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domingo, 10 de noviembre de 2013

Valor del trabajo y desempleo

   En una secuencia de Uno, dos, tres, genial película de Billy Wilder de 1961, los delegados comerciales de la URSS ofrecen al director de Coca-Cola en Berlín una caja de puros habanos. “Los cubanos nos envían puros y nosotros les mandamos misiles”, aclaran. Tras darle un par de caladas a uno de los puros, el americano lo tira violentamente al váter exclamando: “¡Pues les han engañado, estos puros son de la peor calidad!”. Con toda calma, uno de los miembros de la delegación soviética responde: “No se preocupe, nuestros misiles también son de la peor calidad”. Este diálogo encierra una de las paradojas típicas del modo en que se entiende en economía clásica el valor de un producto. Veamos, si un tendero vende un trozo de queso por 8€ es porque considera que el valor real de ese trozo de queso está por debajo de los ocho euros pues, de lo contrario, estaría vendiendo a pérdidas. Ahora bien, si el comprador considerase que 8€ es un precio superior al valor real del trozo que queso, no lo compraría. El modo habitual de resolver esta paradoja en economía clásica (marxista o no), pasa por aludir a la abundancia y escasez relativas de queso y de dinero en el caso del comprador y del vendedor o, dicho de otro modo, a sus necesidades objetivas cuya medida exacta sería el precio. En efecto, el equilibrio que se produce a la hora de fijar ese precio se rompe por un conatus derivado de la necesidad del tendero de vender para obtener dinero y del comprador para obtener alimento. El punto en que la escasez relativa de cada uno de ellos se encuentra, fija el precio justo de la mercancía.
   Apliquemos lo anterior al caso de los salarios. El empresario paga un sueldo a sus empleados por realizar un trabajo, pero, obviamente, el precio que paga está por debajo de lo que éstos producen, pues, de lo contrario, estaría abocado a las pérdidas. Pero aquí aparece una variante en nuestra paradoja: el trabajador no tiene la capacidad de ofrecer su trabajo por un precio que él considere superior al trabajo que realiza. La única variable que queda a su alcance es, una vez aceptado el contrato, ofrecer a cambio del salario un trabajo inferior al pactado. Como también el empresario está ofreciendo un precio inferior al que podría, las relaciones laborales se convierten en una partida de póker entre tahúres. El trabajador podría reclamar un salario acorde con su productividad si el empresario no tuviera más remedio que comprarle a él ese trabajo o si todos los trabajadores lo ofrecieran por el mismo precio. El elemento que garantiza que esto no sea así, es decir, lo que introduce un desequilibrio en nuestra paradoja original, es el desempleo. Si se tiene una masa de trabajadores en paro, el puro azar, es decir, circunstancias vitales y caracteriológicas, garantizarán que sus necesidades sean diversas, de modo que el empresario siempre podrá elegir a quién comprarle su trabajo y, por tanto, ser en última instancia quien fija el precio del trabajo.
   Aparece ahora una segunda paradoja, a saber, aquellas sociedades que logran fijar de un modo justo el precio de los salarios, es decir, aquellas sociedades cuyo mercado laboral funciona eficazmente son aquéllas que tienen una elevada tasa de paro. Sociedades donde el paro se sitúa por debajo de 5%, digamos, son sociedades en las que los empresarios se ven obligados a pagar el trabajo de sus asalariados por encima de lo que producen, por lo que tienen todas las papeletas para un colapso rápido y total de su economía. Dicho de otro modo, países como Japón o Alemania muestran mercados laborales extremadamente ineficientes y mejor sería no invertir en ellos pues no pueden tardar demasiado en hundirse. Por contra, países como España y Grecia muestran un modo de funcionamiento óptimo desde el punto de vista capitalista y, en cualquier caso, un mercado laboral extremadamente eficiente. Obviamente no es éste el modo habitual de considerar las cosas. Si la conclusión de nuestro razonamiento es errónea sólo puede deberse a que las premisas de las que hemos partido son erróneas. El precio de un producto no marca su valor porque éste es cualquier cosa menos objetivo.
   Volvamos al principio y sustituyamos nuestro queso por un coche. El vendedor puede haber calculado con bastante exactitud el precio de los elementos de su coche y el trabajo que ha costado ensamblarlo, pero a ello tiene que añadir una cantidad estimada que es la cantidad gastada en publicidad. Esa cantidad es estimada por varias razones. En primer lugar, no es fácil estimar cuántas ventas de un modelo concreto se deben a la publicidad de ese vehículo y cuántas a la publicidad de la marca en su conjunto. En segundo lugar el coste de la publicidad de ese vehículo ha de ser dividido entre el total de vehículos que se pretende vender. Y no se trata de una cuestión menor, hay estimaciones que sitúan el coste publicitario total por vehículo en torno a los 3.000 €. Por tanto, el precio que fija el vendedor depende de su percepción de las ventas futuras y del papel de ese modelo en el total de productos de la marca. Otro tanto cabe decir del comprador, está dispuesto a pagar un precio no por la necesidad que tenga de un coche, sino por la percepción que tenga del mismo, percepción que, en buena medida, viene constituida por la estimación que haga de cuáles son las percepciones que ese vehículo va a generar en su entorno. El punto en que las percepciones de uno otro confluyen, fija el precio en el que ambos están dispuestos a llegar a un acuerdo.
   Por supuesto que los individuos tienen necesidades, pero éstas, en nuestras modernas sociedades, no son necesidades biológicas más o menos objetivas, son necesidades creadas por el propio mercado. Son estas necesidades creadas las que aseguran que el empleado ofrezca siempre su trabajo por debajo de su productividad. En esencia, es una rata que corre sobre un tapiz rodante, intentando alcanzar una meta inexistente. Produce para satisfacer sus necesidades de ayer, a la vez que los objetos de su producción crean nuevas necesidades para mañana. Por eso, las sociedades más eficientes son las que mejor logran estimular a sus trabajadores con la ilusión de que la satisfacción de sus necesidades está extremadamente próxima, es decir, las que menores tasas de paro generan y mejores salarios ofrecen, a eso es a lo que Hull llamó gradiente de meta.

domingo, 11 de agosto de 2013

Delirios veraniegos

   Llevo toda mi vida ligado al mundo de los estudios, por tanto, es comprensible que el verano sea mi época del año favorita. Reconozco, no obstante, que tiene sus inconvenientes. Uno de ellos es que el calor dilata las cosas, incluyendo las sinápsis, con lo que se debilita la estructura del cerebro, como suele decirse, se reblandece. El resultado son las alucinaciones veraniegas. Algunas son pasajeras, por ejemplo, los ovnis o el monstruo del Lago Ness, típicos fenómenos del estío. Otras son más graves, ¿quién no se ha enamorado en verano? El fenómeno no sólo se produce a nivel individual, ocurre también con las instituciones. Hay que entenderlo, todo el mundo quiere coger vacaciones más o menos en las mismas fechas, así que la empresa o algún departamento, queda en manos del becario. Becario, por otra parte, que empezó a trabajar una semana antes de hacerse cargo de todo. A veces, la culpa no es del becario. Uno se va a la playa y con el Sol, la arena, el mar, el tinto del verano, las fiestas del pueblo y esas inocentes reuniones de amigotes que acaban con alguien tatuándose “amor de madre” en la frente, vuelve que, más que de las vacaciones, parece que regresa de la guerra de Vietnam o de Marte, sin recordar siquiera cuál era su mesa.
   Si creen que estoy exagerando, no tienen más que mirar las últimas recomendaciones del FMI para crear empleo en España. ¿Que cómo acabar con el paro? Muy fácil, se le recorta un 10% el sueldo a todos los trabajadores y listo. La idea es lo suficientemente estúpida como para que las autoridades europeas la hayan acogido con entusiasmo. Afortunadamente, una de las pocas ventajas que tiene ser español es que se aprende a mantener la cabeza fría aunque el termómetro marque 48ºC a la sombra. Gobierno, sindicatos y empresarios (con la boquita pequeña) se han lanzado en bloque a decir que ni de coña. Hay motivos para ello. Comencemos por hacer las cuentas como las ha hecho el FMI. Recordemos, el paro es España ronda el 30%. Supongamos que una empresa tiene diez empleados, cada uno de los cuales cobra 100€. Ahora le quitamos el 10% a cada uno de ellos y, según el FMI, con ese dinero podremos contratar... ¡¡¡Tres empleados!!!
   Bueno, bueno, no hay que exagerar. A lo mejor no es que se le esté pagando un sueldazo de mareo a unos imbéciles que no saben ni dividir. A lo mejor es que la propuesta era para mejorar la tasa de paro. Veamos, a una economía que lleva ya tres meses sin ir a peor, le retiramos, de golpe y porrazo, el 10% del poder adquisitivo de todos los trabajadores y el resultado será... ¿Que la economía crecerá hasta el punto de animar a los empresarios a contratar más gente? ¿No habrá una contracción brutal de la demanda? ¿no generará eso un empeoramiento de la situación de todas las empresas y, por tanto, más crisis, más quiebras, más paro? Imaginemos que en el FMI no trabajan cerebros reblandecidos por el calor, ni imbéciles a prueba de cambios climáticos. Imaginemos que, efectivamente, han realizado cálculos exactos que llevan a la conclusión de que la economía mejorará y el paro disminuirá. Aún en este caso, es seguro que hay un factor que no ha entrado en sus cálculos.
   Como creo que ya he explicado alguna vez, en EEUU o en Japón, cuando surge la crisis lo primero que hacen las empresas es desarrollar nuevos productos o nuevos modos de elaborar los ya existentes. Después buscan nuevos mercados. Después racionalizan los gastos de la empresa. Finalmente, se redimensionaliza su tamaño (dicho en plata, se echa gente a la calle). En España, la primera medida que se toma ante la crisis es mandar a todo el mundo a la calle. A continuación se les explica a los que quedan que o bien hacen el trabajo de todos los despedidos por la mitad del salario o bien la empresa se cierra. Finalmente, transcurridos seis meses en que los beneficios empresariales no alcanzan los niveles de antes de la crisis, se cierra de todos modos. ¿Qué ocurriría si la propuesta del FMI se pusiese en marcha? Simple, los beneficios empresariales aumentarían un 10%, que sería empleado en contratar nuevos trabajadores... Un año de estos, cuando la economía remonte.
   En fin, mientras escribía estas líneas, he llegado a la conclusión de que mi supuesto inicial era erróneo. La razón por la cual el FMI ha lanzado semejante propuesta, no es el reblandecimiento del cerebro de sus integrantes, ni su imbecilidad permanente. La razón, la verdadera razón, es que FMI son las siglas de Fumamos Musssha Ierba.