domingo, 26 de enero de 2020

Una de espías.

   Las novelas, el cine y la televisión han envuelto en una aureola de glamour el mundo de los espías. Pintados como héroes románticos desengañados, pistoleros extraordinarios y amantes incomparables, sus vidas parecen llenas de aventuras, de escenarios exóticos y de hazañas increíbles. Es cierto que ha habido espías así. La vida de Sidney Reilly, por ejemplo, supera con mucho cualquiera de estas notables características. Como buen espía, ni siquiera hoy se sabe con certeza cuándo nació ni cómo y dónde murió. “Sidney Reilly”, fue la identidad que adoptó tras casarse con una dama británica cuyo marido “casualmente” murió una semana después de modificar un testamento previo para dejarle a ella toda su fortuna. Por aquel entonces ya se había visto envuelto en otro turbio incidente que implicó la muerte de un agente anarquista y la desaparición de los cuantiosos fondos para la causa que custodiaba. Reilly trabajaba desde bastante antes para los servicios secretos zaristas, pero por aquella época había comenzado a hacer lo propio con los británicos. Poco tiempo después obtuvo cuantiosos beneficios ayudando a los japoneses a atacar Port Arthur dando inicio a la guerra ruso-japonesa de 1904-5. A partir de ese momento prácticamente no hubo escándalo, complot o incidente diplomático con el que no se haya relacionado a Reilly. Se lo sitúa tras las  líneas alemanas durante la Primera Guerra Mundial a la vez que promovía actos de sabotaje en los EEUU para que entrasen en el conflicto y se esforzaba por descarrilar la revolución bolchevique. Reilly, que nunca había tenido más ideales que los saldos de sus cuentas corrientes, encontró en la destrucción del comunismo ruso un motivo por el que jugarse la vida más allá del beneficio económico que pudiera proporcionarle. A principios de 1918 complotó para matar a Lenin y promover un golpe de Estado, pero los socialistas revolucionarios se le adelantaron y el plan se vino abajo. Felix Dzerzhinsky, el jefe de los servicios secretos bolcheviques, lanzó entonces una feroz campaña de persecución contra los opositores en general y contra Reilly en particular. Cuentan los agentes británicos que contactaron con él por aquel entonces que, en medio de redes que se desmoronaban por los golpes policiales y con fotos suyas colgadas en cada poste de Rusia, Reilly lucía tranquilo, sin preocupación aparente y controlando en todo momento la situación. Lograron sacarle sano y salvo, pero ya no dejó de pensar en esta, que bien pudiera considerarse su única operación fallida y en los que habían quedado atrás por su culpa. Volvió a Rusia en 1925 para no regresar jamás. Hay testigos de su ajusticiamiento en un bosque, pero su última esposa aseguraba tener pruebas de que seguía con vida en 1932 y existe quien especula con que el carácter chapucero de su actuación en el complot para matar a Lenin respondió, en realidad, a un cambio de bando que se habría sellado con su retorno. Casualmente o no, en esa época los servicios secretos rusos dieron un sorprendente salto en eficacia y sutileza. De poco más que defender lo que tenían a mediados de los años 20, a principios de los 30 habían echado el anzuelo en las sociedades secretas de la Universidad de Cambridge. De allí salieron Donald Maclean, Guy Burgess, Anthony Blunt, John Cairncross y, por supuesto, "Kim" Philby. 
   Reclutado por el servicio secreto británico cuando ya trabajaba para el KGB, el primer destino de Philby fue España. Aquí anduvo, en plena guerra civil, entre Sevilla, Córdoba y Lisboa, pasando información a los soviéticos sobre el alto mando franquista. Eso no impidió que Franco, con la perspicacia que lo caracterizaba, impusiera personalmente sobre su solapa la Cruz Roja del Mérito Militar en 1938. Pero Philby no era Reilly ni un héroe de película. Aunque el KGB pensó utilizarlo para asesinar a Franco, desecharon esa posibilidad por el escaso arrojo de Philby. El valor de Philby radicaba en algo mucho más útil para un espía y que lo hace poco susceptible de aparecer en una gran pantalla: su discreción. Aunque difícilmente podía ignorarse su existencia cuando estaba presente, su capacidad para deflectar las sospechas sobre sus verdaderas actividades rozó lo funambulesco. De una lista de actividades dudosas, un agente de la CIA encargado de escrutar el comportamiento de Philby no fue capaz de señalar ni una. Tras un primer interrogatorio y que se le apartara de cualquier actividad, el servicio secreto británico acabó desdiciéndose, limpiando su historial y asignándole un nuevo puesto en Beirut. Incluso cuando resultó evidente su deserción a la URSS, muchos no pudieron evitar sentirse sorprendidos. 
   No obstante, estas dos figuras señeras del espionaje y muchos otros casos semejantes que pudieran citarse a este respecto, debe evitarse el sesgo que introducen. Si de Philby, si de los cinco de Cambridge, si de Reilly, se ha escrito y filmado tanto, se debe precisamente, a que de ninguna de las maneras constituyen el caso estándar. Por definición, un espía es la persona a la que no ves ni aunque la tengas delante. Su aspecto debe ser anodino, su modo de actuar trivial y su vida cotidiana debe carecer, en apariencia, de cualquier aliciente. Ni un tono de voz, ni un acento, ni un gesto, ni una gota de sudor, debe en ningún momento hacer sospechar del sentido de sus actuaciones. La inmensa mayoría de ellos pasan la vida alejados de la acción directa, de los teatros de batalla y de las grandes hazañas, rodeados de papeles, de ordenadores, de hastío y de soledad. Quienes los conocen bien no suelen describirlos con mucho cariño. Con frecuencia su obcecación supera a su inteligencia, su capacidad para adular a los superiores a sus capacidades de análisis, sus dotes para seguir la corriente a su creatividad. Más burócratas que héroes, hay algo que, sin embargo, todos ellos deben tener si quieren seguir en activo y, en ocasiones, vivos: la habilidad de narrar.

domingo, 19 de enero de 2020

Marketing y filosofía (1)

   Decía Gilles Deleuze que allí donde existe estilo puede hablarse de filosofía. Deleuze constituye un puerto imprescindible para quien quiera llenar su bodegas de algo más que palabrería recorriendo los procelosos mares del saber filosófico del siglo pasado. Desgraciadamente, ésta, quizás la más espúrea de sus aportaciones, ha pasado a dominar el acervo común y ahora tenemos “filosofía” hasta en la sopa. Hay la filosofía de tal o cual entrenador de fútbol, la filosofía de contratación de jugadores, la filosofía del cine y, por supuesto, la danza, el flamenco y el marketing pueden identificarse con géneros distintos de filosofía. Hemos llegado a esta situación, entre otras cosas, me temo, porque ha habido un complot deliberado para reducir a los filósofos a una especie de reservas indias, de las que, a cambio de aportar comida con cierta regularidad, se espera que se abstengan de salir, ocupándose de problemas reales y molestando con sus impertinencias. Con objeto de que los demás no noten demasiado la reclusión, se ha procedido a multiplicar la palabra, ya vacía de contenido, caracterizando el discurso de quienes, en nuestro presente inmediato, han asumido la tarea de procurar nuevos conceptos, nuevas realidades y nuevas teorías con las que orientar a la humanidad.  De entre todos los nuevos forjadores de pensamiento, como ya he ido dejando claro por aquí, siento particular predilección por los especialistas en marketing. 
   En principio, filosofía y marketing se presentan como dos disciplinas esencialmente en fuga la una de la otra. Esos filósofos que llevan un siglo preguntando por el sexo de las interpretaciones, siguen aferrados a la idea de que, aunque efectivamente “todo son interpretaciones”, ellos se hallan en pos de cierta cosa “verdadera”, en pos de cierta “esencia”, a punto de levantar el velo de Maya, por mucho que jamás se permitirían hablar de sus íntimos anhelos en semejantes términos. El marketing trata de la moda, de lo trivial y aparente, de aquello que, por definición, no debe preocupar a un filósofo... Y mientras tanto se preocupan de ir vestidos a la última, acudir al concierto del artista más publicitado del momento y de realizar ese viaje de ensueño que han visto en anuncios explícitos o no. Estas pobres gentes que se creen herederos de Nietzsche se aferran, incluso con desesperación, a su fe en el “ser”, en las medicinas y en las inmunitas sin tener la menor idea de cómo tales ideas, que componen la realidad en la que viven, han llegado a sus cabezas. 
   Puede comprenderse, por lo que vengo diciendo, que las “inmunitas” me fascinan. Lea las siguientes dos palabras y trate de evitar completar los puntos suspensivos: L. Casei... ¿Ha conseguido evitarlo? Hasta los médicos recomiendan la marca de leche fermentada en cuestión porque “refuerza nuestro sistema inmunitario”. Existe, incluso, una patente que protege las “inmunitas”. Pero, aunque haberlas haylas, como las meigas, nadie las ha visto ni las verá nunca. Las “inmunitas” las metió en nuestra cabeza una extraordinaria campaña publicitaria de la todopoderosa empresa alimenticia Danone, hasta el punto de volvernos ciegos para preguntas obvias como: si las “inmunitas” refuerzan nuestro sistema inmunitario, ¿por qué no se venden en farmacias? ¿por qué no las financian los sistemas de salud pública? ¿por qué se compran en supermercados como vulgares yogures? Apenas podemos entrever más allá de nuestras anteojeras habituales y las preguntas comienzan a multiplicarse: ¿cuántas "inmunitas" pueblan nuestra realidad cotidiana? ¿sólo hacen referencia a lo que comemos, a lo que bebemos, a lo que ingerimos? ¿por qué nos resulta tan difícil verbalizar qué buscamos en esta vida y, sin embargo, enunciamos como verdades inamovibles la marca de pilas que dura más, el detergente que, científicamente, ha comprobado lavar más blanco o la marca de coches más seguros?
   Acudan a los libros de psicología intentando responder a la cuestión de qué motiva a los seres humanos, de cómo pensamos, de  qué despierta nuestras emociones. Se encontrarán con teorías interminables, de mayor o menor base empírica, pero que no parecen mostrar el menor progreso en décadas y que, por encima de todo, ofrecen una utilidad práctica escasa o nula más allá de un par de recetas que mi abuela ya me habría dado si se las hubiese pedido. Acudan con las mismas preguntas a un libro de marketing, por muy penoso que pueda parecer, no sólo le pondrán un puñado de ejemplos brillantes de cómo han llevado a decenas de clientes a pensar que necesitaban cosas que dudosamente podrían necesitar algún día, no sólo le explicarán cómo han despertado emociones en gente que no lloró ni el día que se les murió la madre, no sólo le aclararán qué motiva a los seres humanos, sino que, además, le ofrecerán el modo en que puede hacerse todo eso en países culturalmente muy alejados de nosotros, tanto que la filosofía del siglo pasado trató de convencernos de que existía una barrera de inconmensurabilidad levantada entre ellos y nosotros. Va acercándose la hora, si los filósofos no quieren contemplar el fin de su estirpe refugiados en sus cómodas reservas, de abandonar nuestras altiveces metafísicas y acudir con humildad a los especialistas en marketing suplicando enseñanzas. 

domingo, 12 de enero de 2020

¿Qué significa "normalidad" en España?

   Cada septiembre, el Consejero/a de Educación de turno aparece en los medios de comunicación saludando el inicio de las clases con la admonición de que “el curso ha comenzado con normalidad”. En esas fechas hay colegios cuyos techos se caen, miles de alumnos/as tienen por aulas módulos prefabricados al borde de derrumbarse tras el primer empujón, la mayor parte de los centros no tienen las plantillas completas, no hay dinero suficiente para contratar más personal docente, de limpieza o de secretaría, las partidas para pagar la luz y el agua de los centros no están disponibles, etc. etc. etc. Para acabar con estos problemas, que en Andalucía son endémicos de la herencia socialista (y en otros lugares de España de la herencia  de otros), la alianza de gobierno popular-ciudadana-voceadora, ha hallado la solución: adelantar siete días la “normalidad”. 
   Una "normalidad" muy semejante ha dominado la formación del actual gobierno. Es “normal”, por ejemplo, que éste se base en una coalición, como lo demuestra que Europa esté llena de ellas. Como siempre, hemos llegado veinte años tarde a la moda de los gobiernos de coalición, desconocidos hasta ahora en nuestra democracia. Lo que no se entiende muy bien, si esto es tan “normal”, es por qué Pedro Sánchez, “el renacido”, se obstinó en no “normalizar” el país durante meses hasta el punto de forzar otras elecciones. Y, sobre todo, si uno da vueltas por lo que hay en otros países se da cuenta de que las coaliciones se constituyen para obtener mayorías suficientes para gobernar. En cambio, esta coalición tan “normal”, apenas si alcanza para vivir en un suspiro después de haber tenido que pactar hasta con el demonio para conseguir la veintena larga de votos que va a necesitar para sacar adelante cualquier proyecto de ley. 
   He aquí la estructura de un gobierno "normal": 18 ministros y ¡cuatro vicepresidencias! Más que un gobierno, esto parece una de esas empresas públicas que tanto abundan en este país y que tienen más directivos que empleados. De hecho, el nombre de cada vicepresidencia recuerda el memorandum de actividades de algunas de estas empresas. La vicepresidenta de “relaciones con las cortes y memoria democrática”, ¿qué ministerios tiene adscritos? ¿y el resto? ¿no tienen “memoria democrática”? ¿no tienen “relaciones con las Cortes”? Normal parece que al vicepresidente de “agenda 2030" se le saltaran las lágrimas tras la votación que daba luz verde a la formación de gobierno. Miraba a su pareja, la ministra de Igualdad y susurraba: “tenemos asegurado el pago de nuestra mansioncita”. Y la ministra de Igualdad le respondía entre sollozos: “ya no somos descastados”. Contemplando esta escena, la vicepresidenta de “reto demográfico” sonreía pensando: “seguro que estos van a por otra parejita”. Muy clara, sin embargo, está la vicepresidencia económica. Habrá quien sospeche que “el renacido” no se fiaba de su ministra de Hacienda, pero poner a dos personas para hacer lo mismo a mí me parece lógico después de que el mago Tamariz renunciara al cargo. Total, lo único que tienen que conseguir es un presupuesto "normal", que arroje un diluvio de dinero sobre Cataluña, que les ponga hilo telefónico a los de Teruel, que proporcione un aluvión de euros a las políticas sociales para que el vicepresidente del área tenga relumbrón, que recorte los 8.000 millones de euros que pide Bruselas y que supere un trámite parlamentario que va a dejar el de la formación de gobierno a nivel de pelea en el aula de parvulario.
   Por cierto, hablando del hilo telefónico de Teruel (de cobre, la fibra óptica no saben ni que existe), no puedo dejar de mencionar, dentro de esta "normalidad" que nos embarga, la que se ha montado en las redes sociales por la colaboración de Teruel Existe en la formación de gobierno. Hay quien ha amenazado con no ir a Teruel, quien ha propuesto boicotear sus productos y quien ha distribuido un mapa de España con Teruel tachada... Bueno, quien ha intentado distribuir un mapa con Teruel tachada, pero en el que, en realidad, aparecía tachada Cuenca. ¡Lógico! ¿cómo van a tachar Teruel del mapa de España si Teruel no existe? Y lo mismo lo demás, el que dice que no va a ir a Teruel, ¿ha intentado ir alguna vez? ¡A Teruel no hay manera de llegar ni aunque se quiera! A Ciudad Real uno puede llegar hasta en avión, pero ¿a Teruel? El último que intentó ir a Teruel acabó descubriendo América y después, claro, la historia se cambió para que Teruel siguiera sin existir. ¿Boicotear los productos de Teruel? ¿Acaso los productos de Teruel se importan a la península? Si estas pobres criaturas siguen viendo el Un, dos tres porque todavía no les ha llegado la TDT. Lo único que piden es una línea de ADSL al consistorio para que  puedan reunirse allí a ver algún partido de fútbol los días que no se coman los cables los mapaches. Pero las críticas a sus reclamaciones son muy reveladoras. Buena parte de los españoles no las han entendido, ya que consideran que Teruel también vive en condiciones "normales". Y ahora ya podemos atisbar qué significa "normal" en España. "Normal" es una palabra que se utiliza en nuestro país para designar lo que en otros países de nuestro entorno se considera precario.

domingo, 5 de enero de 2020

El apocalipsis ahora.

   El final de la guerra de Vietnam ofreció la oportunidad a un consagrado Francis Ford Coppola de llevar la novela de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas al cine. Dicen las malas lenguas que el gran aliciente de este proyecto radicaba para Coppola en que podría superar a su ídolo, Orson Welles, que abandonó una idea parecida por el elevado coste del proyecto. Esa hybris le costó cara. Sin mucha previsión, Coppola se vio envuelto en uno de los rodajes más tumultuosos de la historia del cine. Primero no conseguía encontrar a nadie dispuesto a irse a Filipinas a rodar; después al protagonista, Martin Sheen, le dio un infarto nada más comenzar; los helicópteros, propiedad del ejército filipino, iban y venían del rodaje al bombardeo de la guerrilla del Frente Moro; Marlon Brando se negó a leer ni una línea del material que le pasaba Coppola y se dedicó a improvisar; y, en mitad de la selva, de la lluvia y de un rodaje que se le había ido de las manos, Coppola se encontró sin ideas de cómo demonios terminar la película. Al final, se lo zampó el corazón de las tinieblas y optó por lo mejor que podía hacer, dedicarse a rodar su entorno. Las imágenes iniciales de la selva en llamas, Martin Sheen bebido haciéndose una herida al golpear un espejo, la ceremonia del toro descuartizado y, sobre todo, el ya inencontrable final en blanco y negro con el cuartel de Kurtz explotando, las tomó de materiales desechados o de otros, para componer secuencias que forman parte del imaginario colectivo. 
   Si en los años cuarenta el Departamento de Estado pidió a Hollywood una serie de documentales con el explicativo título “Por qué luchamos”, Apocalypse Now podría haber llevado como subtítulo “Por qué no deberíamos haber luchado”. En ella hay auténticas cargas de profundidad contra la participación norteamericana en la guerra de Vietnam. El propio hecho de situar allí la novela de Conrad constituye una de ellas. El corazón de las tinieblas narra, en el áspero estilo del autor de origen polaco, el salvajismo, la barbarie, la ambición y el endiosamiento ante la falta de cualquier cosa que sonara a ley de los supuestos agentes civilizadores belgas en el Congo. Y precisamente a eso se equiparaba la defensa del american way of life.
   La famosa "Cabalgata de las valquirias" de Wagner, que acompañaba a las imágenes de los Stukas alemanes que se proyectaban a los cadetes en las escuelas militares durante el nazismo, actúa como banda sonora del asalto del Noveno Aerotransportado a un pueblo controlado por el ejército de Vietnam del Norte. Para más inri, presenciamos, aterrados, el desalojo de un colegio mientras se acercan las “fuerzas de liberación”. “Fuerzas de liberación” que, por lo demás, no tienen otro proyecto de futuro para la localidad que hacer surf. En mitad de la locura de un combate sin frentes, el Teniente Coronel William "Bill" Kilgore (un impactante Robert Duvall) suelta su famoso discurso sobre el napalm. Cuando termina, incluso él mismo parece arrepentido de su delirio y masculla la mayor declaración pacifista de que es capaz: “algún día terminará esta guerra”.
   Remontando el río, adentrándose en su propio oscuridad, el capitán Willard se asoma casi a la clarividencia. “Charlie”, dice, “sólo necesita un puñado de arroz y algo de carne de rata para seguir combatiendo”. Los americanos, por contra, necesitaban barbacoas, chuletas, cerveza y chicas Playboy para sentirse en casa y cuanto más en casa se sentían, más lejos se sabían de su hogar. Kurtz expresará lo mismo de otra manera. Cuenta que un día fueron a vacunar niños a un poblado. Cuando volvieron, el Vietcom les había cortado los brazos a los niños y los había amontonado en una pila. En ese momento Kurtz comprendió que si tuviera un puñado de hombres dispuestos a hacer precisamente eso, la “victoria” estaría al alcance de la mano, aunque esa “victoria” no podría consistir más que en el exterminio de todos los autóctonos, reflexión que, efectivamente, resumía las aspiraciones “civilizadoras” del Kurtz de la novela.
   Leo que los combatientes del Estado Islámico tenían por costumbre grabarse rodeados de cabezas cortadas de sus víctimas y no puedo evitar acordarme del endiosado coronel Kurtz y su improvisado ejército de indígenas y desertores dispuestos a cualquier cosa por él. De hecho, me pregunto si esos vídeos no iban dirigidos precisamente a esa parte de nuestras mentes en que ha quedado grabada la película de Coppola, porque nadie como Joseph Conrad conocía el poderoso influjo que la locura, la oscuridad y las tinieblas, ejercen sobre los seres humanos. Para unos jóvenes tan confusos como el capitán Williard, que no saben si ven, sueñan o desvarían con la selva en llamas y que cada mañana se levantan murmurando, “mierda, Saigón” (o París, o Londres, o Barcelona), el asesinato y la búsqueda interior llevan al mismo sitio: el corazón de las tinieblas. Al igual que el Kurtz de la novela y de la película, el califato consiguió otorgar un sentido, un programa, un objetivo a unas carnicerías sin fin en Siria y en Irak, en las que el sentido, el programa y el objetivo no pueden apreciarse por ninguna parte, aunque el designio propuesto no consistiese en otra cosa más que en precipitar el apocalipsis.