domingo, 30 de marzo de 2014

Escenas madrileñas

   La capital del Estado ha sido estos días escenario de hechos, aparentemente, paradójicos. El pasado 22 de marzo se desarrolló en ella la llamada “marcha por la dignidad”, una manifestación popular de dimensiones respetables contra los recortes, las políticas económicas que se vienen poniendo en práctica en general y los políticos en particular. En ella confluyeron cuatro columnas que habían avanzado hasta Madrid desde los puntos cardinales del país, cada una representando el rechazo a un paquete de medidas contra la crisis. La magnitud de la protesta era tal, que se urdió un descarado plan para evitar que se hablara durante mucho tiempo de su significado. El plan se inició con el mayor despliegue policial de la democracia para un evento de este tipo. Eso sí, a los policías no se los dotó del material necesario para la Tercera Guerra Mundial que, según parecía, se iba a desencadenar. De hecho se los coordinó poco y mal. Tampoco se impidió la llegada a la capital de grupos radicales, es más, se evitó toda medida posible contra ellos hasta que ya estuvieron adecuadamente desplegados en la retaguardia de la protesta. Finalmente, se adoptaron todas las decisiones necesarias para conseguir que alguna unidad antidisturbios quedara aislada en medio de ellos. Al fin se logró que un apabullante despliegue policial con una superioridad numérica desproporcionada respecto de los elementos violentos de la protesta, fuese incapaz de impedir destrozos de todo género y que hubiese tantos heridos entre los policías como entre los grupos radicales. El objetivo se había conseguido. Dos semanas después se sigue hablando de los violentos, de la actuación policial y de lo peligroso que es que los ciudadanos intenten hacer otra cosa que no sea agachar la cabeza y asentir. Si alguien tiene duda de que éste era el objetivo, ahí están las multas draconianas que se van a imponer a los convocantes de cada una de las marchas sobre Madrid. Casualmente, además, todo esto ha coincidido con el esperado varapalo que las instancias judiciales están propinando a la “ley Fernández”, que, de facto significaba prohibir cualquier forma de protesta ciudadana.
   Unos días después moría Adolfo Suárez, primer presidente de nuestra actual democracia. La calle fue nuevamente ocupada por los ciudadanos. Muchos de los mayores de cierta edad que participaron en la anterior protesta, acudían a presentar sus respetos al difunto Suárez. Su féretro fue llevado por las calles de Madrid en medio de un sobrecogedor silencio. Como casi siempre, los ciudadanos estuvieron a la altura de los hechos. Cuando la ceremonia terminó, los políticos escucharon lo que ya están habituados a escuchar, gritos, insultos, recriminaciones de todo género. “A ver si aprendéis de él”, fue la más común.
   El caso es que Suárez fue un político de pura cepa, ambicioso como ninguno y hábil como pocos. Sabía decir una cosa y su contraria o, mejor aún, no decir nada y que cada cual interpretara lo que esperaba oír. Famosa es aquella entrevista con altos mandos militares en la que éstos salieron convencidos de haber escuchado que el Partidos Comunista jamás sería legalizado en España. Dos meses después fue legalizado. Nunca se lo perdonaron. A Suárez le llovieron los intentos de golpe de Estado, las manifestaciones, las protestas callejeras, las huelgas, los atentados terroristas y los sobresaltos de todo tipo. Gobernó sin mayorías absolutas y sin que ningún grupo de comunicación le apoyase. Cada mañana se desayunaba portadas incendiarias en los periódicos de todo signo. Sus reformas iban demasiado lentas según unos y demasiado rápidas según otros. Hasta su dimisión, el único apoyo incondicional fue el del rey, en su propio partido trataron de hacerle la cama desde el primer día.
   Con la perspectiva del tiempo, la mayoría ha ido reconociendo lo que recuerdo haber oído en casa por boca de mi padre en aquellos días, que su tarea era heroica y monumental, que sorteó todos los peligros que fueron surgiendo a su paso y, sobre todo, que gobernó no para satisfacer sus ambiciones personales, sino para la inmensa mayoría. Suárez, en efecto, tuvo en sus manos un cuerpo policial que, en  esencia, era la policía de Franco. Tuvo en sus manos los elementos suficientes para haber gobernado a capricho. Y, sobre todo, tenía la capacidad, el encanto y los conocimientos suficientes para haberse aferrado a su poltrona indefinidamente. Prefirió siempre pactar, intentó siempre conseguir un acuerdo duradero en lugar de una rápida victoria que durase cuatro días, pensó constantemente en pasado mañana en lugar de obsesionarse con el ahora. Hoy está muy de moda resaltar las sombras de la Transición y afirmar que nuestra carta magna está anticuada. Se olvida todo lo que se hizo posible en un ambiente decididamente hostil, todo lo que aún cabe en nuestra Constitución si se pudieran recuperar políticos con agallas como los de entonces. Precisamente hoy hay que recordar que hombres como Suárez, que vivieron acosados por la calle, por las protestas, hicieron posible esta Constitución que protege el derecho de los ciudadanos a protestar contra sus políticos. Por eso, porque Suárez gobernó para permitir que la gente le criticara, es por lo que sus exequias han sido despedidas en medio de un impresionante respeto popular. Habrá que ver cómo despiden a estos cuando les toque el turno. 

domingo, 23 de marzo de 2014

La gloria de los mares

   Este caso ha saltado a la portada de los periódicos. El ocho de marzo, llegó al puerto libio de Es Sider el petrolero Morning Glory, con bandera norcoreana. En la actualidad, Es Sider, como otros puertos dedicados al comercio del petróleo, está controlado por una de las milicias armadas que derrocó a Gadafi. Nominalmente, tales milicias están a las órdenes del gobierno provisional, pero la realidad es que hacen lo que les viene en gana sin someterse a autoridad civil alguna. Las que controlan Sirte dicen luchar por una mayor autonomía, cuando no independencia, de la Cirenaica y para demostrarlo, no tuvieron empacho en atiborrar el Morning Glory de barriles pertenecientes a una compañía petrolífera que no tenía nada que ver con el barco. El gobierno libio puso el grito en el cielo y amenazó con hundirlo si hacía falta. Pero, claro, una cosa es decirlo y otra hacerlo. Escoltado por los rebeldes libios, no le resultó muy difícil burlar el bloqueo (si bien sufriendo ciertos daños) y alcanzar aguas internacionales. Aprovechando el fiasco, el parlamento (reunido en un hotel), destituyó al primer ministro (que tenía que haber cesado en el cargo en febrero) quien, acto seguido, tomó un avión para Alemania, dejando al país sumido en el que parece ser su estado habitual de confusión.
   La compañía que se había tomado la molestia de sacar el petróleo de un pozo, pertenece, de facto a una serie de empresas norteamericanas, así que, casualmente, dicho país decidió restablecer la legalidad internacional. Un comando de las SEAL asaltó el petrolero, ya en aguas de Chipre, y acaba de devolverlo a las autoridades libias. Hasta aquí los hechos que todos los medios de comunicación cuentan con grandes titulares y que sirven para esconder las preguntas realmente interesantes. La primera, obviamente, es a quién pertenecía el buque. Parece una pregunta sencilla, ¿verdad? Pues no lo es. Aunque su bandera y su modo de operar inducen a pensar en un Estado gamberro como Corea del Norte, las autoridades de dicho país se han desentendido por completo de lo sucedido, hasta el punto de retirarle la bandera al barco (en la práctica, borrarlo del registro de los barcos que tienen derecho a su pabellón). Dos israelíes y un senegalés han sido detenidos tras haber visitado el buque y, al parecer, haber intentado su venta. Resultará muy difícil hacer alguna acusación concreta contra ellos. Con toda probabilidad fueron contratados para este fin. Lo mismo cabe decir de la tripulación. Son libios, eritreos, sudaneses, asiáticos, con un contrato firmado por alguna otra empresa, casi con toda seguridad, creada ex profeso para este viaje. En cuanto al capitán, den por descontado que en su contrato figura el sello de una tercera empresa, también nacida cuatro días antes de redactarlo. Dicen las malas lenguas que el buque y su cargamento (probablemente, de modo separado) fueron vendidos una primera vez apenas salir de las aguas libias. Si sigue la pista de las empresas que he mencionado antes, encontrará tras ellas una maraña de otras empresas, participando unas en otras de modo extremadamente confuso y acabando todas, más tarde o más temprano, en algún territorio famoso por su opacidad fiscal, tal como Gibraltar, el mismo Chipre, las Seychelles... De allí, el dinero emerge, limpio como una patena, para terminar en las cuentas de ciertas honorables familias con sonoros apellidos, entre otros, griegos y libaneses.
   Esencialmente, la bandera que lleva un barco se compra.  El propio barco es propiedad de una compañía que lo tiene como único activo y que lo vende, más que lo alquila, para cada travesía. Capitanes y tripulación son contratados de modo anónimo sin que se conozcan entre ellos. Muchos patronos de navíos han vivido la experiencia de tener que zarpar con una tripulación formada por campesinos que acababan de abandonar sus arados y se mareaban apenas salir del puerto. No le pregunte a ninguno de ellos por lo que transportan, prefieren no saberlo. De hecho, ni siquiera tienen seguro hacia dónde se dirigen. Es relativamente frecuente que barco, tripulación y mercancía cambien de manos en mitad de su ruta. Los barcos viejos son enviados para su desguace a remotos puertos orientales de los que vuelven, no a trocitos, sino enteros, rematriculados, renombrados y pintados, listos para circular otra vez en una práctica tan frecuente como rentable. Aunque lo más rentable de todo es violar los embargos internacionales y los bloqueos comerciales. El riesgo para quien financia tales operaciones es prácticamente nulo. Incluso si lo perdiese todo aparecería un seguro, bien contratado del modo habitual, bien conseguido mediante operaciones especulativas en bolsa o bien, lo más frecuente, combinando ambas opciones. 
   Hubo una época en que los intelectuales europeos, entre ellos mi querido Leibniz, pedían un mar libre. Quizás ha llegado la hora de dar marcha atrás y pedir que en los mares deje de imperar la libertad del más fuerte.

domingo, 16 de marzo de 2014

Impuestos

   Una de las incongruencias más divertidas que pueblan nuestras incongruentes cabezas es que todos queremos mejores servicios públicos pagando menos impuestos. Nos quejamos de la policía, del ejército, de los profesores, de los médicos, de los hospitales, de los jueces, del cuidado de parques y jardines y hasta de los inspectores de Hacienda. Todos ellos trabajan poco, cumplen de mala manera sus funciones, no se comprometen con su trabajo, no rinden lo suficiente, llegan tarde y se van pronto. Los propios edificios oficiales están desvencijados, saturados, ofreciendo unas prestaciones penosas a sus usuarios. Las listas de espera son exageradas, los retrasos en la justicia desmedidos, la dilatación de los procedimientos burocráticos desproporcionada. Eso sí, todos queremos también pagar salarios ridículos a los profesionales, eludir los gastos de mantenimiento y reposición de materiales y, por encima de todo, que el dinero necesario para ello salga del bolsillo del vecino, no del nuestro. Protestamos por cada euro que se lleva Hacienda, pero no solemos recordar cuando llevamos horas esperando a que nos atiendan en la sala de urgencias de un hospital, que si Hacienda se hubiese llevado algún euro más, tal vez no estaríamos en esas circunstancias.
   No me gustan los Estados, no me gustan sus estructuras, ni creo que las funciones que ejercen tengan otro objetivo que el  control de la población, quizás porque conozco todo ello desde dentro. Sin embargo, es cierto que, a cambio de ese control exhaustivo, ofrece un cierto género de protección a algunos segmentos de la población que lo necesitan. Lo diré de otro modo, no creo que la desaparición de los Estados signifique por sí misma la desaparición de todos los males de la humanidad y ni siquiera de la mayoría. En cambio sí creo que si el mercado dejara de ser libre todos lo seríamos un poco más (por eso tengo ciertas simpatías por los anarquistas, por su candorosa inocencia). Así que, siendo un mal, necesitamos, de momento, de los Estados para que no haya males mayores. El problema es que, a su vez, los Estados, para funcionar, necesitan dinero. En lugar de controlar los mercados, los Estados quedan pues supeditados a ellos, como lo ha demostrado la reciente crisis. Por tanto, a cambio del control que sigue ejerciendo sobre los ciudadanos, la protección que les puede brindar es cada vez menor. La única conclusión posible de semejante proceso está puesta negro sobre blanco en el reciente informe del comité de expertos sobre la reforma fiscal en España.
   Es un viejo truco político que, cuando se pretende acometer  algún tipo de salvajada se le encarga a un comité de “expertos” un informe sobre el tema en cuestión. Como los “expertos” son elegidos por el gobierno, se los selecciona de entre aquellos que predican las formas más radicales de la salvajada en ciernes. De este modo, el gobierno en cuestión “desoye” a los expertos y propone una versión mucho más “moderada” de la reforma que no es otra que la salvajada que desde un principio se había tramado. Todo el mundo sabe que el PP ambicionaba desde hacía tiempo una reforma que disminuyera el número de tramos en el IRPF, con una bajada de impuestos para los más ricos, una subida para los menos ricos y un IVA sanguinario para todos por igual. Que los “expertos” hayan propuesto una versión exagerada de estas medidas nos acerca un paso más a los objetivos del partido en el gobierno. Para entender su alcance citaré a nuestro queridíssimo y amadíssimo Sr. ex-presidente del gobierno el zapatitos, quien, en una ocasión, preguntó: “¿por qué no va a ser progresista reclamar un tipo impositivo único?” Dicho de otra manera, un tipo impositivo único puede ser progresista, nunca algo de izquierdas. Supongamos que sólo existiera un tramo impositivo, es decir, que todos los ciudadanos que hacen la declaración de la renta pagaran, digamos, el 10% de sus ingresos a Hacienda. ¿Sería una distribución equitativa? La respuesta es muy simple, si echamos un 10% menos de arroz en un plato, el comensal, probablemente, se quedará con hambre. Sin embargo, si a una langosta le quitamos el 10%, como mucho, la serviremos con una pata menos (vamos, digo yo, porque las únicas langostas que he visto en mi vida son de las que se comen las cosechas). 
   Bajar los tramos y el tipo de los impuestos que se recaudan vía IRPF y subir el IVA tiene un resultado muy simple. El IVA lo pagamos todos, los tramos altos del IRPF quienes tienen más. Todos acabaríamos abonándole a Hacienda lo que ahora sólo abonan los que tienen más. Como, además, el gobierno modifica el IVA de los productos a su antojo, comprar un libro podría llegar a tener un tipo del 22 ó 23%, mientras que el IVA de un yate seguirá siendo del 18%. Esto, indudablemente, gravaría el consumo, precisamente, el que habría de ser el motor de la recuperación económica. De modo que, al final, después de conseguir que los ricos paguen menos y el resto de la población bastante más, Hacienda seguiría sin recaudar lo que necesita debido a la depresión del consumo que se va a originar. En resumen, con las propuestas de la Comisión Lagares y, en especial, con la lectura que de las mismas va a hacer el gobierno, olvídense de esperar menos en las urgencias de un hospital cuando necesiten atención médica.

domingo, 9 de marzo de 2014

Crimea (otra vez)

  No me convenció mucho Empire Earth. Se trataba del típico juego de civilizaciones que comenzaba con la Edad de Piedra y terminaba en nuestros días. Lo más interesante de él es que uno apostaba un cavernícola con su garrote para impedir que los enemigos se infiltrasen por una colina y acababa teniendo una unidad de tanques que hacía exactamente lo mismo en el mismo sitio. Hay zonas del planeta que han sido regadas una y otra vez por la sangre de diferentes generaciones. De aquí nace la geoestrategia, a la que podemos definir fácilmente como el arte de tropezar mil veces en la misma piedra. Obviamente, este arte no existiría sin gobernantes tan ignorantes, tan cortos de luces o tan idiotas como para no darse cuenta de que van camino de tropezar donde tantos otros lo hicieron. Crimea es una piedra de esta naturaleza.
Hemos de recordar que Rusia nació como un país que, esencialmente, carecía de salidas hacia mares navegables. Uno de los ejes de su política expansiva fue encontrar puertos viables en el Pacífico y en el Mar del Norte. Faltaba, cómo no, ese mar con imán que parece ser el Mediterráneo. Quedaba lejos, así que tan pronto como finales del siglo XVIII, los rusos fijaron sus ojos en la península de Crimea. Quien controlase Crimea controlaba el Mar Negro y a quien controlase el Mar Negro sólo un estrecho lo separaba del Mediterráneo, estrecho, eso sí, en manos de los turcos. 
  A mediados del siglo XIX el imperio otomano era un gigante con pies de barro, sostenido, más que por sí mismo, por Inglaterra y Francia. Rusia apenas si podía contener las ansias de expandirse a su costa. Aludiendo a la defensa de la fe ortodoxa las tropas zaristas invadieron Moldavia y Valaquia. Las potencias europeas, que veían tales afanes expansionistas con preocupación, respondieron lanzando un ejército contra Crimea. En realidad, ni unos ni otros querían una guerra y ésta tuvo lugar más por la falta de imaginación a la hora de encontrar un acuerdo capaz de satisfacer a todas las partes, que por los deseos bélicos de unos y otros. La propia guerra fue un despropósito. La coalición británico-franco-turca-piamontesa se las vio y se las deseó para establecer una cabeza de puente en Crimea. Las tropas que sitiaban Sebastopol no pudieron acudir a la batalla de Balaclava porque el general al mando se negó a interrumpir su muy inglés y flemático desayuno. Durante esta batalla se ordenó a la caballería británica cargar contra la artillería rusa, la cual estaba en una posición, ligeramente ventajosa. De hecho, estaba guarecida tras un valle rodeado por colinas tomadas por las tropas del zar y a su retaguardia aguardaba tranquilamente el grueso de la caballería cosaca. La famosa Carga de la Brigada Ligera (o “cabalgada al infierno”) fue una de las muchas carnicerías de esta guerra.
  Han pasado 160 años de aquellos hechos y las cosas han cambiado mucho. Ahora tenemos a unos funcionarios europeos que cuando les dan el plantón, en lugar de poner la cara de póker que hemos puesto todos en esa situación, utilizan el documento que se iba a firmar como bandera con la que unificar a los opositores al presidente ucraniano. Tenemos a un presidente ucraniano que negocia con la UE y acaba firmando con Putin. A un Putin que no duda en invadir un país vecino y proclamarse, como el zar en 1850, protector de todos los rusos, cuando, en realidad, lo único que le importa, son sus basesitas en Crimea y demostrar quién la tiene más grande. A una Crimea que decide unirse a Rusia, porque, al fin y al cabo, sus habitantes son rusos, cuando los habitantes originarios de la península son los tártaros que, bajo ningún concepto, quieren estar de nuevo bajo el mandato de un país que los invadió, los utilizó y los deportó. Tenemos a la administración Obama que ha ninguneado a Europa como ninguna administración norteamericana lo había hecho nunca y que, precisamente por ello, tiene ahora que aguantar que los rusos les mojen la oreja con amenazas y bravatas de todo género. Tenemos a una Canciller alemana, cual Chamberlain, negociando la futura estructura de Ucrania con los rusos como si Ucrania fuera ya tan suya como España. Tenemos a la city londinense, a “expertos” de toda laya y a la muy democrática prensa occidental advirtiendo que lo más democrático que se puede hacer cuando un matón invade un país democrático es dejar que lo despedace a gusto, exactamente lo mismo que proclamó cuando Hitler despedazó Checoslovaquia. Tenemos a los flamantes dirigentes de esa democracia que de verdad creyeron que no iba a pasar nada por olvidarse de los intereses rusos en su país. Tenemos a un ejército invasor al que, según dicen, los millones que le han llovido encima en los últimos años, han hecho de él algo mejor que la panda de presidiarios que arrasaron con todo en Chechenia bajo el mando del general Eristoff™. Y, por encima de todo, tenemos a dos ejércitos apuntándose los unos a los otros a la espera de que un soldado más nervioso que la media inicie una contienda que nadie ha querido provocar.
  Si ahora me preguntan Uds. qué debe hacerse, mi respuesta es muy simple: declararle la guerra... pero no a Rusia, sino al rebaño de inútiles que nos han conducido a esta situación.

domingo, 2 de marzo de 2014

El estado de los patos en la nación

   El debate sobre el estado de nación fue institucionalizado en España por Felipe González tras su primer triunfo electoral. La Constitución no hace referencia a él, por lo que no hay formato ni reglamentación establecida. En la época en que vio la luz, era uno de los momentos culminantes de la legislatura. Se construían elocuentes discursos, se envolvían las trifulcas en bonitos principios y se preparaban pactos de mayor o menor relevancia. Los políticos más destacados de cada partido podían disfrutar de sus minutos de gloria y, lo que aún es más importante, se podían entregar a su tarea favorita: pavonearse sin hacer nada de interés por el ciudadano. Desde que se instauró, nuestra democracia, como la Coca-Cola, ha devenido una democracia zero, es decir, baja en participación ciudadana y baja en libertades. La política, la política de verdad, ha pasado del estrado a los pasillos, salones y despachos donde realmente se decide lo fundamental. Oradores ya no quedan. Quien más, quien menos, es capaz de unir una par de fracesitas haciendo ver que tiene algo que decir. La gente capaz de subirse a la tribuna e improvisar con sentido, abandonó la política hace tiempo. El debate sobre el estado de la nación se ha convertido en un trámite parlamentario más, extremadamente cansino, que nuestros diputados sufren más que disfrutan. Porque, no hemos de engañarnos, lo que se podía pactar, está ya pactado y lo pactado no es otra cosa que dejar fuera del Parlamento, de las cámaras y de los debates cualquier cosa que pueda importarle medianamente al ciudadano interesado en votar. El resultado, el único resultado posible, es que se dedican horas y horas a cualquier cosa menos a debatir, a debatir sobre el Estado o a debatir sobre el estado de la nación.
   Si de verdad quiere saber cuál es el estado de esta nación le basta con ser un poco observador y pasear por un parque cualquier día festivo. Comprobará que no es fácil. La totalidad de aparcamientos cercanos a él estarán repletos. El parque en sí rebosará de gente. Verá varios cumpleaños. Entre la gente, podrá seguir el deambular de vendedores que no venden, malabaristas cuyo truco más difícil es conseguir un euro y titiriteros que ni se molestan en pasar la gorra. Los bares, los quioscos, los puestos, estarán vacíos. Más ardua le resultará la tarea de encontrar algún pato si es que el parque en cuestión dispuso de ellos. Las lagunas en que vivían estarán repletas de pan duro flotando sobre el agua. Los niños se abalanzarán sobre cualquier cosa parecida a uno como si fuera una estrella de rock, empeñándose en que el animal picotee el trozo de pan que le ofrecen como los adultos se pelean por un autógrafo de aquélla.
   Hubo una época en que la sobrepoblación de palomas supuso un problema para nuestras ciudades. Hubo una época en que, al llegar a adultos, la gente soltaba los patos que había comprado como mascotas para sus hijos en los parques. Hoy la población de patos, como la de palomas, está cayendo a mínimos que no se recordaban desde la época de la gripe aviar. Más de uno, más de dos, muchos más de los que se quiere reconocer, han acabado en la olla de alguna familia que hace poco veía a su alcance engrosar las filas de la clase media. Quien encuentra una excusa, evita los locales al uso, los sitios de diversión infantil y celebra el cumpleaños de los más pequeños entre pinchos de tortilla, aceitunas y patatas fritas en mitad de cualquier zona pública. Y, sobre todo, si hay una festividad, un puente, lo que se atiborran no son las agencias de viaje sino los parques. Éste es el estado de esta nación, cercano a la ruina. Es sobre esta ruina financiera y, sobre todo, moral, sobre la que nuestros gobernantes, nuestros políticos y nuestros libérrimos medios de comunicación, hacen todo lo posible por no hablar.