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domingo, 11 de febrero de 2018

El nuevo biopoder (7)

   En 1961, Thomas Szasz publicó The Myth of Mental Illness: Foundations of a Theory of Personal Conduct, en el que señalaba la enorme distancia que existe entre lo que la medicina considera una enfermedad y lo que entiende por “enfermedad” la psiquiatría. En este segundo caso, señala Szasz, el término “enfermedad” constituye una simple metáfora, englobando comportamientos que, por votación, la Asociación de Psiquiatría Americana, ha decidido considerar patológicos. Todo cuanto de científico puede hallarse en la psiquiatría radica en el uso de una terminología pseudomédica inventada ad hoc. Ese mismo año, Michel Foucault publica su Folie et déraison. Histoire de la folie à l'âge classique, que se inicia con una constatación: la desaparición de la lepra en Europa desde finales del siglo XV. Sin que, ni siquiera hoy, quede muy claro por qué, las medidas de exclusión de los leprosos comenzaron, de buenas a primeras, a tener éxito y las leproserías se vaciaron hasta que no quedó nadie en ellas. Apenas cien años más tarde los mismos hospitales creados para albergar a leprosos comenzaron a llenarse de otro tipo de enfermos, que ya no dejarían de acudir a ellos hasta desbordarlos, los locos. La locura, la locura como enfermedad, señala Foucault, aparece justo cuando deja de existir la enfermedad llamada lepra. Una exclusión viene a sustituir a otra, pero no a solaparse con ella. Los recluidos ya no tendrán llagas ni lesiones, de hecho, no habrá en ellos ningún síntoma observable a simple vista. 
   Foucault reconstruye las transformaciones, el deambular del término “locura” por los textos y las prácticas que llevan hasta nosotros, poniendo de manifiesto el deseo de control, de reducir a la norma, de moralizar, por parte de saberes, pretendidamente objetivos, construidos en torno a ella. Foucault se paraba en el siglo XIX. El carácter gris de la genealogía, lo peligroso de sus afirmaciones para quien quiera vivir de la subvención pública o privada, hizo que ningún filósofo siguiera sus análisis para contarnos qué ocurrió en el siglo XX. La vida de un filósofo resulta mucho más fácil hablando del sexo de las interpretaciones, del “ser de los entes”, de los tipos de racionalidad y del uso que se le puede dar a los significados, como para ponerse a buscar algo así como la verdad. Tuvo que venir un periodista llamado Robert Whitaker y su Anatomía de una epidemia, libro que bien podría tener por subtítulo “Crítica de la razón psiquiátrica”, para realizar dicha tarea.
   Whitaker nos cuenta que tras los escritos de Szasz, de Foucault, de quienes constituyeron eso que dio en llamarse “antipsiquiatría” y, como no podía ocurrir de otra manera, tras la oscarizada película Alguien voló sobre el nido del cuco, las academias de psiquiatría consideraron necesario rearmar el arsenal de excusas con el que protegen su cientificidad. Afortunadamente para ellos, la industria acudió raudamente en su ayuda y llamó la atención sobre el hecho de que, tal vez, la gente desconfiaba de los psiquiatras porque, a diferencia de otros médicos, no recetaban. Si la psiquiatría pretendía seguir pasando por una rama de la medicina, resultaba imprescindible que tuviera sus propios “antibióticos”, “antipiréticos” e “insulina”. Bueno, para ser fieles a la realidad, su insulina ya la tenían porque, en la primera mitad del siglo XX, un tratamiento de eficacia “comprobada científicamente” contra la esquizofrenia consistía en procurarles a los pacientes de esta enfermedad un coma hipoglucémico mediante inyecciones con fuertes dosis de insulina.
   ¿Cuáles pueden considerarse los grandes logros de la psiquiatría contemporánea, la psiquiatría “científica”, surgida en la segunda mitad del siglo XX y basada en la administración de modernísimos fármacos? Whitaker desgrana algunos de ellos en los EEUU: 
   - Los datos de diferentes hospitales en los años 50, cuando a los esquizofrénicos se les administraban pocos o ningún medicamento, coinciden en que tres años después de su primer brote psicótico, alrededor del 70% de los pacientes habían abandonado los hospitales reintegrándose a la vida cotidiana. Más de la mitad no volvía a tener recaídas en un lapso de cuatro años. Gracias a las nuevas generaciones de neurolépticos, las tasas de recuperación de pacientes con esquizofrenia al cabo de cuatro años alcanzan poco más del 5% y tienden a mantenerse ahí por mucho que pase el tiempo.
   - Hasta 1970, la depresión parecía una enfermedad más bien benigna. Alrededor de un 60% de los pacientes no mostraban más que un episodio de depresión en sus vidas y apenas el 15% tenía tres o más. La duración de estos episodios no iba más allá de unos meses y la remisión espontánea parecía la norma. En los años 90, tras la generalización del uso de los antidepresivos, la enfermedad había adquirido los visos de convertirse en crónica, con múltiples recaídas que alargaban su tratamiento durante años.
   - En 1960 una revisión de la literatura científica sólo pudo encontrar tres casos reportados de niños diagnosticados como maníaco-depresivos. En 1995 ya constituían el 1% de todos los adolescentes americanos. Entre 1994 y 2004, la cifra de menores de 18 años diagnosticados como bipolares se multiplicó por cinco. La clave de estas cifras, a saber, cuántos de esos jóvenes recibieron tratamiento por déficit de atención y otros trastornos antes de mostrar comportamientos que los hacían caer bajo la etiqueta “bipolar”, constituye poco menos que un secreto.
   - En 1987 había 293.000 niños menores de 18 años con algún género de enfermedad mental. Veinte años después la cifra se había duplicado hasta los 561.569, mientras, en el mismo período, el número de niños incapacitados por enfermedades no mentales cayó desde los 728.110 a 559.448. 
   El que 850 adultos y 250 niños reciban cada día un diagnóstico relacionado con los trastornos mentales en EEUU muestra la extensión de algo que sólo puede recibir el calificativo de plaga. Por qué tenemos que habérnoslas con semejante plaga y no con cualquier otra cosa sólo puede encontrar unas pocas respuestas. La primera consiste en que vivimos en una sociedad definitivamente mórbida, que nos conduce, inevitablemente, a contraer un género u otro de enfermedad. La segunda, que constituye una versión refinada de la anterior, señalaría que en el capitalismo contemporáneo, las industrias se centran no en fabricar productos sino en fabricar consumidores. Otra respuesta implica cuestionar el presupuesto de tantas discusiones del siglo pasado, a saber, que lo mental resulta del balance de espíritus animales en el cerebro o, por utilizar la terminología alquímica del siglo XX, el balance de dopamina, serotonina y endorfinas. La última implica colocar una “y” entre las respuestas anteriores, pues, de alguna manera, de alguna manera no aclarada hasta ahora, cada una conduciría a las otras. Como puede verse, cualquiera de las respuestas posee profundísimas implicaciones filosóficas, razón por la cual, quienes siguen haciendo filosofía como se hizo en el siglo pasado, preferirán arrancarse los ojos antes que leer este libro.

domingo, 18 de octubre de 2015

Para una filosofía de la enfermedad (1 de 2)

   De l’Éthique de Spinoza à l’éthique medicale, es un libro publicado en 2011 por Éric Delassus con la intención de mostrar de qué modo los planteamientos de Spinoza pueden ayudar a crear un nuevo marco ético para la enfermedad. El intento es, desde luego, proteico y no es de extrañar que Delassus haya buscado la solidez de un sistema filosófico ya constituido para emprenderlo. Se trata, en efecto, de orientar al paciente sobre cómo debe entender la enfermedad sobrevenida, se trata de buscar los principios básicos que deben fundamentar la relación con su médico y se trata, entre otras cosas, de comprender en qué consiste la praxis médica. Que alguien haya tenido el valor de sacar la filosofía de la bonita torre de marfil en la que fue enclaustrada durante el siglo XX y volver a hacer de ella lo que siempre fue, una guía para la vida, es algo que no puede merecer otra cosa que nuestro encendido aplauso. Por si fuera poco, Delassus deja claro que, tal y como lo vive el enfermo, su cuerpo y su enfermedad son, ante todo, ideas con las que tiene que habérselas, destaca que la enfermedad es resultado de (y agente productor de) una historia en trance de hacerse y que, por tanto, considerar al paciente un número más en una estadística es resultado de una praxis médica castradora. Incluso halla valor y apoyos para oponerse al aplauso general que las leyes sobre la eutanasia provocan en cierta intelligentsia más preocupada por parecer progresista que interesada en conocer el género de progreso que están promoviendo.
   Desgraciadamente, ya se han enumerado todos los méritos de este libro. Y lo peor no es que el proyecto fuese demasiado ambicioso, lo peor es que resulta demasiado ambicioso para los presupuestos de los cuales parte. En efecto, por más que Delassus se empeñe en ello, el hecho de utilizar la filosofía de Spinoza no deja de parecer una decisión arbitraria. El “Spinoza” de Delassus es, en realidad, una filosofía determinista y, en consecuencia, un ideal de sabiduría entendida como el abandono de la búsqueda del sentido y del punto de vista del sujeto individual para centrarse en la totalidad de la naturaleza. Cuando se intenta ir un poco más allá e implicar otras ideas “de Spinoza” como la noción de conatus, Delassus topa rápidamente con una serie de límites que le llevan a reformular las nociones espinocistas hasta hacerlas difícilmente reconciliables con el filósofo de holandés. Llegados a este punto uno se pregunta qué necesidad había de acudir a Spinoza y qué se hubiese perdido apelando a los estoicos, en los que aquél se inspiró para todos los temas de los que Delassus saca provecho. Con todo, no es el peor problema del libro.
   Si bien es en el pensamiento francés en el que con más insistencia se ha tratado el tema de la medicina, existe en él un curioso desenfoque del que este libro es un ejemplo más. “Medicina” para los filósofos franceses parece significar “lo que se hace en los hospitales y en las facultades dedicadas a dicha disciplina”. Si hemos de atender al consumo de medicamentos, esta “medicina” ocupa actualmente menos del 30% de la praxis médica. De hecho, la tendencia es a volver puntual, casi instantáneo, el paso del paciente por los hospitales. Este desenfoque origina otro, a veces irónico y a veces sarcástico, el de considerar que la medicina tiene por objetivo acabar con la causa de las enfermedades (pág. 126). Si hemos de tomar al pie de la letra tal definición, se convertiría en un higienismo que ya Foucault criticó por devenir uno de los instrumentos del poder para penetrar los intersticios de la vida social. Así que sólo queda la otra opción, añadir el adjetivo “inmediatas” a las causas sobre las que debe actuar la medicina. El estrés, la contaminación, la proliferación de agentes químicos cuyo efecto a medio y largo plazo sobre el organismo humano es desconocido y, lo que es aún mejor, la ingesta habitual de medicamentos con todo género de efectos secundraios, deben ser adecuadamente alejadas de cualquier intervención médica y colocadas en una tierra de nadie sobre la que ninguna ciencia y, mucho menos, ningún poder político, debe ser competente. Pretender, por tanto, que la medicina cura o, todavía mejor, sacar del hecho de que para los pacientes la enfermedad es algo vivido, es decir, pensado y percibido, la conclusión de que “c’est tout d’abord le malade qui définit la maladie en fonction de ce qu’il ressent” (págs. 179-80), es, como digo, cruel sarcasmo. La enfermedad la definen los mismos que se aseguran de que los médicos no puedan curarla para que no les estropeen el negocio y que, sin duda, habrán aplaudido la aparición de este libro porque escamotea vilmente una de las cuestiones centrales de cualquier cosa que quiera llamarse hoy día una ética médica o, de un modo más amplio, una filosofía de la enfermedad, a saber, si hay ya argumentos éticos más que suficientes para prohibir que las empresas farmacéuticas sigan existiendo.

domingo, 7 de julio de 2013

El panóptico global (y 4): La ejecución de Snowden.

   Michel Foucault abría su Vigilar y castigar, con una pormenorizada descripción del modo en que fue ejecutado Robert François Damiens el 28 de marzo de 1757. Cierta profesora de facultad tuvo a bien leérnosla un día a primera hora de la mañana, justo cuando nuestro desayuno comenzaba a ser digerido. Creo recordar que hubo quien se salió de clase. No tendré yo el mal gusto de repetir lo que cuenta Foucault, que, además, lo cuenta mucho mejor de lo que yo podría reproducirlo. Baste decir que Damiens atentó contra Luis XV causándole heridas leves y que, a consecuencia de ello, fue juzgado sumariamente, condenado y ejecutado de un modo tan brutal como simbólico. Foucault lo pone como ejemplo del poder barroco, desmesurado, ostentoso, recargado de simbolismo. A partir de ese momento comienza una evolución que pretende hacerlo menos aparente, menos llamativo, menos puntual y lo lleva actuar de modo continuo, sin por ello perder su capacidad para doblegar voluntades, someter a las mayorías, homogeneizarnos a todos. Si el poder barroco se ejerce sobre los cuerpos, grabando a fuego las marcas de su dominio, el panóptico es ya una demostración de cómo, a través de los cuerpos, se puede ir más allá. El panóptico no deja trazas en los cuerpos sino en el aire, en la luz, en lo que se ve.
   Los clásicos son clásicos porque, aunque estén alejados en el tiempo, siguen siendo actuales y Foucault lo es, el panóptico lo es, Vigilar y castigar lo es y mucho. A los asesinos en serie se les proporciona un abogado de oficio que los defiende con todas las garantías ante un tribunal. Los miembros de una banda terrorista gozan de juicios cubiertos por los medios de comunicación en los que hasta les es dado señalar con el dedo a sus jueces y amenazarlos. Pero si alguien atenta contra el poder, quiero decir, si alguien atenta realmente contra el poder, será perseguido sin piedad, encarcelado violando las más elementales normas del derecho penal, sentenciado de antemano, condenado a las más elevadas penas y cumplirá íntegramente su castigo si no acaba muriendo olvidado en el archivo de algún juzgado. Hoy podemos ver, (quiero decir, no ver, porque los medios de comunicación lo están ignorando bochornosamente) el juicio que se está celebrando contra el soldado Bradley E. Manning.
   Manning “clavó un alfiler” (como dijo Voltaire de Damiens) en el costado del actual Luis XV, arrojó luz sobre el modo en que se hace política internacional, sobre los procedimientos reales del ejército de los EEUU en sus victoriosas guerras de liberación y documentó algunas de sus matanzas. Los apaños, los chanchullos, el compadreo generalizado con el imperio global, el modo absolutamente sistemático en que los Estados violan sus propias leyes, la más absoluta carencia de dignidad, de vergüenza, de respeto a los seres humanos por parte de gobernantes de todas las tendencias políticas, quedó plenamente al descubierto. Pudimos tener constancia de cómo ministerios de asuntos exteriores aconsejaban a las autoridades norteamericanas esperar a que determinado juez, fácilmente influenciable, estuviese de guardia para presentar sus demandas legales. Supimos cómo las máximas autoridades de la muy libre Europa miraban hacia otro lado cuando ciudadanos de sus respectivos países eran secuestrados, torturados y hechos desaparecer en cárceles secretas. Alcanzamos a entender hasta qué punto todo código jurídico, toda legislación, toda ley fundamental de una democracia es una pura tela de araña para atrapar a ciudadanos de a pie mientras quienes las tejen atraviesan sus huecos como el aire puro de la mañana. Nadie dimitió, ninguna estructura de poder, ningún organismo, ningún político, revisó sus protocolos habituales de actuación, ninguna nueva ley ha sido puesta en vigor para limpiar de una vez las podridas cañerías de nuestros supuestos Estados libres y democráticos. Eso sí, Manning fue detenido, mantenido durante meses en aislamiento absoluto sin que se formularan acusaciones contra él, sometido a una presión psicológica brutal y, finalmente juzgado, en una pantomima de procedimiento legal.
   Ahora Edward Snowden se ha atrevido a clavar otro alfiler en el costado del nuevo monarca absoluto. Que llegue a ser detenido o no es indiferente, está condenado a vivir en un agujero, bien para esconderse, bien porque haya sido apresado. Son los nuevos Damiens, los regicidas frustrados contra los que el poder tiene que demostrar todo su exceso, toda su infinita gama de modos de tortura para escarmentarnos por adelantado a todos nosotros, los que todavía no hemos hecho nada por desmontarlo. De este modo espera mantenernos a raya. Pero para quienes están hartos de que se recorten sus libertades en nombre de la libertad, para quienes no toleran que haya gente por encima de la ley con objeto de mantener la ley, para quienes pretenden, un día, elegir entre posibilidades que no vengan impuestas por quienes saben que, sea cual sea la elección, ellos ganarán, Manning, Snowden, sólo pueden merecer el calificativo de héroes. Héroes que generan el imperativo moral de actuar como ellos, cada uno en la medida de sus posibilidades, hasta donde sienta que alcanza su compromiso. Porque, queridos amigos míos, se acerca el momento de cambiar algo para que todo cambie.

domingo, 23 de junio de 2013

El panóptico global (2): Que nada tema quien nada haga.

   Decía Foucault en Vigilar y castigar que el panóptico era  un interrogatorio sin término, una investigación sin límite, un expediente y, a la vez, juicio, que sólo puede cerrarse con la condena o la muerte del individuo en cuestión, una medida permanente de la proximidad o lejanía respecto de una norma inaccesible(1). Esgrimir contra el seguimiento pormenorizado de nuestras vidas la idea de que “quien nada haga, nada tiene que temer”, ha sido siempre el cinismo supremo de quienes tienen por ideal democrático la sociedad distópica  que describe Orwell en 1984. Exactamente ¿qué hay que hacer para temer algo? ¿quién decide cuándo se ha hecho? ¿en base a qué protocolos, a qué criterios? ¿son revisables? ¿cuándo? ¿dónde? ¿cómo? Y, ¿qué hay que temer? 
   No lo olvidemos, Edward Snowden era, simplemente un empleado de una subcontrata. Difícilmente pudo tener acceso a todo lo que la NSA hace y, aún más difícil, a lo más grave que la NSA pueda llegar a hacer. ¿Cuál es la finalidad de esa inmensa recogida de datos que Snowden ha puesto de manifiesto? ¿Existe, junto a ella, algún tipo de actividad ejecutiva? ¿en qué consiste? ¿quién la realiza? ¿cómo se lleva a cabo? ¿Está capacitada la NSA para introducir pornografía pedófila en el ordenador de cualquiera sin que se de cuenta? ¿Puede efectuar compras de productos ilegales con sus tarjetas? ¿Puede robar y filtrar a la prensa contenidos poco recomendables de sus dispositivos electrónicos? ¿Tiene acceso a los mecanismos digitales de voto en las elecciones, a los procedimientos de recolección de resultados? Recordémoslo, todos estamos sometidos al escrutinio inmisericorde  de la NSA. Y eso incluye a policías, militares y políticos. ¿Cuántos políticos poco proclives a los procedimientos de la NSA han sido ya reducidos a fosfatina por alguno de los procedimientos antes mencionados? Aún peor, ¿sobre cuántos de ellos ha ejercido una presión capaz de cambiar su voto, sus programas, sus ideas o declaraciones?
  Barack Obama fue senador del Estado de Illinois, costero del gran lago Michigan y famoso por una corrupción más grande que el lago. Dicen que en su bandera figura el lema “¿qué hay de lo mío?” El gobernador en la época en que Obama salió disparado hacia la Casa Blanca, Rod Blagojevich, acabó enjuiciado por intentar vender el escaño que aquel dejaba vacante. Llevaba el estado desde su casa particular porque sospechaba que la policía tenía pinchados los teléfonos de su despacho. En medio de semejante cenagal, Obama emergió impoluto, sin una sombra de corrupción sobre su historial. Nadie fue capaz de implicarlo en ningún escándalo. ¿Tampoco la NSA que, no lo olvidemos, lo sabe todo acerca de él? ¿Acaso ha tenido esto influencia en la rápida y decidida toma de postura del presidente a favor de la citada agencia de espionaje? Y si políticos en ciernes o consagrados, congresistas, senadores, incluso el propio presidente, están sometidos al escrutinio permanente, a la causa constantemente abierta, a la inquisición perpetua de la NSA, ¿quién controla semejante organismo?
   Sí, la idea de que quien nada haga nada tiene que temer, debe haber tranquilizado muchas mentes, excepto la de aquellos que hacen algo. La NSA encarna, ciertamente, una amenaza muy seria sobre quienes “hacen algo”. Por ejemplo, sobre quienes hacen aviones. En Airbus todo el mundo escribe documentos con la certeza de que estarán en los despachos de su competidora Boeing, unos segundos después de redactarlos. A lo mejor la razón es que una empresa propiedad de Boeing, Narus (por cierto, de origen israelí), trabaja para la NSA. ¿Cuántos casos más existen? Edward Snowden recopiló datos para demostrar sus acusaciones, ¿cuántos empleados de empresas subcontratadas por la NSA, recopilan datos con fines comerciales? ¿por cuenta de quién lo hacen? ¿interviene también la NSA en el mercado favoreciendo con información privilegiada a ciertas compañías? Y, en caso afirmativo ¿a cambio de qué? ¿de que le cedan sus datos? ¿o se trata de algo mucho más crematístico y ligado a intereses particulares? No lo olvidemos, los contratos de la NSA y sus correspondientes subcontratas se efectúan al amparo del secreto de Estado. Nadie conoce los detalles exactos, nadie pregunta demasiado por el monto ni por los desgloses particulares. Las propias empresas son elegidas a dedo. No hay que ser demasiado imaginativo para suponer que existe un tránsito continuo de personas desde los despachos de las citadas empresas a los que pertenecen a la agencia y viceversa. Una organización con un presupuesto ilimitado y un acceso ilimitado a los grandes servidores de Internet es, forzosamente, una organización de poder infinito, pero también una fuente infinita de corrupción, un cáncer para cualquier democracia que quiera tener, al menos, la apariencia de tal.


   (1) Cfr.: Foucault, M. Vigilar y castigar, Siglo XXI, Madrid, pág. 230.

domingo, 16 de junio de 2013

El panóptico global (1): Sociedades carcelarias.

A mis fieles lectores de la NSA.

Un año antes de su muerte, acaecida en 1728, Antoine Desgodets recuperó, para su proyecto de un Hotel-Dieu, la planta circular a la que aspiraron tantos arquitectos renacentistas. Casi cincuenta años más tarde, M. A. Petit, en su Mémoire sur la meilleure maniere de construire un hôpital de malades justificaba el empleo de una planta de estas características en base a dos principios. El primero era la ciudad vitruviana, con calles orientadas según la procedencia de los vientos. El segundo era el funcionamiento del horno inglés, una suerte de embudo invertido, que ponía la circulación de ese aire al servicio de la producción. Petit entiende el hospital como la confluencia de dos discursos, el discurso urbanístico y el discurso fabril. El hospital debe ser una ciudad en miniatura y un taller ampliado. Nada mejor, pues, que colocar los diferentes bloques de salas en torno a una capilla central, desde la que los médicos y enfermeras pudieran observar continuamente la evolución de los pacientes(1). Ciertamente, el discurso médico ilustrado, es un discurso que no habla acerca de enfermos ni de enfermedades. Su marco de referencia no es el pequeño sector de la población que padece algún mal, sino la sociedad en su conjunto. Sobre esta sociedad  intenta imponer un tipo de reglamentación que ya ha demostrado tener éxito en los talleres y que se generalizará con la llegada de la revolución industrial. En Vigilar y castigar, Foucault cita cierto ordenamiento del siglo XVIII que exigía dividir la ciudad en sectores, impedir el libre movimiento de ciudadanos y obligarlos a permanecer en sus casas cada vez que el arbitrio de un funcionario nombrado al efecto lo decidiese. ¿La causa? El miedo, el miedo a la enfermedad, el miedo a la peste(2).
Lo que hizo Jeremías Bentham en 1830 fue muy simple, tomó el discurso de Petit, el discurso de la medicina ilustrada y lo depuró hasta su esencia, que no es otra que el dominio, el control. De este modo, el hospital se transformó en una penitenciaría, el paciente en un recluso, la libre circulación del aire en la no menos libre circulación de la mirada. Así nació el panóptico. El panóptico es una estructura penal en la que las celdas de los reclusos están dispuestas en círculo, con una de sus paredes sustituidas por una simple cancela de barrotes. El centro de dicho círculo está ocupado por una torre con una sucesión de ventanucos, tales que, desde el lado de las celdas, apenas puede verse una pequeña mirilla que impide al reo saber si está siendo observado o no. 
    El panóptico obedece a un claro ideal productivo, es un dispositivo productor de vigilancia, de control, de disciplina con una inversión mínima. Esencialmente un sólo carcelero puede vigilar a un número indeterminado de presos, pues buena parte del control, de la vigilancia, ha sido transferida a la cabeza de éstos. Ante la perpetua posibilidad de ser observados, los individuos interiorizarán la normalidad, ejerciendo de carceleros de sí mismos, controlando su propio comportamiento. Pero hay más, la posibilidad de ver sin ser visto, de observar desde la inobservabilidad, desequilibra irremediablemente la relación de vigilancia. El carcelero ya no puede ser examinado en el riguroso cumplimiento de su horario por parte del reo. De este modo, lo que, en principio, es un ejercicio de control, se convierte en una relación de poder. Cada preso está sometido en cada momento a un poder omnipresente, que amenaza perpetuamente con la posibilidad de castigarlo. El poder se ha vuelto capilar, vigila cada uno de los actos de cada individuo singular. Lo que fue un poder disciplinario sobre una multitud, sobre toda una población, se vuelve ahora un poder atento a la singularidad de cada sujeto, capaz de sancionar de modo singular y concreto, sin por ello perder su capacidad de normalizar a todos a la vez. Por eso, argumenta Foucault, el poder carcelario, el poder panóptico, deviene un contraderecho. Si las leyes son válidas para todos, si son enunciados de carácter general, su aplicación concreta en las instituciones es una sucesión de casos concretos y singulares, un desequilibrio permanente de deberes y obligaciones, una sucesión de castigos contra los que no hay defensa jurídica posible.
Pero nuestra época no es la de la Luces. No aspiramos al progreso, no publicamos enciclopedias, no nos asusta la minoría de edad. Vivimos en la época de la imagen, de la aldea global. Ya saben, el medio es el mensaje, el individuo es el protagonista, los pequeños acontecimientos tienen grandes consecuencias, todos estamos enlazados, por tanto, somos mutuamente dependientes, no hay otro remedio que ser solidario... ¡Qué genio fue Marshal McLuhan! ¡Qué visionario! ¡Qué magnífico constructor de cortinas de humo! Es difícil imaginar una sociedad más disciplinaria que la de una aldea. En el grupo reducido de casas, todas al alcance de la mirada, nadie puede salirse de la norma sin recibir su sanción social inmediata. Las modernas sociedades globalizadas, interconectadas, internautizadas, son el ideal de cualquier panoptista. Cada ciudadano, cada mente pensante, ha sido moldeada para ignorar los más feroces sistemas de control. El proyecto de vida de todos y cada uno de nosotros es exhibir nuestras intimidades, mostrar nuestras fotos, nuestros vídeos, nuestras imágenes para que el ojo de cualquiera que quiera hacer de carcelero nos escrute, nos analice, determine si hemos de recibir algún género de sanción. Somos incapaces de ver nada malo en la vigilancia perpetua, aceptamos con naturalidad que se nos filme por las calles, preferimos el rastreable pago con tarjeta antes que el anonimato de la moneda corriente. Asumimos, con un candor infantiloide que la posibilidad de convertirnos nosotros mismos en observadores de la vida de los demás, nos hace a todos iguales, garantiza nuestra libertad, como si eso hubiese hecho desaparecer la posibilidad de un omnímodo poder inobservable. Hasta tal punto vivimos en sociedades carcelarias que el simple hecho de pintar los barrotes de rosa fosforito para que nadie pueda cerrar los ojos a su existencia, se ha convertido en un acto subversivo.


    (1) Cfr.: Vidler, A. El espacio de la Ilustración. Una teoría arquitectónica en Francia a finales del siglo XVIII, versión española de J. Sainz, Alianza Editorial, Madrid, 1977, pág. 93.
    (2) Cfr.: Foucault, M. Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, trad. Siglo XXI, Madrid, 1990, pág. 99.