domingo, 24 de octubre de 2021

Carmen ya no mola.

   ¿Se imaginan una persona que, antes de responder a la pregunta de si una pastilla le había quitado el dolor de cabeza o no, pidiese conocer el fabricante de la misma? ¿Se imaginan un comensal que, para decidir si la comida le había gustado, exigiera primero saber el nombre del cocinero? ¿Se imaginan un catador profesional que, antes de emitir su veredicto sobre un caldo, exigiese ver la etiqueta y el precio de la botella? Pues bien, toda una corriente filosófica del siglo pasado, para juzgar una obra, exigía conocer al autor y la tradición en la que se hallaba inserto. Como esos “expertos” en vino que se decantan por el más barato del supermercado en cuanto tienen que decidir a ciegas, los filósofos necesitaban conocer al autor, sus intenciones y su “espíritu”, antes de poder asegurar que entendían lo expresado en sus textos. Al parecer, a todos los autores de la historia los adornaba tal grado de ineptitud como para no haber dejado claro lo que querían decir en sus escritos. Cuando no había alfabetos, cuando la tradición oral garantizaba que no se perdieran los relatos, sí, entonces resultaba imprescindible que el autor o el re-creador de los mismos acompañase a su audiencia, para narrar lo acontecido y su relación con ello. Pero no leemos con el autor de los textos a nuestro lado, no necesitamos que nos guíe, ni que nos pase las páginas, ni que nos ilumine. Ese esfuerzo lo tenemos que llevar a cabo nosotros mismos. Desde luego, no nos encontramos en completa soledad. Hay muchos otros textos que pueden acudir en nuestra ayuda, que se refieren al libro que leemos, a los que éste se refiere, a los que combate o a los que ayuda. Alguien que de verdad lee, debe poder juzgar, por ejemplo, acerca del carácter liberador para la mujer o no de un texto sin necesidad de saber si su autor hace uso de urinarios verticales. Pero, claro, hemos cometido un error, porque, en realidad, no se trata de leer. 

   La “obra”, la “tradición”, el “autor” y el resto de zarandajas hermenéuticas trataban de ocultar mediante hábiles eslóganes el referente último de sus expresiones: la autoridad. La autoridad, dice la hermenéutica, debe conceder siempre su aquiescencia a la cuestión de si hemos alcanzado la comprensión debida. Naturalmente no la autoridad de la iglesia, algo oscuro, reaccionario y obsoleto. La autoridad del mercado, algo mucho más ilustre, “progresista” y actual. Sin autor no hay mérito literario, filosófico ni científico. Ni una sola publicación “científica” admitiría a trámite un texto firmado bajo pseudónimo por muy replicables que resultasen los experimentos que en él quedaran descritos. Y, de un modo semejante, la calidad literaria de cualquier manuscrito que llegue a una editorial se juzga consultando la cifra exacta de beneficios que hasta ese momento ha proporcionado quien lo envía. “Autor” implica, por supuesto, tradición, tradición de hacer campañas promocionales, estrategias tradicionales de marketing, en definitiva, el tradicional dinero. Por tanto, “derechos de autor” designa la seguridad de que alguien no relacionado con el acto creativo, tendrá derecho a quedarse con los beneficios que éste genere. He aquí la gran contribución de las editoriales a la creatividad: crear valor, crear… un autor. 

   En 2017, la prestigiosa editorial Alfaguara contrató a tres guionistas profesionales para que le escribieran un best seller. Dado que en España las mujeres leen más (novelas) que los hombres (que solo leemos el Marca), el departamento de marketing les fabricó un nombre femenino con un apellido que atraería tanto a nostálgicas del anterior régimen como a todas las cool de nuestro progresismo: Carmen Mola. La operación fue un éxito y Carmen Mola se convirtió en una gran “autora”, quiero decir, generó mucho dinero. Tanto que llamó la atención de la mayor recicladora de buena literatura en sucios billetes de este país, la editorial Planeta. Planeta otorga el premio más podrido de la literatura universal, quiero decir, adorna con un collar de perro, en forma de cheque por un millón de euros, a los nombres más notables de las letras hispánicas, para que vayan por ahí ladrando las grandezas del mercado y, de modo instintivo, casi sin darse cuenta, tapen con abundante tierra las heces que él va dejando. Hay quien dice que los intelectuales no juegan ya el papel que les corresponde en la sociedad civil. ¿Cómo van a hacerlo si escritores, periodistas, filósofos y demás ilustres nombres que han engrandecido nuestras letras se han acostumbrado a nadar como peces en el océano del nepotismo y las corruptelas? Consulten los ganadores del premio Planeta de los últimos 30 años y entenderán muchos de los gritos y, sobre todo, de los silencios de nuestra intelectualidad. Pero la libertad del mercado prohíbe decir precisamente esto. Si observan Uds. las reacciones que el caso "Carmen Mola" ha generado, podrán observar fácilmente lo que todo el mundo se esfuerza por no escribir sobre el asunto. 

   Se puede afirmar que los hombres deben reservarse el disfrute del gore y que ninguna señorita de bien puede tenerlo entre sus preferencias, como ha hecho Núria Escur en las páginas de La Vanguardia. Se puede denunciar que todo esto forma parte de una conspiración (¿internacional?) para arruinar el #MeToo y que a las mujeres no se les permite publicar en España, como ha publicado en las páginas del Washington Post la subdirectora general de elDiario.es, María Ramírez (¿o se trata también de un seudónimo?). Incluso se puede insinuar por twitter, como han hecho las dueñas de una librería feminista, que la liberación de las mujeres pasa por adoptar respecto de sus gustos una actitud paternalista, que saque de las estanterías los libros “inadecuados” que ellas soliciten. Todo, absolutamente todo, vale para ocultar las vergüenzas de un rey obscenamente desnudo, porque el caso "Carmen Mola" no hace otra cosa que demostrar, una vez más, que la “industria cultural” tiene de industria el saciar nuestro intelecto con alimentos precocinados, pero que de “cultural” sólo tiene la cultura del dinero rápido, fácil y, preferentemente, no declarado a Hacienda.

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