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domingo, 15 de diciembre de 2013

Retratos reales, reales retratos

  Esta historia es tan antigua como la propia historia del arte. Alguien con una buena fortuna, tiene la ocurrencia de que un personaje tan importante como él debería ser inmortalizado por cierto pintor de relumbrón. En realidad, a nuestro adinerado protagonista, le importa muy poco quién sea el pintor y cuál sea su estilo. Lo importante es tener un capricho que ninguno de sus conocidos pueda pagar. Las propuestas del pintor elegido le suelen resultar demasiado atrevidas. El quiere algo clásico, tradicional, reaccionario incluso, de hecho, algo que podría hacer, y mucho mejor, un pintor menos afamado. El pintor, por su parte, se encuentra ante una disyuntiva. Una posibilidad es plegar su arte a los deseos del garrulo de turno, cosa que le permitirá hacerse una clientela entre las amistades de aquél. La otra posibilidad es permanecer fiel a sus ideales estéticos, con la bronca consiguiente. Habitualmente ni el promotor de la obra ni su autor acaban satisfechos con el lance y, caso de que éste haya optado por la segunda posibilidad, el cuadro terminará en el rincón más oscuro de un palacete, hasta que alguien que entienda medianamente de arte, lo alabe ante su dueño, fecha a partir de la cual presidirá el salón principal.
  Una versión reciente de esta historia se ha vivido hace poco en Dinamarca, país del que sólo parecen salir imágenes escandalosas. La casa real quería un retrato modelno, actual, algo que alejase semejante institución de las oscuras tinieblas de la historia y la situase en el rabioso presente. El pintor elegido no podía ser otro que Thomas Kluge, enfant terrible del panorama artístico danés. Su última línea de trabajo son cuadros en los que las técnicas iluminísticas del XVII se aplican con enfoques extravagantes. Kluge no ha pintado realmente un cuadro de la familia real, sino un collage, en el que cada miembro o pareja, recibe un tratamiento independiente. Más que una composición, puede hablarse de una superposición de personajes, planos, puntos de luz y tamaños. Parece querer decírnos que la casa real danesa no es una familia, sino una pluralidad de individuos, con sus peculiaridades, sus ambiciones y sus intereses. El centro corresponde a un príncipe Christian, heredero al trono, solitario y aislado, al que el bueno de Kluge no ha tenido mejor idea que iluminarlo desde abajo.
Familia real danesa, Thomas Kluge, 2013
  Los seres humanos, por motivos obvios, tendemos a articular lo que percibimos como si estuviese iluminado desde arriba. Es un invariante perceptivo, una ley básica de la percepción, de carácter universal (al que, como otros muchos, tratan de ignorar los partidarios de la inconmensurabilidad cultural). El resultado es que cuando se ilumina un rostro desde abajo, nuestro cerebro insiste en hacer como si la luz procediera de arriba, resultado un rostro deforme, salpicado de sombras ininteligibles y, en definitiva, terrorífico. El príncipe Christian no escapa al efecto. Más que un príncipe parece el primo triste de Chucky el muñeco diabólico. Todo el cuadro, en realidad, oscila entre lo grotesco y lo terrorífico, adjetivos que, por otra parte, sirven para definir a cualquier casa real.
  Ni las técnicas ni las conclusiones que se pueden sacar de la obra de Kluge son nuevas. En realidad, tiene ilustres precedentes. Las alteraciones de la composición por motivos puramente estéticos, la pluralidad de focos de luz, el resultado tenebroso (y la consiguiente bronca de los representados) caracteriza nada menos que a La ronda de noche, de Rembrandt, pintada entre 1640 y 1642. 
La ronda de noche, Rembrandt, 1640-2
   En cuanto a lo de abofetear a la familia real con un encargo procedente de la misma, fue una de las señas de identidad de Don Francisco de Goya. El retrato de la Familia real de Carlos IV de 1800 dice todo lo que uno quiera saber sobre los entresijos de lo que estaba pasando en ella. El heredero, Fernando, poco menos que se está colando poco a poco en el centro del cuadro. A su hermado, Carlos María Isidro, le gusta más bien nada estar detrás del delfín. Carlos IV es un calzonazos bobalicón dominado por su mujer a quien Goya retrata fea, dominante y con un cierto aire casquivano. En las Meninas, Velázquez debaja claro su simpatía por los personajes menos rimbombantes de la corte. Goya no salva ni al apuntador que, en este caso, es él mismo, con pinta de sordo que va de oyente.
Framilia de Carlos IV, Goya, 1800

   Y, sin embargo, este cuadro se puede considerar comedido si lo comparamos con el Retrato de Fernando VII de 1814. 
Retrato de Fernando VII, Goya, 1814
   Siempre me he preguntado por qué Fernando VII no fusiló a Goya nada más tener noticias de este cuadro. Incluso siendo muy benévolo se llega fácilmente a la conclusión que estamos ante un chulo de playa, un borrico mezquino y vengativo, dispuesto a arruinar el país para acrecentar su vanidad. Quizás Fernando VII, no fusiló a Goya porque le gustaba verse así o tal vez porque los pintores, como en su día los bufones, son los únicos autorizados para decirle la verdad sin tapujos a los reyes.