La actitud exploratoria de los mamíferos forma parte de su repertorio de comportamientos instintivos. Soltados en un nuevo entorno, la mayoría se embarca en un febril rastreo de todos los itinerarios posibles. A los seres humanos nos hizo salir de África, colonizar Europa y Asia, saltar a América y recorrer sus 20.000 Km largos de Norte a Sur a un ritmo medio de 10 Km por año, como si a cada generación le hubiese faltado tiempo para buscar nuevos horizontes. Por entonces apenas si había comenzado una expansión aún más sorprendente, la que nos llevó a ocupar todo lo ocupable en las islas del Pacífico, alejándonos de la tierra salvadora hacia el ancho mar ignoto en el que las probabilidades de encontrar algo en lo que echar raíces apenas si resultaba comparable con los riesgos de permanecer en las islas de las que procedíamos. Así llegamos a la isla de Pascua, un montoncito de arena negruzca a 2.000 Km de la isla más cercana. Tocamos sus playas, quizás, en torno al siglo XIII, cuando ya se había producido el cambio más trascendental de nuestra existencia y que apenas se menciona en los libros de historia, el cambio que redujo progresivamente el número de exploradores hasta convertirlos en una minoría, cada vez más ínfima. En el siglo XIX eran ya tan pocos que se los glorificó, se quiso ver en ellos la culminación de los ideales románticos del hombre audaz, atrevido, inventivo, capaz de superar los mayores obstáculos gracias a sus ambiciones personales. Eran la cristalización, en última instancia, de los más altos valores del mundo cristiano, occidental, blanco y capitalista y de su heroica lucha contra el salvajismo de pueblos primitivos. Actuaban, pues, como científica vanguardia de la llegada del progreso a tierras lejanas para arrebatárselas a la miseria... La realidad, por supuesto, era otra, mucho más oscura y salvaje que los pueblos que en ocasiones trataron de apiolarlos.
El explorador siempre fue un hombre de límites, transita de las montañas en las que impera la ley de la supervivencia a los valles de refinadas costumbres, de las selvas impenetrables a las amplias avenidas de las ciudades, de inhóspitos desiertos de hielo a confortables habitaciones de hotel, llevando siempre su juego de te y sus botas llenas de barro. La polémica entre Speke y Burton, por ejemplo, fue la polémica entre el lago Victoria y el Tanganika como fuente del Nilo, sí, pero también y sobre todo, fue la polémica entre un oficial del ejército británico que ascendió rangos de acuerdo con el reglamento y un Burton, que se alistó en todos los conflictos de los que tuvo noticia pero que no participó en ninguno más que promoviendo algún motín. Siempre lo rodeó un aura de peleas, duelos e insubordinaciones, se fue del corazón mismo del victorianismo, el Trinity College, echando pestes de quienes lo dirigían y no dudó en documentar, como fiel notario y ocasional participante, las costumbres sexuales de todas las culturas que conoció. La controversia acompaña habitualmente al explorador, casi que podríamos decir que es su casa. Pelea porque se le reconozca cada logro, cada mérito, cada primicia con la misma ferocidad con que pelea por su vida en sus periplos. Mueve huestes combatientes a su favor y en contra de sus rivales y alienta cualquier medio que pueda hundirlos. No es difícil atribuirle hambre de fama, gloria, honores. Suelen aparecer en recepciones y galas con el pecho henchido de mal disimulada arrogancia mientras arramblan con los canapés. Ríen los chistes con plena conciencia de a quién hay que reírselos y cuentan anécdotas picantes que sonrojan a empingorotadas damas. Pero en todo ello apenas si hay una fachada. Incluso aquellos que logran convencerse a sí mismos de que todo es una cuestión de fama o de dinero, puede vérselos haciendo mediciones chapuceras, reclamaciones faltas de fundamento, echando misteriosamente tierra, en el momento más inoportuno, sobre sus propios logros. Minucioso en los detalles, Amusen no tuvo el detalle de avisar a nadie de su cambio de planes, ni de comprobar si efectivamente Cook o Bealy habían llegado al Polo Norte. Peleados en todo, Cook y Bealy coincidieron en hacer mediciones poco creíbles cuando no imposibles. Ni siquiera Speke hizo algo más que hervir agua para calcular de mala manera la altura del lago Victoria. El corcusido en el que convierten el cénit de sus carreras sólo cabe entenderlo de una manera. Algunos lo saben con absoluta certeza, otros sólo lo barruntan, pero, al final, todos alcanzan en algún momento a comprender que su hogar ya sólo puede ser la exploración, que se han convertido en hombres de frontera, cuyo lugar en el mundo se encuentra en la continua fuga. Ajenos a la cultura en que se educaron, extranjeros en la cultura a la que llegan, el tránsito es su patria. Fallan asentando sus logros porque sólo así tendrán una excusa para volver. Cada risotada en una fiesta obedece al cálculo de cuánto podrá obtener para su próximo proyecto. Cada libro que venden, cada conferencia que dan, es un día menos para la siguiente partida. Cada seguidor que reclutan en la pugna por una reclamación añade recursos a su próximo viaje. En la soledad de los bullicios convocados en su honor, toman conciencia de que no desean mayor honor que un trozo seco de carne de perro, mientras contemplan un glaciar jamás contemplado por otro ser humano.
Sacrifican animales a los que les ponen nombre y con los que juegan, utilizan a otros seres humanos como peones en una partida contra el destino, tratan cualquier ser vivo a su alrededor con la sensibilidad de una flecha lanzada hacia su objetivo. Sería absurdo calificar de inhumano a quien han dedicado su vida a buscar la singularidad de lo único, lo inigualable, lo imposible de imitar por cualquier otro ser humano. Por eso siempre se ve en ellos algo desagradablemente silvestre, altivez más o menos disimulada, un desdén connatural o algo de ofensiva conmiseración. Son el acusador dedo contra cada uno de quienes, muchísimo antes que ellos, se rindieron porque las condiciones no eran las adecuadas, porque las circunstancias no favorecían sus planes, porque no tenían a su alcance los medios necesarios. Los exploradores están más allá de todos nosotros, más allá del cansancio y más allá de la palabra “imposible”.
Sin embargo, un verdadero explorador no es un aventurero. No se lanza a la nada armado únicamente con su arrojo. Cada exploración es el resultado de un análisis minucioso, de una pormenorizada planificación, de un estudio de los detalles más nimios. El explorador acumula toneladas de pequeños saberes acerca de la forma de hacer nudos, de las pieles más adecuadas para el frío, de los mejores repelentes de mosquitos. Tampoco son viajeros. No se buscan a sí mismos ni siguen los caminos trillados. El explorador va siempre hacia lo que ningún mapa indica, huyendo de sus zonas de confort como de la muerte. Habrá noches tan oscuras en las que ni siquiera el profundo conocimiento que poseen de sus fortalezas y debilidades consiga alumbrarlos, noches en las que los piojos, las garrapatas y las sanguijuelas parezcan llevarse no su sangre, sino la luz del universo, como esos que vendrán detrás y que se llevarán los premios que nunca les darán a ellos. Asomarán entonces los fantasmas de la derrota, la amargura de la insensatez que gobernó la elección de sus vidas, la eterna pregunta de si no los ha atrapado definitivamente la locura. Pero habrá otras noches, noches en las que, racimos de estrellas que nunca antes se habían acercado a ningún ser humano, bajarán para acariciar sus sueños con la promesa de que, muy pronto, podrán beber hasta saciarse del cáliz de la ambrosía.