Forman parte de las entrañables criaturas a las que ha dado lugar la filosofía del lenguaje anglosajona el feliz John y sus amiguitos, que durante un siglo no han tenido mayor preocupación que chismorrear unos sobre otros e intentar averiguar el color de la nieve. Sin embargo, estos filósofos del lenguaje también han engendrado criaturas menos enternecedoras, como Donald y sus respectivos, convencidos de que si usan mucho “I won by a lot”, eso acabará significando que le corresponde la presidencia de los EEUU. Donald no podría haber salido de las páginas de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein porque allí, el eslogan vigesimico de “el significado es el uso”, casi no aparece. Más bien en ellas se reitera que “en muchos casos [no en todos], el significado es el uso”. Wittgenstein sabía que identificar el significado con el uso conduciría a los mismos problemas que los intentos por basar en él la evolución. Del mismo modo que Lamarck no podía explicar las especies, Wittgenstein no podría explicar que dos hablantes usasen del mismo modo una palabra o una expresión. Recurrió entonces a los juegos del lenguaje y los conceptualizó como “formas de vida”. En efecto, al igual que las diferentes formas de vida, los juegos del lenguaje tienen que someterse a una selección natural y sexual para conseguir descendientes (hablantes) y únicamente sobreviven los mejor adaptados a la realidad en la que dichos hablantes viven. Pero, claro, seguir por este camino y explicar la configuración de esa realidad en la que viven, conduce a la irrelevancia del uso para el significado. Las “formas de vida”, como los “juegos del lenguaje”, se quedaron entonces en el puro nivel de las metáforas. Todos y cada uno de los problemas que Wittgenstein enfrenta reflejan esta tensión entre un tentador lamarckismo lingüístico, a la postre infructuoso, y un darwinismo, que destruye todo encanto antropocentrista y hacia el que el austriaco no quiere verse arrastrado. Ansiosos de propiciar una biosemántica que permitiese ver en la naturaleza los signos puestos por Dios, los filósofos anglosajones recurrieron a la convención para cercenar las tensiones ínsitas en las propuestas wittgenstenianas. Desde luego, si decimos que “el significado es el uso” y que “el uso depende de la convención”, tendremos que concluir que “el significado depende de la convención” y los últimos cien años de filosofía del lenguaje no habrán servido para nada porque esa propuesta ya existía mucho antes de Wittgenstein. Por si fuera poco, nos encontraríamos en la difícil tesitura de justificar que la convención explica perfectamente algo que no parece tener mucho que ver con ella, como que “la nieve es blanca” y, sin embargo, no sirve para explicar por qué algo que sí depende de una convención, como quién ha de ocupar la Casa Blanca, se puede decidir sin que haya acuerdo. Todavía peor, seguimos sin tener una respuesta a la pregunta que hizo abandonar la teoría del convencionalismo lingüístico mucho antes de igualar el significado al uso: ¿cómo se establece dicha convención? ¿lingüísticamente? Para evitar el retroceso al infinito algunos filósofos del lenguaje contemporáneos echan mano de vaporosas nubes de creencias compartidas, sin que nunca quede claro cómo se llegan a compartir semejantes creencias. Un intento verdaderamente desternillante lo podemos encontrar fuera del ámbito anglosajón en "el” filósofo de finales del siglo XX, Jürgen Habermas.
Habermas, pese a atribuirse haber creado un nuevo procedimiento de fundamentación, el proceder crítico, no debe tener mucha fe en él, pues cuando tiene que fundamentar el lenguaje lo hace en una certidumbre última, el presupuesto (“trascendental” nada menos) de que quienes intervienen en un diálogo, en todo momento, esperan que el otro les diga la verdad. A continuación, sin demasiado sonrojo, atribuye al discurso psicoanalítico un determinante papel “emancipador”. Si abrimos al azar un volumen cualquiera de las obras completas de Freud y leemos las dos páginas que quedan ante nuestros ojos, insisto, da igual el volumen y las páginas en cuestión, concluiremos rápidamente que el discurso psicoanalítico parte del presupuesto trascendental de que sólo decimos la verdad por equivocación. En el diálogo entre el psicoanalista y el paciente, el primero supone en todo momento que el discurso del segundo tiene un carácter falaz incluso cuando cree enunciar la pura verdad. Y, precisamente, tal suposición fundamenta el diálogo. Por aquí ya tenemos una primera conclusión que no aparece en ninguna propuesta de la filosofía del lenguaje contemporánea, a saber, que si existe un presupuesto lingüístico en la comunicación humana, no consiste ni en compartir unas creencias, ni en presuponer la veracidad, ni en presuponer la mendacidad. El presupuesto básico de la comunicación humana lo constituye la confianza, la confianza en el carácter predecible del comportamiento del otro. A veces predecimos que nos va a decir la verdad, a veces predecimos que nos va a mentir sistemáticamente, a veces predecimos que comparte un conjunto de creencias con nosotros y a veces predecimos que no podemos tener creencias comunes. De cualquiera de estas predicciones se derivan expectativas que hacen posible la inteligibilidad de su discurso. De aquí se derivan dos importantes cuestiones. En primer lugar, que no hace falta compartir nada con el otro antes de iniciar el intento de comunicación con él. Podemos comunicarnos, y esto lo sabemos todos, con alguien que no comparte nada con nosotros, ni siquiera el idioma. De hecho, no dudamos en hablarle a nuestro perro, a nuestro canario y hasta a nuestro gato, en cuanto encontramos en su comportamiento cualquier cosa que entendemos como una cierta regularidad. Y ahora ya nos hallamos en disposición de analizar algo que, desde el punto de vista de la filosofía del lenguaje contemporánea, resulta imposible siquiera intentar, el diálogo entre psiquiatras y esquizofrénicos.