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domingo, 25 de agosto de 2013

Contra la propiedad (y 2)

   Recorra mentalmente sus propiedades, especialmente, las que son para Ud. más valiosas. Da igual qué haga a partir de este momento, las perderá todas. Las que no se rompan, pasen de moda, sean superadas por otras, dejen de interesarle, deje de tener sitio, tiempo o salud para ellas, parecerán de verdad merecer el término de “propiedad”. Pero si tiene suerte, dejarán de estar asociadas a su nombre con su muerte o bien cuando sus familiares le internen en una residencia de ancianos. En cualquier caso, el destino de la mayoría de ellas será la basura. Quizás sus hijos sigan sus aficiones y esa colección de postales a la que tiene tanto aprecio, esas joyas, ese mueble, no irán a la basura. Pasará a la siguiente generación... y a la otra... y a la otra... hasta que alguien la tire a la basura. Si no tiene suerte, un robo, un incendio, un expolio de cualquier género, le arrebatará esas propiedades antes de que pierda el recuerdo de qué eran. La sacrosanta propiedad privada no es más que un género de alquiler, pagamos por usar una serie de cosas y acabamos quedándonos sin nada. La propia exigencia del capitalismo de crear nuevas necesidades acaba atentando contra su más sagrado principio, la propiedad privada. Nuestras propiedades son cosas que poseemos y que, por tanto, tienen un índice que dice durante cuánto tiempo estarán asociadas a nuestro nombre.
   No es así como entendemos las propiedades. Más bien las tomamos como un género de características que se asocian con nuestro nombre y que ya lo singularizan eternamente. Un hombre sin propiedades no es un pobre, es un pobre hombre, un don nadie, a todos los efectos, no es nada. Es lógico que haya jóvenes en nuestras ciudades que se dediquen a meterle fuego a los vagabundos. Su carencia de propiedades, más allá de unos cuantos cartones, hace de ellos, a nuestros consumistas ojos, algo indeterminado, sin características, semejantes a cualquier otro vagabundo, en definitiva, nada. Para ser algo hay que comprar, comprar mucho, hay que tener muchas propiedades porque las propiedades nos caracterizan, nos dan un nombre, nos individualizan, nos singularizan. Obviamente por aquí sólo se puede llegar a disparates y sinsentidos de todo género. 
   El electrón tiene la propiedad de comportarse como onda o como corpúsculo dependiendo del tipo de aparato con el que le hagamos interactuar. Por tanto hay algo así como una cosa llamada electrón que ahora aparece con una de sus propiedades y ahora con otra, luego ¿qué es el electrón en sí mismo? Vamos a ver, el electrón no es un señor que posee un Ferrari y un Porsche,  que hoy sale con uno y mañana con el otro y sobre el que se puede preguntar si es la misma persona. El electrón es onda o partícula, dependiendo de con qué interactue, nada más. A la inversa, un buen base de baloncesto tiene que tener la propiedad de leer bien los partidos, saber qué le conviene en cada momento a su equipo, correr, atacar pausadamente, molestar a los rivales... ¿Significa eso que cada una de las decisiones que toma son de su propiedad? ¿tiene derecho a registrarlas, a hacerles un copyright, a patentarlas? Un escritor sí que tiene la propiedad de escribir buenos relatos y sí que tiene derechos sobre cada uno de ellos. ¿Dónde está la diferencia? Lo más divertido de todo es que, en el fondo, no la hay. 
   La misma noción de propiedad intelectual encierra su refutación. Esos sagrados derechos de autor que todos estamos violando a mansalva (y que, de hecho, durante toda la historia de la cultura se han estado violando a mansalva), resultan pagados, en el mejor de los casos, con algo así como el 5% del precio de poseer un libro. Lo que realmente poseemos o, dicho más exactamente, lo que constituye la mayor parte de lo que creemos la posesión de una historia que queremos leer, es el papel. Preservar la propiedad intelectual del autor significa que éste tiene que renunciar al 95% de su propiedad es favor de los propietarios del papel y de los medios de impresión o de comercialización digital.  Una vez más, llegamos a la conclusión de que el destino último de la propiedad privada es el expolio.
   Supongamos que yo tengo dinero suficiente para comprar un cuadro de Barceló. Uno grande bonito, con muchos colorines y que figura en varios catálogos como una obra maestra. Pero cuando llego a mi casa descubro que esos colorines no van bien con el estampado de mis cortinas, así que cojo yo mismo y le pinto encima unos topitos de diferentes colores para que quede mejor. ¿Puedo hacerlo? ¿tiene el autor algún derecho a reclamar contra una acción sobre algo que es de mi propiedad? Aún más, si algún día ese cuadro llegase a un museo ¿qué legitimidad tendrían los restauradores para borrar mis topitos? Al fin y al cabo, cuando yo fui su propietario los puse, ahora que ellos son los propietarios los quitan, están haciendo lo mismo que yo, luego, ¿con qué derecho su intervención es más meritoria que la mía?
   El término “propiedad” debería suprimirse de cualquier discusión que pretenda ser medianamente seria. Para aquellas cosas que pueden ser asignadas a un nombre y que puedan quedar como marcadores de él (la propiedad que tenía Michael Jordan de quedarse como flotando en el aire, por ejemplo), lo correcto es hablar de rasgos. Aún más, yo me inclinaría por hablar de rasgo siempre que nos referimos a cosas que son compradas “para distinguirnos de los demás” o “porque nos hacen especiales”. En el resto de casos, hay que andarse con mucho cuidado. Un posesivo, por ejemplo, no indica una posesión, al menos legítima. En los pocos casos en los que sí la indica, esa posesión será puramente temporal y, en la mayoría de las ocasiones, momentánea. La moderna sociedad consumista ha convertido de facto cualquier adquisición de propiedades en un género de alquiler. Por tanto, hay que tener muy claro que cuando se habla de propiedad siempre se está aludiendo a un expolio, ya acaecido o a punto de producirse.

domingo, 18 de agosto de 2013

Contra la propiedad (1)

   No soy muy amante de los análisis lingüísticos, me parecen una manera enrevesada de conducir a ninguna parte. Por lo general, un acuerdo en torno a las definiciones es un camino mucho más recto hacia el fin perseguido. Sin embargo, hay ocasiones en las que no se puede ir por esta vía porque, simplemente, el problema no está ahí. Lo que ocurre con el término “propiedad” es un ejemplo. Tenemos una curiosa tendencia a tratar cualquier cosa a la que podamos aplicar un posesivo como una posesión de hecho. A su vez las posesiones las confundimos con propiedades. Omitimos el adjetivo “privadas” porque va de suyo que toda propiedad es una propiedad de alguien. Y, para rematarlo, consideramos que cualquier propiedad (privada) es algo así como una característica añadida a un nombre y quedará inevitablemente prendida de él por toda la eternidad. Lo peor de todo es que estos son los usos habituales y da igual lo que la jurisprudencia o la Real Academia de la Lengua establezcan al respecto. Si, efectivamente, somos wittgenstenianos y hacemos del uso el criterio último del significado de los términos, el resultado no puede ser otro que las absurdas paradojas que constituyen nuestra noción de propiedad. Pero vayamos por partes.
   Estamos acostumbrados a anteponer un posesivo a multitud de objetos que hemos intercambiado por dinero. Así tenemos mi casa, mi ropa y mi coche. Es algo muy simple que hemos aprendido desde pequeñitos. La moneda que intercambiábamos por una chuchería convertía a la golosina en mi chuche, cosa que le dejábamos claro a cualquier otro niño que viniese a babear nuestra golosina. Sin embargo, la cosa no es tan clara, también la moneda era mi moneda y ya no la tenemos. La manera de racionalizar esto es muy simple, decimos que la moneda era mía porque podía hacer con ella lo que deseara. Por tanto, simplemente, hemos cambiado de objeto de deseo. Ahora puedo hacer con mi chuche lo que desee. Pero esto es una racionalización, no un hecho. El modo de razonar que hemos adquirido consiste, por tanto, en que mi casa es mía porque puedo hacer en ella lo que quiera, mi ropa es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera y mi coche es mío porque puedo hacer con él lo que quiera. Llegados aquí ya no sabemos parar, así que proseguimos: mi vida es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera, mi dignidad es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera y mi mujer es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera... Todo lo cual es ridículo. Una cosa es tener razones para anteponer un posesivo a algo y otra cosa muy diferente es que eso convierta a ese algo en nuestra posesión. También mi primo es mío (y no del vecino del enfrente) sin que hayamos pretendido nunca hacer con él lo que queremos y mi hijo también es mío (y no del butanero) sin que pueda hacer con él lo que quiera (a partir de cierta edad). Aún más, aunque mi casa, mi ropa y mi coche sean míos, no puedo hacer con ellos lo que quiera. No puedo derribar mi casa y poner en ella una fábrica, ni puedo decidir un día que voy a dejar toda mi ropa en casa y traten Uds. de decirle al policía que como su coche es suyo, lo aparcan donde quieren. Utilizar un posesivo y poseer son cosas muy diferentes o, si lo quieren de otra manera, poseer no significa decidir qué se hace con algo. 
   Poseer, de hecho, tiene un claro índice temporal. Hay un matiz muy diferente en “yo poseo estas tierras” respecto de “estas tierras son de mi propiedad”. “Yo poseo estas tierras” parece implicar que yo las adquirí en un momento dado, por una vía u otra y que, por una vía u otra, dejaré de poseerlas más pronto o más tarde. Cuando hablamos de la propiedad de unas tierras, de la propiedad de una casa, de la propiedad de un negocio y, especialmente, del sacrosanto derecho a la propiedad privada, uno acaba creyéndose de verdad que tiene algo protegido por las leyes del universo y que, en todo caso, puede cambiar su naturaleza, pero no su valor. En realidad, lo único que está claro es, primero que nos hemos tragado una patraña y, segundo, que todas y cada una de nuestras propiedades dejarán de ser nuestras más pronto que tarde. Lo que realmente significa el derecho a la propiedad privada es: nada. Piense en un ejemplo muy simple. Ud. compra un coche. Lo saca del concesionario, nuevo, flamante. Lo aparca en su cochera. Ha recorrido 10 Kms. Trate de venderlo, perderá dinero. Su propiedad privada se ha visto reducida por el simple hecho de que el vendedor le entregó a Ud. las llaves de ese vehículo. El caso del coche es paradigmático, pero puede aplicarse prácticamente a cualquier cosa. Todo lo que cae bajo el concepto de propiedad privada pierde valor, simplemente, por podérsele aplicar esa noción y si no lo pierde de inmediato acaba por perderlo con el tiempo. Por supuesto el dinero lo hace, el proceso se llama inflación y conduce a que el paso del tiempo le hace tener cada día menos dinero. A veces la cosa es más drástica.
   Pensamos habitualmente que por haber intercambiado un objeto cualquiera por nuestro dinero nos hemos asegurado su propiedad. Lo cierto es que no hemos procedido más que efectuar un desastroso contrato de alquiler. Si ha comprado un televisor, por ejemplo, ni podrá disfrutar de él todo el tiempo que quiera ni podrá hacer con él lo que quiera por mucho tiempo. Antes de que se dé cuenta, las cadenas estarán emitiendo en un formato que su televisor no puede reproducir o necesitará un decodificador o un reproductor que no se adapta a los enchufes que tiene o tendrá que hacer un desventajoso anexo a su contrato de compra porque el producto se estropea inmediatamente después de cumplir su garantía. Por supuesto que esa antigualla seguirá siendo suya, tendrá un bonito montón de chatarra con el que ya no puede hacer lo que quiere. A todos los efectos se ha producido una expropiación de su bien. En el caso de la ropa el proceso es aún más rápido, cada año, una serie de prendas de nuestros armarios nos son arrebatadas por el simple procedimiento de volverlas “pasadas de moda”. 
   Piénselo bien, ¿no sería mejor alquilar un coche que comprarlo? Podría tener un monovolumen de siete plazas el mes de vacaciones, un coche eléctrico el mes en que su trabajo le obliga a circular por la ciudad y un Ferrari el mes en que tiene que acudir a una fiesta de alto copete. Además podría olvidarse del engorro de lavarlo, hacerle pasar revisiones, preocuparse por las averías, etc. Quizás le suene raro hacer lo mismo con la ropa, pero, si un día le invitan a una fiesta en la que se exige etiqueta, ¿se comprará un carísimo esmoking o lo alquilará? ¿Por qué no hacer lo mismo con todo el resto de nuestra ropa? Podría ir a la última por un precio realmente escaso. Sin embargo, ninguna de estas posibilidades nos satisfacen tanto como el tener nuestras casas llenas de cosas que han quedado obsoletas, no en balde, desde pequeñitos hemos sido educados en la necesidad de poseer.

domingo, 15 de abril de 2012

Las falacias del inventor

   ¿Se imaginan que ingresaran un céntimo en su cuenta por cada neumático que rodara por el mundo? ¿Cuántos ceros acabaría teniendo a final de mes? ¿y a finales de año? Montañas inmensas de esta naturaleza aparecieron ante los ojos de un hombre llamado Charles Goodyear, un buen día de 1834. Si Ud. es filósofo, no necesita leer más, se lo puede imaginar. Una vez encontró su visión y, echando mano de sus profundos conocimientos científicos, Goodyear buscó la manera de transformar el caucho en alguna de las muchas formas en que lo emplea la industria hoy día. Hay que recordar que todo conocimiento está movido por un interés, especialmente, el conocimiento científico, cuyo interés último es el desarrollo de nuevos productos tecnológicos. Tal vez, a estas alturas, este filósofo del siglo XX, teóricamente educado en la escuela de la sospecha, debería haberse preguntado cuál es el interés último de quien propuso esta teoría sobre conocimiento e interés pues, pese a que su autor es el padre ideológico de la nueva socialdemocracia alemana, sus ideas coinciden, curiosamente, con uno de los padres fundadores del liberalismo moderno, Joseph Schumpeter.
   Cuando en 1912, Schumpeter publicó su Teoría de la evolución económica, propuso que la posibilidad de que una innovación se expanda en una sociedad depende de la relación entre costes e ingresos previstos. El coste depende de los tipos de interés, de los salarios y de los precios. Naturalmente, éstos dependían de la demanda, con lo que la posibilidad de introducir innovaciones no estaba vinculada con la situación efectiva de la época en cuestión, ya que las variables presentes en ella estaban interrelacionadas en una dinámica que tendía al equilibrio. El único factor que podía desestabilizar la situación en favor de la innovación era, por tanto, la previsión de ingresos, esto es, las perspectivas del inventor de incrementar sus beneficios. Por la puerta de detrás, esta teoría introducía una imagen sumamente cara a Schumpeter y al liberalismo en general, la imagen del innovador heroico que, en la más completa soledad y en lucha contra los elementos, se lanzaba a cambiar el mundo y, finalmente, gracias al justo reparto de beneficios que ejecuta el libre mercado y las leyes sobre propiedad intelectual, acababa recibiendo su recompensa.
   Schumpeter y Habermas, socialdemocracia y liberalismo, conocimiento e interés económico, se aúnan, pues, en una teoría simple y hermosa en la que el inventor y el científico quedan equiparados con el empresario. Esta teoría unificada ha servido, de hecho, para que, desde las diversas administraciones y desde la propia universidad, se haya animado a muchos científicos a prostituirse al mercado, perdón, he querido decir, a convertirse en emprendedores. Pero esta teoría acerca de cómo se producen las innovaciones tiene un pequeño inconveniente: no casa con los hechos. La línea que lleva de la pizarra del científico al producto que cae en nuestras manos, no es, ni por asomo, recta. Rara vez triunfan las mejores innovaciones y, habitualmente, el que recibe la recompensa no es el inventor. Si el impulso que lleva a alguien a inventar debiera ser la contrastación histórica de que va a ser recompensado por ello, nadie inventaría. Tomemos el caso de Goodyear.
   Para empezar, la base de la invención del procedimiento que le daría fama, no fueron sus conocimientos científicos, pues carecía de ellos. En realidad, carecían de ellos todos los empeñados en la misma búsqueda a la que él se dedicó. La estructura molecular del caucho fue un hallazgo del siglo XX. Esto es una constante en la industria química, a la que todo tipo de personas hicieron aportaciones hasta que la ciencia se hizo cargo de ella, ya bien entrado el siglo pasado. Tampoco tenía Goodyear conocimientos significativos del campo en el que se estaba adentrando. Como bien señala Charles Slack en su libro Noble Obsession (Hyperion, New York, 2.002), la industria del caucho había sufrido en el siglo XIX un boom y un crack muy semejantes al de las empresas .com en los años 90 del siglo XX. Avaladas por las predicciones de los expertos de que el caucho sería el material que definiría ese siglo, multitud de empresas hallaron fondos para comercializar todo tipo de productos basados en él. Pero el caucho resultó un material indomable, tan pronto se volvía una gelatina con el calor, como se endurecía y resquebrajaba con el frío. Por si fuera poco, las investigaciones para hacer de él algo más manejable  se convirtieron en un inmenso pozo sin fondo que se tragaba cuantos recursos dedicaban a ellas las empresas. La industria se vino abajo tan pronto como había surgido y sólo algunos despabilados, caso de Thomas Hancock en Inglaterra, lograron sobrevivir. Sin embargo, fue en esa resaca en la que Goodyear encontró su visión y se lanzó en pos suya.
   ¿Cómo puede alguien que carece de conocimientos sobre un área concreta triunfar allí donde gran número de empresas fracasaron? La respuesta es simple, por ensayo y error a lo largo de más de diez años. Es un bonito ejemplo de lo equivocado de otro lugar común cuando se habla de ciencia y técnica, a saber, que si en ellas jugaran un papel destacado la inducción, todavía andaríamos por ahí conduciendo nuestro coche de caballos. En lo que sí acierta la visión que tienen los filósofos actuales sobre la invención es en la lucha titánica contra todo tipo de elementos que tiene que afrontar el innovador. En el camino hacia el éxito Goodyear perdió a su mujer, una hija de corta edad y su propia salud por culpa de los agentes químicos con los que experimentó. Vivió al borde de la ruina o en ella, sufrió penalidades sin cuento y cambió en múltiples ocasiones de residencia para escapar de las deudas.
   Goodyear tampoco estaba solo. En realidad, la clave de todo el proceso de vulcanización que convierte al caucho en el material que conocemos hoy, no fue suya, la halló por su cuenta Nathaniel Hayward. Goodyear había llegado hasta el tratamiento del caucho con ácido nítrico. La importancia del ácido sulfúrico y del calor fueron obra de Hayward. Pero Hayward tampoco había ido más allá. La cantidad exacta de ácido sulfúrico y de calor que era necesario aplicar estaba en un estrecho margen del que Hayward no tenía una idea muy clara. Sólo la perseverancia de alguien como Goodyear podía encontrarla. Hacia 1839, la sociedad entre ambos había permitido alcanzar, por fin, los primeros resultados satisfactorios. ¿Habían terminado los problemas de Goodyear? Ni de lejos. Una cosa es hallar un nuevo producto y otra muy diferente comercializarlo. Hay que convertir una técnica de invención en una técnica de fabricación, diseñar las máquinas adecuadas y, con frecuencia, como le ocurrió a Goodyear con Hancock y Horace H. Day, vencer a competidores dispuestos a hacer valer  patentes de mala fe.
   Goodyear murió en la misma situación económica precaria en la que había estado toda su vida. Al final no comercializó su procedimiento, otorgó licencias sobre él a diferentes empresas por un monto que apenas si bastaba para cubrir las deudas que había ido acumulando. Mucho más tarde, en 1898, Frank y Charles Seiberling, fabricantes de ruedas para bicicletas, decidieron fundar una compañía a la que darían el nombre del descubridor del proceso de vulcanización, la Goodyear Tire & Rubber Company. Fueron ellos y sus descendientes los que acabaron viendo incrementado su patrimonio con cada rueda de su marca que se vende en el mundo. Con los herederos de Goodyear hubo un acuerdo para utilizar el nombre familiar, pero las relaciones entre los Goodyear y la empresa no han sido, tradicionalmente, cordiales.
   Esta es la historia real de Goodyear, historia, por lo demás, no muy diferente de otros innovadores, historia de la que los filósofos del siglo XX no han querido saber nada, pues tienen bien aprendido que no hay que dejar que los hechos estropeen una teoría con la que todo el mundo está satisfecho.

miércoles, 6 de julio de 2011

La SGAE como metáfora

   Decía en Sr. Luis Yáñez en una reciente carta al director de El País que la SGAE era una de las instituciones más admiradas en los países que él había visitado. No es un testimonio baladí, pues, en su calidad de Secretario de Estado para las Relaciones con Iberoamérica, viajó mucho. ¿Cómo? ¿Ha podido vivir hasta ahora sin saber que existe un cargo que es el de Secretario de Estado para las Relaciones con Iberoamérica? Pues sí, existe. Es un puesto de una trascendencia sólo comparable a la de los embajadores en misiones especiales para la Gobernanza Global, la conmemoración de los bicentenarios de la independencia de las repúblicas iberoamericanas, las cuestiones referentes a los derechos humanos, la Alianza de Civilizaciones, los asuntos energéticos, los asuntos trasatlánticos, los asuntos estratégicos, los asuntos migratorios, los asuntos del Mediterráneo, los organismos internacionales africanos, o la cumbre mundial del microcrédito. ¿Que de qué se ocupan estos cargos? ¡Qué pregunta más tonta! Se ocupan de... Quiero decir, su principal misión es... O sea, que se dedican a... Bueno, me estoy alejando del tema, así que vamos a dejarlo.
   No me extraña que la SGAE fuese admirada en Iberoamérica. Se trata de un organismo independiente del Estado que ha creado un cuerpo parapolicial encargado de aterrorizar a los menos poderosos (peluqueros, organizadores de bodas, dueños de tiendas de informática...) para proteger a los más poderosos (las multinacionales). Aunque formalmente el Estado debía supervisar sus acciones, pues se supone que es misión del Estado proteger a los ciudadanos, en realidad no era así. Y aquí es donde la SGAE se convierte en una metáfora de este país. Resulta que, pese a haber modificado reiteradamente la Ley de Propiedad Intelectual, para favorecer a la SGAE, el primero que incumplía tal normativa era el propio ministerio impulsor de la ley. El artículo 159, afirma que es el ministerio de Cultura el encargado de supervisar el funcionamiento de las sociedades gestoras de los derechos de autor. Una sentencia de 1997 del Tribunal Constitucional establecía que dicha redacción es anticonstitucional. Los sucesivos ministros de cultura, en lugar de cambiar la ley, decidieron declinar sus responsabilidades ¡durante 14 años! ¿Cómo es posible? Es fácil de entender, repasen la lista de ministros de cultura desde 1997: González-Sinde, Carmen Calvo, Pilar del Castillo, Mariano Rajoy... Esperanza Aguirre... Vamos a dejarlo.
   Pero la SGAE es metáfora de algo más. Como buena sociedad gestora, como buena empresa, se sometió a varias auditorías y a la Agencia de Evaluación de Calidad. Es sabido que las firmas de auditoría y las agencias de evaluación se encargan de... Quiero decir, su principal misión es... O sea, que se dedican a... Otra vez me estoy alejando del tema, así que vamos a dejarlo. El caso es que ninguna se dio cuenta del hábil truco que consiste en que un alto cargo contrate única y exclusivamente empresas que son de su propiedad. Con ese sofisticadísimo truco, presuntamente, un puñado de amiguetes se embolsaba el dinero de autores no identificados. Esta parte es graciosa. La SGAE ha sido capaz de formar todo un cuerpo de inspectores que visitan peluquerías, bodas, conciertos y locales públicos en general, pero se le ha olvidado crear un cuerpo encargado de averiguar a quién pertenece realmente el dinero que recauda. Y ya que estaba recaudado y nadie conocía su dueño ¿por qué no repartírselo, presuntamente, claro?
   ¿Y mis admirados miembros de la SGAE? ¿aquellos que me emocionaron e hincharon mi corazón de bellos ideales? Bien, en realidad ellos han llevado a la práctica lo que mucha gente piensa. Hay una cierta idea en el ambiente de este país que se expresa de múltiples formas, pero cuyo contenido esencial es que un buen político sería aquel que nos sacase de la crisis. Es una idea aparentemente anodina, por mucho énfasis que se ponga en enunciarla. Sin embargo, es una idea terriblemente peligrosa. Eso es precisamente lo que pensaban los alemanes de principio de los años 30 del siglo pasado. Y, efectivamente, apareció un político dispuesto a sacarlos de la crisis. De hecho, los sacó de la crisis. Se llamaba Adolf Hitler. Es algo que se dice en la película Ciudadano Kane de Orson Wells: "hacerse rico no es tan difícil como la gente cree, si es hacerse rico lo único que se desea". Salir de la crisis no es tan difícil. La cuestión no es ésa. No se trata de salir de la crisis como sea, ni de crear empleo como sea, ni de recaudar dinero en concepto de derechos de autor como sea. Teddy Bautista lo hizo. Aumentó la recaudación de derechos de autor de un modo exponencial, pero ¿a costa de qué? ¿Cuántos autores noveles han conseguido comenzar a vivir de su arte gracias a la SGAE? ¿cuántos de ellos han sido defendidos por la SGAE de la voracidad de las multinacionales? ¿ha mejorado el estado del cine, de la literatura, de la música española en 25 años de gestión de derechos de autor? ¿hemos dejado de tener una cultura subvencionada? La organización de la SGAE es una auténtica plutocracia en la que mandan los que más aportan a sus arcas. Menos del 9% de los miembros de la SGAE deciden la composición de la junta directiva y, por tanto, el funcionamiento de la sociedad y el reparto del dinero.
   Cuenta la leyenda que cada barco que atracaba en el puerto de Alejandría era inspeccionado a la búsqueda de contrabando y de textos. Si se encontraba algún escrito de valor, se confiscaba y se enviaba, para ser copiado, a los amanuenses. Buena parte de la gran biblioteca de Alejandría se nutrió de textos conseguidos de esta maenra. De haber existido la SGAE en Egipto, los Ptolomeo hubiesen sido multados, los directores de la biblioteca destituidos y para acabar con ésta no hubiese hecho falta un incendio, habría bastado una fogatilla. Hoy, la moderna tecnología permite que el más remoto colegio de Africa tenga acceso a varias grandes bibliotecas de Alejandría. Obviamente no conviene.
   Al cabo, que la cúpula de los defensores de los derechos de autor se dedicara, presuntamente, a quedarse con el dinero de los autores, es la manifestación última de un principio más general. En efecto, las ideas pertenecen a las épocas, son de todos. La mentira de la propiedad intelectual es el escudo bajo el cual se convierte en un bien privado un patrimonio de la humanidad. Si por definición ser hombre significa ser un animal cultural, la propiedad intelectual es la manera de arrebatarnos lo que nos constituye para ponerlo en manos de unos pocos, aquellos que pueden permitirse pagar por la cultura. Decía Proudhon que la propiedad es un robo. No sé si tiene razón. De lo que estoy convencido es de que la propiedad intelectual es un expolio.