domingo, 17 de octubre de 2021

Bajo el volcán.

   El 7 de octubre de 2017 el suelo comenzó a temblar bajo la isla de La Palma. No se trataba exactamente de un terremoto, sino de lo que se conoce como “enjambres sísmicos”, conjuntos de terremotos muy localizados en el espacio y el tiempo. Esta serie de eventos se prolongó hasta junio de 2021. La mayoría de estos fenómenos se resuelven sin que el magma acabe aflorando a la superficie, pero entre junio y septiembre de 2021, la sucesión de enjambres sísmicos fue en aumento. El 13 de septiembre se notificaron 1500 eventos de este tipo, lo cual llevó a subir el nivel de alerta y poner en marcha el Plan Especial de Protección Civil. En la mañana del domingo 19 de septiembre los terremotos tenían una profundidad de sólo 2 kilómetros, la isla se había deformado y podía apreciarse una elevación de hasta 15 centímetros en una zona conocida como Cumbre Vieja. Aunque no se aumentó el nivel de alerta, comenzó la evacuación de quienes vivían más cerca. A las 15,13 del 19 de septiembre se inició la erupción. Hasta el momento lleva arrasadas más de 700 hectáreas, ha hecho desaparecer un millar y medio de edificaciones, más de 7000 personas han sido evacuadas, la superficie de la isla ha aumentado en 383 hectáreas y nadie piensa que esto vaya a parar en las próximas semanas. Por fortuna, la rápida puesta en marcha de los planes de contingencia y la lentitud de avance de la lava han hecho que no haya que lamentar víctimas. Las condiciones, sin embargo, son muy duras para quienes vivían o trabajaban en el área afectada. Tras el desalojo, a muchas familias se les permitió volver durante quince minutos a sus casas para recoger lo que pudieran. La Guardia Civil, bomberos, miembros de la Unidad Militar de Emergencia y Protección Civil, les ayudaron a amontonar lo imprescindible. En primer lugar y ante todo las escrituras de las casas y terrenos. Nada de eso impidió escenas de tensión y forcejeos. Muchas personas se han visto de un día para otro en mitad de la nada, sin casas, casi sin ropa, sin alimentos y sin fuentes de ingresos. Dejaron unos hogares a los que no volverán por colchonetas en el suelo de un polideportivo u otras instalaciones que se han habilitado para acogerlos. Mientras tanto, la isla entera se ve sacudida por terremotos de mayor o menor intensidad. El aire se vuelve en ocasiones difícilmente respirable. El aeropuerto de la isla se ha tenido que cerrar ocasionalmente, lo cual ha dificultado la llegada de ayuda, personal y materiales para la emergencia desatada. 

   La tragedia, como siempre, coloca a cada cual en su lugar. Hay científicos que se juegan la vida recolectando datos que sirvan para predecir el comportamiento del volcán y los hay que obtienen sus cinco minutos de gloria aterrorizando a las poblaciones de EEUU o Brasil con tsunamis imposibles. Hay quien se ha quedado sin nada y le ha faltado tiempo para apuntarse como voluntario intentando ayudar a otros que se han quedado sin nada y hay quien emplea su abundante tiempo libre vomitando vitriolo en Internet contra una Cruz Roja, que fue la primera en llegar y será la última en marcharse, por ayudar a la “invasión de los inmigrantes ilegales”. Hay quien embotella las carreteras huyendo de las fauces del infierno y hay quien las colapsa buscando un selfi con ellas al fondo. En medio de todo, las autoridades han suplicado que se deje de enviar ropa, enseres y comida porque los 750 voluntarios encargados de gestionarlos no dan ya a basto con lo que se ha enviado. La cuenta abierta para las donaciones sumó más de cinco millones de euros en quince días, pero nadie sabe cuánto dinero se necesitará al final. Los 400 millones prometidos por la Unión Europea y los 200 del gobierno central puede que no basten para casas, fincas y cultivos con los que sólo podrá comenzarse a soñar cuando la lava se enfríe. Al menos la mitad de ellos dependerán exclusivamente de esta ayuda porque sus bienes o no estaban asegurados en el momento de la erupción o no se verán cubiertos porque las aseguradoras acudirán al concepto de “riesgo extraordinario” que les exime de pagar las pérdidas teóricamente recogidas en las pólizas.

   No vivimos una tragedia anunciada desde 2017. La isla de El Hierro vivió una erupción volcánica submarina  hace una década. La propia isla de La Palma sufrió erupciones volcánicas en 1971 y 1949. La de 1971 causó dos muertos y dos heridos por inhalación de gases tóxicos, la lava cubrió más de dos millones de metros cuadrados, aunque no afectó a zonas pobladas. La de 1949, por su parte, no causó víctimas, pero sí la pérdida de viviendas y zonas de cultivo. La peor erupción de las Islas Canarias data, sin embargo, de 1706 y se produjo en Trevejos, Tenerife. Duró cuarenta días, no produjo víctimas, pero arrasó tres municipios y cegó el puerto de Garachico, convirtiendo lo que hasta ese momento era cabeza del comercio internacional de la isla en un puerto de pescadores. Pocos viven en las Islas Canarias engañados. De un modo u otro, todos guardan en su memoria, en muchos casos en su memoria familiar, el relato de una erupción, de un terremoto, de una lluvia de cenizas que se llevó por delante casas y/o cultivos familiares. El paisaje ahora arrasado en La Palma lo componían viviendas y explotaciones, medio agrícolas medio ganaderas, lo suficientemente dispersas para que nadie se sintiera agobiado y lo suficientemente cercanas para que nadie se sintiera solo. Sin una ordenación clara, pero sin caos, hasta permitía la integración de turistas, componiendo un paisaje agradable en el que resultaba extremadamente fácil encontrar un lugar para vivir placenteramente. Uno más, al cabo, de los lugares en los que los seres humanos nos acostumbramos a vivir, bajo volcanes, sobre fallas, en islas azotadas por huracanes y en tierras inundables en cuanto lo quiera un río. Garantizan que nuestra felicidad no durará eternamente, que la tragedia acecha, que, más tarde o más temprano, tendremos motivos para sufrir y para quejarnos por nuestros sufrimientos, el ideal en definitiva, que buscan todos los seres humanos. Nos embebemos entonces en nuestro mundo cultural, azorados por los quehaceres múltiples de una vida mucho más abstracta, mucho menos tangible de lo que cotidianamente creemos y dejamos siempre para otro día pensar que la naturaleza, por suerte o por desgracia, sigue encerrando fuerzas contra las que nada podemos.

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