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sábado, 24 de noviembre de 2012

Illusions (y 2)


El problema no es el Fallen Soldiers de Audiomachine, ni su Danuvius, ni siquiera Final Hope. El problema no es Audiomachine, ni  Immediate Music, ni X-Ray Dog. El problema empieza con Two Steps From Hell. Tomemos un "disco", cualquiera, Nero, por ejemplo, su audición es perturbadora. Es lo de siempre, épica impostada, una treintena de temas todos iguales, todos in crescendo, todos asegurándose apelar a emociones básicas por la contraposición entre los sonidos de los tambores y las voces femeninas, todos por debajo de los cuatro minutos. Pero la reiteración no produce cansancio, bien al contrario, el oyente espera ansiosamente el inicio del siguiente tema. Hay algo en ellos, algo que reclama eximirlos de la falsedad implícita en ser música para un producto aún no creado y hasta de la mercantilización. Y ese algo se llama Thomas Bergersen
Bergersen maneja las orquestas y los coros con la frescura con que los niños manejan sus espadas de madera. Sabe dónde debe ir cada cosa, conoce perfectamente qué está haciendo y a qué está jugando. Y, por encima de todo, Bergersen es como Dvorak, le crecen las melodías con la misma facilidad con que a los demás nos crece el cerumen de las orejas. En Nero hay melodías suficientes para toda la carrera de cualquier otro compositor y ello pese a que, según declara, desecha nueve de cada diez temas que se le ocurren. Vivimos en una época en que los musicólogos, empezando por Adorno, han condenado por estúpida cualquier cosa que suene melodiosa. Vivimos en una época en que todo género de papanatas se ha aprovechado de esta sentencia para convertir la música clásica en instrumento de su onanismo mental bajo la excusa de que, después de los conciertos de Schumann, se han agotado las posibilidades de hacer nuevas cosas dentro de la música tonal. Vivimos en una época en que las melodías que suenan por la radio apenas alcanzan la talla del soniquete de una lata cuando uno elimina el refuerzo de graves de su reproductor. Vivimos en una época en que el rock es demasiado viejo (y si no me creen, miren la cara de Mick Jagger), las vanguardias son pelucones empolvados, la música new age anestesia más que emociona y en el pop está permitido todo menos la originalidad. En un panorama tal, puede entenderse fácilmente que la música compuesta por Bergersen para traileres no tenga dificultades para llegar a los primeros puestos de iTunes.
Entre los especialistas, se esperaba de él un disco en serio, un álbum de verdad. Lo hizo el año pasado. Se llama Illusions. Son “sólo” 19 temas. Bergersen parece, una vez más, un niño. Quiere probarlo todo, quiere experimentarlo todo, quiere hacer las cosas muy rápido, añadir más y más condimentos al plato que está guisando. Se le nota demasiado el medio del cual proviene y aún no ha abandonado los convencionalismos que lo caracterizan. Le falta calma para desarrollar los temas, le falta perder el miedo a componer algo por encima de los tres minutos, le falta comprender que menos es más. Le sobra percusión, le sobran coros (dobles), le sobran efectos de estudio. No es un álbum de madurez. Pero esto, que en cualquier otro compositor podría ser una crítica demoledora, en Bergsersen es, simplemente, una promesa de futuro, pues aquí el muchacho tiene treinta años o, en términos musicales, es poco más que un bebé. Ahora bien, un bebé capaz de regalarnos este Gift of life. Escuchando este tema, como muchos otros de este disco, uno no puede evitar quedar atrapado en un dilema peliagudo. Sí, es una épica sin sentido. Sí, es música hecha para ser vendida. Por supuesto que son melodías, aunque no pueda haberlas después de Auschwitz. Pero es música hermosa, muy hermosa. Por tanto, ¿es arte?