Ahora que nos hallamos en una época típica de turismo y, dado que en las actuales circunstancias planear cualquier viaje se ha convertido en una tarea infernal, ¿por qué no visitar la puerta del infierno? En 1971, un equipo soviético de prospección geológica se desplazó a un remoto paraje del desierto de Karakum, cercano a la aldea de Darvaza, en el actual Turkmenistán, buscando petróleo o, al menos, gas natural. Encontraron un afloramiento de gas a nivel de superficie e iniciaron sus tareas de perforación. Para su asombro, se produjo un hundimiento del terreno que se tragó todo el equipo y el campamento entero. No se produjeron víctimas, pero el agujero, de 69 metros de diámetro, exhalaba gas por todas partes. Al parecer, habían perforado el techo de una gruta subterránea, repleta de metano. Ante la proximidad de asentamientos humanos y temiendo catástrofes mayores, alguien, no se sabe muy bien quién, porque no ha quedado informe oficial alguno sobre el incidente, decidió que la mejor solución consistía en quemar el gas, que, sin duda, se consumiría en unos pocos días. Hace 50 años de aquello y todavía perduran las espectaculares llamaradas. Con un área de más de 5000 metros cuadrados y una profundidad de hasta 30 metros, la temperatura en su interior alcanza los 400 grados, lo cual no ha impedido, más bien ha permitido, que lo colonicen microorganismos extremófilos, que necesitan de esas temperaturas para vivir. Aunque se puede contratar una visita al lugar una vez se ha llegado a Turkmekistan, el particular régimen del país, no lo promociona especialmente y pasaría desapercibido si no lo sacaran a la primera plana de los periódicos la típica abulia veraniega o los selfies de algún youtuber alocado. No se trata de la única puerta del infierno que existe. Hay otra, cuya historia parece exactamente la opuesta.
Pozo de Darvaza |
A toda Azerbayán se la conoce como “la tierra del fuego”. Sus abundantes yacimientos petrolíferos generan bolsas de gas que, con frecuencia, afloran a la superficie. Los accidentes naturales o la intervención humana convierte muchos de ellos en llamas perpetuas como en Yanar Dag, pero el más antiguo parece situado en Surakhani, una pequeña población a las afueras de Bakú en la que se construyó la primera refinería de petróleo en 1857. Un siglo más parece tener su templo/castillo en el que, desde cierto pasado difícil de determinar, ardía también un fuego eterno. Testimonios diversos señalan que desde mucho antes del siglo XVII, el lugar constituía un centro de peregrinaje de zoroastras, hindúes y sikhs, religiones todas ellas a las que el comercio había hecho proliferar en la región. No queda claro si los cimientos del actual templo los cavaron miembros de la primera o de la segunda de estas creencias, pero desde el siglo XVII, los brahamanes parecen haberse hecho cargo de las edificaciones y los cultos. Eso sí, quienes se acerquen por Bakú no deben hacerse ilusiones. El fuego que ahora arde en el templo lo lleva allí una moderna tubería, porque el original, el que ardía desde tiempo inmemorial y provocó la peregrinación desde lejanas tierras, acabó apagándose cuando la extracción de gas y petróleo dejó exangüe su fuente original.
Si quiere visitar otra puerta del infierno, mucho menos lejana y exótica, puede hacerlo también en Filadelfia, Standford, Tokio, Zúrich, Ciudad de México y, por supuesto, París. En todas ellas existen reproducciones de la Puerta del Infierno de Rodin y también esta puerta tiene una historia interesante y aleccionadora. El 16 de agosto de 1880, una carta firmada por el Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes de Francia, encargaba al escultor Auguste Rodin la ejecución de una puerta «adornada con bajorrelieves que representaran a la Divina comedia de Dante» a cambio de 8.000 francos de la época. Además se le proporcionó a Rodin un estudio donde llevar a cabo su obra y se le prometió que que su obra abriría la entrada al Museo de Artes Decorativas de París. Dicho museo nunca llegaría a construirse y el gobierno francés acabó cancelando el encargo. Rodin, sin embargo, trabajó sobre él buena parte de su vida y en ese desarrollo, tan espasmódico como obsesivo, acabarían por ver la luz algunas de sus obras más famosas. Pensada como una recreación de la Divina comedia, cobró poco a poco un carácter autónomo, mucho más simbólico, que acabó emparentándola con Las flores del mal de Baudelaire. Las hojas la componen personajes envueltos en un mar de llamas, muchos de ellos mujeres, en poses a veces seductoras y a veces trágicas, como el terrible atractivo del mal. Los personajes de la Divina comedia aparecen por aquí y por allá y coronando el tímpano, aparece la famosa figura del pensador. Rodin lo concibió inicialmente como el propio Dante cavilando sobre la estructura de su poema, seguido en tropel por sus personajes. Su modelo parecía muy claro, el Jeremías de la Capilla Sixtina. Pero Miguel Angel pintó a un Jeremías rollizo, entogado, a diferencia de la mayoría del resto de personajes que, originalmente, iban en pelotas picadas. Jeremías no planea cómo expresar su visión del infierno. El Jeremías de Miguel Angel reflexiona sobre cómo presentar a los hombres unas profecías que necesariamente han de cumplirse, cómo hablarles de lo que, con absoluta seguridad, ocurrirá, cómo explicarles la verdad sin que los Joaquines y Sedecías de turno ahoguen su clamor en sangre. Jeremías, recordémoslo, desafió la violencia, la corrupción, la mendacidad de los poderes establecidos y exigió como muestra de arrepentimiento la liberación de los esclavos. Sus advertencias de la inminente derrota de Judea si no se restablecía la alianza con Yavéh hicieron recaer sobre él la acusación de espía babilonio, acusación, por cierto, renovada cuando Nabucodonosor lo liberó de prisión tras conquistar Judea. Rodin quiso otro destino para su pensador. Presidiría la puerta del infierno, pero no como portavoz de ningún Dios ni de ningún demonio. Su pensamiento debía separarse de todos y de todo, colocarse más allá de las pasiones y de los castigos, de las tentaciones y de su rechazo, en definitiva, convertirse en un acto creador. El pensador de Rodin no contempla la obra de otro, la construye con su puro acto de pensarla. Ascético, delgado, desnudo, carece de todo porque ha conseguido lo máximo a lo que un ser humano puede aspirar, al dominio de su pensamiento, mostrándonos con un ejemplo que muy pocos pensadores siguieron en el siglo XX, que difícilmente puede haber libertad en un pensamiento opuesto a la renuncia.