domingo, 25 de noviembre de 2018

Tiempos híbridos (2 de 2)

   Podemos definir la voluntad del pueblo como los números que escupen los medios de comunicación tras el acto institucional configurado, demarcado y predigerido por ciertos cargos políticos. De esta definición se deduce que las cifras concretas, su significado real y, por encima de todo, lo que piensen los ciudadanos, carece de la menor importancia. Lo único relevante viene constituido por lo que aparece en las imágenes. Rácz cuenta cómo "la participación del 87%" de los ciudadanos del este de Ucrania y de Crimea que, "en un 97% de los casos votaron por la independencia”, en realidad, apenas si respondía a un 30% de participación, con algo así como un 15% de votos a favor de dejar atrás su relación con Ucrania. En definitiva, “la mitad más uno” que tan ferozmente defienden “demócratas” independentistas mucho más cercanos a nosotros. “El pueblo de Crimea”, por tanto, “habló” a favor de una independencia que rápidamente sus líderes entendieron como voluntad de que Rusia se anexionara la península. 
   Si el texto de András Rácz, Russia’s Hybrid War in Ukraine. Breaking the Enemy’s Ability to Resist, se hubiese limitado a mostrar la genealogía del término “guerra híbrida” o de la “voluntad popular” de los ciudadanos del Este de Ucrania, merecería el calificativo de notable. Pero en él hay algo más, en concreto, un análisis bastante certero de las causas por las que Rusia consiguió su objetivo. Como dice Rácz, en las fechas en las que aparecieron en su territorio los “hombrecillos verdes”, Ucrania presentaba todo un catálogo de debilidades. En primer lugar, tras la caída del gobierno de Viktor Yanukovich, se desmantelaron las fuerzas de choque policiales, que tan triste fama habían alcanzado bajo su mandato, de modo que no había unidad policial o militar preparada para enfrentar desafíos de la población civil. La corrupción, por otra parte, constituía moneda corriente de la policía, el ejército, los funcionarios y el poder político. A Rusia no le costó demasiado dinero reclutar mandos policiales y militares ucranianos para que cambiasen de bando, aumentando con ello la desmoralización generalizada. En semejantes condiciones, su propaganda penetró, cual cuchillo ardiendo en la mantequilla, hasta lo más profundo de la mente de los ciudadanos de Ucrania, que en ningún momento se sintieron capaces de contrarrestar con efectividad la ofensiva rusa. Y aquí el análisis de Ràcz flaquea por primera vez. Quizás influido por las circunstancias que se viven en Finlandia, considera que el éxito de Moscú dependió en buena medida de su superioridad en términos militares y del control de medios de comunicación con capacidad para expandir sus mensajes en territorio del país atacado. Lo primero colocaría a la guerra híbrida como mero apéndice de la amenaza y coacción, mientras que lo segundo omite la posibilidad más importante de este tipo de guerra, a saber, utilizar los recursos del adversario contra sus intereses. Sin duda, ambos factores favorecen el triunfo de una estrategia como la llevada a cabo por Rusia, pero de ninguna manera puede considerárselos condiciones de posibilidad de la misma. Sin embargo, por mucho que aquí se halle la única objeción que se le puede poner a los análisis de Ràcz, apenas preludia la parte más importante de su estudio, a saber, que existe una posición mental decisiva para el éxito o no de la guerra-imagen: la posición legitimidad. El hecho de que lo identificado por el alto mando ruso como ejemplos de "guerras híbridas" hayan partido de una posición de legitimidad desierta o débilmente ocupada, lo demuestra bien a las claras. Repasemos, las revoluciones de colores y la primavera árabe se caracterizaron por movilizaciones populares contra gobiernos que, de ninguna manera, podían reclamar para sí la legitimidad. En el caso de Ucrania, todas las maniobras rusas en las fases iniciales del conflicto se dirigieron a minar la idea de que Ucrania pudiera llamarse legítimamente un país o de que los sucesivos gobiernos contrarios a los intereses rusos merecieran el calificativo de legítimos en algún sentido. Si el agresor consigue ocupar la posición “legitimidad”, tendrá todos los elementos necesarios para lograr sus objetivos. Un Estado legítimo en todas y cada una de sus instituciones tiene buenas oportunidades de defenderse en el caso de que se pongan en marcha contra él máquinas de guerra-imagen por parte de enemigos internos o externos. El hecho de que todas sus instituciones, poder ejecutivo, legislativo, judicial, jefatura de Estado, etc. se hallen revestidos de un carácter legítimo, hará de la defensa frente a tal ataque algo baladí. O, como dice Ràcz:
   Hence, the best defence against hybrid warfare is good governance. However, good governance needs to be interpreted in the broad sense. In addition to a democratic political structure and wellfunctioning public administration, it includes respect for human rights, transparency, media freedom, the rule of law and proper rights guaranteed to ethnic, national, religious and other minorities, all in order to improve the domestic democratic legitimacy and support of the government, and hence the very stability of the state. Special attention needs to be paid to the fight against corruption, at all state and societal levels. Corruption has been one of the main means of Russia’s infiltration into the political, administrative, economic and security structures of Ukraine. From the perspective of defence against hybrid warfare, of particular importance is the anti-corruption control of public officials, as well as of members of the armed forces, police and security services.
...
All in all, an informed, conscious, coherent and wellgoverned society is the best defence against the threat of hybrid warfare.”(1)
   Y ahora ya podemos entender el terror de las autoridades rusas a sufrir una agresión híbrida.


(1) András Rácz, Russia’s Hybrid War in Ukraine. Breaking the Enemy’s Ability to Resist, The Finnish Institute of International Affairs, Ulkopoliittinen instituutti, Helsinki, 2015, págs. 92-93.

domingo, 18 de noviembre de 2018

Tiempos híbridos (1 de 2)

   Cuanto más se haya profetizado un acontecimiento, más sorpresa causa cuando aparece. Los avisos sobre el advenimiento de un nuevo tipo de guerra menudearon en los años 90 del siglo pasado, si bien pocos supieron identificar la raíz de los cambios. Sin embargo, todo el mundo se alarmó cuando el 27 de febrero de 2.014, unidades de las fuerzas especiales rusas, sin distintivos nacionales en sus uniformes, comenzaron a tomar posiciones en Crimea. Los sucesos de Ucrania de ese año hicieron sonar las alarmas en las capitales de todos los miembros de la OTAN, de los aspirantes a pertenecer a dicha organización y llegaron hasta Pakistán y China. Un país cuyo ejército tocó fondo en Chechenia, que bordeó el ridículo en Georgia y que ha tenido que cancelar recientemente sus programas de desarrollo de nuevos cazas y tanques, se mostraba, de repente, capaz de sostener una política exterior agresiva incorporando por la fuerza nuevos territorios. Los estrategas militares de occidente corrieron como pollos sin cabeza a la búsqueda de algún marco conceptual que les permitiera entender lo ocurrido y, a toda prisa, construyeron un entramado de tópicos típicos, en cuyo centro reside el concepto de “guerra híbrida”. Poco a poco, tan torpes herramientas se convirtieron en requisito para quien quisiera solicitar becas o publicar estudios. En este panorama, rápidamente esclerotizado y viciado por los intereses pecuniarios de cada cual, da gusto encontrarse con alguien que ha pretendido revisarlo todo, pensar sin concesiones a los intereses creados, plantear la pregunta filosófica por excelencia (¿por qué hay esto y no cualquier otra cosa?), en definitiva, avanzar, como decía Descartes, solo y en la oscuridad. Mérito éste acrecentado porque el autor de dicho intento procede de Finlandia, país en el que la presión constante de las ambiciones rusas ha vuelto el ambiente irrespirable, como ya explicamos a propósito del caso de Jesikka Aro. Pues bien, en esto consiste el intento que András Rácz, del Instituto Finés de Asuntos Internacionales, llevó a cabo en Russia’s Hybrid War in Ukraine. Breaking the Enemy’s Ability to Resist (2015).
   Para empezar Rácz realiza un apasionante estudio no del origen mítico de la guerra híbrida, sino de su superficie de afloramiento. Data su primera aparición en un escrito de William J. Nemeth de 2.002 en el que, como resulta habitual, designaba una cosa completamente diferente de lo que pretende designarse con él hoy día. De hecho, Nemeth no intentaba referirse a un tipo de conflicto bélico, sino a un tipo de sociedad, en concreto, la sociedad chechena, una sociedad “híbrida”, según Nemeth, en la que se confundían abigarradamente caracteres de sociedades tribales y modernas. "Gerra híbrida", por tanto, designaría las guerras desarrolladas en sociedades híbridas como la de Chechenia en 2.002. Seis años despúes, John McCuen amplió la extensión del concepto para abarcar las guerras de Vietnam, Irak y Líbano. Como consecuencia de esta ampliación, el propio concepto sufrió una primera mutación que lo hizo equivalente a “guerra de amplio espectro” (“full spectrum wars”), que exigía luchar en el campo de batalla, en la mente de los habitantes del territorio ocupado y en las mentes de los ciudadanos del propio país. Por supuesto McCuen no se planteó que hoy día, la mente de los ciudadanos no difiere de las pantallas de su televisores, tablets y móviles, como Nemeth no se planteó que el mismo carácter “híbrido” de Chechenia tienen muchos países africanos en los que hace más de 60 años que se matan mediante las mismas guerras de siempre. Con tales planteamientos no se debía esperar gran cosa de las conclusiones y de hecho, McCuen profetiza, nada menos, que para ganar una guerra hay que vencerla en los tres frentes. Tales deficiencias no impidieron que en 2.009, Russell Glenn volviera a ampliar su base empírica con los enfrentamientos entre Hezbolah e Israel. La sociedad híbrida y los tres frentes mutaron así en medios políticos, económicos, sociales e informativos, con métodos convencionales, irregulares, catastróficos (!?), terroristas, disruptivos (??) y criminales, llevados a cabo por agentes estatales y no estatales, definición ésta que permite calificar como guerra híbrida todo lo que hacen las hinchadas futbolísticas para apoyar a sus equipos. Y ahora, ya que hemos conseguido un disparate, sólo queda institucionalizarlo. Eso precisamente hicieron el ejército norteamericano en 2.010 y la OTAN en 2.014, cuando adoptaron como propias la definición dada por Frank G. Hoffman en 2.007 que constituye una versión abreviada de la de Glenn.
   Rácz muestra muy claramente cómo, desde Rusia, se siguió pormenorizadamente todas estas mutaciones y ampliaciones que acabaron conformando un Frankenstein de difícil uso y, con él en la mano, interpretaron las revoluciones de los colores y la primavera árabe. De este modo, los levantamientos populares contra regímenes, algunos de los cuales constituían paradigmas de fidelidad a los intereses occidentales, recibieron en Rusia la etiqueta de operaciones encubiertas de la CIA para achicar la esfera de acción de Moscú. Los teóricos rusos se creyeron, pues, en la obligación de concretizar un concepto ya vacío y etéreo, que lo abarcaba todo y nada. Rácz persigue los esfuerzos del consejero presidencial Andrei Illarionov, de los generales Makhmut Gareev, Nikolai Makarov y, cómo no, Valeri Gerasimov, para convertir al humo en doctrina militar. Desde luego consiguieron hallar una interpretación de las interpretaciones que los teóricos occidentales habían hecho unos de otros cuando interpretaron lo sucedido en varias guerras. Eso sí, lo consiguieron a costa de rellenar con una nebulosa los viejos odres de la doctrina sobre la guerra subversiva del KGB. De hecho, a Rácz no le cuesta encontrar un precedente de la “novísima” guerra híbrida, "consecuencia de los modernos avances tecnológicos y de nuestra era de la información", en el intento de golpe de Estado en Estonia de diciembre de 1.924.

domingo, 11 de noviembre de 2018

Los intereses de la nación (y 3)

   Decíamos en la entrada anterior que Defex cargaba sistemáticamente sus operaciones con un 8, 17 ó 66% de sobrecosto. Si se hubiese negociado el contrato de las corbetas de Arabia Saudí, por elegir la cifra intermedia, sus directivos y los funcionarios saudíes sobornados se habrían repartido unos 30 millones de euros. Pero Defex, al menos en teoría, ya no existe y sus directivos ya no pueden repartirse nada. De seguir su modus operandi, habría pues unos 15 millones de euros por repartir. Casualmente Navantia, la empresa pública adjudicataria del contrato, ha anotado en sus cuentas de gasto una cifra muy parecida a la anterior, 25 millones de euros, en concepto de “costes de producción” de unas corbetas que todavía no se hallan en fase de producción. Casualmente, además, políticos de todo el espectro se dan golpes de pecho a cada cual más fuerte para defender semejante contrato. Ahí tenemos a la muy socialista alcaldesa de San Fernando afirmando que “los derechos humanos se vulneran constantemente, nosotros hacemos buques” o al aún más izquierdista alcalde de Cádiz, el que tiene un retrato de Fermín Salvochea y Álvarez en su despacho, que se ha mostrado dispuesto a besar el trasero de Trump si éste encargase a los astilleros de la bahía la flota para la invasión de Venezuela. Lo malo de nuestros políticos no consiste en que abandonen sus ideas en cuanto alguien les arroja un puñado de billetes, lo malo consiste en que ni siquiera tienen ideas propias. La afirmación “los derechos humanos se vulneran constantemente, nosotros hacemos buques”, parece sacada de las declaraciones de los directivos de IG Farben a las autoridades aliadas. Este colorido conglomerado industrial, formado por empresas tan respetables como Bayer, BASF o Agfa, dio de comer a muchos miles de familias alemanas en tiempos muy difíciles gracias a sus contratos con el gobierno nazi, entre otras cosas, para fabricar gas Zyklon B. Por supuesto, ningún directivo de la compañía, ningún trabajador, ningún miembro inocente de sus familias se preguntó jamás para qué quería el gobierno alemán tantas toneladas de un gas utilizado inicialmente como pesticida y durmieron plácidamente cada noche pensando que “masacres se cometen todos los días, nosotros sólo fabricamos gases”. Los españoles siempre hemos considerado esto una hipocresía y no hemos entendido nunca cómo ni por qué la mayor parte de la población alemana “no se dio cuenta” del genocidio judío. Sin embargo resulta extremadamente fácil de comprender: como a nosotros, sus políticos les prometieron un futuro mucho mejor, en nuestro caso concreto, 1.800 millones de euros mejor. 
   Si uno revisa las noticias al respecto encontrará una curiosa discrepancia. Según algunos medios, las cinco corbetas le costarán a los saudíes 1.8000 millones. Otros medios, por contra, informan de que las cinco corbetas suponen 1.800 millones “de inversión”. ¿Exactamente cuánto de esos 1.800 millones va a salir de los bolsillos árabes? Ya expliqué cómo y por qué le pagamos la luz a los saudíes. No he explicado, pero podría, cómo y por qué los conductores españoles vamos a pagarles también el billete de AVE a La Meca. Tras cuatro años permitiendo que las autoridades españolas dieran por hecho el contrato de las corbetas, en enero de este año una delegación de Riad se presentó en Madrid con un acuerdo redactado íntegramente por ellos en el cual se establecía que empresas saudíes, además de quedarse con el mantenimiento de los buques, participarían en todos y cada uno de los acuerdos que Navantia firme en el futuro. La cantidad concreta de petrodólares que acabará llegando a España quedó oculta al escrutinio público dado que el acuerdo tiene carácter confidencial. Vistos los antecedentes parece claro que, al final, Arabia Saudí se habrá llevado cinco corbetas y 1.800 millones de los contratos que Navantia firme y nosotros nos quedaremos con una empresa pública sin futuro pues su destino se hallará vinculado a unos socios ahora mismo apestados. De hecho, tres meses después de la firma del contrato confidencial, casualmente, Navantia perdió un concurso para renovar la flota australiana cuyo monto se elevaba a 22.000 millones de euros. Las migajas que se van a desparramar por la bahía de Cádiz preparan pues el hambre de mañana. Pero nada de esto resulta importante para nuestros políticos. Lo que verdaderamente les importa a todos ellos radica en tener la excusa para sacar a relucir, una vez más, la vara con la que se nos lleva amaestrando desde que los latifundios llegaron a estas tierras, la vara que exhiben ante nosotros tanto los que se pasean a lomos de sus yeguas blancas como los que vienen envueltos en cancioncillas revolucionarias, esa vara que se llama “pan o dignidad”. Y nosotros elegimos “pan” porque no queremos oír el llanto de nuestros hijos famélicos sin darnos cuenta de que no llenamos sus estómagos con alimentos, sino con la obligación de que ellos agachen también la cabeza cuando les vuelvan a enseñar la fusta maldita.
   “Los intereses de la nación” nunca designan algo así como la necesidad de trabajo de doce mil familias, designan siempre la necesidad de cambiar de yate de los 120 sinvergüenzas de turno. El verdadero interés de cualquier nación democrática sólo puede consistir en imponer el Estado de derecho allí donde alcance su ámbito de actuación ya que el mundo no “es como es”, ni siquiera tiene por qué “ser”, el mundo lo hacemos cada día con nuestro obrar y en nosotros radica el poder de decidir cómo queremos que amanezca mañana.

domingo, 4 de noviembre de 2018

Los intereses de la nación (2)

   El mismo Parlamento español que hace unos días aprobó por unanimidad que volviera a impartirse la asignatura de ética en los institutos, ha decidido que, por un descuartizamiento de nada, no debemos dejar de proporcionarle armas a Arabia Saudí importunando sus múltiples y reiteradas carnicerías. La ética, nos han dicho con claridad los padres de la patria, queda muy bien para los niños, los adolescentes y los pobres, para que los filósofos levanten cortinas de humo con dilemas imaginarios, para hacer negocios y política importa menos que la opinión de un tieso. La política, los negocios, pertenecen a los adultos, al mundo “que es como es”. En ellos la ética sólo constituye un molesto forúnculo del que hay que librarse para que no altere la cuenta de resultados. Nuestros buenos amigos saudíes han tenido a bien encargarnos fabricar cuatrocientas bombas que los niños yemeníes ansían recibir por navidad y cinco corbetas desde las que podrá bombardeárselos como las tropas franquistas hicieron en la carretera Málaga-Almería. Hablamos de miles de millones, de contratos futuros que inundarán nuestro país de riquezas inauditas y, por encima de todo, como nuestro presidente de gobierno, Pedro “el hermoso”, nos ha recordado, de los “intereses de España”. Frente a semejantes intereses superiores, no mencionemos ya la ética, el recuerdo de sufrimientos que nosotros mismos padecimos mientras que otros se enriquecían fabricando las armas que nos mataban, la memoria histórica y hasta las ideologías, palidecen. 
   ¡Ah, los intereses de la nación! Nadie ha hecho más por los intereses de la nación que Defex. Durante 23 años, esta empresa pública española, de cuyo accionariado también formaban parte empresas norteamericanas, vendió armamento sin preguntar contra quién se iba a usar, defendiendo los intereses nacionales, el pan nuestro de cada día de tantísimas familias pues, como todo el mundo sabe, nada da más dinero que el negocio de la guerra. Sin embargo esa sabiduría popular se niega a sacar la consecuencia lógica, quiero decir, que si un sistema económico prima, por encima de todo, la industria del asesinato colectivo, entonces dicho sistema económico sólo puede merecer el calificativo de intrínsecamente malo, putrefacto y pernicioso. ¿Lo ven? El infantilismo me puede, no consigo olvidarme de la ética y con ella en la mano, Defex no hubiese podido dedicarse a sus nobles negocios. Por ejemplo, la venta de armas a la policía de Angola por 152 millones de euros, los 16 contratos de venta de armas a Arabia Saudí entre 1992 y 2014 cuyo costo total podemos vislumbrar sabiendo que uno de ellos por “municiones”, alcanzó los 19 millones de euros o el contrato de obra pública conseguido en Brasil por un monto de 200 millones. Defex no sólo defendió valientemente los intereses nacionales de las pobres criaturitas que se ganan el sustento con la fabricación de armas, sino que también proporcionó beneficios millonarios al Estado año tras año para el bien de todos, pese a no tener más de 20 empleados. Lógico parece, por tanto, que en su esfuerzo por generar empleo, realizara parte de sus negocios bajo el paraguas de esa partida de los presupuestos llamada “ayuda al desarrollo” y que siempre se destina al bien de la humanidad.
   En 2014 las autoridades bancarias de Luxemburgo y Suiza, tan acostumbradas al hedor del dinero sucio, detectaron movimientos en las cuentas de Defex que apestaban demasiado incluso para ellas. Rápidamente alertaron a las autoridades españolas, que, pese a tener interventores e inspectores de hacienda incrustados en Defex como en cualquier otra empresa pública, “no se habían dado cuenta” de nada. Resulta que del contrato con Angola apenas si llegó al país africano material por valor de 50 millones, las “municiones” llegadas a Arabia Saudí difícilmente superaban los 14 millones y 60 de los millones destinados a Brasil acabaron en cuentas de Luxemburgo. Por término medio, todas y cada una de las operaciones realizadas por Defex tenían un sobrecoste del 8%, que, cuando los contratos subían en número de ceros, podía ascender al 17 ó el 66%. Rápidamente, cualquiera de los que exhibe los “intereses de España” nos aclarará que, en la realpolitik, en la política para adultos, en este mundo que “es como es”, para obtener contratos hay que sobornar funcionarios, porque la ética no sirve para el mundo de los negocios. Ninguno de los que así argumenta mencionará, sin embargo, que, levantada la infantil barrera de la ética, ya todo vale.
   Los sobrecostos de Defex, en efecto, no iban a parar únicamente a los bolsillos de los funcionarios sobornados, se lo repartían a partes iguales con los directivos de la empresa. Casualmente, por tanto, tenemos, una vez más, lo que ya vimos en la entrada anterior, a saber, que “los intereses nacionales” se identifican con los intereses de personas con nombres y apellidos concretos como los dueños de Cueto-92, que formó una UTE con Defex para el contrato con Angola o las privilegiadas empresas que integran el accionariado de la empresa pública y que se han llevado jugosos dividendos durante años sin aportar nada más que la mano para cobrar. Casualmente, también, los encausados por llevarse comisiones salvajes, desde familiares de Cristina Cifuentes hasta ex-ministros socialistas, pertenecen a los mismos partidos políticos que votaron a favor de continuar vendiéndole armas a Arabia Saudí.  Casualmente, la lista de países cuyas puertas nos abrirá este contrato para fabricar corbetas coincide con la lista de clientes que hasta ahora tenía Defex. Casualmente en el asunto Defex aparecen apellidos indesligables de la política nacional de los últimos años como (un hijo de Jordi) Pujol o (una sobrina de Francisco) Paesa. Aún hoy permanece el misterio de la identidad del comisionista máximo, aquél que sacó tajada de todas y cada una de las corruptas operaciones de Defex, cuyo nombre supone “palabras mayores” según la declaración del último presidente de la empresa ante el juez y al que se apodaba “king” o “el rey” en las anotaciones contables. Por cierto, ahora que hablamos de reyes, casualmente el inicio del escándalo de Defex coincide con la abdicación, un tanto sorpresiva, del anterior monarca.
   Podemos concluir, pues, que hemos hallado otra característica definitoria tanto de los "intereses nacionales", como de la realpolitik, la política para adultos, el mundo “que es como es”, ése que “es” sin ética, a saber, que se hallan preñados de “casualidades”.