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domingo, 18 de septiembre de 2022

Juego de espejos (2 de 2).

   En el prefacio a la edición de 2001, Lewis reflexionaba sobre el destino de The Assassins: A Radical Sect in Islam. Decía que si bien el título había permanecido el mismo, los intereses editoriales de las épocas habían trastocado significativamente el subtítulo con las traducciones. En una de ellas, muy de finales del siglo XX, se había convertido en algo así como “los primeros terroristas de la historia”. Pese a la protesta de Lewis, un enunciado muy parecido figura en las páginas de su libro. Desde luego, como “primeros”, a los asesinos les habían ganado por la mano los zelotes y sicarios, un milenio anteriores. Pero tampoco el término “terrorista” parece bien elegido. Zelotes y sicarios, por ejemplo, atentaban contra lo que consideraban “colaboradores” del poder romano para disuadir a otros de hacer lo mismo. Los asesinos, hasta donde ha quedado constancia, no actuaron contra ciudadanos normales y corrientes, ni contra objetivos delegados, en definitiva, no actuaron sobre enemigos “simbólicos”, sino sobre quienes, efectivamente, poseían poder militar o intelectual para oponerse con eficacia a la expansión del movimiento. Sin duda, utilizaron el magnicidio, pero el magnicidio no define al terrorismo. Tradicionalmente el terrorista no mata a su enemigo, mata a quien lo simboliza. Usando el asesinato político los asesinos se limitaron a seguir la tradición de su época. Y, desde luego, eso no dice nada a favor ni en contra del Islam. Recordemos a este respecto que el magnicidio puede considerarse la causa natural de muerte entre los reyes godos. Sí resulta llamativa la frecuencia y sofisticación con que usaron la táctica de la infiltración y, aún más, el modo en que hicieron alarde de ella dejando al perpetrador del asesinato sin planes de huida para que sucumbiera a la venganza del poder establecido. Antes de que existiera Internet, antes de que existieran los televisores, antes de que hubiese medios de comunicación de masas, los asesinos lograron crear una imagen de su producto de extraordinaria eficacia, hasta el punto de que muchos gobernadores del califa de turno prefirieron mantener buenas relaciones con ellos en lugar de hacer caso a las instrucciones de quien los había nombrado. En el magnicidio como forma de crear una imagen de marca, en trasladar la batalla desde unos campos en los  que nunca hubiesen logrado imponerse por lo limitado de sus tropas hasta un mundo, el de la imagen, donde ese detalle pierde importancia, sí que hay un vestigio que enlaza a los asesinos con los modernos movimientos terroristas, pero resulta muy dudoso que lo hicieran de modo consciente, deliberado y, aún más, que le dieran importancia. Si nos atenemos a los hechos, manifestaron una clara intención de dominar el territorio y no tanto el imaginario colectivo, algo que llegó al grado de fijación en el caso de los castillos. Por ellos sintieron atracción claramente superior a la que sintieron por las aldeas, los villorrios y aún las ciudades. No debe extrañarnos que los historiadores marxistas del Islam los viesen como el remanente feudal que se oponía a las élites ya marcadamente burguesas de las ciudades. Aún más, la imagen, su imagen, el terror y la efectividad del mismo que ésta ejerció, la construyeron otros. 

   En primer lugar, los abasíes, conscientes de que su imperio dependía del carácter del califa. Después los selyúcidas, conscientes de que la unidad del suyo pendió siempre de un hilo. Y, finalmente, destilando lo mejor de los terrores inventados por unos y otros, los cruzados, a los que ni la convicción absoluta de seguir los dictados de Dios libró de la certeza de haberse convertido en invasores de tierras extranjeras. Los cruzados construyeron la conveniente narrativa de un Islam sanguinario, del uso impío del magnicidio, de la existencia de unos hechos a imagen y semejanza de sus propios fantasmas, de esos monstruos que sabían ocultos en las simas de sus corazones. Hasta tal punto anidan en nuestros corazones los fantasmas atribuidos al Islam que John Watson, en Behaviorism (1924) y Mick Herron, el autor de la famosa serie de Jackson Lamb, en La calle de los espías (2017), volvieron a recuperar el horripilante mito de los niños criados desde la cuna para convertirse en asesinos perfectos. Antes incluso de que Aristóteles llegara a Europa y permitiera construir la síntesis doctrinal sobre la que se asentó nuestra cultura durante siglos, Occidente ya necesitaba inventar un Otro contra el que poder definirse.

   Bernard Lewis denuncia, desde las primeras líneas de su magnífico texto, este endiablado juego de espejos. Aporta datos precisos, fuentes exactas, documentos habitualmente dispersos, discusiones filológicas y hasta una historia de su constitución y de su derrumbamiento (a nivel académico porque en la calle sigue subsistiendo). Uno acaba de leerlo con el placer de haber dedicado su tiempo a una buena lectura, de haber aprendido cosas importantes y de haber formado parte de algo necesario y justo. Y, sin embargo, lejos de romper el juego de espejos que denuncia, Los asesinos. Una secta islámica radical, sólo ha conseguido incorporarse a él. Lewis lo escribió como lo que era, un historiador que dominaba una docena de idiomas y que se especializó en la historia del Islam. Esta formación le valió un puesto en los servicios secretos británicos durante la Segunda Guerra Mundial y después compaginó su carrera como historiador con el cargo de asesor del Benjamin Netanyahu que ejerció como embajador de Israel ante la ONU y, posteriormente, de la administración de George W. Bush. Con frecuencia aparece citado en la lista de los ideólogos del neoconservadurismo que se inventaron la necesidad de invadir Irak. Hay quienes le consideran el mayor experto occidental en el Islam y quienes consideran que construyó una imagen del Islam demasiado unitaria y generalista. No puede considerarse semejante acusación novedosa. La lanzó Edward Said seis años después de que Lewis publicara Los asesinos en su libro Orientalismo. En él incluía a Lewis en el grupo de los historiadores franceses, ingleses y norteamericanos que habían construido el mito de un “Oriente”, exótico, romántico, feroz y hermoso y, por encima de todo, separado por abismos culturales, geográficos y religiosos de “Occidente”, como si constituyeran dos ámbitos diferentes regidos por diferentes condiciones. Esta puesta en práctica del principio de separación en ámbitos, argüía Said, había permitido construir una identidad occidental basada en la contraposición entre la imagen que Occidente tiene de sí mismo y la imagen, construida por negación de aquella, que tenemos de Oriente. De la separación entre estos dos ámbitos partían todos y cada uno de los estudios occidentales con independencia de su orientación, temática y motivo. Contaba Said que Occidente había logrado imponer esta imagen sobre Oriente, hasta el punto de que de Oriente sólo existía para Occidente lo que atravesaba el filtro impuesto por éste para comprender a aquél.

   El libro de Said tuvo también una enorme repercusión y se lo considera el pistoletazo de salida de lo que se llaman “estudios postcoloniales”. Nueve años después, cuando Said corría camino de que Israel lo declarara "terrorista" por defender la causa palestina y alguien le dejara una bomba en su despacho, Lewis (que no duda en equiparar al Islam, el cristianismo y el judaísmo de su familia como religiones éticas que repudian la violencia y que en 1968 llegó a defender que los turcos no trataron de exterminar a los armenios), lanzó su propio ataque contra Said. Lo acusó, precisamente, de haber creado un colectivo, el de los “orientalistas”, inexistente más allá de la etiqueta burocrática para clasificar los estudios. Lo acusó de haber sesgado las citas, los libros y, en especial, las nacionalidades, dejando fuera de sus críticas a los orientalistas alemanes y pasando por alto los manifiestos prejuicios de los orientalistas soviéticos hacia el mundo islámico. Lo acusó de hacer como si en Francia no hubiese existido un tal Claude Cahen, autor de los primeros textos sobre la perspectiva musulmana de las cruzadas. En definitiva, Lewis acusó a Said de haber creado una imagen fantasmagórica con todo lo que un musulmán teme encontrar cuando encara un libro occidental sobre el Islam y de haber definido en qué consistía el deber de un estudioso negando los valores y cualidades de esa imagen. Said, en este sentido, no tendría ni más ni menos razón que Lewis, ni que ninguno de los lectores que acudieron a su libro buscando truculentas historias sobre los comedores de hachís y la intrínseca maldad del Islam. Como sabe repetir cualquier papanatas, “interpretaciones hay muchas”, pero semejante perla de sabiduría sólo sirve para escamotear el reto al que debe enfrentarse cualquier intelectual honesto: no confundir la realidad con aquello que le permite escapar de sus pesadillas.

sábado, 6 de agosto de 2022

Comparación entre Santo Tomás y Kant (Comparación entre Kant y Santo Tomás)

   Tanto Santo Tomás como Kant consideran que los problemas filosóficos se resuelven separando sus términos en ámbitos. Siguiendo a Aristóteles, Santo Tomás soluciona el problema de una realidad cambiante separando dentro de cada sustancia entre una materia y una forma, también soluciona el problema de la naturaleza humana separando entre el ámbito propio del cuerpo y el ámbito del alma e incluso resolvió las relaciones entre fe y razón apelando a su separación en ámbitos. De modo semejante, Kant separó entre el ámbito de los juicios analíticos y el de los juicios sintéticos, el de los juicios a priori y el de los juicios a posteriori, el espacio y el tiempo, los fenómenos y el noúmeno, las intuiciones y los conceptos, etc. Las cuatro antinomias de la Crítica de la razón pura se solucionan separando en ámbitos sus términos y lo mismo ocurre con la antinomia de la Crítica de la razón práctica, con la antinomia del juicio teleológico y con la antinomia del juicio del gusto. Pero la misma solución aparece en casos donde no se habla de antinomia, como el uso teórico y práctico de la razón, su uso público y privado, la insociable sociabilidad, etc. Todo el carácter sistemático que puede apreciarse en el período crítico kantiano se debe a la aplicación reiterada, obsesiva, de un modo de solucionar problemas de todo tipo que nunca se enuncia explícitamente. Y, como en el caso de Santo Tomás, entre unos ámbitos y otros, el jorismos, un abismo que sólo puede salvarse de un salto pero no puede rellenarse por intermediarios de ningún tipo. Esencia y existencia, por ejemplo, o bien coinciden plenamente, caso del Dios de Santo Tomás, o bien no coinciden en absoluto, como ocurre con las criaturas, sin que quepa imaginar una correspondencia parcial o en cierto grado, como tampoco en Kant cabe establecer ninguna correspondencia entre lo que ocurre en el ámbito nouménico y lo que ocurre en el fenoménico. El primero es impensable e inimaginable, mientras el segundo es el ámbito aprehensible por sensibilidad, imaginación, entendimiento y razón. Estas facultades tienen también sus ámbitos propios, de modo que entre ellos existe la misma separación que entre las facultades tomistas. Si Santo Tomás señala un ámbito propio para la razón, más allá del cual no puede operar porque corresponde a la fe, toda la Crítica de la razón pura puede caracterizarse como una búsqueda de límites a la razón, no porque haya algo por encima de ella que tenga que guiarla sino porque la única guía que existe para el conocimiento científico, la experiencia, está fuera de su ámbito. Santo Tomás aceptaría de buen grado el hincapié que pone Kant en que la experiencia constituye un requisito imprescindible para que haya conocimiento, si bien los conceptos kantianos no aparecen como resultado de una abstracción a partir de lo empírico sino que corresponden a un ámbito propio, el a priori, separado del a posteriori y enraizado en la naturaleza misma de nuestras facultades cognoscitivas. Queda claro que, con semejantes planteamientos, Kant no puede aceptar ninguna prueba de la existencia de Dios que parta de su pura idea, como no lo hacía Santo Tomás, pero el alemán redujo a ese modelo de prueba todas las pruebas posibles, incluyendo las tomistas, de modo que ninguna de ellas lograría demostrar nada. La existencia de Dios, nos dice Kant, tiene que postularse para que pueda existir un comportamiento moral en el mundo y ese Dios postulado es, al cabo, un Dios cristiano como el tomista, todopoderoso, bondadoso, omnisciente y capaz de recompensar con la felicidad nuestras acciones virtuosas. No obstante, cualquier argumentación que pretenda demostrar la creación del mundo por parte de ese Dios conduce, según Kant, a una antinomia y, además, el prusiano estableció una separación dentro de la ética en dos ámbitos, el de las éticas que buscan un fin y el de las éticas que prescriben seguir el deber por mor del deber, cayendo la ética tomista, como cualquier ética aristotélica, dentro de las primeras. Antes de efectuar esta separación en la Crítica de la razón práctica, en 1784, en la “Respuesta a la pregunta ¿Qué es Ilustración?” Kant pensaba que podía haber un conflicto de deberes para quien tiene que cumplir órdenes con las que no está de acuerdo y resuelve ese conflicto separando entre el ámbito del uso público de la razón y el uso privado de la razón. El uso privado de la razón implica obedecer las órdenes sin cuestionarlas y el uso público, su cuestionamiento una vez el uso privado ha llegado a su fin. Sin embargo, Santo Tomás traza su separación entre ámbitos del deber de un modo diferente, distinguiendo entre los deberes para con los hombres y los deberes para con Dios. Por tanto, un juez que tenga que aplicar leyes contrarias a los designios divinos inscritos en nosotros en forma de ley natural, debe guiarse por ésta y no seguir una ley positiva que, desde el punto de vista cristiano, es injusta. Kant parece suponer que las órdenes del soberano siempre van a seguir un criterio racional y que puede ponerse en duda las razones sobre las que se asientan, pero no el criterio racional último de las mismas o, dicho de otro modo, que el monarca no dejará de ser el “rey filósofo” bajo cuyo mandato transcurrió buena parte de su vida. Santo Tomás considera que el monarca ocupa la cúspide de la pirámide social como Dios ocupa la cúspide de la pirámide ontológica y está de acuerdo con Kant en que eso le otorga un ámbito propio, separado del resto de los seres humanos, aunque, queda dicho, el monarca tomista tiene por encima de él un poder superior, el de Dios. Dado el papel que juega Dios en el sistema kantiano, si tiene que haber un límite al poder del soberano, éste no se encuentra en una entidad trascendente sino en un acuerdo entre iguales, los Estados, que conformarán una sociedad de naciones capaz de limitar los deseos de un monarca por ampliar sus dominios más allá de los territorios que le son propios. Y, de modo semejante, el deber kantiano no encuentra fundamento en la voluntad de un Dios superior, sino en la posibilidad de extender las máximas para hacerlas aplicables a todos los seres humanos, esto es, universales.

domingo, 31 de julio de 2022

Comparación entre Santo Tomás y Descartes (Comparación entre Descartes y Santo Tomás)

   Tanto Santo Tomás como Descartes consideran que los problemas filosóficos se resuelven separando sus términos en ámbitos. Aristóteles separó, dentro de la sustancia, entre materia y forma, separación ésta que le permitió explicar el cambio y la multiplicidad de individuos. Santo Tomás aceptó como propia esta separación, pero Descartes la convierte en una separación no entre componentes de la sustancia sino entre tipos de sustancia. Tenemos así la sustancia pensante, por sí misma única en cada individuo y garante de la individualidad personal. A otro ámbito pertenece la sustancia extensa, en la cual no existe ninguna individualidad propia, quiero decir, debida a la sustancia, sino a los modos y modificaciones de la misma. Al realizar la separación entre sustancias y no en componentes de la sustancia, el movimiento debe quedar como algo ajeno a las mismas y es el Dios cartesiano quien lo introduce en el mundo al crearlo, limitándose las sustancias existentes en él a conservarlo.

   Otra consecuencia de la diferente aplicación del mismo principio en Santo Tomás y Descartes la podemos encontrar en el caso de la antropología. Mientras para Santo Tomás el ser humano es una sustancia compuesta de cuerpo (materia) y alma (forma), en Descartes el ser humano está compuesto por dos sustancias diferentes. Esto le permite proponer una solución para uno de los problemas característicos de toda separación en ámbitos, explicar si y cómo se puede establecer una correlación entre elementos que se atienen a condiciones heterogéneas. Descartes coloca un campo que intermedia entre cuerpo y alma, el formado por los espíritus animales, que se encargan de transmitir información e instrucciones entre ellas, lo cual lleva a preguntar si no podría existir también algún elemento que intermediase entre los ámbitos de la sustancia finita y la infinita, el de la necesidad y el de la contingencia, el de la duda y el de la certeza. En cualquier caso, para que el campo de los espíritus animales pueda intermediar entre sustancia pensante y extensa es necesario, según Descartes, añadir algo a ésta, una glándula pineal que caracterizaría en exclusiva a los seres humanos.

   A la separación entre materia y forma, Santo Tomás añadió una nueva separación en términos de esencia y existencia. Entre ambas, como ocurre entre sustancia infinita y finita, no hay nada intermedio, o esencia y existencia coinciden plenamente o deben considerarse completamente distintas. En el Dios de Santo Tomás coinciden plenamente, pues su esencia consiste en existir, y separan su ámbito propio, el perteneciente al Creador, del ámbito de las criaturas en el que no hay coincidencia de esencia y existencia. Algo semejante encontramos en Descartes, para quien Dios existe necesariamente pues sólo depende de sí mismo para existir, mientras que las sustancias finitas dependen de la infinita para existir. Queda dicho que un abismo separa en ambos a Dios de las criaturas como declara explícitamente Santo Tomás en sus cinco vías al afirmar que una serie infinita de intermediarios es imposible de recorrer y, por tanto, no puede haberla. No obstante, Santo Tomás considera que podemos llegar al conocimiento de la existencia de Dios partiendo de lo sensible, algo que Descartes niega pues sobre lo sensible se extiende la sospecha de la duda si, previamente, no se demuestra la existencia de Dios. Las demostraciones de la existencia de Dios de Descartes parten de su idea, quiero decir, presuponen una separación entre el ámbito de aquella idea de la que puede deducirse la existencia de lo en ella contenido del resto, mientras que Santo Tomás considera que no cabe hacer una separación entre unos tipos de ideas y otros sino entre las ideas, los conceptos y los contenidos sensibles. Dios, dice Santo Tomás, es evidente para sí mismo, pero no para nosotros, pues en él esencia y existencia coinciden. Descartes, desde luego, está de acuerdo en que la evidencia depende de una cierta coincidencia, la que hay entre claridad y distinción y debemos recordar a este respecto que la existencia tomista tiene un carácter individualizador, al menos en el sentido de que nos permite diferenciar a un individuo de otro como hace la distinción cartesiana. El propio requisito de la claridad puede entenderse en Descartes como aquel estado mental que se alcanza al comprender la esencia de lo que se trata. 

   Suele afirmarse que las pruebas tomistas de la existencia de Dios son a posteriori y las pruebas cartesianas a priori, pero la separación entre el ámbito de lo a priori y el de lo a posteriori es cuestionable pues existe una notable semejanza entre la segunda prueba cartesiana y la tercera tomista: ambas giran en torno a la separación entre la contingencia del mundo y la necesidad de Dios. Esta segunda prueba cartesiana es, de hecho, muy interesante. Por una parte, Descartes afirma que el mundo, para mantenerse en su existencia, necesita de Dios, lo cual aparece en la ley natural tomista como un imperativo puesto por Dios a las criaturas: preservar la propia existencia. Por otra parte, Descartes sostiene que el mundo no tiene el poder de mantenerse en la existencia y señala que ese poder para mantenerse en la existencia coincide con el poder para crear. Ahora bien, el método cartesiano es precisamente un método para crear nuevas verdades como lo demuestra el hecho de que le permitió formular una nueva: “pienso luego existo”. Resulta, por tanto, un poco contradictorio afirmar que en el mundo no hay capacidad para crear y, al mismo tiempo, que en el mundo existe un género de criaturas capaces de crear. Santo Tomás resuelve este problema distinguiendo entre la capacidad creativa de Dios, capaz de sacar al mundo de la nada, y la capacidad creativa de los seres humanos que se limita a abstraer conceptos a partir de los datos sensibles, quiero decir, los seres humanos, a diferencia de Dios, crean a partir de algo. Por supuesto, esto abre la pregunta de si efectivamente estos dos ámbitos de creatividad deben estar separados por el mismo abismo que separa a la materia de la forma, a la esencia de la existencia o al entendimiento agente del paciente, dicho de otro modo, abre la pregunta de la capacidad creativa de los ángeles. En cualquier caso, el hecho de que los seres humanos no puedan crear a partir de la nada lleva a Santo Tomás a establecer otra separación, la que existe entre razón y fe, pues la capacidad creativa de la razón humana debe quedar supeditada a la guía y dirección de la fe, mientras que el método cartesiano busca otorgar a la razón una capacidad creativa que carece de límites ya que, con un método, puede llegar a comprenderlo todo.

martes, 19 de julio de 2022

Comparación entre Platón y Kant (Comparación entre Kant y Platón)

   Tanto Platón como Kant consideran que los problemas filosóficos se resuelven separando sus términos en ámbitos. Platón, por ejemplo, soluciona la contradicción entre la manera de entender la realidad de Parménides y la de Heráclito, estableciendo la existencia de un ámbito sensible en el que todo está sometido al cambio y otro, el inteligible, donde todo permanece siempre igual. También solucionó el problema de la naturaleza humana separando entre el ámbito del cuerpo y el ámbito del alma. Incluso resolvió la estructura ideal de la polis separando entre tres clases sociales. De modo semejante, Kant separó entre el ámbito de los juicios analíticos y el de los juicios sintéticos, el de los juicios a priori y el de los juicios a posteriori, el espacio y el tiempo, los fenómenos y el noúmeno, las intuiciones y los conceptos, etc. Las cuatro antinomias de la Crítica de la razón pura se solucionan separando en ámbitos sus términos y lo mismo ocurre con la antinomia de la Crítica de la razón práctica, con la antinomia del juicio teleológico y con la antinomia del juicio del gusto. Pero la misma solución aparece en casos donde no se habla de antinomia, como el uso teórico y práctico de la razón, su uso público y privado, la insociable sociabilidad, etc. Todo el carácter sistemático que puede apreciarse en el período crítico kantiano se debe a la aplicación reiterada, obsesiva, de un modo de solucionar problemas de todo tipo que nunca se enuncia explícitamente. Y, como en el caso de Platón, entre unos ámbitos y otros, el jorismos, un abismo que puede salvarse de un salto, pero que no puede rellenarse por intermediarios de ningún tipo. Todavía más, Platón sólo pudo explicar la correlación entre lo que sucede en unos ámbitos y otros mediante mitos (mito de Er que explica por qué a cada alma le obedece un cuerpo concreto, mito del demiurgo que explica por qué el mundo sensible se parece al inteligible, etc.) En Kant, sobre qué corresponde en el mundo nouménico a cada fenómeno, qué proceso causal mecánico corresponde a cada acto de causalidad libre, qué uso privado de la razón corresponde a uno público, no podemos decir nada, ni siquiera podemos pensar esa correlación en términos míticos. Incluso el símil de la línea queda reproducido en la separación entre los ámbitos de la sensibilidad, el entendimiento y la razón. El hecho de que en la línea platónica haya cuatro ámbitos y en la primera edición de la Crítica de la razón pura hubiese sólo tres, se solucionó en la segunda edición añadiendo un nuevo ámbito, el de la imaginación cuyos esquemas trascendentales se hayan situados entre la pluralidad de imágenes sensibles (eikones platónicos) y la unidad del concepto (matemático en Platón). Inmediatamente cabe preguntarse si no podría haber intermediarios también entre sensibilidad e imaginación o entre juicios determinantes y reflexionantes o entre causalidad libre y mecánica. En cualquier caso, tanto en la Crítica de la razón pura como en el símil de la línea, a la máxima distancia del ámbito sensible se halla la razón, lo cual constituía su máximo privilegio para Platón y su miseria máxima para Kant.

   En el texto de “Respuesta a la pregunta ¿Qué es Ilustración?” podemos observar que los seres humanos quedan separados en los mismos dos ámbitos que ya aparecían separados en el mito de la caverna: los prisioneros, incapaces de usar su propia razón, y los preceptores que los han cargado de cadenas. A unos los separa de otros el muro de la cobardía, la pereza y la comodidad. Kant afirma que “Ilustración” significa atreverse a saber, es decir, se adhiere al campo semántico inaugurado en Occidente por Platón y que equipara la luz con el conocimiento. Pero en Kant hay algo más. El mito de la caverna termina cuando el prisionero que la ha abandonado, vuelve a ella para liberar a sus compañeros. Platón nunca nos explica por qué vuelve el prisionero y, ni siquiera, si habría que considerar una falta a su deber no haber vuelto a una misión arriesgada cuando no mortal. Kant se enfrenta precisamente a esa doble cuestión, la de si quien ha alcanzado la Ilustración, quiero decir, quien ha visto la luz del exterior de la caverna, debe volver a ella y cómo debe hacerlo para que la empresa no le cueste la vida. Este problema lo resuelve separando entre dos ámbitos, el del uso público y privado de la razón. Cabe preguntarse, desde luego, si no se resolvería mejor el asunto apelando a una separación, por ejemplo, en términos de tiempo o de espacio. Diríamos entonces que un soldado tiene la obligación de obedecer las órdenes mientras dura su servicio militar o mientras se halla en el interior de las instalaciones del ejército y que debe ejercer públicamente su razón cuando abandona uno, otro o ambos. Sin embargo, una solución en términos de separación temporal o espacial, permitiría un uso público de la razón en todos los ámbitos y eso haría criticable la figura del rey o la estructura del Estado. La separación en ámbitos permite no sólo diferenciar entre el propio del uso público y privado de la razón, entre épocas ilustradas y épocas de ilustración, sino entre ámbitos susceptibles de uso público de la razón y otros que no lo son. Kant se atiene a la idea platónica de que todos los problemas del mundo se solucionarán cuando los reyes sean filósofos o los filósofos reyes porque él, Kant, ya tiene un rey filósofo, Federico II de Prusia, cuyas actuaciones, como las de los gobernantes de la república ideal platónica, deben quedar a salvo de la crítica de los ciudadanos aun cuando el rey o los gobernantes tengan en ocasiones que mentir, engañar o censurar. Kant se muestra de acuerdo con Platón en que todo eso no afecta demasiado a la ascensión por la escarpada cuesta de la caverna que conduce a la luz. Existe, sin embargo, un problema en este planteamiento, el hecho de que en este texto, Kant está señalando la existencia de ámbitos dentro del deber. Existe un deber para el soldado cuando recibe una orden y un deber para el soldado cuando ya está en el estudio de su casa con la pluma en la mano, un deber para el ciudadano durante el pago de sus tributos y un deber del ciudadano cuando ya los ha efectuado, un deber para el sacerdote en el púlpito y un deber cuando se ha bajado de él y, por encima de todo, un deber para todos los sujetos a ilustración y un deber para los ilustradores. Platón, desde luego, estaría de acuerdo en que el deber depende de la clase social a la que se pertenece, pero la Crítica de la razón práctica buscará otra respuesta al separar el ámbito de las éticas universales (deontológicas) de las no universales (teleológicas) entre las cuales caería la propuesta de Platón, pero también lo esbozado en “¿Qué es Ilustración?”

domingo, 17 de julio de 2022

Comparación entre Platón y Descartes (Comparación entre Descartes y Platón)

   Tanto Platón como Descartes consideran que los problemas filosóficos se resuelven separando sus términos en ámbitos. Platón, por ejemplo, soluciona la contradicción entre la manera de entender la realidad de Parménides y la de Heráclito, estableciendo la existencia de un ámbito sensible en el que todo está sometido al cambio y otro, el inteligible, donde todo permanece siempre igual. Esa separación se corresponde, aproximadamente, con la que Descartes establece entre una sustancia infinita, que sólo necesita de sí misma para existir y las sustancias finitas, que sólo necesitan de Dios para existir. Entre ambas, como en el caso de los mundos de Platón, no hay nada intermedio, la existencia o pertenece al ámbito de lo contingente o al ámbito de lo necesario. Por lo demás, el Dios cartesiano, como el de todos los filósofos cristianos, reúne dos aspectos de la filosofía platónica, la idea del bien y el demiurgo creador del mundo. Sin embargo, para Descartes, Dios creó el mundo a partir de la nada y no de la materia caótica como el demiurgo griego. Se asemejan, de todos modos, en que ambos han creado este mundo con las reglas que lo estructuran por un puro acto de voluntad y podría haberlo hecho de cualquier otro modo.

   Frente al escepticismo (sofístico en el caso de Platón y de Montaigne en el caso de Descartes), que establecía una separación entre el ámbito de la opinión y el ámbito de lo quimérico, pues no podemos salir del primero, Platón y Descartes pretendieron establecer una separación entre el ámbito de lo opinable y el ámbito de lo cierto (Descartes) o de lo absolutamente cierto (Platón). Una vez más, no existe nada entre ambos. La doxa queda separada de la episteme por el mismo jorismos que en Descartes separa a lo susceptible de duda de lo evidente, sin que el paso de lo uno a lo otro pueda producirse por grados, sino por esa visión intelectual representada por la intuición. Digamos aquí, como inciso, que en Platón y Descartes existe la misma dualidad de significados en la metáfora visual. Tanto para uno como para el otro, “ver” hace referencia a dos cosas. Por un lado, a lo que recibimos por nuestros sentidos, con un papel secundario, apenas de incentivo, en el proceso del verdadero conocimiento. Por otro lado, al “ver” intelectual que constituye la forma de ese conocimiento verdadero. Pues bien, entre ambos, entre la opinión y la certeza, permiten transitar las matemáticas, tomadas por estos dos filósofos como modelo del conocimiento, aunque en sentidos muy distintos. Para Platón, las verdades matemáticas constituyen el indicio más plausible de la existencia de un mundo de las ideas absolutamente inmutable y que puede atisbarse fácilmente desde el mundo en el que nos hallamos confinados dado que en ellas hay algo de sensible, una necesidad de apoyarse en fundamentos últimos. Para Descartes lo realmente importante de las matemáticas no radica en las verdades que ya ha alcanzado sino en el procedimiento que ha utilizado para llegar hasta ellas. Procedimiento que se hace manifiesto en el álgebra, pero que Descartes declara que puede aplicarse “a cualquier campo”. Debe observarse que Descartes no va más allá de lo que dijo Galileo. Para ambos la naturaleza, lo extenso, es matematizable, lo que queda más allá de la extensión, de lo “natural”, no. La aplicación del método a lo espiritual, a lo cualitativo, a la filosofía misma, se debe a que ya no se trata de matemáticas puras, se trata de su “esencia”, del procedimiento general del que las matemáticas constituyen un caso particular, de un método de inventar. El método cartesiano pretende, ante todo, crear nuevas verdades como lo demuestra él mismo al hallar, mediante su aplicación, una verdad hasta entonces no enunciada: “pienso, luego existo”. Casualmente en el método cartesiano podemos encontrar tantos pasos como en el símil de la línea, que también traza un decurso, un camino (significado último del término “método”) para llegar a la verdad. El paso de la duda corresponde así a lo más dudoso que pueda existir, las imágenes, las sombras reflejadas en el fondo de la caverna. Si el paso de la evidencia nos exige evitar la precipitación y la prevención, la pistis nos recuerda que debemos abandonar la prevención de quedarnos en nuestro sitio habiendo sido liberados de las cadenas y, del mismo modo, debemos evitar la precipitación de considerar como real sólo lo que hay en el interior de la caverna. Seguir esta comparación nos lleva, una vez más, a correlacionar las matemáticas con el tercer paso del método, aquel que nos exige buscar e incluso inventar un nuevo orden entre los datos, quiero decir, destaca que lo fundamental de las matemáticas para Descartes radica en que llevan inserto un método para crear verdades. Del mismo modo que, alcanzado el mundo de las ideas platónico ya estamos preparados para recordarlas en nuestro (próximo) tránsito por este mundo, el cuarto paso del método cartesiano va orientado a fortalecer la memoria y el recuerdo como elementos del conocimiento. 

   Tanto en Platón como en Descartes el ser humano queda constituido por dos ámbitos separados, el alma o sustancia pensante y el cuerpo o sustancia extensa. Ahora bien, uno de los problemas característicos de toda separación en ámbitos es explicar si y cómo se puede establecer una correlación entre elementos que se atienen a condiciones heterogéneas. Por toda explicación, Platón alude a un mito en el que el alma elige una vida, lo cual quiere decir que queda vinculada a un cuerpo. Descartes va más allá de esta respuesta, pues coloca un campo que intermedia entre una sustancia y otra, el formado por los espíritus animales, que se encargan de transmitir información e instrucciones entre ellas, lo cual lleva a preguntar si no podría existir también algún elemento que intermediase entre los ámbitos de la sustancia finita y la infinita, el de la necesidad y el de la contingencia, el de la duda y el de la certeza. En cualquier caso, para que el campo de los espíritus animales pueda intermediar entre sustancia pensante y extensa es necesario, según Descartes, añadir algo a ésta, una glándula pineal que caracterizaría en exclusiva a los seres humanos. 

   Hay también una aportación cartesiana respecto de los planteamientos de Platón en lo que se refiere a las ideas. Aunque el concepto de “idea” juega en ambos sistemas filosóficos un papel capital, el modo en que se procede a separarlas distingue a uno respecto del otro. En efecto, Platón ha separado drásticamente el ámbito de las ideas del ámbito del mundo sensible, el cual incluye a las “ideas” que cotidianamente cada ser humano se forma de él a partir de su contemplación y que resultan indistinguible de las opiniones. Descartes, por contra, entiende como "idea" cualquier forma de nuestro pensamiento, por tanto, no se trata de separar el ámbito de las ideas de un ámbito en el que ya no habría ideas en sentido propio, sino de trazar ámbitos entre unas ideas y otras, algo que si bien Platón parece haberse planteado en alguno de sus diálogos, sólo puede considerarse parcialmente realizado en lo que respecta a la relación entre la idea del bien y el resto de ideas. Cuando Descartes nos ofrece listas reducidas de ideas innatas, el bien forma parte de ellas, pero a un ámbito diferente pertenecen las ideas facticias (fácilmente identificables con los eikones) y las ideas adventicias, ésas que me plantean la necesidad de preguntarme si de verdad tengo derecho a hablar de un mundo externo a mí y cuya respuesta afirmativa sólo puede garantizar la voluntad de Dios como el hecho de tener un cuerpo lo garantiza en Platón la elección voluntaria de mi alma.

domingo, 10 de julio de 2022

Comparación entre Platón y Santo Tomás (Comparación entre Santo Tomás y Platón)

   Tanto Platón como Santo Tomás consideran que los problemas filosóficos se resuelven separando sus términos en ámbitos. Platón, por ejemplo, soluciona la contradicción entre la manera de entender la realidad de Parménides y la de Heráclito, estableciendo la existencia de un ámbito sensible en el que todo está sometido al cambio y otro, el inteligible, donde todo permanece siempre igual. Esa separación se corresponde, aproximadamente, con la que Aristóteles estableció entre materia y forma y que Santo Tomás aceptó como propia. A ella le añadió una nueva separación en términos de esencia y existencia. Entre ambas, como en el caso de los mundos de Platón, no hay nada intermedio, o coinciden plenamente o deben considerarse completamente distintas. En Dios coinciden plenamente, pues su esencia consiste en existir, y separan su ámbito propio, el perteneciente al Creador, del ámbito de las criaturas en el que no hay coincidencia de esencia y existencia. Un abismo como el platónico los separa. No debe extrañarnos, pues, que Santo Tomás eche mano del concepto de participación para explicar cómo se relacionan el ser de Dios y el de las criaturas. Para Santo Tomás, los ámbitos en los que se divide el ser, conforman una especie de pirámide, con cuatro secciones, una vez más, sin elementos intermedios entre ellas. En Dios, como hemos dicho, esencia y existencia coinciden, en los ángeles no, pero carecen de materia, los seres vivos tienen un carácter material y, finalmente, tenemos el ámbito de lo inerte. Curiosamente el símil de la línea platónica también establece cuatro ámbitos, entre los cuales no hay intermediarios posibles. Más allá de ellos, nos dice Platón, está la idea del Bien, idea suprema que permite ser al resto de las ideas y nos permite conocerlas de modo semejante a como el Dios cristiano se identifica con el bien, permitiendo ser a las ideas en la medida en que se hallan situadas en su mente. Debemos recordar que el Dios cristiano constituye una síntesis de dos elementos característicos de Platón, la ya mencionada idea del bien y el demiurgo creador del mundo, si bien para el filósofo cristiano, Dios creó el mundo a partir de la nada y no de la materia caótica como el demiurgo griego. Del mismo modo que en las ideas matemáticas, tal y como aparecen en el símil de la línea, hay algo de sensible, también los ángeles, segundo escalón de la pirámide tomista, comparten algo con lo que caracteriza al mundo sensible, el hecho de que esencia y existencia no coinciden. Para ambos, lo que separa este mundo del trascendente es la presencia de materia. Si ahora atendemos al aspecto epistemológico del símil de la línea, podemos entender que para Santo Tomás los seres humanos sólo pueden comenzar a conocer por lo que encuentran en su ámbito, quiero decir, que para Santo Tomás todo conocimiento debe comenzar por los sentidos.

   Uno de los problemas característicos de toda separación en ámbitos es explicar si y cómo se puede establecer una correlación entre elementos que se atienen a condiciones heterogéneas. Platón y Santo Tomás la explican ontológicamente aludiendo a la voluntad de una ser creador del mundo, que copia las ideas en la materia (caso de Platón) o que otorga su ser a las criaturas (caso de Santo Tomás), pero epistemológicamente necesitan de otra solución. Platón lo resuelve aludiendo a la preexistencia del alma y al hecho de que todo conocimiento es recuerdo, Santo Tomás lo resuelve estableciendo una nueva separación en ámbitos, el ámbito del entendimiento agente y el del entendimiento paciente, que permite explicar el proceso de abstracción, una vez más, sin dejar ningún elemento intermedio entre las condiciones que hacen funcionar a uno y a otro. Más allá de cómo actúa el entendimiento queda una nueva separación en ámbitos, la que permite separar entre razón y fe. Estos dos ámbitos, clásicos en los sistemas filosóficos creados en torno a las religiones del libro, no aparecen literalmente como tales en lo que Platón dice. Sin embargo, si atendemos a lo que Platón hace, sí que pueden identificarse fácilmente en sus textos. Por un lado, Platón utiliza mitos que sólo cabe aceptar por su carácter inspirador y que no resisten un análisis racional. Por otra parte, utiliza el logos para crear teorías explicativas partiendo de ellos. Los mitos guían al logos y ayudan a corregir sus errores, pero el logos funciona de modo autónomo allí donde no hacen falta las explicaciones míticas, exactamente lo que debe ocurrir entre razón y fe según Santo Tomás.

   Platón y Santo Tomás logran dar un aspecto sistemático a sus propuestas reproduciendo, una y otra vez, la misma separación en ámbitos. Así, en lo referente al ser humano, tenemos, de nuevo, un alma separada del cuerpo en función de los rasgos absolutamente heterogéneos de una y otro. El mismo jorismos que separaba al mundo sensible del inteligible, separa al alma del cuerpo y el mismo problema de explicar cómo se relacionan reaparece en la antropología platónica. Si el demiurgo decidía, por voluntad propia, crear el mundo sensible, el alma, nos cuenta Platón, decide elegir un cuerpo, es decir, una vida. Pero hay otro intento de solucionar este problema en la República que echa mano, una vez más, de la separación en ámbitos, el intento de solución que pasa por separar el ámbito propio de la parte racional del alma respecto de la irascible y la concupiscible y podemos ver a Platón esforzándose por hallar condiciones que justifiquen hablar de sus asientos corporales (cabeza, pecho y abdomen) como de tres ámbitos separados. Aristóteles siguió la tripartición platónica y de él la heredó Santo Tomás también distingue tres partes del alma, pero hace algo más. Del mismo modo que Platón construye su república siguiendo una analogía con la naturaleza de los seres humanos, Santo Tomás deriva los tres preceptos de la ley natural de las tres partes del alma. El primero de ellos corresponde exactamente con el deber de los productores en la república platónica, encargados de suministrar todo lo necesario para vivir. El segundo precepto aparece en la república platónica como una imposición por parte de los gobernantes para que los guardianes tengan hijos, mientras que el tercer precepto indica claramente las funciones de los gobernantes en la sociedad ideal de Platón: la búsqueda de la verdad, el bien y, en definitiva, la observancia de la justicia aunque puede discutirse hasta qué punto ambos entienden lo mismo por "justicia". No debe extrañarnos que Santo Tomás dedique en exclusiva un artículo de la Suma Teológica a explicar por qué debe entendérselos como enunciados de una única ley, pues sólo puede haber un acto de voluntad divina que lleve a inscribirla en los seres vivos, algo complicado de justificar por su analogía con las tres clases sociales platónicas, funcional, estructural y jurídicamente separadas y, en última instancia, con las tres partes del alma a las que Platón se refiere en ocasiones como tres almas distintas. Sin embargo, de modo excepcional en su sistema, Platón permite la existencia de elementos intermedios entre las clases sociales, los guardianes sometidos a un proceso educativo que habrá de conducirlos a gobernar la ciudad, algo que plantea la cuestión de si también existen elementos intermedios entre el alma racional e irascible o entre el conocimiento matemático y el propio de la filosofía. No puede identificarse este elemento intermediario ni entre el segundo y el tercer precepto de la ley natural ni, de modo general, en la política tomista. Por una parte tenemos al monarca, cabeza de la pirámide social como Dios era cabeza de la pirámide ontológica y único ocupante de un ámbito separado del resto de criaturas. Cuanto queda de elemento intermedio entre ambos es la recomendación tomista para evitar la tiranía que consiste en que el pueblo conserve siempre el poder de destituir al soberano.

domingo, 26 de junio de 2022

Respuesta a la pregunta "¿Qué es filosofía?" (4)

   Kant separó entre el ámbito de la filosofía y el ámbito de la ciencia. Entre uno y otro ámbito sólo podía existir el abismo platónico. Todo el mundo aceptó esta separación a pesar de que creaba figuras incómodas, las de aquellos filósofos que contribuyeron a ambos campos, Pitágoras, Aristóteles, Descartes, Pascal, Leibniz... Resultaba imprescindible no entender su producción intelectual como la escarpada cuesta por la que se salía de la caverna platónica, ni como un puente de hielo sobre el abismo, no debían haber transitado de un ámbito a otro porque semejante tránsito, queda dicho, era imposible. En realidad, los escritos de estos filósofos debían entenderse como el poema de Parménides, separados en dos ámbitos, el ámbito del ser, que estudiarían los filósofos y el ámbito del no-ser que estudiarían los historiadores de la ciencia. Los científicos se ocupaban, en efecto, de algo menos elevado que el ser, de lo que no era, o no era durante mucho tiempo, de lo mudable y cambiante con el tiempo, de la nada, de la opinión. A los filósofos les correspondía, por contra el ámbito del ser, del ser eterno, aquel en el que todo había sido siempre y siempre sería. Este modo de plantear las cosas tuvo sus ventajas y sus inconvenientes. Entre sus ventajas cabe constatar, como ha hecho Ziauddin Sardar, que Occidente colonizó en el pasado y coloniza el presente, pero ha dejado el futuro libre para que los pueblos y las tradiciones no occidentales, como el Islam, (se) piensen de modo acolonial. Como inconveniente tenemos que la ciencia podía hacer predicción, la cual implica desvelar qué supuestos podían rechazarse y qué había que corregir para que las futuras predicciones se acercasen más a la realidad. La ciencia, por tanto, avanzó con paso firme y seguro, mientras la filosofía se estancó. Desde luego, cabía preguntarse si cuando Kant dijo que la filosofía no podía ser una ciencia, eso significaba que, abandonando la compulsión por decir lo que las cosas eran no se entraría, precisamente, en el camino de la cientificidad. Pero, aferrados al ser incluso con desesperación los filósofos se quedaron jugando con un solo juguete. 

   Hasta tal punto la filosofía se acostumbró a las anteojeras del ser que se consideró un extraordinario triunfo colocar a los ámbitos kantianos las etiquetas de “explicar” y “comprender”, afirmando que las ciencias empíricas explicaban y las humanas comprendían mientras las separaba el abismo de siempre. Incluso apareció un Hempel que nos convenció a todos de que predicción y explicación poseían una estructura común y que, por tanto, a las ciencias empíricas les pertenecía el discurso acerca del futuro y a las ciencias humanas sólo les podía corresponder la comprensión del pasado, de lo ya ocurrido, de todo aquello que no quedaba más remedio que tragarse, en todo caso, inventando coloridos y melifluos envoltorios para que produjera menos repugnancia engullirlos. Por entonces las consecuencias últimas de semejantes planteamientos se habían hecho evidentes: el futuro ya no le pertenecía a las ciencias humanas ni se hallaba en sus manos, ni sabían cómo habérselas con él, en resumen, las ciencias humanas en general y a la filosofía en particular, habían dejado de tener futuro. Los filósofos inventaron todo tipo de excusas para ocultar su activa colaboración en lo ocurrido. Hablaron de la traición del proyecto ilustrado, de la alienación maquínica, del modo en que los científicos habían vendido los valores eternos, de la racionalidad instrumental... Cada excusa ayudaba a que los vastos territorios de la filosofía se acotaran, se parcelaran y se repartieran entre colonos recién llegados con mayor fruición, pues el problema subyacente, la absoluta miopía filosófica, no hacía más que agravarse. Resulta hilarante ver a los filósofos reclamando su derecho a un futuro en el que se negaron a pensar, de unas generaciones por venir a las que caracterizan con los mismos rasgos que los jóvenes atenienses con los que habló Sócrates, erigiéndose en los guardianes de una philosophia perennis a la que llevan décadas tachando de caduca.

   ¿Cuántos de entre ellos señalaron con el dedo todo lo que media entre la predicción y el quedarse esperando lo que suceda? ¿Cuántos denunciaron que la historia de cómo las ciencias nacieron, una a una, del saber único al que se designaba como “filosofía” refutaba sin paliativos la separación en ámbitos kantiana? ¿Qué honradez intelectual puede adornar a un filósofo que se etiqueta a sí mismo como “cristiano”, “nietzscheano” o “marxista” y, sin embargo, renuncia a describir el futuro? Platón nos entregó un pormenorizado catálogo de los tipos degenerados de hombres y de los correspondientes tipos degenerados de regímenes políticos que habrían de nacer tras la desaparición de la república ideal. Nietzsche, más preocupado por lo primero que por lo segundo, lo plagió descaradamente advirtiéndonos que esos hombrecillos proliferarían después de que hubiésemos asesinado a Dios con Twitter y Facebook. Los filósofos cristianos y Karl Marx dedicaron largas deliberaciones al Apocalipsis y a la llegada del reino celestial sin clases. Adorno nos advirtió en los años cuarenta de los anuncios en gran formato que ocuparían en su totalidad las pantallas de nuestros cines. El propio Kant, con su deshonestidad habitual, entregó la predicción exclusivamente a la ciencia mientras predecía los rasgos característicos de toda metafísica del porvenir. Leibniz parió el maravilloso concepto de los mundos posibles, a la vez que afirmaba que, para crearlos, se necesitaba la omnipotencia divina. Sin embargo, los economistas crean mundos posibles pese a no poseer la omnipotencia divina como lo demuestra el hecho de que no aciertan ni por equivocación. También los analistas de inteligencia crean mundos posibles, los llaman “escenarios” y han encontrado empleo por doquier, entre otros sectores, en el mundo empresarial, que no sólo fabrica mundos posibles sino que nos los venden a buen precio en forma de seguridad. Los sociólogos pueden anticipar el comportamiento de los grupos humanos y hasta los psicólogos preludiaron las tasas de refuerzo necesarias para que un trabajador rinda más observando cómo las ratas pulsan palanquitas que les evitaban descargas eléctricas. ¿Alguien llamaría a todo eso “predicción”? ¿”quedarse esperando lo que suceda”? ¿”abismo platónico entre la explicación y la comprensión”?

   Incapaz de construir descripciones de mundos posibles, la filosofía rastrea, ávida, todo género de creaciones culturales para encontrar alguna a la que vampirizar cada gota de futuro contenida en ella. Sin más criterio que los gustos personales, con metodologías que sólo les permitan hablar de la tradición pasada, de los actos de conciencia ya vividos o de los procesos presentes para llegar a acuerdos, el filósofo ansía hendir sus colmillos en las venas de los circuitos literarios o filmográficos, agenciándose de futuros que no le pertenecen. Acepta infectarse con los virus de intereses ajenos, convivir con bacterias industriales, transmitir, en definitiva, vectores de enfermedad y muerte, escondidos entre sus hermosas palabras, cualquier cosa a cambio de creer que se ha anticipado unos segundos a la inevitabilidad de lo que ya pasó. “Filosofía del acontecimiento” llamaron a este abyecto parasitismo.  

   Definir a la filosofía como aquella disciplina cuyos practicantes o atinan a separar en ámbitos sus términos o ya no saben cómo resolverlos y definirla como aquella disciplina que necesita robar los mundos posibles que otras han construido resultan dos definiciones equivalentes. ¿Cuándo tendrán los filósofos valor para crear sus propios mundos posibles, sus propios escenarios, sus propias anticipaciones de lo que ocurrirá, las corregirán cuando se equivoquen y aprenderán de sus errores para mejorar la próxima vez? ¿cuándo se enterarán los filósofos de que entre la predicción y el quedarse esperando lo que acontezca existen multitud de cosas, entre ellas una llamada prospección? ¿cuándo dejarán de exclamar con espanto "eso es imposible"?

domingo, 19 de junio de 2022

Respuesta a la pregunta "¿Qué es filosofía?" (3)

   A mi primer coche, con el correr de los años, acabé por cambiarle todas las bombillas que traía. Siempre hacía lo mismo, tomaba el libro de manejo y mantenimiento del vehículo y seguía las indicaciones sobre cómo desmontarlas y colocarlas. Sin embargo, últimamente no he conseguido cambiarle la bombilla de los faros delanteros a ninguno de los coches en los que lo he intentado. Una posible hipótesis explicativa consiste en que, con la edad, aumenta la torpeza, algo particularmente difícil en quien, como yo, ya nació torpe. Otra hipótesis explicativa consiste en que los coches se han ido fabricando con el propósito explícito de aumentar las visitas a los talleres por incidentes cada vez más nimios. Pero Schleiermacher, Heidegger, Gadamer, Ricoeur y el resto del panteón hermenéutico, probablemente, concluirían que mi incapacidad se deriva de que no he comprendido plenamente el sentido de lo que se decía en el libro de manejo y mantenimiento por no habérmelo leído entero. La obra, explican ellos, da sentido al fragmento y el fragmento a la obra, en lo que se conoce como círculo hermenéutico. Desde luego, eso no explica por qué sí pude cambiar las bombillas de mi coche antiguo. Este fallo explicativo se extiende a muchos otros textos que pueblan nuestros hogares y que explican cómo programar una lavadora, cómo cocinar con un microondas o cómo proceder a la autolimpieza de una plancha, ninguno de los cuales parece exigir para su comprensión ir de la parte al todo o del todo a la parte.

   Con toda seguridad, muchos de quienes han consultado el I-Ching han fracasado en el intento de encontrarle un sentido al resultado de su consulta. Una vez más, Schleiermacher, Heidegger, Gadamer o Ricoeur nos responderían que esa comprensión del sentido mejoraría, sin duda, si procediéramos a leer todas y cada una de las páginas del I-Ching. La sonrisa habrá aflorado en el rostro de quienes conocen la naturaleza de este texto, probablemente, el primer libro de autoayuda de la historia. El I-Ching o Libro de las mutaciones, cuyas primeras líneas se escribieron, quizás, en torno al año 1.200 a. d. C. se consulta por el procedimiento de arrojar, palillos, dados, monedas o algún otro modo de obtener un número al azar. Este número conduce a un pasaje en el que, supuestamente, el libro responde al motivo de la consulta del lector, aconsejándole acciones futuras. Aunque el confucianismo le añadió todo tipo de comentarios para sistematizarlo y asimilarlo a su propia tradición de pensamiento, no se espera de él una lectura sistemática.

   Recordemos, la comprensión se realiza siempre desde una determinada comunidad, comunidad que nos vincula con una cierta tradición. Nosotros mismos participamos en el acontecer de esa tradición y la continuamos determinando. Por tanto, el comprender parte del conocimiento de las condiciones que lo hacen posible. La más pura ortodoxia hermenéutica lo dice con todas las palabras: “comprender” significa “saber hacer”. Aún más, la comprensión legítima, rigurosa, aquella comprensión que Schleiermacher, Heidegger, Gadamer y Ricoeur siempre nos han exigido, pasa porque nos permita hacer algo, que obtengamos algo con ella, que, de algún modo, contribuya a modificar la situación en la que nos encontramos. Conservar, insiste Gadamer en un pasaje muy famoso de Verdad y método, no significa otra cosa que una forma de realización. Ahora bien, si identificamos “comprender” con “saber hacer”, si conservar una tradición consiste en realizar algo, si la interpretación implica la modificación de mi acontecer, entonces no existen más que libros de instrucciones desde el Kamasutra al Nuevo Testamento. Llegamos por aquí a una palmaria contradicción que no podrá encontrar en ningún libro de filosofía que, por un precio nada módico, le explicará las grandezas de la hermenéutica. En efecto, por un lado, para la hermenéutica, no existen más que libros de instrucciones y, por el otro, la propia hermenéutica no se aplica a los libros de instrucciones.

   El círculo hermenéutico de la comprensión, el hecho de que ésta nazca en las condiciones mismas que la hacen posible, el que sólo pueda captarse el sentido de una obra acudiendo a sus fragmentos y el sentido de estos fragmentos acudiendo a la obra como un todo, lejos de constituir un problema, cantan al unísono los serafines de la hermenéutica, implica un mejoramiento continuo de la comprensión, un proceso de optimización que nos acerca cada vez más a plenificarla, sin que jamás se llegue a comprender plena y absolutamente nada. En 2006, Wolpert y McReady, demostraron lo que se llama el teorema de No Free Lunch (NFL). El teorema, demostrado formalmente en lo que se refiere a procesos automatizados de búsqueda, dice que ningún algoritmo de optimización puede obtener mejores resultados que cualquier otro sobre un número de problemas lo suficientemente amplio y variados siempre que en ellos no haya intervención del azar. A menos que queramos argumentar que la búsqueda de sentido no forma parte del género "búsqueda", el teorema de NFL lleva 16 años diciendo, sin que los filósofos se hayan enterado, que la hermenéutica no puede proporcionarnos mejores resultados para entender los fenómenos humanos que el proceder crítico, la dialéctica, la ley del péndulo, el puro psicologismo o cualquier otro proceso de optimización, siempre y cuando, por supuesto, todas partan de la misma base de conocimientos.

   Así pues, la hermenéutica lleva implícita una profunda contradicción y puede demostrarse que no arroja resultados mejores que cualquier otra metodología. Y, sin embargo, la hermenéutica y su pueril corro de la patata, ha fascinado a todos y cada uno de los que han aspirado a la etiqueta de “filósofo” en la Europa de los últimos 70 años. En ella percibieron algo grandioso, único, especial, aunque no alcanzaron a dar más que desternillantes razones para explicar en qué consistía. Con TRIZ en la mano resulta extremadamente fácil caracterizarlo: el círculo hermenéutico forma parte de las escasísimas soluciones de la filosofía occidental que no utiliza el principio de separación en ámbitos o por condiciones, sino el principio de separación en micro y macrosistema. Y ahora, ahora que ya sabemos que, efectivamente, se pueden solucionar problemas filosóficos sin necesidad de separar sus términos en ámbitos, se abre la pregunta a la que los filósofos de cargo y subvención se asomarán dentro de 30 años: ¿qué ocurriría si eliminásemos la contradicción entre Heráclito y Parménides distribuyéndolos en micro y macrosistema? ¿qué filosofía kantiana surgiría de una distribución en términos de micro y macrosistema de fenómeno y noúmeno? ¿qué fenomenología resultaría de convertir a noesis y noema en parte y todo de un mismo sistema? ¿cuántas filosofías quedan por hacer?

domingo, 12 de junio de 2022

Respuesta a la pregunta "¿Qué es filosofía?" (2)

   Para mantener la ortodoxia doctrinal, los filósofos se contaron unos a otros la historia de que su disciplina nació cuando se produjo la separación entre el ámbito del mito y el ámbito de logos. Ni el agua, ni el aire, ni el fuego, ni la historia de Er el pánfilo, ni el carro alado, ni el cristianismo, ni el carácter emancipador de la psicología y ni siquiera la existencia de un cerebro en un cubo, merecían el calificativo de mito ninguno de ellos. Había que repetir machaconamente que todos estos relatos ficticios tenían su origen en la misma racionalidad lógica que el teorema de Gödel, porque, de lo contrario, alguien hubiese podido pensar la historia de la filosofía en términos de evolución temporal, o de formación de regiones o de cómo mito y filosofía se imbricaban complejamente en términos de micro y macrosistema y la obsesión por separarlo todo en ámbitos se hubiese difuminado como por ensalmo. Pero no bastaba. Había que irles colocando las anteojeras a los jóvenes cachorros conforme llegasen a este mundo. 

   No sólo la filosofía nació como un ámbito separado por completo de los mitos, la propia historia de la filosofía se contó en períodos que evitasen cualquier idea de una peligrosa continuidad temporal, desde la filosofía griega a la contemporánea, pasando por la medieval y la moderna. Ciertamente, esta división causaba ciertas anomalías y del mismo modo que Platón tuvo que insertar el alma irascible entre la concupiscible, netamente corporal, y la racional, netamente espiritual; del mismo modo que Kant tuvo que insertar el esquematismo trascendental entre las intuiciones y los conceptos; del mismo modo hubo que multiplicar las separaciones para disimular las evidentes aristas de tan artero modo de entender la historia. Se le dio así un toque elegante, muy “esquemático”, por lo demás, a goznes como “el período helenístico” o “la filosofía renacentista”. Pero ni de esa manera se pudieron evitar chirridos. Parménides, Zenón, Anaxágoras y Empédocles quedaron encuadrados en la filosofía previa a su contemporáneo Sócrates. A San Agustín de Hipona se lo desconectó por completo de lo sucedido con su coetánea Hipatia de Alejandría. Pocos, si acaso alguien, piensa en Schelling haciendo filosofía tras la muerte de Hegel y de Schleiermacher. Pero el mismo peligro reaparecería con los filósofos individuales. A los futuros ocupantes de cátedras se les afiló las uñas aprendiendo a establecer separaciones entre diferentes “etapas” en la vida de cada autor concreto. Como no existe dato paleográfico alguno que nos permita secuenciar los escritos de Platón, ¿por qué no separarlos en ocho períodos? Kant se pasó diez años reflexionando sobre los problemas que acabarían conformado la Crítica de la razón pura y después se la dictó al tipografista de la imprenta porque no nos ha llegado manuscrito preparatorio alguno de la misma. Se llama “período crítico” a una invención nacida de la absoluta falta de evidencia textual de cuándo debe considerárselo comenzado. Wittgenstein mismo alcanzó el Olimpo dos veces, una antes de que se le apareciese la Virgen de las Soledades Heladas y otra después. Entre un período y otro de las obras de Platón, de Kant, de Wittgenstein, de cualquiera, el jorismos de siempre, pues cada libro nace no de la maduración prolongada a lo largo de horas y días, de las correcciones sucesivas, de las añadiduras y las tachaduras, en definitiva, de separaciones espaciales, temporales y de micro y macrosistema, sino de salto de rana en salto de rana, creando tantos ámbitos separados como huellas de anuro en el barro. Cierto, algunos pupilos avezados han ido descubriendo que había más verdad en hallar una evolución continua, en ver cómo el conjunto de las páginas con una misma rúbrica se ensamblaban en forma de un sistema vital, han detectado, en fin, el continuo que hilvanaba los diferentes volúmenes de eso que se ha dado en llamar “una obra”. A todos ellos se les ha tratado igual que a los poetas en la República de Platón. Se celebró con entusiasmo su ingenio, se colocó una hermosa guirnalda de flores en sus cabezas, se les dio palmaditas en la espalda y se los acompañó amablemente a la puerta de atrás de la Academia, para que fuesen a ganarse la vida en otra parte. Indaguen atentamente la bibliografía de quienes ocupan plazas en las universidades del mundo. Por cada uno que viene peleando por mostrar la continuidad en el desarrollo de las ideas de un filósofo podrán encontrar diez que han alcanzado fama, fortuna y gloria distinguiendo “etapas”, “períodos”, ámbitos en definitiva, cada vez más minúsculos, dentro de ellas. “Brillante” se llama en el mundo de la filosofía a quien ha conseguido malinterpretar los textos para que den cabida a una nueva e insignificante miniseparación en la que distinguir, otra vez, dos microambititos intermediados por su nanoabismo. A la demostración de que una misma problemática subyace a textos dispersos a lo largo de setenta años se la califica de “interesante” y si tal demostración aduce hechos sacados de otras ramas del saber, de “fascinante”, que viene a significar: “¿estás loco? ¿quieres que nos echen de la Academia?”

   Si a un filósofo se le plantea el problema de qué hacer con el tren de aterrizaje de un avión a reacción, fácilmente responderá que, en un mundo ideal, esos aviones deberían volar con él, pero que, en este mundo sensible, todo el que se monte en uno de ellos debe tener claro que se condena a una catástrofe cierta, pues ninguno puede llevarlo. Si a un filósofo se le plantea el problema de cómo ahuyentar a los pájaros de los aeropuertos, responderá que, en un aeropuerto ideal, no habría pájaros, pero que en los aeropuertos de este mundo, tiene que haber águilas reales cazándolos, aunque tales aves de presa condenen a estrellarse a los pocos aviones que hubiesen escapado de la catástrofe que representa aterrizar o despegar sin tren de aterrizaje. Si a un filósofo se le plantea el problema de cómo lograr algo sólido y flexible a la vez, responderá que, en el mundo ideal, las bicicletas llevan un hilo para transmitir el pedaleo, pero que, en el mundo sensible, no hay más remedio que sustituir sus hebras por mármol, aunque eso haga preferible montar en un avión sin tren de aterrizaje y con águilas reales volando a su alrededor que dar un par de pedaladas. ¿Qué otra cosa cabe esperar de alguien a quien se ha formado en la idea de que un problema sólo se puede solucionar separando sus términos en ámbitos o por condiciones?

domingo, 5 de junio de 2022

Respuesta a la pregunta "¿Qué es filosofía?" (1)

   Puede definirse a la filosofía como aquella disciplina cuyos practicantes o atinan a separar los términos de un problema en ámbitos o ya no saben cómo resolverlo. Parménides se encontró con que la razón ofrecía soluciones contradictorias con lo que nos mostraban los sentidos, así que escribió un poema en el cual separaba el ámbito de la verdad del ámbito de la apariencia. Platón se encontró con que los planteamientos de Parménides contradecían a los de Heráclito, así que separó entre el ámbito inteligible y el ámbito sensible. Pero Platón descubrió algo más, descubrió también que no había motivos para separar únicamente en dos términos, se podía separar en tres clases, partes o almas y, por lo mismo, se podían distinguir tres ámbitos diferentes en una sociedad ideal. Aristóteles le hizo caso y siguió distinguiendo tres ámbitos dentro del alma, aunque para la mayor parte de los problemas prefirió dos ámbitos y separó a la materia de la forma, la sustancia de sus relaciones, quiero decir, sus accidentes, y el mundo sublunar del supralunar. Las religiones del libro trajeron problemas nuevos a la filosofía, problemas que, ¡sorpresa! los filósofos resolvieron separando entre el ámbito de la fe y el ámbito de la razón, el ámbito del tiempo y el ámbito de la eternidad, el ámbito de la contingencia y el ámbito de la necesidad. A Santo Tomás de Aquino muchos adoradores del cilicio lo consideran el filósofo más grande del mundo mundial por haber hecho lo que ningún filósofo había hecho hasta entonces… separar entre el ámbito de la esencia y el ámbito de la existencia. Afortunadamente, la modernidad nos sacó del agujero medieval separando entre el ámbito de la duda y el de la certeza, el de la intuición y el de la deducción, el del entendimiento y el de la voluntad, el de la sustancia finita y el de la infinita y aún entre el ámbito de la sustancia pensante y el ámbito de la sustancia extensa. El empirismo no dudó en poner coto a los desmanes racionalistas distinguiendo entre el ámbito de las ideas de sensación y el de las de reflexión, el de las simples y el de las complejas, el del estado de naturaleza el el estado contractual, las impresiones de las ideas, la razón de la pasión, el ser del deber… Y, por supuesto, en medio de estos ámbitos, el mismo vacío abisal de Platón, por más que en el celebérrimo mito de la caverna, se separara entre dos espacios conectados por una gradación continua, la de una empinada cuesta. Así andaban los filósofos, aplicando con fruición el cansino procedimiento de separarlo todo en ámbitos o por condiciones, hasta que llegó Kant. Como todos sabemos, porque a todos nos han contado la misma cantinela, Kant marca un antes y un después en la Historia de la Filosofía y no resulta difícil entender por qué. Nadie nunca jamás había aplicado tan obsesivamente el principio de separación en ámbitos o por condiciones. En cada tema, en cada escrito, casi en cada página de su “período crítico” o se aplica la separación en ámbitos o se prepara el terreno para hacerlo. Kant separó por ámbitos el fenómeno del noúmeno, la sensibilidad de la imaginación del entendimiento y de la razón, las intuiciones de los esquemas de los conceptos y de las ideas, tres tipos de ideas, un mínimo de siete pares de términos comprendidos en las cuatro antinomias de la Crítica de la razón pura, la de la Crítica de la razón práctica y las dos de la Crítica del juicio, el uso teórico del práctico de la razón y su  uso público del privado, la insociable sociabilidad humana, la ética material de la formal, la virtud de la felicidad, lo bello de lo sublime, la genialidad del estado común de los mortales, etc. etc. etc. A partir de este momento todo se redujo a quién podía dar cuenta de más separaciones en ámbitos o por condiciones y el idealismo descubrió que este juego podía proseguirse al infinito si se distinguía entre las condiciones necesarias para calificar a algo de “afirmación”, de “negación” o de “síntesis”, entendiendo esta “síntesis” como un compromiso, que, obviamente, no tardaría mucho en aceptarse como una “afirmación”. Hegel se entretuvo así en separar por ámbitos tripartitos desde la nada hasta el Absoluto, pasando por todos y cada uno de los términos concernientes a la religión, el derecho, la física o la filosofía, en un esquema que no permitía ni explicar ni predecir, pero cuya minuciosa sucesión de ámbitos separados unos de los otros no pudo por menos que capturar la mente de infinidad de filósofos. No a Schopenhauer, por supuesto, que nunca se cansó de loar su propia genialidad juvenil al haber repetido el esquema tetrapartito de separación, fácil de encontrar en Kant, para el caso del principio de razón suficiente. Ni siquiera me molestaré en mencionar el título de su libro más conocido. Entonces llegó Nietzsche con su martillo y destruyó todos los ámbitos en que la filosofía judeocristiana había separado el mundo… para separar entre el ámbito de la moral de señores y el de la moral de esclavos, el nihilismo activo y el nihilismo pasivo, a resentidos de superhombres y la filosofía entera tembló por la radical "novedad" de sus planteamientos. 

   La separación en ámbitos se ha convertido en algo tan rutinario que hubo cierta ladilla con pulsera de oro y cátedra universitaria que presumía de haber resuelto el problema de la causalidad distinguiendo no recuerdo si seis u ocho ámbitos en ella. Me contaron que también trató de convencer a su mujer de que había un ámbito en el cual él ejercía acciones causales como fiel esposo y buen padre de familia y otro ámbito en el cual ejercía acción causal sobre cierta alumna. Su mujer le propuso otra separación en ámbitos, la del hogar familiar, con el que se quedaba ella y el de la puta calle, donde acabó él, con sus cosas metidas en una maletita y pidiendo asilo en el piso de dos colegas de facultad a los que siempre había tratado con la punta del pie. Hay que decir en su defensa que otros sí obtuvieron honor y gloria introduciendo una distinción no en dos o en ocho ámbitos, sino en innumerables, todos aquellos en los que una palabra se usa. Llamaron a esos ámbitos “juegos del lenguaje” y hasta creyeron haberle dado un giro distinto a la filosofía. Sin embargo, la mayor parte de los filósofos del siglo XX, se aferraron a la separación en dos ámbitos, para que nadie los acusara de herejes y así tenemos la distinción entre el ámbito de la noesis y del noema o la distinción entre el ser y los entes. Ni que decir tiene que miles de colegas les hicieron la ola por haber descubierto lo impensable, que tras 2.500 años de separar cosas en ámbitos o por condiciones todavía quedaba algo por separar. Después, ya lo sabemos, la filosofía murió, porque se había llegado a la última separación que cabía hacer, la que la colocaba a ella, la filosofía, en un ámbito y a la realidad en otro.

domingo, 7 de marzo de 2021

La ciencia de la creatividad (7. Principio de separación)

   Si ha manejado la matriz de contradicciones que dejamos en la entrada anterior sobre creatividad o si, al menos, le ha echado un vistazo, habrá podido comprobar que hay una serie de casillas que permanecen vacías. Para ellas los 40 principios inventivos no ofrecen solución alguna. Característicamente, toda la diagonal de la matriz se encuentra en esta situación. En estos casos pedimos que aumente un parámetro y que disminuya ese mismo parámetro. Semejante petición demuestra, según TRIZ, que ya no nos encontramos ante una contradicción técnica (queremos mejorar algo sin que empeore otra cosa), sino ante una contradicción “física”, queremos A y no-A. En realidad, nos dice Altshuller, bajo toda contradicción técnica subyace una física y aunque podamos resolver las contradicciones técnicas mediante la matriz de contradicciones u otro protocolo, el mayor grado de creatividad se logra si vamos a la raíz del problema, a la contradicción física. Esta manera de entender las cosas significa que los 40 principios inventivos constituyen otras tantas formas de aplicar principios mucho más radicales en ese sentido de mucho más cercanos a la raíz de la cuestión. Ahora bien, si los 40 principios inventivos daban cuenta de algo así como el 80% de las patentes no triviales que circulan por el mundo, entonces nos hallamos ante la sorprendente afirmación de que existe un número extremadamente reducido de principios que pueden explicar unos cuatro millones de patentes. De hecho, toda esa masa ingente de inventos pueden explicarse en base a un único principio: el principio de separación. Como tal el principio de separación tiene cuatro formulaciones:

   - Principio de separación en el tiempo. Si debemos satisfacer requisitos contradictorios entonces debemos distribuirlos en momentos diferentes. El caso de los trenes de aterrizaje de los aviones constituye un ejemplo típico. Obviamente los aviones deben tener tren de aterrizaje para que éste no constituya una catástrofe, pero la velocidad de vuelo alcanzada por los aviones a reacción hace del tren de aterrizaje un obstáculo para el vuelo y sufrirían daños durante el mismo. Por tanto, los aviones con motor a reacción deben tener tren de aterrizaje y no deben tener tren de aterrizaje. El principio de separación en el tiempo establece que la solución se halla en que tengan el tren de aterrizaje en unos momentos concretos (aterrizaje y despegue) y no lo tengan en otro (vuelo). Por tanto, debe diseñarse un sistema para que despliegue el tren de aterrizaje en el momento en que se necesite y lo haga desaparecer en el vientre del avión en los momentos en que no se lo necesita.

   - Principio de separación en el espacio. Ante requisitos contradictorios debemos preguntarnos si necesitamos que ambos requisitos se hallen presentes en los mismos lugares. Si no se necesita su presencia en el mismo lugar, entonces podemos proceder a su separación en el espacio. De un modo intuitivo, los docentes utilizan este principio cotidianamente en el aula cuando dos o más alumnos interrumpen el normal decurso de las clases. Por una parte se requiere que ocupen un lugar en el aula para que sigan recibiendo la enseñanza pertinente. Por otra parte, si permanecen ocupando su lugar en el aula no van a recibir la enseñanza pertinente porque la cercanía de unos a otros la va a perturbar. Debe procederse, pues, a una reasignación de los lugares que ocupan separándolos en el espacio. Esta práctica implica una mejora en las condiciones adecuadas para impartir clase en algo así como ocho de cada diez casos. Dicho a la inversa, el apelotonamiento de alumnos en aulas con espacio insuficiente priva al docente de una herramienta fundamental para mantener el ambiente adecuado de enseñanza en el aula sin recurrir a medidas punitivas de mayor envergadura.

   - Principio de separación entre el todo y la parte. Si los requisitos contradictorios no pueden separarse en el espacio y/o el tiempo, debe intentarse una separación de los mismos entre el microsistema y el macrosistema. Aquí se nos abren siempre dos posibilidades, la primera consiste en que el requisito A se asigne a las partes y el no-A al todo o, a la inversa, que el requisito A se asigne al todo y el no-A a las partes. La cadena de una bicicleta constituye un ejemplo típico de sistema con propiedades contradictorias entre el todo y las partes. En su totalidad se trata de un sistema flexible, pero cada uno de sus eslabones se caracteriza por la solidez exigida para que el mecanismo de pedaleo no lo deforme. Habitualmente entendemos un sistema aleatorio como un sistema constituido por partes que fluctúan sin ninguna regla, pero este modo de entender las cosas resulta erróneo. Elijamos un procedimiento cualquiera para tomar decisiones que admitamos como aleatorio, digamos, el lanzamiento de un par de dados. Supongamos que en nuestro primer lanzamiento sale el número ocho. Escribiremos los primeros ocho números pares. Supongamos que en el segundo lanzamiento sale el número once, escribiremos los once primeros números impares, etc. La sucesión de números que obtenemos así tendrá un carácter aleatorio pese a que la constituyen secciones que no tienen nada de aleatorio. Sin embargo, podrían obtenerse predicciones correctas la mayor parte del tiempo.

   - Principio de separación en ámbitos o por condición. Una última posibilidad consiste en situar uno de los requisitos de la contradicción en un entorno determinado y el otro requisito en otro. Una parte extraordinariamente significativa de la historia de la filosofía puede ponerse como ejemplo de aplicación de este principio, comenzando por Platón. En efecto, ante la evidente contradicción de la inmovilidad del ser parmenídeo y el continuo devenir de Heráclito, Platón propuso una separación entre dos ámbitos, de modo que tanto Heráclito como Parménides tendrían razón en sus propuestas bajo ciertas condiciones. Entre ambos, naturalmente, el abismo. El universo de Aristóteles se caracteriza precisamente por hallarse recortados en dos ámbitos marcados por la esfera lunar, más allá de la cual se encuentra el quinto elemento o quintaesencia con sus movimientos circulares. La misma separación en ámbitos constituyó la solución característica del pensamiento medieval cristiano a la cuestión de las relaciones entre razón y fe. Pero quizás el ejemplo más paradigmático de construcción de un sistema filosófico por aplicación reiterada y sistemática del principio de separación en ámbitos o bajo condiciones lo encontramos en Kant, cuya filosofía crítica incide una y otra vez en el mismo tipo de respuestas a los más diversos problemas. Curiosamente al mismo Kant que aplicó una y otra vez un principio clave del ars inveniendi le debemos también haber convencido a la posteridad de que cualquier ars inveniendi debía considerarse imposible.

   Inmediatamente se nos plantean toda una serie de cuestiones sorprendentes: ¿qué filosofía platónica podríamos construir si respondiésemos a sus mismas preguntas aplicando cualquiera de las otras tres versiones del principio de separación? ¿qué aristotelismo surgiría de ellas? ¿qué respuestas alternativas al problema fe-razón conseguiríamos? ¿qué filosofía crítica, diferente a la de Kant, se halla encerrada en sus textos a la espera de que otras versiones del mismo principio utilizado para responderlas acuda en su rescate? En definitiva, ¿qué modos de pensar posibles quedaron sin desarrollar en el pensamiento occidental y a qué hubiesen conducido?