el riesgo está en lo improbable, en lo inesperado, en lo impensable, es necesario tener gente que piense de un modo totalmente diferente al resto y que pueda ver todo eso que los demás no vemos. Y esa gente debería trabajar única y exclusivamente en eso, en buscar los fallos posibles de todos y cada uno de los sistemas. Las empresas de seguridad informática lo saben y no desperdician ocasión de fichar hackers. El problema está, sin embargo, en lo que todo esto presupone, a saber, que si la prevención del riesgo pasa por fomentar la disidencia, una sociedad de pensamiento único vive constantemente al borde del precipicio.

domingo, 22 de marzo de 2015

Elecciones a la andaluza

   Pensaba escribir sobre la redada que ha habido en Kinshasa, la capital del volátil Estado de Kivu-Norte, en la que el ejército ha detenido a un grupo de activistas de Burkina-Faso y Senegal. La noticia ha conseguido cierta atención de los medios franceses porque se trata de miembros de organizaciones que han actuado recientemente en pro de la democracia y la libertad en sus respectivos países. Al parecer habían sido invitados a la República del Congo por otra organización de similares características, que quiere impedir la reforma de la Constitución para que el presidente Joseph Kabila prolongue su mandato siete años más. Es una demostración de la escasa calidad democrática del Congo. En un país muchísimo más democrático como España esto no hubiese ocurrido. Aquí el ejército no reprime a la sociedad civil... ya están los jueces para eso. O, al menos, ciertos jueces, los nombrados a dedo por los políticos, como ha sido el caso de Cataluña, donde el Tribunal Supremo ha revocado la absolución de los jóvenes que intentaron asaltar el Parlament en 2011 y los ha condenado a varios años de prisión.
   Como decía, era mi intención escribir sobre todo lo anterior, cuando he abierto el buzón y me he encontrado un montón de cartas de amigos que yo no sabía que tenía. Dicho de otro modo, me he dado cuenta de que hay elecciones en Andalucía. Es un hecho al que no suelo prestarle mucha atención. En las primeras elecciones autonómicas pareció que se avecinaba la revolución y, al final, acabaron mandando los mismos que lo habían hecho siempre. Desde entonces este patrón se repite cada cuatro años, normalmente, coincidiendo con otras elecciones para dejar claro que Andalucía no importa lo más mínimo y que todo el interés consiste en saber quién se va a quedar esperando esa llamada para irse a Madrid que ansían los políticos andaluces. En 34 años de gobierno progresista no hemos progresado hacia ninguna parte que merezca la pena salvo, eso sí, la generalización del modelo político que Andalucía ha legado a la humanidad: el cortijo. Ahora ya no sólo los hay en los latifundios, tenemos cortijos en las consejerías, las delegaciones provinciales, las diputaciones, los ayuntamientos y hasta los centros de salud. La derecha suele aprovechar las elecciones para bramar contra quienes les han arrebatado algo tan suyo. Para hacerse una idea de en qué consiste la vida política andaluza cuando pasan las elecciones, no hay más que ver las leyes, las órdenes y los decretos que se ponen en vigor y que son un plagio descarado de los de otras comunidades sin que ninguno de los defensores de los derechos de autor clame contra semejante atropello de la propiedad intelectual.
   Tan mortecino es todo que los partidos ni siquiera se han molestado en buscar unos eslóganes que traten de convencer a la gente. IU, por ejemplo, dice que va a “transformar Andalucía”... después de haber estado cuatro años en un gobierno de coalición sin haber transformado más que los nombres de los asesores políticos. Al final va a resultar que se ven a sí mismos como los que se llevaron cuarenta años en el poder y todavía afirmaban que les quedaba una revolución pendiente.
   “El cambio” prometen éstos. “El cambio” está bien. De hecho está tan bien que con ese lema ya se presentaron los socialistas de Felipe González y el PP de Mariano Rajoy. No me queda claro si pertenecen a un partido o a otro. Afortunadamente la lectura de su folleto no deja lugar a dudas sobre lo que quieren cambiar, quieren cambiar de coche, de amante y de yate.
   Quizás no todas las cartas que había en mi buzón eran de propaganda electoral. Esta, por ejemplo, es de una compañía de telecomunicaciones, se llama “Vox”. El subtítulo es “la derecha”, querrá decir que no es torticera como las demás compañías de teléfono. Trae las típicas fotografías de propaganda de telefonía, con gente con las manos en los bolsillos y los brazos cruzados. Lo que no entiendo es por qué una compañía telefónica quiere derogar el impuesto sobre sucesiones. A lo mejor sí es un partido político, pero me parece que eso no está entre las competencias de la comunidad autónoma. En caso de ser un partido político quedaría claro por qué quiere eliminar dicho impuesto, hay varios nombres con apellidos compuestos en su lista. Por cierto, uno de ellos coincide con cierto profesor de universidad que tuve. Me pregunto si la Obra le habrá dado permiso para irse a una compañía de teléfonos o quizás es la compañía de teléfonos de la Obra, porque también está a favor del “derecho a la vida”. Lo que no entiendo es para qué señala las propuestas en común que tiene con otros partidos políticos emergentes, ¿quieren quitarnos las ganas de votarles?
   Este otro tampoco es de un partido político, es propaganda de una agencia de viajes. “Contigo por Andalucía”, dice y habla de un tren que pasa por Almería, Cádiz, Córdoba... Se va a llevar la vida viajando porque cada uno de esos trayectos es de más de diez horas. El presidente de la agencia me da las gracias por leer su folleto y porque me preocupe su futuro. Hombre, la verdad es que no.
   Este, desde luego, es de un partido político, pero estos son de ultraderecha, no explican nada, no dicen nada de su programa electoral, sólo exigen la adhesión incondicional a su líder: #YoConSusana. Todavía más, afirman que si llegan al poder, Andalucía sólo dirá YoConSusana. Menos mal que según esta señora soy su amigo y no su amigo sin más, su “estimado amigo”. Si algún día tengo un problema me bastará con llamar a su despacho y pedirle una cita. Cuando me pregunten de parte de quién, diré que de su amigo Manolo, seguro que se echan a temblar.
   Me falta el de Podemos. Podrán mucho, pero no han podido enviarme un miserable folleto. Es una pena, me caen bien estos chicos, resulta prometedor ponerle nombre a un partido con el verbo más multívoco que existe. No sé por qué, siempre que hablo de ellos me acuerdo de un sketch de Les Luthiers. En él, un miembro del flamante partido en el poder declaraba: “el anterior gobierno se cansó de robar. Nosotros no, nosotros somos incansables”. 
   Ya sé a quién voy a votar. Debe ser un partido nuevo porque no sabía que se presentaba a las elecciones. Se llama ONO, que vaya Ud. a saber a qué corresponden estas siglas, pero conecta con las necesidades de los ciudadanos: promete fibra óptica de 50MB reales más llamadas por 24,08€ al mes, eso sí, durante 12 meses. Después, probablemente, convocará elecciones anticipadas.

domingo, 15 de marzo de 2015

Acerca de la belleza (y 2)

   La conexión de la belleza con el mal nos permite entender por qué existe mal en el mundo: porque los seres humanos necesitamos que haya belleza en él. De hecho, la belleza o, de un modo más amplio, los ideales estéticos, son el principal motor de nuestra conducta. No creo que los seres humanos obremos buscando el bien, obramos buscando la belleza. Piensen en un fumador. Se envenena, procura la aparición de la enfermedad y el debilitamiento de su cuerpo, simplemente por el placer estético que supone arrojar humo por las ventanillas de la nariz. El bien, la acción buena, no produce la satisfacción personal que conlleva saber que se ha realizado una acción bella. Vivimos la belleza como no sabemos vivir el cumplimiento del deber. Si ayudamos a cruzar la calle a una ancianita o si nos ponemos chulos con la persona a la que impedimos sacar su coche de su cochera porque hemos aparcado mal el nuestro, es por la grandeza, o la belleza, que creemos ver en semejante pose. Una civilización entregada a la imagen, a la estética, a la apariencia bella, sólo puede ser entonces una civilización engolfada en el mal. Ahora podemos comprender a Goya. Lo que Goya vio fue que si la realidad era espantosa, buscar la belleza, refugiarse en ella, era otorgarle un respiro al mal para que siguiera avanzando, cuando no una cínica burla hacia sus víctimas. 
Francisco de Goya, Saturno devorando a sus hijos
El arte, por tanto, debía ser una indagación acerca de lo feo, de lo horrendo, para no dejar ningún resquicio a nada que no fuese la pura denuncia. En buena medida, éste es el eje rector de la Estética de Th. W. Adorno, la pregunta de si debe haber belleza después del horror o, como él la formula, si debe haber poesía después de Auschwitz. Pero, con independencia de si debe haber poesía después de Auschwitz o no, lo cierto es que sí la hubo en Auschwitz. 
   Auschwitz, Treblinka, Dachau y un número indeterminado de otros campos de concentración y exterminio nazis, tuvieron sus orquestas de prisioneros, entre cuyas funciones estaban recibir los trenes de deportados para tranquilizarlos mientras se seleccionaba a los que serían asesinados de modo inmediato, sofocar los gritos de las cámaras de gas y acompañar las ejecuciones públicas. La música de los campos ayudó a confundir no pocas inspecciones internacionales y a tranquilizar muchas conciencias de los vecinos de los mismos. El lirismo de Beethoven y, por supuesto, de Wagner, se fundieron en ellos con la cotidianidad del horror. Aún más, las SS no dejaron escapar la oportunidad de utilizar la música para humillar a los prisioneros, intentando la aniquilación completa de su personalidad mediante la traición impuesta de sus ideales. Se les obligaba, pues, a escuchar música o a cantar en condiciones infrahumanas. Pero aquí no acaba la historia de la música en los campos de concentración. En numerosas ocasiones los propios prisioneros se sirvieron de ella para mostrar un atisbo de resistencia, para insuflarse ánimos y otorgarse la esperanza de sobrevivir, renovando una ambivalencia que ya se había producido con los negros en las plantaciones de América(1). Incluso hubo quienes, en medio de las atrocidades, en medio del espanto cotidiano, fueron capaces de componer como forma de autoafirmación de su identidad. Tal fue el caso de Wladyslaw Szpilman en el gueto de Varsovia o el mucho más conocido de Oliver Messiaen, quien estrenó el Cuarteto para el final de los tiempos en el campo de prisioneros de Görlitz. El propio Pärt, tan ensimismado, tan espiritual, tan elevado, no ha dejado de producir por y contra el horror. Da Pacem Domine fue compuesta en una noche, en plena conmoción por los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid y en su encuentro con la prensa no dudó en calificar a Putin de “un verdadero peligro para cualquier país”. 
   De lo dicho hasta aquí no debe deducirse que debamos huir de la belleza. Sería como prescribirle a un pájaro que dejara de volar. Ya lo hemos señalado, los seres humanos necesitamos de la belleza y necesitamos de la melodía por mucho que se empeñen los papanatas que siguen haciendo música como en el siglo pasado. La aparición de nuestra especie, el homo sapiens sapiens, es inseparable de la aparición del arte. Decoramos, grabamos y pintamos desde el mismo día en que comenzamos a ser lo que somos. Nuestra necesidad de belleza, es por tanto, de otro orden que la necesidad que podamos tener de un móvil, de un coche lujoso o de un buen televisor. No necesitamos el arte para poseerlo, para coleccionarlo o para ponerlo en una vitrina. Necesitamos la belleza como necesitamos todas las cosas que son esenciales para nosotros, que forman parte de nuestra naturaleza: hablar, proyectar o recordar. Por eso el arte no nació como algo que hubiera de ser contemplado, como algo que pudiera existir por sí mismo y a lo que se le pudiera dedicar una visita ocasional. Tenía que estar siempre ahí, en los objetos de uso cotidiano o en las paredes de cuevas habitadas, tenía que formar parte de nuestra vida diaria porque tiene una utilidad: atestiguar la existencia del orden.
   Nuestro cerebro, este cerebro de homo sapiens sapiens, es una máquina de hacer, buscar e inventar orden. Lo bello es, precisamente, la manifestación de un orden que, con frecuencia,  permanece oculto para nosotros. La trampa del mal consiste en que nos negamos a aceptar que algo, aparentemente, arbitrario, contrario a todo orden, sin razón, lo sea verdaderamente. De ahí que nos afanemos por entenderlo, que nos quedemos absortos en su contemplación rastreando esa justificación de la cual carece. Por eso ni basta con buscar la belleza, ni es un hecho que la belleza sea una forma de protesta, ni, mucho menos, debemos conformarnos con la actitud derrotista de quien intenta refugiarse en ella. Bien al contrario, hacer de la belleza una forma de denuncia que nos saque de nuestra somnolencia mortecina es un reto, el reto de cualquier arte futuro que quiera hacer algo más que colaborar con lo dado.


   (1) Sobre el tema de la música en los campos de concentración, puede consultarse con provecho esta página.

domingo, 8 de marzo de 2015

Acerca de la belleza (1)

   Durante varias décadas fui un fiel oyente de “Diálogos 3", el programa de Ramón Trecet en Radio 3 de Radio Nacional de España. Trecet era un personaje peculiar al que se amaba o se odiaba. Yo no conseguí hacer ni una cosa ni otra, pero sí le quedé inmensamente agradecido por haber puesto en mi vida un sin fin de músicas hermosísimas. Gracias a él conocí a minimalistas como Michael Nyman (antes de que le dieran un Oscar y lo estropearan), Wim MertensPhilip GlassSteve ReichJohn Adams, o Arvo Pärt; a grupos renovadores del folclore escandinavo como Hedningarna o Värttinä; y, en fin, a inclasificables como NigthnoiseDead Can Dance o Bel Canto. La mayoría de ellos fueron ninguneados de mala manera por la industria musical y vapuleados por puristas de toda índole. Del minimalismo y de los minimalistas podrán decirse muchas cosas, pero nadie podrá negar que sus músicas están más cercanas al público de lo que Ligeti, Stockhausen y el cúmulo interminable de sus epígonos han conseguido jamás. Y si alguien no considera tal constatación un mérito, habrá que recordar que La flauta mágica fue un espectáculo concebido para las masas.
   Después de alguna de sus filípicas o en medio de alguno de sus estados depresivos, Trecet solía despedir sus programas con una orden taxativa: “buscad la belleza, es la única forma de protesta que merece la pena en este asqueroso mundo”. Me he acordado de ella escuchando el podcast del programa de “Sinfonía de la mañana” de Matín Llade en Radio Clásica (como ven, la cabra siempre acaba tirando al monte) del pasado viernes.
El protagonista de dicho programa no era otro que Arvo Pärt, que ofreció recientemente en Madrid uno de sus contadísimos encuentros con la prensa. De su actitud y sus silencios, más que de sus palabras, de la hermosa recreación que Martín Llade realizaba de ellos, se extraía la misma idea: que la belleza es el único refugio que nos queda en medio del caos. Martín Llade efectuaba, de hecho, una apología de la emoción, del estremecimiento de lo bello frente a la intelectualidad cerebral de tantas músicas contemporáneas empeñadas en echar al público de las salas. Desgraciadamente, la cosa no es tan simple.
   La identificación de la belleza con el bien y la verdad, procede de Platón. A la hora de encontrar una idea suprema a partir de la cual estructurar todas las demás, Platón se enfrentó al problema de elegir una de las tres. La tarea era poco menos que imposible, así que la eludió haciéndolas a las tres aspectos diferentes de la misma idea. Hasta donde yo recuerdo no hay una argumentación posterior que apoye tal identidad más allá de la afirmación de que el ser humano aspira a ellas y como no es posible que aspire a cosas contradictorias, hay que suponer que la verdad implica al bien del mismo modo que éste implica la belleza. Aunque esta identidad fue plenamente asumida por la filosofía cristiana y pulula por nuestras cabezas como un axioma, nunca he conseguido encontrarle mucho sentido. Me parece a mí que la verdad no tiene por qué ser buena, al menos si “bueno” y “malo” son referidos al ser humano. Pienso, por el contrario, que, como decía Nietzsche, la verdad es un veneno que sólo soportamos en pequeñas cantidades. Aún menos evidente me parece que la verdad tenga que ser bella. En cuanto a la belleza en sí misma, tiene mucho más parecido con el mal que con el bien. Como el mal es algo puntual, discreto, que si aparece continuamente dejamos de apreciarlos. Como el mal, causa fascinación y quedamos absortos en su contemplación. Como el mal, produce escalofríos pues nos muestra algo que parece estar más allá de lo que pueden hacer los seres humanos. De hecho, del mismo modo que las flores necesitan del estiércol, la belleza se empeña por surgir allí donde se niega su posibilidad, parece necesitar un sustrato terrible para salir a la luz, la propia vida de los artistas que la engendran debe ser una tortura sin par con objeto de que ella pueda nacer.

domingo, 1 de marzo de 2015

Tan iguales, tan distintos

   El único rato que me permitía tener en español durante mi primera estancia en Alemania era el almuerzo. En el restaurante universitario al que acudía, los hispanohablantes solíamos ocupar una larga mesa en la que departíamos hasta mucho después de haber terminado de comer para desesperación del personal encargado de la limpieza. A miles de kilómetros de casa, valencianos, catalanes, madrileños, andaluces, bolivianos, venezolanos, colombianos y demás, estábamos, de verdad, unidos por un idioma común. Por supuesto, existía la notable excepción de los argentinos que o se sentaban con los españoles o se sentaban separados del resto de hispanoamericanos, pero bueno, ésa es otra historia. Hasta donde recuerdo, era casi una tradición hacer la comida en la lengua materna. Los franceses también solían sentarse con los franceses, los egipcios con los egipcios y, naturalmente, los alemanes con los alemanes. Había, sin embargo, un caso particular: dos chicos orientales que, pese a ser ambos indonesios, jamás los vimos comer juntos. En cierta ocasión uno de nosotros trabó conversación con uno de estos chicos indonesios y le preguntó por semejante comportamiento. “Es que él, respondió refiriéndose al otro chico, es chino” y se llevó los dedos a los ojos para hacerlos parecer (más) rasgados. “¿Y tú qué eres?” pensó el español.
   En Indonesia la minoría china es una minoría poderosa y acaudalada, de modo que cada vez que se produce una situación fuera de lo común, la gente se lanza a asaltar sus comercios y linchar al primero que se encuentran a su paso. Da un poco igual que se trate de la caída del gobierno, de un golpe de Estado, de un tsunami o de la celebración de un triunfo futbolero, asaltar los comercios chinos es una tradición. Naturalmente no hay español que sea capaz de distinguir entre un chino y un indonesio, pero ellos sí que se distinguen y muy bien. En realidad, ningún español es capaz de distinguir tampoco entre un chino y un japonés, aún más, buena parte de la población confunde ambos países. Chinos y japoneses no se distinguen entre sí, se odian. Japón siempre ha temido a su enorme vecino y los chinos nunca han perdonado la carnicería que organizaron los japoneses en su país durante la Segunda Guerra Mundial.
   La cosa va más allá. La última vez que residí en Alemania tuve que empadronarme en cierta localidad cercana a Hannover. Llegué a la oficina de turno, di los buenos días y allí que me quedé viendo cómo los funcionarios que estaban al otro lado del mostrador hacían como si yo no existiera. Después de muchos minutos, una señora se acercó con cara de palo y escuchó con poco menos que asco mis explicaciones de lo que deseaba hacer. Entonces, tomó mi documento de identidad y su cara cambió de expresión. “¡Ah! Pero si es Ud. español”, me dijo casi con una sonrisa. Desde ese momento trató de entablar una conversación amigable conmigo. Dado mi aspecto, probablemente, me había confundido con un turco o un árabe, confusión que algunos turcos y árabes también sufrieron. De hecho, algunos alemanes me confesaron azorados que la primera vez que oyeron hablar español, les sonó a árabe. Teniendo en cuenta que yo hablo andalú cerrado, no me extraña lo más mínimo. No obstante, siempre que he relatado anécdotas de este tipo en mi país, la gente se ha quedado extrañada. Aquí todo el mundo piensa ser muy distinto de marroquíes, argelinos o egipcios. Por contra, los españoles no sabemos distinguir entre alemanes, polacos, daneses y holandeses, aunque todos ellos bien que se distinguen entre sí y se miran con algo más que recelo. Sí sabemos distinguir entre gitanos y payos, proeza que me parece comparable a la que permite a los indonesios diferenciarse de los ciudadanos chinos de su país.
   Los seres humanos somos especialistas en trazar fronteras, mentales cuando no físicas, entre nosotros, aunque no existan. Los blancos discriminan a los negros, pero cuando todos son negros los negros más claritos discriminan a los más oscuritos y cuando todos tienen ya el mismo color de piel, los más altos discriminan a los más bajos y si todos tienen la misma estatura y el mismo color de piel, entonces los cristianos discriminan a los musulmanes, menos cuando todos somos cristianos, en cuyo caso los católicos discriminan a los protestantes o cuando todos son musulmanes, en cuyo caso los sunníes discriminan a los chiíes o viceversa. Lo importante nunca es qué sea cada cual o el color de la piel de cada uno o qué religión profese, lo importante, lo realmente importante, es tener siempre una excusa para matarnos los unos a los otros.