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domingo, 18 de diciembre de 2011

Por qué soy neomachista (1)

   En estas entrañables fechas de fervor religioso y devoción a la figuras de Jesús, la Virgen, San José, la mula y el buey, es decir, de consumo frenético, he sufrido una iluminación. Venden en las tiendas Imaginarium un globo terráqueo... de color rosa. He caído en la cuenta de que la representación de nuestro planeta tiene un indudable sesgo machista. De todos es sabido que el color celeste en particular (y azul en general) identifica a los niños, a los varones, a la testosterona. El rosa, por el contrario, es el color de lo femenino, lo sensible, lo dialogante. Identificar nuestro planeta como "el planeta azul" es un hito más en el largo camino por dejar fuera, literalmente, del planeta, a la mitad de la humanidad. Sustituir la expresión "planeta azul" por "planeta rosazul", constituye, pues, condición imprescindible para mejorar la integración de las mujeres en la sociedad y disminuir la violencia sexista.
   Con ocasión de alguna guerra he escuchado a ciertas líderes feministas quejarse de la proliferación de símbolos fálicos que inundaban las noticias (cañones, misiles, etc.) Esta queja, en realidad, se puede llevar mucho más allá de las guerras. Es ya un lugar común afirmar que los órganos sexuales masculinos son mucho más agresivos a la vista que los femeninos. Parece que nuestro balanceo es ostensible cuando andamos, pero que a ninguna mujer se le notan los pechos en ninguna circunstancia. Pues bien, las mujeres no sólo tienen que soportar la agresiva presencia de órganos sexuales masculinos, además, los hombres las rodean con todo tipo de símbolos fálicos para que no olviden que están sometidas al pene. Bolígrafos, cigarros, pepinos, han sido configurados para recordar permanentemente a las mujeres aquello que las domina. "¡Claro!", me dirán, "pero es que los pepinos tienen la forma que tienen". Error, craso error. ¿Acaso no se han cultivado calabazas cuadradas? El movimiento feminista no debería cesar en su empeño hasta conseguir bolígrafos, cigarrillos y pepinos con forma de vagina. Naturalmente, en justa contrapartida, deberían fabricarse botas, gorros y guantes con aspecto peneano.
   ¿Y qué decir del lenguaje? Todas las expresiones negativas hacen referencia a la mujer mientras los órganos sexuales masculinos connotan expresiones de júbilo y alegría. Pongamos algunos ejemplos: "pasárselo teta", significa pasarlo fatal; "ese tío es un capullo" es equivalente a "ese sujeto es absolutamente genial"; y "he tenido un día de cojones" quiere decir "he tenido un día maravilloso", ¿verdad? El lenguaje está, indudablemente, marcado de modo sexista, todos los términos que expresan ideas elevadas son de género masculino: libertad, democracia, justicia...
   La Junta de Andalucía tiene un departamento para la igualdad de género en el que un número indeterminado de personas se encarga de la función, absolutamente trascendental, de revisar todas las publicaciones oficiales para asegurarse de que allí donde aparece "el", figure igualmente "la" y que todos los masculinos plurales vayan acompañados de sus respectivos femeninos plurales. Dicho de otro modo, un departamento de la Junta de Andalucía se encarga de hacer más largo cualquier documento oficial. Ignoro si hay una oficina pareja, en algún departamento de protección del medio ambiente, encargada de calcular cuántos bosques más se han talado para hacer papel debido a esta nueva normativa.
   Mientras, siguen siendo asesinadas mujeres por el hecho de serlo, se sigue despidiendo a trabajadoras por quedarse embarazas, a las mujeres se les sigue pagando menos por hacer el mismo trabajo que los hombres, la prostitución es un plaga y hay hombres que aprovechan sus cargos para exigirle favores sexuales a las mujeres que quieren demostrar su valía, sin contar que está prohibida la participación en cualquier obra de albañiles que no sepan decirle borderías a las mujeres que pasen por delante de ellas. No hay que ser un genio para llegar a la conclusión de que tanta palabrería barata, tantas leyes, tantas reivindicaciones formales no han llevado demasiado lejos.
   La liberación de la mujer ha consistido en lo mismo en que consisten todas las liberaciones de nuestras sociedades postcapitalistas, introducirlas, inermes, en el libérrimo mercado de fuerzas de producción. Al fin, pueden ser exprimidas fuera de sus casas como lo habían sido siempre en el interior de las mismas. Por supuesto, han tenido que pagar un precio a cambio de tan gloriosa "liberación". Sus cuerpos tienen ahora que someterse a los estándares de productividad de nuestras sociedades. En consecuencia, un mínimo de curvas y nada de maternidad. Tales cosas no se consiguen modificando leyes, haciendo bonitos discursos y, ni siquiera, exigiendo nada. Es mucho más sutil. Pasa por llenar los escaparates de maniquíes anoréxicos hasta la androginia, popularizar vidas ideales de jóvenes sin estudios que alcanzan el rango de modelos gracias a que no tienen el cuerpo de una mujer media, mover delante de las narices de las trabajadoras el señuelo de carreras profesionales que nadie ha retocado para disimular que sólo pueden encajar con la vida de "auténticos machotes". Como puede verse, nada relacionado con el Estado ni sus resortes. ¿Qué podrá hacer, pues, el Estado para impedir todo esto? No, no podemos esperar que el fin de la discriminación sexual nos sea entregada cordialmente por el Estado.